Se detuvo en el arcén, bajó del coche y se quedó expuesta a la lluvia y al viento que soplaba con fuerza. Un camión pasó atronador junto a ella, a sólo unos pocos centímetros, y el agua despedida por sus neumáticos la alcanzó de pleno y la hizo retroceder hasta pegarse al lado de su Mercedes. Se adelantó, metió la mano por la ventanilla y puso en marcha el limpiaparabrisas; la rosa siguió yendo de un lado a otro y el chirriar de su roce sobre el cristal se oyó claramente por encima del aullar del viento y el ruido del tráfico. Levantó el limpiaparabrisas y cogió la rosa. Se pinchó los dedos, dejó escapar una maldición y soltó el limpiaparabrisas, que siguió moviéndose furioso. Pasó otro camión y la empapó de nuevo, como si una ola rompiera sobre ella. De un salto entró en el coche, cerró la puerta con fuerza y encendió la luz interior.
La rosa era roja como la sangre que salía del arañazo que se había hecho en el dedo, que se llevó a los labios para chuparlo. Por la ventanilla miró afuera: la lluvia que seguía cayendo, las luces diabólicas de los coches que pasaban a su lado, y oyó el sonido de los motores y de los neumáticos sobre la calzada mojada, que se perdía a lo lejos en la oscuridad.
Bajó los ojos para mirar la rosa. ¿Quién la había dejado allí? ¿La habían arrojado desde un coche al adelantarla, o había caído, suelta, desde la parte de atrás de algún camión…? Pero nada de eso le parecía posible. No, no era más que una coincidencia, eso era todo, se dijo tratando de darse ánimos y sin conseguirlo más que a medias. Se quedó inmóvil, sentada detrás del volante, deseando bajar el cristal de la ventanilla y tirar la rosa fuera de allí, para que volviera al lugar de donde había venido; pero no pudo hacerlo y la dejó delante del volante, sobre el salpicadero. Asustada todavía puso el coche en marcha para alejarse de allí, lentamente.
Se llevó la rosa a su casa y se quedó de pie en el recibidor en penumbra. Dejó la puerta de la calle abierta tras de sí, sin querer cerrarla. No sabía por qué, pero no deseaba cortar su contacto con el mundo exterior.
De nuevo se chupó el dedo, que seguía doliéndole. Sintió la humedad del tallo de la rosa; algunos de sus pétalos se habían caído. Se dirigió a la sala de estar y dejó la rosa en el florero, entre las otras, las que Fabián le regalara el día de su cumpleaños. Permaneció erguida, fresca y vibrante, destacando entre las otras, que ya se habían marchitado y estaban muertas o moribundas; hubiera debido librarse de ellas pero no podía tirarlas; desde luego no en aquellos momentos.
Sonó un fuerte golpe cuando el viento arrastró la puerta y la hizo chocar contra la pared; después otro golpe y la puerta se cerró como si una mano furiosa diera un fuerte portazo.
El baúl tendría que quedarse en el coche hasta el lunes, cuando llegara Mimsa y la ayudara a sacarlo de allí. Pesaba demasiado para moverlo sola, pensó mientras se dirigía a la cocina para encender la calefacción, y se sorprendió al ver que ya lo estaba, que había estado encendida todo el día, según indicaba el interruptor automático graduable. Sin embargo hacía frío, podía ver el vapor de su aliento en el aire y se frotó las manos para entrar en calor.
Algo se movió en el piso de arriba, quizás el crujido de un mueble o de una de las maderas del parquet de la escalera. El frío penetraba en ella y la hacía temblar. Nerviosa, contrajo los pulgares de los pies y guardó silencio, escuchando. Hubo otro crujido y el sonido del agua en las cañerías; el calentador del agua produjo dos sonidos secos y se apagó automáticamente. Respiró aliviada. «¡Qué estúpida soy!», pensó. Sabía perfectamente que la casa hacía algunos ruidos extraños cuando la calefacción estaba encendida.
Llenó de agua la tetera eléctrica automática y la conectó, después se encaminó hacia la sala de estar, le dirigió una mirada nerviosa a la rosa y conectó el televisor. Se oyó la salva de aplausos de la audiencia presente en el estudio y la cámara pasó sobre una fila de rostros inexpresivos, asépticos; un programa concurso de segunda clase con celebridades, también de segunda división, que trataban de participar en el concurso, intentando con demasiada energía demostrar entusiasmo y alegría. Hubo un primer plano del presentador que le acercaba el micrófono a una chica atractiva de cabello castaño que se pasó la lengua por los labios. Alex se quedó mirando el programa unos breves momentos casi humillada. El guión de aquel programa era obra de uno de sus clientes; la crítica lo había calificado de banal, de mal gusto y degradante, ¡y con razón!, pero gracias a su comisión sobre los derechos de autor había pagado el alquiler de la casa durante los últimos cuatro años.
Hacía demasiado frío en la casa para poder tranquilizarse. Se puso de pie, pasó junto a las rosas, olió la nueva y la acarició levemente con el dedo.
Pensó en el baúl de Fabián sobre el asiento delantero del Mercedes, preguntándose por qué se había molestado en traerse las ropas de Fabián, y por un momento tuvo miedo de que alguien pudiera robarle el baúl. Se encogió de hombros. Quizás eso era lo mejor que podría ocurrirle.
Si David hubiera estado allí podría haberla ayudado a entrar en casa el baúl; le gustaría poderse tragar su orgullo y pedírselo. Se frotó las manos de nuevo, tuvo un escalofrío y de pronto se sintió triste, le hubiera gustado estar con Fabián, tenerlo entre sus brazos, acariciarlo; hubiera querido verlo entrar por la puerta y que fuera él mismo quien deshiciera su maleta.
Subió al dormitorio de su hijo: allí la temperatura aún parecía más baja. ¿Había cerrado Mimsa el radiador? Puso la mano sobre él y la retiró apresuradamente, sintiendo que el calor le quemaba la piel. Miró el telescopio de metal, los pósters de la pared, y después el retrato, casi esperando ver una reacción en él, un ligero movimiento, pero no hubo nada de ello, sólo la misma mirada fría y arrogante. Se arrodilló bajo el retrato y apoyó la cabeza entre las manos.
– Te quiero, cariño; espero que estés bien dondequiera que te encuentres; espero que seas feliz, más feliz de lo que lo eras aquí. Te echo de menos y me pregunto si tú también te acuerdas de mí. Cuídate, cariño, dondequiera que estés. ¡Por favor, Dios mío, cuida de Fabián!
Se deslizó fuera del dormitorio, cerró la puerta suavemente detrás de ella y apretó los ojos con fuerza:
– ¡Buenas noches, cariño! -dijo y abrió los ojos de nuevo.
Los tenía llenos de lágrimas. Se detuvo en la parte alta de la escalera, se sentó y sollozó.
Pensó en el rostro herido, lacerado, de Otto. Pensó en que debió de haber sido lanzado fuera del coche. Se preguntó qué debía haber ocurrido en el momento del impacto. ¿Cómo habría reaccionado Fabián? ¿Qué habría pensado? ¿Quién era el conductor del otro coche? ¿Cómo se le ocurrió hacer algo así? La pregunta pareció surgir en su mente como escrita en grandes letras verdes sobre una pantalla negra. ¿Cómo debía sentirse Otto al pensar en su supervivencia? ¿Por qué se mostraba tan horriblemente retorcido? Le había hecho sentirse mal con sus insinuaciones e indirectas, ¿qué era lo que sabía? ¿Conocía algún secreto sobre Fabián? ¿Era todo aquello un truco, una extraña broma enfermiza? ¿Era posible que Otto, con Fabián, hubieran cruzado aquella puerta, riendo y saltando, dejándola a ella abajo, para meterse en el dormitorio de Fabián, y cerrar la puerta por dentro…? ¿Para hacer qué? ¿Mirar las estrellas con el telescopio? ¿Meterse en la cama para hacer el amor?
Oyó una carcajada en el piso de abajo y después aplausos y una voz que decía algo que no podía entender; se sintió tranquila, triste y poseída por el abrumador deseo de ser amable. Pensó en David, solo en su hacienda, con el perro y las ovejas, cansado, preocupado en su soledad.
Alex se dirigió a su habitación y desde allí marcó el número del teléfono de su marido.
– ¿David? -le preguntó cuando éste descolgó el auricular.
– ¿Cómo estás? -Parecía contento de que lo llamara; ella sabía, tristemente, que él siempre se alegraba cuando lo llamaba, y quizá le hubiera gustado que de vez en cuando le respondiera furioso o disgustado por algo, para de ese modo sentirse parcialmente liberada de su sentido de culpabilidad por lo que le había hecho.
– Sólo quería saludarte.
– ¿Qué has hecho hoy?
– Estuve en Cambridge, dejando libre el cuarto de Fabián.
– Gracias por hacerlo. Supongo que habrá sido muy desagradable.
– Todo fue bien, pero ahora tengo un pequeño problema.
– ¿Qué problema?
– Sola no puedo sacar su baúl del coche.
– ¿Quieres que vaya a ayudarte?
– No seas ridículo…
– No, si no me importa… ahora salgo para ahí… -su voz se hizo más sosegada, como si quisiera someterla a prueba- ¿es que tienes una cita con alguien?
– No, claro que no.
– Bien, ahora voy; te llevaré a cenar.
– No quiero obligarte a hacer todo ese camino.
– Estaré ahí en una hora… hora y media como máximo. Siempre será mejor que quedarme aquí hablando con las ovejas.
Alex colgó el auricular, furiosa consigo misma, con su debilidad; por darle esperanzas a David, permitiendo que siguiera cortejándola. Estaba intrigada por el vapor que se escapaba de su respiración y lo miró una vez más, pensando que tal vez estaba fumando y era humo. Contempló con detenimiento aquella nube tan espesa y pesada que casi podía ver en ella los cristales de hielo condensándose; de nuevo sintió frío, un frío terrible, casi insoportable. Tuvo la sensación de que algo había entrado en su habitación, algo desagradable, malévolo; algo muy furioso y enfadado.
Se levantó, salió al pasillo y desde allí se dirigió a la cocina, pero aquella presencia extraña seguía con ella. Sus manos temblaban de frío, con tal intensidad que se le cayó al suelo la bolsita de té. De nuevo oyó un crujido en el piso de arriba, pero esta vez fue diferente, no como el cric anterior del interruptor automático del calentador de agua. Salió de la cocina a grandes zancadas firmes y seguras, cruzó el pasillo, abrió la puerta delantera de la casa y salió fuera a la claridad anaranjada de las farolas de la calle.
Había cesado de llover; el viento seguía soplando con fuerza, pero era cálido y la envolvió como un edredón. Descendió calle abajo, lentamente, sintiendo el viento sobre sus hombros.
Oyó el sonido de un claxon y el ruido de un motor; se sintió envuelta en un olor a cerdos, un olor poco corriente en medio de la Fulham Road. Giró la cabeza y vio el Land Rover de David, sucio de estiércol. Su marido había asomado la cabeza por la ventanilla abierta.
– ¡Alex!
Ella respondió agitando la mano sorprendida.
– ¡Has venido muy pronto! No creí que llegaras hasta después de las ocho.
– Son las ocho y media.
– ¿Las ocho y media? -Frunció el ceño y miró su reloj de pulsera.
No, no era posible. Estaba segura de que sólo llevaba fuera unos minutos. Se estremeció. ¿Qué le había ocurrido?
– ¿Qué haces fuera sin abrigo?
– Salí a tomar un poco el aire.
– Sube.
– Ahí tienes un sitio para aparcar: más vale que lo cojas. No encontrarás nada más cerca.
Él asintió, recordando:
– ¡Ah, sí, sábado por la noche! Lo había olvidado.
Puso la marcha atrás y aparcó el coche en el espacio libre. Salió del vehículo de un salto.
– ¿No vas a cerrarlo? -preguntó Alex.
– Ya perdí la costumbre de cerrar los coches. No todo es Londres.
La besó en la mejilla y regresaron a casa, calle abajo.
¿Cuánto tiempo estuvo paseando por la calle? Estaba segura de que no podía haber pasado hora y media. ¿De veras fue así?
– Pareces helada -dijo David.
– Hacía demasiado calor en la casa… -mintió-. La calefacción debía de estar excesivamente alta. Vamos a coger el baúl. Aparqué ahí mismo.
Regresaron a la casa llevando el baúl entre los dos, agobiados por el peso. Se oyó el golpe del baúl al chocar contra la pared.
– ¡Cuidado! -dijo Alex irritada.
– Lo siento.
Dejaron el baúl en el suelo y David cerró la puerta delantera; Alex vio un trozo de barro seco sobre la alfombra.
– ¡Por amor de Dios, David, estás metiendo tu basura en la casa! -gritó Alex, repentinamente lívida.
David enrojeció avergonzado como si estuviera en la casa de una persona extraña y se agachó para quitarse las botas camperas.
– Hay mucho barro allá abajo en estos días.
Inmediatamente Alex lamentó su explosión de furia y con una sensación de culpabilidad observó cómo su marido se quitaba las botas a la pata coja. Contempló su jersey de cuello alto muy viejo, la desgastada chaqueta deportiva con sus parches en los codos y sus pantalones de pana marrones. Su barba tenía mechones blancos y su rostro estaba curtido por la vida al aire libre. Recordó, al verlo allí con sus calcetines de lana gris con agujeros que dejaban salir sus grandes pulgares, que no hacía mucho tiempo fue un hombre tan cuidadoso de su apariencia, que siempre vestía trajes claros cortados a la medida, calcetines de seda y zapatos de Gucci; que conducía un Ferrari, que fue cliente asiduo de Tramps a últimas horas de la madrugada, y saludaba a Johnny Gold( [1]) y a todos los camareros por su nombre de pila.
– Tienes razón, hace mucho calor en la casa. Un calor increíble.
Se inclinó para besarla, dio un traspiés y estuvo a punto de caerse.
– ¡Vaya!
La pincharon pelos duros del bigote, olió su aliento empapado de alcohol, sintió cómo intentaba forzar su lengua entre sus labios y retrocedió.
– ¡David! -le reprochó Alex.
– Sólo quiero besar a mi esposa.
– ¿Tienes que emborracharte antes de venir a verme?
David se balanceó incómodo.
– Si te para la policía y te hace soplar lo hubieras pasado mal. ¿Quieres un café?
– Prefiero un whisky.
– Creo que ya tienes bastante.
¿Por qué le había pedido que viniera?, pensó con un sentimiento de culpabilidad: sólo deseaba verse libre de él; no lo necesitaba, no necesitaba a nadie. Todo había sido un error por su parte, trucos de su imaginación, ¿o no? De un modo u otro tenía que estar segura de ello. Al menos resultaba reconfortante tener allí a otro ser humano; y se sentía segura.
Le hizo un café y se lo llevó a la sala de estar. Le arrancó de las manos el vaso de whisky.
– Bébete esto. Te quiero sobrio. Tengo que hablar contigo.
– Puedo quedarme aquí esta noche.
– No, no puedes.
– Ésta es mi casa.
– David, hemos llegado a un acuerdo.
El se quedó mirando el café y arrugó la nariz. «¡Dios mío! -pensó-, David tiene todo el aspecto de uno de esos granjeros bucólicos que aparecen en los libros ilustrados. ¿Cómo es posible que alguien pueda cambiar tanto en tan poco tiempo? Sólo en un par de años.» ¿O se había iniciado ya ese cambio mucho antes sin que ella lo advirtiera? Ahora era como un extraño allí, incómodo y fuera de lugar; tuvo que hacer un duro esfuerzo de concentración para recordar que fue él quien decoró aquella casa, de acuerdo con sus gustos, con sus muebles y sus colores preferidos. Y, al mismo tiempo, se sentía mucho más segura teniéndolo a él allí, a su lado; como bajo la protección de un gigantesco oso cariñoso. Se dejó caer en el brazo del sillón en el que se sentaba su marido, tratando de aclarar la confusión que dominaba sus pensamientos, las violentas oscilaciones de sus emociones y oyendo cómo sorbía ruidosamente para saborear el café. Giró el vaso de whisky entre sus dedos y después, con sentimiento de culpabilidad, volvió a dejarlo a su lado, sobre la mesa.
– Te puede sonar extraño, David, pero tengo la sensación de que Fabián aún sigue por aquí.
David alzó la vista y frunció el ceño.
– ¿Todavía por aquí?
– Sí.
– ¿Quieres decir que no crees que esté muerto?
Alex tomó un cigarrillo y le ofreció el paquete. Él movió la cabeza y sacó del bolsillo una lata de tabaco.
– Yo estuve en el depósito de cadáveres. Me pasé seis malditos días en Francia con el cuerpo de mi hijo… de nuestro hijo.
– Pero no lo viste.
– Gracias a Dios, no tuve que hacerlo; de todos modos no me lo permitieron. Me dijeron que estaba en muy mal estado…
Alex se estremeció.
– Ya sé que está muerto, David. Pero no sé… es como si sintiera su presencia en la casa, a mi alrededor.
– Siempre lo recordarás… los dos lo haremos, es algo natural.
– ¿No crees que hay algo extraño en ese sueño en el que tú lo viste, en el que los dos lo vimos, en la misma mañana en que murió?
Abrió la lata de tabaco y sacó un papel de fumar; Alex miró sus manos mugrientas, sus dedos manchados de amarillo por la nicotina y sus uñas sucias.
– Fue una coincidencia. Quizás un fenómeno de telepatía; mi madre tuvo una experiencia parecida durante la guerra, el día en que murió mi padre. Jura que lo vio caído sobre un seto al final del camino de casa. Consultó con algunos médiums, celebró reuniones de espiritismo en casa y asegura que habló con él regularmente.
– ¿Qué le dijo?
– Nada importante; afirmaba que todo era muy azul en el más allá. Ése es el problema, el muerto nunca parecía tener nada interesante de que hablar. -Pasó la lengua por el borde del papel y acabó de liar el cigarrillo.
De pronto la puerta se abrió varios centímetros; Alex dio un salto y el corazón le latió apresuradamente… La puerta se movió un poco más; sintió como un viento helado en la nuca y se giró.
Las cortinas se agitaban.
– ¿Has abierto la ventana?
– Sí -le respondió David.
Una sensación de alivio la envolvió, como un baño caliente.
– Estás muy nerviosa -le dijo David-. Deberías tomarte unas vacaciones… irte a alguna parte.
– No dispongo de tiempo en estos momentos; estoy pendiente de resolver dos contratos de importancia.
– Vente al «Castillo Hightower»… tendrás una habitación para ti sola y podrás hacer lo que quieras. Aquello es muy tranquilo. Puedes resolver tus asuntos por teléfono.
– Todo irá bien.
– Si quieres ir a verme puedes hacerlo cuando quieras. No tienes más que bajar. Siempre serás bien recibida.
– Gracias. -Sonrió-. Quizá lo haga. -Vaciló, se agachó y rozó el vaso de whisky-. Ven, quiero enseñarte algo.
Lo precedió hasta el laboratorio fotográfico y tomó la hoja con los contactos que estaba sobre la mesa; los miró con incredulidad; las fotos se habían difuminado por completo en una especie de neblina de tonos blancos y grises. Después tomó los negativos y los colocó bajo la luz del proyector. No había nada en ellos, nada en absoluto. Era como si nunca hubieran sido expuestos.
– No debiste fijarlos bien después del revelado -dijo David.
– No seas ridículo. ¡Claro que lo hice!
– Quizás utilizaste una solución demasiado vieja… se había debilitado. Son cosas que ocurren a veces con el revelado. ¿Qué había en la película?
– Esa es la cuestión; eran unas fotos que me fueron enviadas por uno de mis clientes… un rollo entero. Es un tipo excéntrico. Eran las fotos de los genitales de un animal.
Vio la mirada divertida de David y se ruborizó.
– Sabe mi interés por la fotografía. Bien, el caso es que revelé el carrete, hice una hoja de contactos y las fotos estaban bien; las puse a secar y cuando regresé para comprobarlas, el rostro de Fabián estaba en cada una de las fotografías… Había aparecido en ellas, sin más ni más.
David la miró y se encogió de hombros.
– Doble exposición.
Ella negó con la cabeza.
– No, de ningún modo.
– Ese cliente tuyo, ¿conocía a Fabián?
– No. No tenía motivo alguno para fotografiar a Fabián. Además la imagen de Fabián no estaba en los negativos, sino en los contactos.
– Quieres decir que no la viste en los negativos.
– No. Lo que digo es que no estaba en los negativos.
– ¿Estás segura de que no es todo pura imaginación?
Alex negó con la cabeza.
– Alex, ya sabes que estabas muy nerviosa y llena de ansiedad en aquellos momentos…
– Eso no tiene nada que ver -le replicó furiosa-. Dios mío, ¿qué es lo que quieres? ¿Convencerme de que estoy loca?
– Tal vez deberías ir a ver a un médico.
– David, estoy perfectamente bien. Estoy resistiéndolo todo; se trata simplemente de que está pasando algo muy extraño. Tengo la sensación de que Fabián está rondando por aquí, y es por eso que su cara apareció en las fotografías.
– Y fue él quien después veló las fotografías…
– Quizá. -Se encogió de hombros.
– ¿Y qué más?
– Cosas raras. -Movió la cabeza-. Probablemente nada. Sólo que me pregunto… si no debería ir a ver a un médium. Si me decido a hacerlo, ¿vendrías conmigo?
David sacudió la cabeza.
– Olvídalo, cariño, no harías más que empeorar las cosas para ti. Si vieras un médium y lograras entrar en contacto con Fabián, ¿qué ibas a decirle?
Miró a su marido y después apartó la vista, con el rostro enrojecido. «Ya sé lo que le preguntaría», pensó.
– ¿Y qué esperas que él iba a decirte?
Alex se encogió de hombros.
– Siempre fui bastante escéptica sobre ese tipo de cosas, David, sólo que ahora… -Hizo una pausa-. Tal vez tienes razón y necesito unas vacaciones. Ayúdame a subir el baúl al piso de arriba.
– Y después te llevaré a cenar. Iremos a algún sitio bonito, ¿de acuerdo?
Alex lo miró y afirmó con un gesto.
– Jesús, qué frío hace aquí! -dijo cuando entró con el baúl en el cuarto de Fabián-. ¿Dónde quieres que lo deje?
– En el suelo.
– Deja que lo ponga sobre la cama. Será más fácil si quieres sacar algo. Deberías encender la calefacción aquí. Acabarás cogiendo frío.
– Está encendida. Debe de ser que este piso… -Pero David había alzado el baúl sobre la cama y lo dejó caer en ella provocando el crujir de sus muelles.
Alex no terminó su frase y observó cómo David inspeccionaba el cuarto, perdido, como el visitante que trata de orientarse en un museo.
– Ahí está su telescopio; me acuerdo de cuando se lo regalé.
– Le gustaba mucho.
David miró el retrato y Alex se dio cuenta de la expresión de desagrado de su rostro. Después apartó la mirada.
– Aún tiene ese póster de Brooklands… Ahora vale un puñado de libras.
Alex miró el antiguo coche de carreras que corría por la pista. David se acercó al grabado.
– Recuerdo que fui yo quien se lo colgó… No debía de tener más de siete u ocho años. Organicé un verdadero lío, pues no parecía capaz de ponerlo a la altura adecuada. Tuve que clavar el clavo una docena de veces. -Separó el cuadro de la pared-. Mira, ahí están todos los agujeros que tuve que hacer. -Señaló el yeso de la pared y varios agujeritos distribuidos al azar.
– Es curioso las cosas que a veces se recuerdan -comentó Alex mientras observaba cómo su marido volvía a poner el cuadro en su sitio. ¿Para quién?
Salió al pasillo, sintiendo de repente la urgente necesidad de dejar el dormitorio y deseando que David también saliera de aquella habitación; su presencia allí, moviendo cosas, yendo de un lado para otro, la enojaba. ¡Déjalo descansar!, le hubiera gustado decirle. ¡Déjalo descansar estúpido!
David salió del cuarto con la cabeza baja y sus mejillas exangües y de inmediato Alex se sintió furiosa consigo misma por tener tales pensamientos, furiosa de ver hasta qué punto la cegaba su propia pena. Su hijo había significado mucho para ambos, tras las interminables visitas a los especialistas, su embarazo ectópico que tuvo que ser terminado y, finalmente, la postrera esperanza. ¡Y su secreto!
Bajaron la escalera lentamente y se detuvieron en el rellano. Alex sintió el brazo de David en torno a su talle, apretándola, y se apoyó contra él. De repente hacía frío de nuevo y sintió el deseo de bajar para cerrar las ventanas. Se sentó envuelta por la pena y el dolor -la fría habitación desierta, el baúl, que Fabián nunca desharía- sobre la cama. Sintió el calor del cuerpo de su esposo, su fuerte presencia física, su cuerpo robusto, la presión de su mano grande y poderosa. Se anidó en la suavidad de su barba y lo besó en la mejilla. Notó la reacción de su esposo, la rigidez de su rostro y sus labios húmedos sobre su propia mejilla y cómo su marido la empujaba lentamente, paso a paso, hacia la puerta del dormitorio conyugal. Se dio cuenta de que sus besos se hacían cada vez más apasionados y descendían por su garganta.
– No, David.
Él la besó en la barbilla y después puso sus labios sobre los de ella. Alex apartó su rostro con firmeza.
– No, David -repitió.
– Así -dijo él-. Debemos hacerlo.
Era la voz de Fabián; Alex abrió los ojos y vio el rostro de Fabián, de su hijo.
– No -insistió ella empujándolo para alejarlo-. ¡No, vete de aquí!
– Él volvió a aproximarse-. ¡Márchate, vete! -gritó-, ¡Vete!
Fabián la miraba y el choque emocional la dejó helada por un momento. El rostro volvió a ser el de David, después fue Fabián de nuevo, hasta que Alex se sintió incapaz de decir quién era.
– ¡Márchate, déjame!
– ¡Alex, cariño, cálmate!
Ella le dio una patada directamente entre las piernas y vio el gesto de dolor en el rostro de su marido; después le golpeó el pecho con los puños. Se dio cuenta de que sus manos la atenazaban.
– ¡Cálmate! -le oyó decir-. ¡Alex, tranquilízate!
– Estoy tranquila -le respondió, gritando-. Por el amor de Dios, estoy completamente tranquila. Pero vete, por favor, vete.
– Lo siento, querida, no era mi intención…
Ella se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos, llena de un odio total e inexplicable hacia él.
– ¡Vete! -le gritó con una voz que le costó trabajo reconocer como suya-. ¡Vete, vete, no puedo soportarte aquí! -Vio la sorpresa en su rostro y sus manos cruzadas sobre las piernas-. ¡Vete, por favor, vete!
– ¿Y qué hay de la cena? -preguntó, indignado.
– Quiero estar sola. No podría explicártelo, pero necesito quedarme sola. Lo siento, fue una equivocación pedirte que vinieras. -Se le quedó mirando como si temiera que en cualquier momento volviera a convertirse en Fabián-, En estos momentos no estoy para nada, para nada en absoluto. Tengo que volver a ser yo misma.
Alex le siguió mientras bajaba la escalera.
– ¿Te encuentras bien? ¿Puedes conducir de vuelta a casa?
David la miró y se encogió de hombros.
– Conduje hasta aquí, ¿no?
– Lo siento -repitió ella-. Lo siento.
– ¿Quieres que te llame cuando llegue a casa?
– ¿Llamarme? -dijo Alex débilmente-. Sí, si quieres…
Cerró la puerta, se dirigió al salón y se dejó caer en una silla. Fuera, a cierta distancia, oyó arrancar el motor del Land Rover y después el ruido del cambio de marcha.
En esos momentos se dio cuenta de lo ilógico de su actitud.
– ¡David! -Corrió a la puerta de entrada-. ¡David, espera, David! -Manipuló el cerrojo, abrió la puerta y descendió la escalera hasta la acera. Las luces traseras del coche se iban alejando al final de la calle. Corrió tras ellas-. ¡David! ¡Espera, cariño! Para, por favor, párate. No sabía lo que decía, no quise ofenderte. ¡Para, por favor, para!
Vio que el coche se acercaba al semáforo en luz intermitente y siguió corriendo calle abajo. Después el coche giró en el cruce y se perdió de vista.
– ¡David!
Corrió por la Fulham Road. El coche se había detenido en un semáforo. «¡Por favor, que no cambie, que no cambie!», suplicó. Pero se encendió el verde y el coche se alejó.
Se apoyó en una farola, casi sin fuerzas, y sollozó.
– David, cariño, lo siento. Lo siento mucho.
Lentamente, dio la vuelta y regresó a su casa. La puerta principal aún seguía abierta. Entró, la cerró tras ella y se dirigió de nuevo al salón, llorando y totalmente agotada. Se dejó caer en el sofá y se quedó adormecida.
No estaba segura de qué la había despertado, si fue el aire helado que de nuevo llenaba la habitación o el olor a comida, el tentador olor a fritura.
Pese al frío, se sentía mejor, más tranquila. ¿Había venido David, realmente, se preguntó, o había sido sólo parte de un sueño terrible? Olió el intenso olor a frito y recordó la pasión de Fabián por los huevos fritos: hubo una época, cuando todavía era niño, que tenía sus caprichos y se negaba durante varios días a comer cualquier otra cosa que no fuera huevos fritos.
Era un olor poco usual para un sábado por la noche en Fulham, en el corazón de un barrio lleno de buenos restaurantes. Miró su reloj. Las diez; el olor se iba haciendo cada vez más penetrante y se dio cuenta de que tenía hambre; no había comido nada desde el desayuno, una manzana y una sola tostada. Se preguntó cuál de sus vecinos sería el causante del olor a huevos fritos y se dirigió a la ventana.
Con sorpresa vio que estaba cerrada. Se quedó de pie junto a ella, preguntándose cómo era posible que aquel olor fuera tan intenso en el interior de la casa, y en esos momentos oyó un crujido y el hervir del aceite, tan cerca que le pareció provenir de su propia cocina.
Salió al recibidor y vio que la luz de la cocina estaba encendida. El ruido provenía de allí.
Recorrió los veinte pasos a toda prisa y se quedó mirando la encimera de la cocina, que estaba vacía. El olor a huevos fritos era agobiante. Abrió la ventana y sacó la cabeza, pero no había nada salvo los familiares olores nocturnos de la vecindad, de los cubos de basura, la hierba mojada, el humo del diesel y un ligero aroma de curry. Alex cerró la ventana.
El olor estaba allí, en su cocina.
Vio de nuevo el hálito de vapor de su respiración, percibió el olor incluso con mayor intensidad y sintió que el terror se apoderaba de ella. Salió de la cocina, cerró la puerta, regresó a la sala de estar y cogió el listín telefónico.
Mankletow. Manly. Main. Su dedo temblaba incontroladamente. Había diecisiete P. Main en el listín. Sabía la calle en la que él vivía, Chalcot Road, pero no había en ella nadie con ese nombre. Llamó a información, consciente de la tensión que se reflejaba en su voz, más aguda que de costumbre. La operadora respondió con amabilidad, pero no pudo ayudarla.
– Lo siento, señora -le dijo-, pero no está en el listín. Su número no puede ser dado al público.
– ¿Puede usted telefonearle y decirle que me llame?
– No puedo hacerlo. Lo siento. Ni siquiera yo tengo su número. Es totalmente reservado.
Alex volvió al recibidor, miró asustada la puerta de la cocina y sintió el aire helado. Tomó el abrigo de la percha, cogió las llaves que estaban sobre la mesita, salió a la calle y cerró la puerta tras ella.