CAPÍTULO XIX

– Yo creo que todos somos maravillosos y cada uno tiene algo especial que ofrecer al mundo. -La mujer pronunció estas palabras con un horrible acento californiano como si su personal descubrimiento fuera un secreto que debía ser guardado ante los tres millones de radioyentes. Alex se preguntó si mantenía cogidas las manos de la periodista que la entrevistaba y la miraba a los ojos-. Los tibetanos les suelen decir a sus gentes, cuando están preocupados, que se vayan a caminar bajo los pinos, como lo vienen haciendo desde hace mil quinientos años.

– ¡Caray! -exclamó el entrevistador.

– ¡Tonterías! -comentó Alex, que se echó adelante para cerrar la radio.

El mundo está lleno de gentes que han descubierto el secreto de la vida, que lo descubren en los granos de maíz a medio digerir de sus excrementos. Jesús! ¿Hay que pasarse el tiempo revisando los retretes o caminando bajo los pinos para enfrentarse a la vida? Felices quienes disponen de tiempo para ello. Felices los que no tienen nada mejor que hacer.

Alex desvió el Mercedes de la carretera y entró en el desigual camino de carros, para cruzar el portón sobre el que campeaba un pequeño cartel pintado a mano en el que se leía: «Château Hightower», y sonrió. Al menos David no había perdido su sentido del humor ni tampoco, pensó con orgullo, su paciencia. Ya debía haberse divorciado de ella y buscado otra mujer, alguien que lo quisiera y lo hiciese feliz. Se lo tenia bien ganado; pero en aquellos momentos Alex se alegraba de que no lo hubiera hecho.

Después de unos cientos de metros, el camino se convertía en un barrizal y el automóvil patinó y rebotó al entrar en la granja de cerdos, con su desagradable olor; las aguas sucias y fangosas salpicaron el parabrisas y Alex puso en marcha los limpiadores. Un perro sucio salió de uno de los edificios ladrando a la visitante. Pasó las porquerizas y el edificio de la granja, atravesó otro cartel con la leyenda «Château Hightower» sobre una flecha que señalaba la dirección a seguir. Pudo ver el pequeño grupo de edificios a eso de dos kilómetros a su derecha, y algo más abajo, en el valle de South Downs, los campos de viñedos y las ovejas que ponían una nota incongruente pastando en las laderas de los alrededores, como blancos arbustos.

Mientras el coche descendía la empinada ladera, el lago surgió ante sus ojos a la izquierda, una rara superficie de agua sin vida, con una extraña isla artificial en su centro. El agente inmobiliario lo había descrito como un auténtico estanque medieval, que contenía una rarísima carpa. Entonces esa afirmación lo había excitado y cautivado a David mucho más que todos los edificios de la finca. Una carpa, pensó Alex. Había gentes que creían que el secreto de la eterna juventud radicaba en alimentarse de carpas.

Dejó atrás un gran pajar descubierto, en el que había un tractor oxidado y una pirámide de estiércol, y llegó al patio embarrado frente a la casa de piedra de un solo piso y un tanto extravagante que era el hogar de David y que también fuera el suyo durante un corto tiempo, hasta que el aislamiento y el frío fueron excesivos para ella.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí y pocas cosas habían cambiado. El bloque de establos, en la parte más alejada del patio, aún seguía amenazado de ruina, pese al presuntuoso aviso pintado en la fachada que anunciaba «Château Hightower. Recepción». Volvió a sonreír: la absurda presunción de aquel nombre siempre la hizo sonreír. Un perro pastor lleno de barro salió de la casa y se la quedó mirando con docilidad.

– ¡Hola, Vendange!

El perro se dignó hacer un único movimiento con el rabo y se puso a olfatear algo interesante que debía de haber en el suelo. Alex bajó de su coche, dejó atrás el Land Rover de David y se dirigió a los establos. Abrió la puerta de la «recepción» y miró dentro. Era una sala fría y húmeda, con el suelo de piedra y una vieja mesa de cocina sobre la que había una caja registradora no menos antigua. Dos medias botellas vacías, con la etiqueta «Château Hightower», y los tapones de corcho saliendo a medias de sus cuellos, como sombreros de copa excesivamente pequeños. El resto de la estancia estaba ocupada por cajas de cartón blancas, todas ellas con el nombre «Château Hightower» escrito con un rotulador verde. Salió y la puerta sonó con fuerza al cerrarse tras ella.

Recorrió el patio en toda su extensión para dirigirse a un alto granero de piedra situado al otro extremo y que tenía el aspecto de haber sido una capilla en tiempos pasados. Entró en él. En su interior reinaba el frío y la oscuridad y un olor agrio, como el de una taberna vacía.

Su marido estaba agachado, en el otro extremo, entre dos grandes tinajas de plástico, sumido profundamente en sus pensamientos. Alex dejó atrás una pequeña prensa de uvas, de color rojo, una hilera de otros recipientes de plástico más pequeños y una gran jarra de vidrio llena de un líquido opaco. David levantó un vaso de vino que se llevó a la nariz, lo olió profundamente y después tiró su contenido en un cubo de residuos que había en el centro de la habitación.

– ¡Hola, David! -lo saludó.

Él levantó los ojos, sobresaltado.

– ¡Dios mío! -Sonrió y se acarició la barba-. Me has asustado.

– Lo siento.

David se dirigió hacia ella con los brazos abiertos; vestía una sobria chaqueta de dril y unos viejos pantalones de algodón. Alex sintió que la barba de su marido le hacía cosquillas en la cara y notó la fría humedad de sus labios.

– ¿No te hielas aquí?

– ¿Hace frío? No me he dado cuenta.

Alex le miró los pies.

– Yo creía que los granjeros llevaban botas de goma… no zapatillas de casa.

– Yo no soy un granjero -replicó con expresión herida-, sino un castellano.

Se sonrió.

– Lo siento, lo había olvidado.

– De todos modos las zapatillas conservan mis pies calientes. Ven, quiero que pruebes esto. -Se dirigió a una de las tinajas grandes y llenó a medias el vaso en el grifo que había en uno de sus lados-. Olvídate del color, es muy joven, se aclarará con el tiempo.

Alex miró con desconfianza el sucio líquido grisáceo y lo olfateó. Tenía un olor suave, afrutado.

– Buen aroma, ¿no?

Ella afirmó con la cabeza.

– Ganará en fuerza, pero no está mal, ¿eh?

Probó el vino y el frío la obligó a hacer una mueca. Como quien cumple con un deber, conservó el vino en la boca y miró a su marido, como pidiéndole instrucciones sobre si debía tragarse el vino o escupirlo en el cubo. Vio la desesperada urgencia en sus ojos, como los de un niño que espera una alabanza. En contraste con su agradable aroma el vino tenía un sabor metálico, espeso, casi mantecoso. Se tragó el vino preguntándose si era eso lo que debía hacer.

– Uhm… -dijo con aire pensativo, pero vio cómo la ola de entusiasmo desaparecía del rostro de David y dudó-. Es bueno, muy agradable.

Se frotó las manos con júbilo como si aquella opinión le aportara la mayor felicidad.

– Creo haber acertado, ¿no te parece?

– Todos tus vinos son muy agradables, David.

Él negó con la cabeza.

– Todo lo que he hecho hasta ahora ha sido una porquería. Una copia, una imitación de otros vinos; un vino de Alsacia de segunda clase. Traté de imitar el Breaky Botton de St. Cuthman o cualquier otro tipo que me parecía bueno. -Sacudió la cabeza y palmeó-. Originalidad. Quiero crear un buen vino inglés, algo diferente, único. -Formó un círculo con el pulgar y el índice-. Y de producción limitada; ése es el secreto. La gente hará cola aquí para adquirirlo.

– Si es que pueden resistir el olor de los cerdos.

La miró ofendido y Alex sintió haber hecho aquella observación.

– De veras… ¿de veras te gustó?

Alex asintió.

– Aún me queda un largo camino por recorrer, te das cuenta, ¿verdad?

– Sí -mintió y le dedicó una sonrisa de ánimo.

David pareció aliviado.

– Sabía que lo harías; aun cuando no captaras otras cosas en el tiempo que estuviste casada conmigo, al menos aprendiste a conocer un buen vino.

Alex sonrió de nuevo, dándole ánimos.

– Creo que Fabián hubiera estado orgulloso de este vino. Estuvo aquí el año pasado, durante la vendimia; me ayudó a recoger estas uvas. Será algo especial, ¿no?

Alex afirmó con un gesto.

– ¡Chardonnay! -exclamó David mirando el techo y después repitió la palabra con más fuerza, con claridad, como un predicador de la Biblia en su púlpito-. ¡Chardonnay!

La palabra resonó con su eco por todo el frío y húmedo granero. Los dientes de David brillaron entre su barba con una expresión maníaca.

Alex se estremeció al darse cuenta de que en esos momentos, de repente, su marido le parecía un completo extraño.

– Montrachet, Cortón Charlemagne. -David se besó la punta de los dedos.

– Tengo que hablar contigo -dijo Alex.

– Puedo producir veinticinco mil botellas este año; no está mal, ¿verdad?

– Tengo que hablar contigo, David -insistió.

Su marido extendió las manos.

– Mira, mira esto.

Alex vio la suciedad de sus uñas y en los poros de la piel.

– Cuando vivía en Londres acostumbraba a ir a la manicura, ¿te acuerdas?

Alex respondió afirmativamente.

– Mis manos eran muy bonitas… pero todo lo que hacía con ellas no valía nada. Ahora mis manos están sucias, pero con ellas creo una gran belleza. ¿No es maravilloso este vino?

– Sí. Y espero que todo resulte bien para ti. ¿Podemos ir a la casa para hablar?

– Claro. -Tomó el vaso de Alex y se dirigió a la puerta; se detuvo en el camino para dar un golpecito cariñoso a un gran tanque de acero inoxidable.

– Para la fermentación -explicó con orgullo-. Ningún otro cosechero en Inglaterra tiene otro como éste.

Miró a Alex y ella le devolvió la mirada con sus tristes ojos pardos. Éste era el mundo por el que había rechazado Londres, su vida de ejecutivo, su elevado sueldo, sus rápidos automóviles deportivos, sus trajes caros y elegantes y sus caras manicuras; pero él lo había dejado todo para hacer lo que le gustaba en ese frío edificio con su acre olor, sus máquinas extrañas, los viñedos, las ovejas y la soledad.

– ¿Eres feliz? -le preguntó.

– Estoy haciendo lo que me gusta.

– Pero ¿eres feliz?

Se encogió de hombros y siguió andando. Ella lo siguió fuera del edificio a la clara luz del día, cruzó el patio con el olor a barro, a perros y a estiércol y se agachó detrás de su marido para cruzar la baja puerta de entrada de la casa.

Llenó de agua la cafetera en el grifo del fregadero de piedra y lo puso sobre el hornillo de gas. Alex se sentó junto a la mesa de pino e instintivamente apartó algunas migas de pan con la palma de la mano.

– ¿Quieres comer algo?

Ella movió la cabeza y tiró las migajas en una gran bolsa de papel marrón que servía de cubo de la basura.

– Me alegro mucho de verte. Hacía mucho tiempo que no venías por aquí.

Vio el montón de platos y fuentes sucias sobre el fregadero y sonrió.

– Deberías comprarte un lavavajillas.

David movió la cabeza.

– No sirven para lavar los vasos de vino, dejan residuos en el fondo.

– Pones las cosas difíciles.

– Después del anochecer no suelo tener mucho que hacer, así que puedo lavar la vajilla.

La cafetera produjo un débil silbido, «como un suspiro», pensó Alex, quien le dijo a David:

– Fui a ver a un médium.

Cuidadosamente, secó con un trapo una taza alta y miró a Alex.

– ¿Y bien?

– Se puso en contacto con Fabián.

David dejó la taza y sacó una lata de tabaco de su bolsillo.

– Ya sé cuáles son tus sentimientos sobre el tema, pero es posible que hayan sucedido algunas cosas, algunas cosas muy extrañas.

– ¿Qué tipo de cosas?

Alex contempló el viejo reloj de madera que había sobre una estantería: las cuatro y quince.

– ¿Es esa hora? -preguntó con voz débil mirando su propio reloj para confirmarlo.

– Normalmente va unos minutos adelantado.

– Tenía que estar en Penguin a las cuatro. -Movió la cabeza.

David se la quedó mirando.

– ¿Era importante?

– Me costó un mes arreglar el asunto.

– ¿No puede ir nadie en tu nombre?

– No.

– Pensaba que tenías algunos buenos colaboradores.

– Así es, pero en esta ocasión tenía que estar yo personalmente. -Miró su reloj-. Tendré suerte si estoy allí a las seis.

Se dio cuenta de que estaba culpando a David, como si fuera él la causa de que se hubiera olvidado de su cita, de que estuviera allí, en aquella sucia cocina, en medio de una maldita tierra de nadie, y de que, posiblemente, hubiera estropeado uno de sus mejores negocios.

– ¿Puedo usar tu teléfono? -dijo dócilmente.

– No tienes que preguntarme, la mitad es tuyo.

– No quiero un discurso -replicó con acritud-, sólo usar este jodido… -Se detuvo y se mordió el labio; no tenía razón para ponerse furiosa ni para culpar a David… ni a nadie.


David sonrió cuando Alex colgó el teléfono.

– Eres muy convincente -comentó.

– Creo que he salvado el negocio. -Metió las manos en los bolsillos de su abrigo.

Las botas de agua que se había puesto le estaban un poco grandes y sus pies resbalaban dentro de ellas. Se preguntó de quién serían.

La senda chapoteaba y parecía moverse bajo el peso de sus pies mientras caminaba entre los viñedos, filas interminables de cepas retorcidas y nudosas, libres de todo adorno de verde o de flores, como un regimiento de esqueletos a las puertas del infierno. Alex se estremeció, preocupada por los horribles pensamientos que habían entrado en su mente recientemente. Resbaló y se cogió con fuerza al brazo de David; era rígido, poderoso y su fuerza la sorprendió. Se había olvidado de lo fuerte que era.

– ¿Estás bien?

– Muy bien.

– Acabé la poda el domingo -le contó orgullosamente-. Después de tres meses, día más día menos.

– Fantástico -dijo tratando de expresar un entusiasmo que no podía sentir.

La luz del atardecer se estaba debilitando y el aire se hizo frío y cortante. Se oyó el balido de las ovejas y el ruido de un ligero avión que volaba muy alto por encima de ellos.

– Crees que me estoy derrumbando, ¿verdad? -preguntó.

– No, no lo creo -respondió y de repente pareció enojado-. ¿Cómo demonios pudo llegar aquí esa oveja? Mira. -Alex siguió con la mirada la dirección de su índice hasta la ladera que descendía de la colina, más allá del viñedo.

– ¿Es que Vendange no las tiene bajo control?

– A ese maldito perro no le interesan las ovejas; lo único que hace es dormir y cazar conejos.

– Debe de haber algo erróneo en sus genes.

David la miró extrañado y después volvió la vista a sus viñedos.

– ¡Maldita sea! Tiene que haber otro agujero en la cerca. -Movió la cabeza-. Creo que estás sufriendo una gran tensión que empieza a hacer su efecto, ¿no es así? Siempre fuiste supereficiente y eso fue lo que te hizo triunfar; en el pasado jamás olvidaste una cita. Rosas en el parabrisas y en un florero. Hay montones de rosas rojas en el mundo, Alex. Es bonito creer que son un mensaje de Fabián, pero es bastante improbable que sea así; te estás aferrando a una serie de coincidencias a las que tratas de dar significado y te lastimas tú misma en el proceso.

– No, yo no me estoy lastimando -replicó furiosa.

Al final del viñedo la senda se bifurcaba.

– ¿Quieres dar un paseo junto al lago?

– Claro -respondió.

Atravesaron un pequeño bosquecillo y llegaron a la orilla del lago. Alex lo miró y se sintió inquieta; nunca le había gustado, y ahora le causaba una sensación siniestra, casi amenazadora. Un estanque medieval; la descripción del agente de la inmobiliaria nunca abandonó su mente desde el momento en que leyó el folleto publicitario por primera vez. Se preguntó si habría sido dragado alguna vez y cuántos secretos estarían enterrados en su fondo. Le llegó el olor del agua estancada, vio los gruesos juncos que sobresalían, como dedos de hombres muertos, y la extraña isla octogonal de cemento a unos setenta metros de la orilla, en el centro del lago. Había una sala de baile edificada en el fondo del lago. «El agente nos llevó allí en una ocasión, una rápida visita a toda prisa.» Había sido construida a finales del siglo pasado por un ingeniero millonario, excéntrico y caprichoso que tuvo algo que ver con la planificación del Metro londinense, según el agente. Ahora ya no se la consideraba un lugar seguro.

Se estremeció al recordar aquel lugar. Habían entrado por una puerta entre los arbustos, que estaba por allí cerca, y descendieron por un túnel que transcurría bajo el lago. A su paso hasta llegar a la sala tuvieron que abrir y cerrar varias puertas estancas… Una medida de precaución contra posibles inundaciones, les informó el vendedor.

Poco después llegaron a una amplia estancia con un techo de cristal en forma de cúpula, cubierto de fango y de hierbas entrelazadas, al otro lado del cual ocasionalmente pasaba la sombra de un pez que apenas podía distinguirse en el agua turbia y fangosa. Había un gran charco de agua en el suelo y el agente apartó la mirada, nervioso y declaró que el techo podía derrumbarse en cualquier momento. Desde entonces habían pasado cuatro años.

– ¿Recuerdas cuando fuimos a la sala de baile? -le preguntó a David, quien le respondió afirmativamente-. ¿Aún se conserva?

– Más de una vez he pensado en echar un vistazo. Uno de estos días iré en la lancha con un tubo de submarinista para ver si sigue en pie.

– Puedes ir por el túnel.

Movió la cabeza negando.

– Demasiado peligroso; si se ha producido una filtración y una de las secciones del túnel se ha inundado uno podría ahogarse al abrir la puerta. Fabián estaba obsesionado con ese lugar; le di una buena bronca el año pasado cuando lo sorprendí entrando en el túnel. Es una lástima que sea tan inseguro; sería un lugar estupendo para dar fiestas.

– Pensaba que ya habían dejado de interesarte las fiestas.

– Le iría muy bien a mi imagen de castellano, ¿no te parece? Una buena fiesta bajo el lago para presentar mi nueva cosecha.

Alex sonrió.

Sacó su lata de tabaco de pipa y abrió la tapa.

– Mira, Alex, no tomes como una crítica lo que te dije antes, no era ésa mi intención. Te quiero y estoy orgulloso de ti y siempre lo estaré… Ése es mi problema y tendré que enfrentarme con él. Fabián está muerto. Los médiums son unos charlatanes que te sacarán el dinero mientras puedas pagarles. -Lió el cigarrillo a mano y se lo llevó a la boca; se detuvo y Alex oyó el clic de su encendedor y percibió el dulce olor del tabaco.

– ¿Cómo pudo saber el médium la verdad sobre el camión?

– No lo sabía. Leyó en el periódico que había sido un camión el causante del accidente, lo que, como tú sabes, no es cierto. Por casualidad, los muchachos que iban en el coche creyeron por un momento que se trataba de un camión y esa casualidad te lleva a creer que tu médium es un genio. Además, le diste un nombre falso. Es muy probable que haya por ahí una señora Johnson cuyo hijo murió en un choque contra un camión. Cada semana mueren cientos de personas en las carreteras. Piensa en ello.

– El médium no dijo que fuera un camión, sino que Fabián le estaba diciendo que fue un camión.

– Mira, Alex, fíjate en las consecuencias de lo que estamos haciendo: revivir de nuevo toda la tragedia. -Movió la cabeza-. Tu médium, ese tipo, Ford o comoquiera que se llame, ¿te dijo que estaba en contacto con Fabián?

Alex afirmó con un movimiento de cabeza.

– Bien, eso significa que crees que Fabián vive… que sigue viviendo en otro mundo desde que ocurrió el accidente. En el mundo de los espíritus o dondequiera que sea.

Ella volvió a afirmar.

– En tal caso, después del accidente Fabián debió de darse cuenta de que se había equivocado, que no fue un camión. ¿Por qué no se lo dijo al médium?

Alex, con la mirada perdida por encima del lago, trató de bloquear las palabras de su marido. De repente el agua se onduló ligeramente y se preguntó si sería un pez. De improviso se sintió cansada, agotada, como si toda la energía hubiera sido extraída de su cuerpo hasta dejarlo vacío, aunque agobiado por una carga de carne pesada y sin vida.

– ¿Cómo te explicas la conducta de Philip Main? -preguntó sin ningún resto de agresividad en sus palabras.

– ¿Oíste la voz de Fabián procedente de sus labios?

– Sí.

– Probablemente hacía teatro; quizás es un buen actor.

– ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

– Para convencerte de la necesidad de acudir a un médium. Seguidamente verás cómo te recomienda a una persona determinada… que le dará su comisión. En ocasiones eres demasiado crédula, querida. Eres una mujer brillante en tu trabajo, pero en otras cosas puedes llegar a ser muy inocente.

– Tengo frío -lo interrumpió-, me gustaría volver a casa.

Se volvieron y durante un rato caminaron en silencio. De pronto se oyó el ruido de algo pesado que caía en el agua, cerca de ellos.

– Un pez -dijo David.

– Por el ruido debía de ser muy grande.

El afirmó con la cabeza y sonrió tristemente.

– Fabián hubiese sido mejor pescador que yo; tenía más paciencia.

– Es extraño cómo pueden apreciarse las distintas facetas de nuestro propio hijo. Yo nunca pensé que fuera una persona paciente; sufría terribles pataletas cuando era más joven, si no se le daba inmediatamente lo que quería. Era espantoso. En ocasiones llegó a asustarme.

– Tenía, también, una buena nariz para el vino. Creo que hubiera podido ir muy lejos por ese camino de haberlo querido. -Notó la expresión de burla en el rostro de Alex y añadió defensivamente-: Una industria en expansión. Cuando estuvo aquí, hace sólo unas semanas, probó el Chardonnay y supo apreciarlo. Se portó muy bien.

– ¿Hace unas pocas semanas, dices?

– Sí.

– Me dijo que no había vuelto aquí desde Navidad.

David sonrió, excusándose.

– Quizá no deseaba molestarte, hacer que te sintieras… celosa o algo así… no lo sé -se encogió de hombros-, pero en los últimos tiempos venía por aquí con mucha frecuencia, especialmente desde Navidad.

Alex se sintió molesta, sin saber exactamente por qué.

– ¿Qué hacía?

– Me ayudaba en la vendimia. Realmente parecía muy interesado en este lugar. Tuve la sensación de que cuando terminara sus estudios en Cambridge se vendría aquí conmigo. Claro está que eso no hubiera resultado práctico, al menos de momento, desde el punto de vista financiero. Pero creo que dentro de un par de años hubiéramos podido ganar dinero.

– ¿Venía solo?

– Sí. Lo siento. Te ha molestado, ¿verdad?

– No, claro que no. Me alegro de que fueseis tan buenos amigos. Es enternecedor.

– Me hubiese gustado llegar a conocerlo mejor; realmente era un chico muy profundo. Lo solía observar mientras estaba sentado en la orilla del lago, en la isla, pescando horas y horas, y me preguntaba en qué podría estar pensando.

– ¿En qué piensas tú mientras pescas?

David se estremeció.

– En ti, supongo.

– ¿En mí? -sonrió.

David volvió a encender su cigarrillo.

– En los días felices que pasamos juntos, en cuando te conocí. En cómo pude conseguir que te interesaras por mí. -Se volvió para mirarla y durante un momento ambos dejaron de andar y se miraron mutuamente hasta que Alex bajó la vista al suelo.

– Verdaderamente empieza a hacer frío -dijo, y continuó andando.

– ¿Tienes que volver a Londres esta noche?

– ¿Por qué?

– Me gustaría que te quedaras a cenar. Podría guisar algo. O ir a cenar fuera.

– ¿No hay ninguna chica por medio?

– No, claro que no.

– La dueña de estas botas de agua, por ejemplo. -Vio cómo su marido se ruborizaba.

– No sé de quién pueden ser -dijo tartamudeando-. Creo que las heredamos con la casa.

– No me importaría si tú… bien, ya sabes.

Él afirmó con la cabeza.

– ¿Vas a quedarte?

– Me quedaré a cenar. Después tengo que volver.

– Quédate aquí esta noche. Con toda libertad. Pareces llena de tensión. Yo dormiré en el cuarto de invitados y tú lo harás en mi dormitorio, es muy cómodo y caliente.

– Ya veremos.

Entraron en la pequeña sala de estar y Alex se quedó con el abrigo puesto mientras David encendía la chimenea.

– Sólo uso esta habitación cuando tengo invitados, si no es así, hago vida en la cocina.

– Estaremos bien allí.

– No, se está muy bien aquí una vez que se ha calentado. Te gustaba mucho esta habitación.

Alex afirmó con un gesto y miró a su alrededor, las fotografías, los muebles muy usados y el bello y antiguo jarrón musical de Bang and Olufson. Recordó perfectamente el día en que lo compró, impresionada, casi extasiada por su diseño. ¡Y qué grande y pesado le parecía ahora! Había una foto de Fabián de niño, montado en un triciclo, y otra muy reciente, un primer plano con la cara casi pegada a la cámara y una mirada penetrante que la hizo sentirse incómoda, hasta el punto de que se volvió para mirar a otro lado. Observó la danza de las llamas bajo la parrilla y saboreó con gusto el olor del humo.

– Dame unos minutos y verás qué cómoda y agradable es esta habitación. Pon música, si quieres. -David se dispuso a salir del saloncito.

– ¿Qué clase de música acostumbras a oír estos días?

– Sobre todo Beethoven. -La miró-. ¿Por qué sonríes?

– No es nada.

Se dirigió a la cocina y Alex lo siguió, sonriendo de nuevo para sí misma.

– Lo encuentro divertido, supongo. Traté de enseñarte a apreciar la música clásica y no querías. Decías que ese tipo de música te hacía sentirte demasiado viejo. Lo único que oías era música pop.

– También me gustaba el jazz -dijo a la defensiva.

– Tiene gracia; cómo cambiamos todos.

– ¿Has cambiado tú? -preguntó abriendo el grifo para lavarse las manos.

– Sí.

– No lo creo.

– Solía ser frívola, como tú. Ahora soy seria y tú también.

– Al menos hemos cambiado juntos.

«Me gustaría que fuera así», pensó Alex con tristeza.


Se sentaron a la mesa en la cocina, uno frente al otro, con una vela entre ellos sobre un platillo de café. David sirvió el estofado.

– ¿No te molesta comerte a tus propias ovejas?

– No. Probablemente no lo hubiese hecho cuando vivía en Londres. El campo cambia nuestras actitudes.

Alex introdujo el tenedor en su plato, sopló un poco el trozo de carne y lo probó.

– Bueno, muy bueno.

David se encogió de hombros y pareció satisfecho.

– Hay otra razón por la que quiero volver a ver al médium de nuevo, David.

– ¿Patatas?

Alex afirmó.

– Creo que Fabián podría…

– ¿Zanahorias?

– Gracias.

– ¿Podría qué…?

– ¿Conociste a la chica con la que salía, a Carrie?

– Sí.

– Lo dejó plantado, después de Navidad.

– ¿Lo hizo? Fabián nunca me lo dijo.

– A mí me dijo que fue él quien la dejó a ella… Quizá por orgullo.

– A nadie le gusta admitir que lo han dejado.

– No, claro. Pero creí que la chica debía saber lo ocurrido, ¿lo entiendes?

– Desde luego.

– Fui a ver a su madre, pero ésta no la había visto desde hacía mucho tiempo; me dijo que estaba en Estados Unidos y me enseñó unas postales, recientes, que le había escrito Carrie.

David sirvió el vino.

– Cuando revisé las cosas de Fabián, encontré unas postales idénticas y una carta de Carrie en la que le decía que no quería volver a verlo. Me pareció extraño que tuviera en su poder aquellas tarjetas, todas ellas de Boston y completamente en blanco.

David se encogió de hombros y no dijo nada.

– Tomé una de las tarjetas de la casa de la madre de Carrie y comparé la letra con la de la carta; no me pareció la misma, así que las llevé para que las examinara un experto en escritura.

– ¿Un grafólogo?

– Sí, eso es. Estaba tratando de recordar la palabra. -Se lo quedó mirando-. David, la tarjeta que Carrie le envió a su madre desde Boston, hace siete días, no fue escrita por Carrie. La escribió Fabián.

David se dejó caer en su silla y la miró por entre el vapor del estofado y el parpadear de la vela.

– ¿Estás absolutamente segura?

– Sí.

– ¿Qué quieres decir?

Alex se estremeció y guardó silencio.

– ¿Pretendes decir que Fabián sigue vivo?

– Tú estuviste en Francia.

David se puso blanco, tragó como si tuviera un nudo en la garganta y movió la cabeza lentamente.

– ¿A qué viene todo esto?

– Esa es la razón por la que quiero ver al médium.

David guardó silencio durante largo rato, mientras la comida se enfriaba frente a él.

– Estoy seguro de que debe de haber alguna explicación -dijo finalmente-. Y probablemente una muy sencilla.

– Sólo tenemos una elección: el médium o la policía.

– O no hacer nada.

Alex movió la cabeza.

– No, eso último es imposible.

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