CAPÍTULO XX

Ella misma preparó la habitación de Fabián, corrió las cortinas y las fijó en los extremos a la pared con cinta adhesiva. Después apagó la luz y se quedó sola en medio de la más absoluta oscuridad. Sintió un soplo helado que le resbalaba por la nuca y comenzó a temblar. Trató de buscar el interruptor de la luz pero no pudo encontrarlo. Oyó el roce de su mano sobre la suavidad de la pared. El interruptor había desaparecido. No. Vio la ranura de la puerta y oyó el ruido del pestillo cuando lo rozó con la mano; y el débil resto de luz que se filtraba por las cortinas mientras escuchaba el jadeo de su propia respiración.

Encontró por fin el conmutador de la luz y la encendió con un suspiro de alivio, pero no se atrevió a mirar el retrato de Fabián en la pared.

El cuarto causaba una extraña impresión de vacío, sin la cama que Mimsa le había ayudado a sacar de allí aquella misma mañana. Miró las seis sillas vacías, preguntándose cómo querría Ford que dispusiera los muebles. Sólo entonces, mientras desenchufaba la aspiradora y bajaba con ella la escalera, se dio cuenta de que eran muchas las cosas que debiera haberle preguntado al médium.

Eran las seis. Se preguntó si podía servir a los asistentes algo de beber y unos cacahuetes. ¿Les estaba permitido? ¿Podían fumar? Le pareció que la casa tenía un aspecto poco acogedor. ¿Debía poner algo de música?

Sonó el timbre de la puerta y fue a abrir. Allí estaba David, con un traje sombrío y corbata oscura. Por un momento Alex casi no lo reconoció.

– ¡Hola! -la saludó.

Alex parpadeó, incrédula.

– ¡Has venido!

– Te dije que lo haría.

– Gracias. -Se adelantó y lo besó ligeramente-. Yo… yo pensé que no lo harías. Estás muy elegante.

– No sabía qué ponerme.

Pasaron a la sala de estar.

– ¿Quieres beber algo?

– ¿Se puede tomar una copa?

– No lo sé. -Sonrió nerviosa-, pero yo misma necesito una.

David sacó su caja de tabaco.

– ¿Puedo…?

Ella se encogió de hombros.

– No creo que a Fabián le hubiera importado.

– Deja eso, tomemos una copa. -Sirvió dos whiskies generosos. Chocaron los vasos.

– ¡Salud! -brindó David.

Ella le respondió con una sonrisa, nerviosa.

– ¿Quién vendrá?

– Sandy.

– ¿Sandy? ¿Esa chiflada?

– Ella es la única persona., amiga… que no pensará que estamos locos.

Se sentaron y Alex observó a David mientras liaba su cigarrillo.

– Gracias por la noche del martes.

– Fue muy agradable que estuvieras allí.

– Tuve remordimientos por ti, aquella habitación no se calienta nunca.

– Estaba bien. Saber que estabas allí cerca daba calor a toda la casa. Se está muy solo cuando llega la noche.

– Creí que disfrutabas de esa soledad.

David se encogió de hombros.

– A lo hecho, pecho.

Alex sonrió de nuevo y trató de pensar algo nuevo que decir. Era como sostener una conversación insustancial con un extraño. Bebió un sorbo de whisky y sintió que aumentaba su seguridad. Miró la pared.

– Nunca te llevaste el cuadro del caballo.

– Está muy bien donde está. No me importa. Ese maldito asunto nunca me trajo suerte. -Encendió su cigarrillo, dio una chupada profunda y seguidamente se tomó un buen trago de whisky.

– ¿A las siete?

Alex afirmó.

David miró su reloj.

– ¿Has hecho nuevas fotografías?

Movió la cabeza negativamente.

– No desde entonces.

David sonrió comprensivo.

– ¿Qué hiciste anoche?

– Me quedé en la agencia hasta las once. Y me traje un montón de trabajo para hacerlo en casa. No dormí mucho. No podía… Me pasé la noche pensando en esta tarde.

– No esperes demasiado.

Sonrió cansada y levantó la mirada al techo; oyó el latir de su propio corazón -«tan fuerte como un redoble de tambor», pensó-, y se preguntó si David también podría oírlo. Sonó el timbre de la puerta, una llamada larga e insistente hasta el punto de parecer agresiva. Vio cómo David empezaba a levantarse.

– Yo iré a abrir -dijo Alex.

Se encontró frente a un hombre alto de aspecto sumiso; su cabello gris le caía como una melena sobre las orejas, demasiado grandes y que causaban la impresión de que le habían sido pegadas a su rostro como un añadido último y discorde. A Alex le pareció excesivamente delgado.

– Oh… ¿está aquí el señor Ford? -Se detuvo, como si se sintiera cortado por su elevada estatura y habló en voz tan baja que casi parecía un susurro.

– Llegará en cualquier momento.

– En ese caso esperaré fuera.

– Pase, por favor; sea bienvenido.

El hombre sonrió.

– Muchas gracias. He venido por lo del círculo de esta noche, como debe saber.

Alex afirmó con la cabeza, cerró la puerta tras ellos y lo condujo a la sala de estar.

– Éste es mi esposo David. -Miró con mayor atención el arrugado traje de poliéster marrón del hombre y se dio cuenta de que tenía los pies muy grandes.

– ¿Cómo está usted? -saludó David levantándose-. David Hightower.

– Encantado de conocerle. -Le tendió la mano nerviosamente, pero la retiró antes de que David tuviera tiempo de estrechársela-. Milsom.

– ¿Viene para el…?

Milsom afirmó.

– ¿Quiere beber algo?

El hombre miró a su alrededor, vacilante.

– Un zumo, si es que tiene, por favor.

Alex salió de la habitación.

– ¿A qué se dedica usted? -Oyó que su marido le preguntaba al recién llegado y se detuvo en el pasillo para oír la respuesta.

– Trabajo en Correos.

– ¿Y qué es lo que hace allí?

– Entrego cartas.

– Ah, es usted cartero.

– Sí, sí.

– ¡Vaya! -oyó decir a su marido después de una pausa-. Interesante.

Se hizo el silencio. Alex se dirigió a la cocina y llenó un vaso de zumo de naranja. Cuando regresó a la sala de estar, los dos hombres aún seguían de pie, uno frente a otro, ambos en silencio y con la vista fija en el suelo.

– El señor Milsom es cartero -le dijo David a su esposa.

– ¿De veras? -Le tendió su bebida a Milsom-. ¿Es usted amigo de Morgan Ford?

Milsom se ruborizó.

– Bien, bien, realmente somos colegas; le ayudo en ocasiones. -Enrojeció todavía más y se tocó el cuello con el dedo índice-. A veces los espíritus hablan a través de mí, ¿sabe? -Dejó escapar una risa nerviosa y cortada.

Alex captó la mirada de su marido y vio que se esforzaba en contener una expresión de burla.

– Ah -comentó.

Sonó de nuevo el timbre de la puerta y Alex escapó, aliviada, para abrirla. Morgan Ford, Sandy y un joven al que ella no había visto con anterioridad estaban en el otro lado de la puerta.

– ¡Darling! -la saludó Sandy, su negro almiar de pelo más alborotado que nunca; una capa púrpura caía sobre sus hombros y flotaba alrededor de su cuerpo-. No me habías dicho que se trataba de Morgan Ford… ¡nos hemos encontrado en la puerta por casualidad! Es el más distinguido médium del país. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Cómo lo persuadiste de que viniera a tu casa?

Ford seguía inmóvil, como un hombre de pie sobre su propia sombra, sosteniendo en sus manos un enorme magnetófono. Fuera de su ambiente, aún parecía más pequeño, pensó Alex.

– ¡Hola, señora Hightower! -sonrió cortésmente y Alex, al estrechar la pequeña mano, notó en la suya las aristas afiladas de la piedra barata de su sortija-. ¿Me permite presentarle a Steven Orme?

– ¿Cómo está usted? -estrechó una mano, fría y huesuda, carente de energía, como si estuviera desprendida por completo de su cuerpo.

Orme debía de tener poco más de veinte años, con el cabello negro, liso y brillante y un gran pendiente de oro en una de sus orejas. Tenía el rostro alargado, carente de expresión y sus fríos ojos estaban semicerrados.

«Un afeminado», pensó Alex, y se preguntó si sería el amante de Ford.

– Pasen ustedes, por favor.

– Todavía falta una persona que tiene que venir.

– Creo que ya está aquí.

Ford movió la cabeza y todos entraron en la sala de estar.

– No estaba segura -le dijo a Ford- de si nos está permitido beber o fumar.

– Lo mejor es evitarlo, si se puede. -Se quedó mirando a David-. Bien. Este señor debe de ser su esposo, ¿es así?

– Sí -respondió Alex.

– Excelente, perfecto.

– ¿Por qué? -inquirió, curiosa.

– Es exactamente como había imaginado. Carente de poderes psíquicos. Es importante tener una toma de tierra. Lo mismo que los enchufes eléctricos deben tener una toma de tierra, en una reunión de este tipo, en un círculo, debe haber una persona que no sea receptiva; es una gran ayuda para la protección del círculo.

– Muy inteligente por tu parte, querida. No podías haber traído a una persona mejor -dijo Sandy.

Se quitó la capa para dejar que una túnica, también púrpura, flotara igualmente en torno a su figura.

Ford suspiró modestamente, o al menos trató de aparentar modestia, pensó Alex.

– ¿Puedo ver la habitación, señora Hightower?

Condujo a Ford escalera arriba. Iba inmaculadamente vestido de gris, como siempre. Todo en él tenía un aspecto limpio y fresco; incluso sus calcetines grises.

– Perfecto -dijo dejando el magnetófono. Miró el retrato de Fabián-. Exactamente como me lo imaginaba. Eso está muy bien. Sí, la habitación es apropiada, noto aquí su presencia y sé que aquí se sentirá cómodo. Conoce bien esta estancia.

Paseó por la habitación y miró los pósters de las paredes, el telescopio y examinó las cortinas.

– ¿Hay un enchufe por aquí? -preguntó.

Ella se lo mostró.

– Ahorraremos pilas. -Sonrió y desenrolló el cable de la grabadora-. Fabián ya está aquí, ¿sabe?, esperándonos. -Se dio la vuelta y volvió a sonreír.

Alex sintió el repentino impulso de arrojarlo fuera de su casa, a él y a todos los demás. Ford la disgustaba, arrodillado en el suelo, manipulando la grabadora, demasiado roñoso para utilizar sus propias pilas.

Miró el retrato de la pared y Fabián pareció devolverle la mirada, frío y arrogante; pensó en su cuerpo abrasado y se estremeció, invadida por la duda.

– ¿Estamos haciendo lo apropiado? -preguntó de repente.

– Depende de usted, señora Hightower. Si no quiere que sigamos adelante, no tiene más que decirlo. No hay otro motivo, en absoluto, para celebrar esta reunión salvo que usted desee comunicarse con su hijo. -Apretó un botón en el aparato y se encendió una luz verde-. Estoy listo -dijo.

– ¿Quiere que vaya a buscar a los demás?

– Gracias.

Bajó la escalera lentamente y oyó el rumor de las conversaciones. Se detuvo poseída por cierta sensación de temor. No estaba bien lo que estaba haciendo. Nada estaba bien. Lo más probable era que Iris Tremayne fuera una chiflada; Philip Main quizás un excéntrico, pero en ningún caso estúpido. Y algo había asustado a aquel hombre al que ella siempre creyó por encima del miedo; había algo extraño en su casa. Algo terrorífico. ¿Lograrían destruirlo aquella noche? ¿Se estaba volviendo loca? De nuevo sintió la corriente de aire helado recorriendo su nuca. Aún no era demasiado tarde, pensó, para detenerlo todo.

Sandy apareció en el pasillo.

– Tengo que ir al lavabo, querida.

– Arriba, al final de la escalera.

– Será sólo un segundo.

– Sandy -preguntó Alex bajando el resto de las escaleras-, ¿has visto recientemente a Iris Tremayne?

Sandy la miró con expresión extraña.

– No, querida.

¡Estaba mintiendo!

Temblando, Alex entró en la sala de estar. ¿Por qué le había mentido Sandy? Cogió un paquete de cigarrillos y fue a sacar uno; sus manos temblaban tanto que no pudo abrir el encendedor. De pronto vio a David frente a ella con una cerilla encendida en la mano. Saboreó la primera chupada y después inhaló otra más profunda.

– Creo que ya está todo listo -anunció-. ¿Quieren ustedes subir, por favor?

Apagó su cigarrillo de mala gana y los condujo al vestíbulo. En esos momentos se oyó un grito espantoso y después el ruido del correr del agua del retrete y Sandy cruzó la puerta con el rostro pálido y desencajado. Todo el mundo se la quedó mirando. Ella miró a su alrededor, asustada, y se pasó la mano por el pecho.

– Lo siento -se excusó-, el papel de la pared… se desprendió un buen trozo y cayó sobre mí.

– Tenemos un problema de humedad -explicó Alex titubeando.

– ¡Qué susto me ha dado!

Alex se dirigió al lavabo y abrió la puerta. Se oyó un fuerte crujido y el resto del papel se desprendió del muro y cayó sobre el retrete. Cerró la puerta de golpe y se volvió a mirar a los demás, que esperaban en silencio, observando con atención.

– La humedad -repitió tratando de sonreír, y con un dedo les indicó la escalera.

Ford había preparado las sillas formando un círculo apretado. Hizo que Alex se sentara a su derecha y les dijo a los demás que se sentaran como mejor quisieran. Cerró la puerta con firmeza, como quien realiza un acto final, y se quedó de pie, frente a ella.

– Creo que entre los presentes hay algunos que nunca participaron en un círculo, ¿tengo razón? -Se quedó mirando a Alex y a David, que respondieron con una afirmación silenciosa.

– Nunca puede saberse con anterioridad si va a ocurrir algo, así que hay que tener paciencia. Ésta es una buena noche, clara, y no creo que haya muchas interferencias. ¿Alguien tiene algo que objetar a que sea yo quien presida el círculo? -Miró a su alrededor-. Bien. -Habló con amabilidad, pero en tono autoritario-. Ustedes deben hacer exactamente lo que yo les diga, si me parece que las cosas se salen de su cauce terminaré el círculo.

Miró a su alrededor y vio que todos le daban su aprobación.

Alex se sintió un poco ridícula, fuera de lugar, sentada en el dormitorio de su hijo y rodeada de todas aquellas personas extrañas y serias. Estaba contenta de que David estuviera allí y por un momento deseó la presencia de otros amigos; se sentía vulnerable y muy asustada. Levantó los ojos al retrato de Fabián. «No me hagas daño, cariño», le suplicó en silencio.

– Realizamos nuestros círculos en tres etapas. Comenzamos rezando para proteger al círculo contra los espíritus del mal o, simplemente, mal intencionados. Seguidamente entramos en meditación. Después de eso trataremos de comunicarnos directamente con los espíritus. En esta ocasión queremos comunicarnos con Fabián y creemos que él también desea comunicarse con nosotros, así que debemos tratar de darle nuestra energía. -Miró a Alex y después a David-. Los espíritus, como deben saber, no tienen energía propia, pero les es posible utilizar la energía que nosotros creamos para ellos en nuestros círculos y, a veces logran incluso aparecerse. -Sonrió y cruzó las manos amablemente, «como el maestro que da una lección a sus escolares», pensó Alex-. Si en cualquier momento quieren hablar o hacer alguna pregunta pueden hacerlo.

– ¿A qué llama usted espíritus del mal? -preguntó David.

– Lo que vamos a hacer es tratar de abrir canales para que los espíritus puedan llegar hasta nosotros. Queremos comunicarnos con espíritus del bien, pero al abrir esos canales, al ofrecer nuestra energía para que la use el espíritu, nos exponemos a que se haga un mal uso de esa energía. Existen espíritus del mal, fuerzas diabólicas que tratan de salir de su mundo y llegar al nuestro por esos canales y haciendo uso de nuestra energía. Para evitarlo protegemos nuestros círculos con la oración, y por la misma razón debemos terminar la prueba de inmediato, si advertimos la presencia de las fuerzas del mal.

– ¿Qué ocurre si las fuerzas del mal logran pasar? -preguntó David.

Ford sonrió.

– Normalmente son espíritus traviesos, malintencionados, pero no diabólicos, y lo que hacen es emplear trucos y bromas tratando de confundirnos, haciendo que sean sus mensajes los que llegan a nosotros, mensajes de espíritus de gentes que nos son extrañas y desconocidas, pero que se valen de nosotros para hacer llegar sus mensajes al plano terrenal y a sus parientes o amigos. Pero estaremos protegidos; el poder de la oración es muy fuerte. Esto explica por qué resulta tan peligroso que los aficionados intenten entrar en contacto con el mundo de los espíritus como, por ejemplo, a través del tablero de la Ouija. -Sonrió de nuevo y preguntó-: ¿Estamos preparados?

Miró directamente a Alex, quien respondió con un gesto afirmativo.

Ford apagó la luz y la oscuridad invadió la habitación. Alex estaba tranquila. De repente la habitación se hizo cálida y amistosa; todo iría bien, pensó. Juntó las manos y se inclinó hacia adelante.

– Dios mío -rezó Ford en voz alta con un marcado y dulce acento galés-. Te rogamos que protejas nuestro círculo para que no nos ocurra mal alguno a los que en él participamos.

Alex cerró los ojos respetuosamente y se sintió ligeramente mareada.

– Guíanos a salvo en esta noche.

Los rezos parecieron prolongarse durante toda una eternidad. Ford rezó por la salvación de personas cuyos nombres Alex jamás había oído, por la paz del mundo, por la pierna de alguien llamada señora Ebron, que debía ayudarlos a caminar más deprisa.

Finalmente dejaron de rezar y la habitación quedó en silencio. Alex oyó una sirena en la distancia y después el sonido cesó, incluso el tráfico pareció callar. Volvió a pensar en el terror expresado en el grito de Sandy. ¿Qué estaba sucediendo en el lavabo?, se preguntó. Abrió los ojos y miró nerviosa a su alrededor, aunque sólo podía ver las sombras de las siluetas de los presentes. Volvió los ojos hacia la ventana y vio una leve franja de luz a un lado. Confiaba en que la habitación estuviera lo suficientemente a oscuras. Todo seguía en silencio y se preguntó si Fabián los estaría observando. Trató de imaginarse su presencia, pero no logró sentir nada.

Se produjo el cric de un interruptor y de repente oyó las notas de «La Primavera», de las Cuatro Estaciones de Vivaldi, ligeras, airosas y tristes.

– Ahora debemos comenzar nuestras meditaciones -dijo Ford amablemente-. Quiero que todos cierren los ojos y se imaginen que andan sobre un prado de hierba suave. Es un cálido día de primavera, de cielo claro, y percibimos cómo el sol calienta el aire y la suavidad de la hierba bajo los pies. Es agradable pasear y disfrutar del paseo, respirando al aire fresco y frío, anuncio de un gran día. El prado asciende levemente por una ladera; caminan por él; imagínense la hierba bajo los pies y el cielo sobre sus cabezas. Ahora, una senda se abre delante de ustedes.

Alex se imaginó un prado en los viñedos de David y trató de imaginárselo tal y como el médium se lo había descrito, de sentir la hierba bajo sus pies, olvidándose de su autoconsciencia y procurando seguir sus palabras, relajada por la suavidad de su voz.

– Sigan esa senda, es muy agradable caminar por ella, por un camino firme, y de nuevo disfrutamos de ello. Pueden ver una puerta blanca delante de ustedes; la abren, la cruzan y se encuentran delante de un río, una corriente ancha que discurre plácida entre árboles, juncos y lirios. Reina la paz, una gran paz. Un puente cruza el río. Todos ustedes pueden verlo claramente.

Alex pensó en un río que había visto un día, cruzado por un puente de piedra arqueado y ruinoso.

– Al otro lado del río encuentran a un grupo de personas. Son sus amigos que los esperan para saludarlos y darles la bienvenida. Cruzan el río, los abrazan, los saludan y se reúnen para charlar y divertirse. No tengan miedo, vayan tranquilos, serán felices con ellos.

Alex vio blancos fantasmas en la otra orilla del río que parecían flotar en el aire con los brazos abiertos. Vio las cuencas vacías de lo que fueran sus ojos, como en el cuadro de los tres fantasmas que había visto en la pared del despacho de Ford, y tuvo un momento de vacilación. Creyó ver a Philip Main entre aquellos fantasmas, vestido con un viejo traje de pana, y se dio cuenta de que también Ford estaba allí. ¿A qué amigos se refería?, se preguntó intrigada. ¿Vivos o difuntos? Cruzó el puente y los fantasmas se dirigieron hacia ella, con los brazos abiertos y extendidos, como monjes encapuchados, sin rostro. Entonces vio a Fabián mezclado con ellos y su hijo desvió la mirada con la cabeza baja, como si estuviera avergonzado y no quisiera verla.

Se vio a sí misma corriendo ansiosa; tropezó en un ladrillo suelto y cuando volvió a levantar los ojos, los fantasmas cerraron filas y Fabián había desaparecido. Alex permaneció entre ellos, contemplando sus cabezas encapuchadas, sin rostros. «¿Fabián?», preguntó temblando, tratando de dar con su hijo. A empujones se abrió paso entre los encapuchados y vio a uno más alto que los demás, de la estatura de Fabián, que volvía la cabeza y trataba de apartarse de ella. «¿Fabián?», le dio un golpecito en el hombro. «¿Querido?»

Lentamente la aparición se volvió. Debajo de la capucha había un cráneo quemado, unas cuencas vacías que la miraban con desesperación, casi con una expresión de disculpa en su rostro desfigurado.

Se dio cuenta de que estaba a punto de gritar y se sentó erguida, abrió los ojos y miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? ¿Dónde diantres estaba? Oyó su propia respiración; debía de ser bien entrada la noche, pensó. ¿Se lo habría imaginado todo? ¿Era cierto que estaban celebrando una sesión de espiritismo? ¿Dónde estaban los demás? Sintió que el sudor la inundaba. Miró a su alrededor, tratando de ver en la oscuridad. Pudo ver una línea de luz; ¿la cortina? ¿La raya de luz que había visto antes? Quiso gritar, decir algo, pero tuvo miedo de hablar en una estancia vacía. ¿Dónde se habían ido todos? No podían haberla dejado sola. Pero ¿por qué no podía oírlos?

De nuevo se oyó la música; los tonos de «El Verano» de Vivaldi invadieron la habitación; los altavoces eran ligeramente chillones y por encima de la música podía oír el débil rasguear del paso de la cinta. Respiró expulsando el aire en silencio, lentamente, y sintió una profunda sensación de alivio. Todo había sido una ilusión, hipnotismo; un truco barato en un escenario cuidadosamente elaborado. Alex cerró los ojos, pensó de nuevo en el cráneo quemado y se estremeció. Volvió a abrir los ojos, inquieta, la espalda rígida en su silla y quiso moverse, pero tuvo miedo de romper el silencio. Presintió la presencia de David, también inquieto, como ella. ¿Qué estaría pensando?

Oyó el roce de un pie sobre la alfombra; el crujir de un muelle, el rasguear de tela y olió el penetrante perfume de Sandy. ¿Qué esperaban que hiciera en esos momentos? ¿Aparecería Fabián de repente? De nuevo miró a su alrededor a las oscuras siluetas. ¿Qué estaría haciendo cada uno de ellos? ¿Se encontraban en trance hipnótico? ¿Adormecidos? ¿O simplemente como ella, sentados en la oscuridad y entregados a sus propios pensamientos?

Alex volvió a cerrar los ojos, una vez más, y trató de concentrarse en el río. Pero había desaparecido, sustituido por el lago de la finca de David, por el gran estanque medieval con su superficie de aguas planas y negras de las que sobresalían las puntas de los juncos como los dedos de los muertos y la ruinosa isla octogonal situada en su centro.

Trató de imaginarse un puente que uniera la isla con la orilla del lago, pero no consiguió hacerlo. Sólo aparecía en su mente el túnel que transcurría bajo las aguas. Pensó en su entrada, con unas escaleras parecidas a las de un refugio de protección antiaérea, pero cubiertas por hierba y moho. Vio la puerta de roble medio podrida, con dificultad hizo girar la llave en la oxidada cerradura y empujó la puerta hasta abrirla. La oyó rozar sobre el suelo de cemento, gemir de sus goznes y vibrar al abrirse, con una serie de chasquidos como los graznidos de una bandada de cuervos. Pudo oler el moho y la humedad y, desde mucho antes de llegar, oyó el gotear del agua. Hacía frío allí, mucho frío. Cautelosamente avanzó, escuchando el eco de sus propios pasos y el salpicar del agua como disparos de pistola.

Llegó a la puerta interior, la abrió y se dirigió al oscuro pasaje, arrastrando sus pies sobre el suelo invisible, preguntándose si a su paso sus pies aplastaban ranas y sapos o simplemente limo y agua. Por debajo del lago alcanzó la siguiente puerta, la que conducía a la sala de baile con su techo de cúpula. Era una pesada puerta de hierro, hermética; la puerta que, de obedecer los consejos de David, nunca debería ser abierta. Si había alguna filtración de agua en la sala de baile y ésta estaba inundada, al abrir aquella puerta… Giró una gran rueda giratoria parecida al volante de un coche, cuatro, cinco, seis veces y la puerta se abrió como si dentro la estuvieran esperando.

Retrocedió, parpadeando sorprendida, y recorrió con la mirada la gigantesca sala acupulada. Era cómoda, cálida, acogedora. Encima del techo, al otro lado del grueso vidrio las carpas y las truchas nadaban lenta, perezosamente, jugando en cálidos charcos de luz. El suelo estaba cubierto de moqueta y un fuego ardía en la chimenea como dándole la bienvenida. Junto a la hoguera había una mujer con uniforme de niñera que se agachó y, con las manos desnudas, cogió del fuego una delgada rama ardiendo y la mantuvo por encima de su cabeza, como un pequeño objeto nudoso del que salían diminutas ramitas quemadas. Esas ramitas comenzaron a moverse, al principio como si fueran agitadas por la brisa, pero después parecieron adquirir vida propia y se convirtieron en un pequeño cuerpecito rosado, con sus bracitos y sus deditos que se abrían y cerraban. Oyó el llanto de un bebé.

– No llores, ahora verás a mamaíta.

La niñera tomó al pequeño en sus brazos y se acercó a ella sonriendo y Alex tembló al darse cuenta de lo mucho que la niñera se parecía a Iris Tremayne.

Sintió después el peso del niño en sus brazos y advirtió el color rosado de sus manos y sus piernecitas y dirigió la mirada a su rostro.

¡Una calavera chamuscada pareció devolverle la mirada!

Se encendió una luz débil y ella parpadeó, sorprendida.

Se dio cuenta de que había cesado la música. Vio a Ford de pie al lado de la puerta y miró a Steven Orme, a Milsom y después a Sandy, que sonreía tratando de infundirle confianza. Evitó mirar a David.

– ¿Cómo fue todo? -preguntó Ford-. Ha sido una meditación prolongada… Tuve la sensación de que todo iba bien, así que no quise interrumpirla.

Alex observó su reloj: las ocho menos diez, había transcurrido más de media hora. Imposible. Acumuló valor y miró a David, que tenía la cabeza baja, una oreja apretada contra la chaqueta y con una extraña expresión de preocupación en su rostro.

– Sandy -preguntó Ford con su voz amable-. ¿Cómo te fue?

– Increíble, Morgan. He visto a Jesús.

Ford inclinó la cabeza levemente y sonrió.

– Estaba frente a mí con una cesta; me dijo que tenía que tratar de desarrollar mis fuerzas curativas y me mostró cómo se deben hacer algunas cosas que me confundían.

Ford miró a Sandy, intrigado.

– Yo también tuve la sensación de que Jesús estaba aquí -dijo Steve Orme con voz nasal y entusiasmada-. Advertí claramente su llegada.

«Son todos unos malditos farsantes», pensó Alex.

– Creo que es posible que viniera para proteger al círculo -dijo Orme-. ¿Qué piensas, Morgan?

– Las curaciones de Sandy son muy importantes; es posible que creyera necesario venir a verla. -Se quedó mirando a Milsom-. ¿Y tú, Arthur?

– Mi mujer -dijo Milsom, y su voz ronca adquirió un matiz casi juvenil-. Siempre que participo en una de estas reuniones se me presenta.

– ¿Qué pasó?

– Bien. Me dijo lo que hace. Está trabajando en un proyecto en colaboración con otros, construyendo una enorme columna de luz, ya sabe.

– ¡Ah, sí! -comentó Ford moviendo la cabeza, y Alex se preguntó qué iba a decir ella.

– ¿Y usted, señor Hightower? -preguntó Ford.

– Creo que me quedé dormido -respondió David.

– Es muy normal -dijo Ford quitándole importancia. Alex se dio cuenta de que Ford se volvía hacia ella-. ¿Y usted, señora Hightower, quiere contarnos lo que vio?

Alex miró a David y lo lamentó. Su mirada parecía decirle: «No te dejes engañar, no seas imbécil.»

– He visto a Fabián -respondió Alex, y se sintió animada por la expresión aprobatoria que vio en los ojos de Ford.

– Sí, supuse que lo vería, que estaría aquí. Yo siento su presencia con gran fuerza; está por aquí y creo que entraremos en contacto con él esta misma noche. Su presencia es muy fuerte.

– Su rostro estaba completamente quemado, casi carbonizado, como una calavera.

Ford afirmó con la cabeza.

– Es muy normal que durante la meditación, lo subliminal juegue un papel importante. Usted se está proyectando sobre él desde el plano terrenal. La imagen que usted tiene de él es su imagen carnal y resulta inevitable que sea así como usted lo vea. Más tarde, cuando él llegue a través de usted, proyectará su cuerpo encarnado y será así como a usted le gustará recordarlo.

– Trataba de alejarse de mí, como si me huyera. -Se dio cuenta de que se ruborizaba y se sintió ridícula; miró a David y se percató de que su marido intentaba decirle algo con los ojos, quizás una advertencia, pero apartó la mirada antes de captar el mensaje.

– Probablemente de nuevo la intervención de lo subliminal, la expresión inconsciente de su temor a perderlo para siempre. Esto pasará tras su primera comunicación; después le será posible unirse a él en su meditación siempre que lo desee y creo que eso le será de gran ayuda.

Ford sonrió de nuevo, se dirigió al magnetófono, sacó la cinta y le dio la vuelta.

Alex miró a su alrededor y se dio cuenta de que empezaba a temblar de nuevo. Fabián, en su retrato, tenía una expresión más severa que nunca, en aquella luz rojiza, y el rostro cruel y frío de Orme le causó desasosiego. Miró a Milsom, que le devolvió la mirada con una sonrisa de ánimo.

– Es posible que oiga una voz extraña, señora Hightower -dijo Ford-. Tengo un guía llamado Herbert Lengeur que fue médico en Viena en el mil ochocientos ochenta; una persona excelente, que se trasladó a París diez años más tarde. Durante algún tiempo trató de entrar en comunicación con Oscar Wilde.

Alex lo miró. Ford hablaba como quien menciona algo normal y como de pasada. Ella estaba demasiado nerviosa para preguntarle qué quería dar a entender.

– ¿Están todos listos para continuar? Esta noche siento influencias muy poderosas; deben recordar todos ustedes lo que les diga. Es muy importante. ¿De acuerdo? -Miró a Alex, que le devolvió la mirada.

Alex se estremeció y percibió una profunda sensación de temor. No deseaba seguir adelante; no quería que el médium volviera a apagar la luz.

Se oyó el profundo clic que puso en marcha el magnetófono, del que brotó un extraño batir de tambores, con un ritmo rápido que parecía acelerarse cada vez más.

Después la luz se apagó.

Lo sintió casi de modo inmediato, con la misma claridad que si acabara de entrar y cerrar la puerta tras él. Estaba en la habitación, de pie detrás de ella, observando.

Un escalofrío le descendió por los brazos. Vio una sombra que cruzaba la habitación, estaba segura de ello; algo más oscuro que la propia oscuridad; hubiera deseado que se encendiera la luz, tocar a alguien. Pero no se atrevió a moverse, por temor a perder el contacto con su hijo, con su mirada extrañamente penetrante. Y se dio cuenta de que estaba asustado. Esto es lo que tú querías, querido, ¿no es así? Ésta es la razón de todas las señales que me has venido haciendo. Ahora estamos reunidos aquí, por ti. Sé amable, por favor, sé amable.

«Dios mío -pensó de repente-, qué lejos parece ahora el pasado.» ¡Cuánto tiempo desde que su hijo vivía y todo era perfectamente normal!

Se produjo un horrible gemido de aflicción, como el grito de una zorra en la noche, que llegó a sus oídos por encima, aparte, del rítmico sonar de los tambores; provenía de alguien que estaba en el círculo. Lo oyó de nuevo. Más bajo, cada vez más bajo, disolviéndose en un sonido horrible, entrecortado, como si alguien tratara de respirar con la garganta rota. «¿Quién produjo aquel sonido?», se preguntó. ¿Ford? ¿Milsom? ¿Orme? ¿Sandy? Era imposible decirlo.

– Madre.

Era la voz de Fabián, débil y asustada. Se oyó un clic y la música cesó.

– Madre.

Ni la menor sombra de duda; era su hijo el que hablaba. Sintió frío, como si la habitación se transformara en un gigantesco bloque de hielo, y tembló de tal modo que apenas podía mantenerse sentada.

– ¿Cariño? -dijo nerviosa, en voz alta-. ¡Hola, cariño!

Oyó de nuevo el horrible sonido entrecortado y, después, repentinamente, un solitario grito de horror, penetrante, el grito de una mujer joven; el grito más penoso y terrible que había oído en su vida; creyó que su eco seguiría resonando en la habitación para siempre.

«¡Oh, Jesús, haz que todo esto termine -pensó-, que cese inmediatamente!»

– ¿Quién está aquí?

Oyó la voz de Ford, tranquila, segura.

Una voz respondió con un fuerte acento alemán; era una voz culta, con una entonación diferente de la de todos los presentes en la habitación.

– Soy Herbert. Aquí hay un joven al que le gustaría hablar con su madre.

– Dile, por favor, que lo estamos esperando. Ya ha comenzado a llegar hasta nosotros.

A través de la oscuridad Alex miró a Ford. Él también había oído a Fabián. No era un engaño de su imaginación. No era posible que su voz fuera imitada. Trató de animarse, de apartar el miedo, pero el temor y el frío la rodeaban. ¿Cómo era posible que alguien se sintiera tan sola en medio de una habitación llena de gente? Y ella, al sentir la fuerza del frío y del miedo, como dos manos apoyadas sobre sus hombros, se sintió como si la hubieran dejado sola en el mundo.

– Necesito algo de energía. -El acento alemán era casi como una reprimenda.

– Quiero que todos se cojan de las manos -dijo Ford-. Esto permitirá que nuestra energía surja de nosotros y le dé fuerza al espíritu.

Alex sintió que le cogían la mano; la pequeña de Ford estaba tan caliente que tuvo la sensación de que la quemaba; la gran piedra de su anillo se clavaba en su piel, pero no se atrevió a cambiar de posición. Levantó la otra mano, la derecha, y sintió sobre ella una mano fláccida y huesuda; ¿quién estaba a su derecha?, trató de recordar: Milsom. La mano respondió y apretó la suya.

– ¡Apreciad la fuerza -dijo Ford-, dejad que surja de vosotros, que surja!

Se dio cuenta de que Ford y Milsom se mecían adelante y atrás y ella los acompañó en su movimiento. De repente se detuvieron; la mano de Ford apretó la suya con mayor fuerza, aferrándola tanto que la inmovilizó como una piedra.

– ¡Madre!

La voz de Fabián pareció flotar en el aire.

Oyó de nuevo el extraño sonido entrecortado y se dio cuenta de que procedía de Milsom. Lo miró tratando de descubrir algo de él, pero en esos momentos, de improviso, oyó la voz de Carrie, que procedía directamente de un lugar frente a ella, donde se sentaba Orme.

– ¡No lo deje, señora Hightower!

Lastimosas, asustadas, resonaron las palabras, con la voz inconfundible de Carrie, y atravesaron el aire como un cuchillo que rascara sobre una losa de mármol.

– Parece ser que hay una joven que quiere entrar en nuestro canal -dijo Ford pacientemente.

– Aquí no hay ninguna joven -dijo la voz con acento alemán.

– ¿Quién está aquí? -dijo Ford con calma-. ¡Díganos su nombre, por favor!

Se produjo un rugido feroz, pavoroso, que hizo que Ford y Milsom saltaran asustados, aunque sin soltar las manos de Alex, que tuvo la impresión de que le iban a arrancar los brazos.

Una vez más Alex sintió una corriente de aire que rozaba su nuca y se extendía sobre sus hombros para después descender por todo su cuerpo.

– ¡Por favor, madre, ayúdame! -Se oyó de nuevo la voz de Fabián.

Sonaba tan próxima que tuvo la sensación de que si extendía la mano podría tocarlo. Trató de penetrar la oscuridad.

– ¿Dónde estás, cariño?

Nuevamente sonó una voz profunda, extrañamente nasal.

– ¡No escuchen a ese bastardo!

– ¿Quién es usted, por favor? -oyó preguntar a Ford, que no perdió el tono de calma de su voz-. Díganos su nombre, o si no quiere hacerlo, abandone al médium inmediatamente, en nombre de Dios.

– ¡Madre! -gritó Fabián, desesperado.

La voz profunda volvió a sonar en la oscuridad.

– Soy su padre.

Alex se dio cuenta de que la cabeza empezaba a darle vueltas, se tambaleó y sintió sobre las suyas la presión de las manos de Ford y de Milsom.

– No -dijo Ford-. Su padre está en esta habitación con nosotros.

– Madre -gimió otra vez Fabián.

– Por favor, terminemos con esto -pidió Alex- Quiero pararlo.

– El padre del espíritu está aquí con nosotros; por favor, déjenos, quienquiera que sea.

– Me llamo John Bosley. Soy el padre del chico -gruñó de nuevo la voz.

Alex trató de librar sus manos de la presión que sobre ellas ejercían Milsom y Ford, pero no pudo lograrlo.

– ¡Oh, Dios mío, haz que todo esto se detenga!

Temblaba sin poderse contener y se dio cuenta de que estaba a punto de vomitar.

– ¡Morgan, por favor, detenga esto! -gritó.

– Cariño -oyó la voz de David suave y llena de ansiedad-. ¿Te encuentras bien, cariño?

– Quiero detener esto. Por favor, pídele que acaben de una vez.

– ¡Madre! -gritó de nuevo la voz de Fabián-. ¡Carrie!

Alex se encogió en su silla, trató de liberar sus brazos para poder ocultar la cabeza entre ellos.

– ¡Ayúdame! ¡Ayúdame!

Después volvió a oír a Carrie, que imploraba en voz baja:

– ¡Por favor, no lo deje, señora Hightower!

– Que no le deje hacer, ¿qué? Dime, ¿qué es lo que no tengo que dejarle hacer?

– El cuatro de mayo, madre -oyó otra vez la voz de Fabián, ahora muy distinta, confiada, como siempre lo oyó en vida-. Ellos me dejarán fuera el cuatro de mayo.

– ¿Fuera de dónde, cariño? -preguntó débilmente-. ¿Fuera de dónde?

Se produjo un silencio prolongado y Alex tuvo consciencia de la habitación, del crujir de las sillas, del respirar de los presentes y del rasguear de las ropas. Se relajó la presión de la mano de Ford sobre la suya y después la dejó completamente libre. Se dio cuenta de que Fabián se había ido de modo tan concreto como había llegado. Ya no quedaba nada en la habitación, excepto la oscuridad y el silencio. Libró su mano de la de Milsom y, vacilante, se tocó el rostro con los dedos: estaba empapado de sudor.

– Señor Ford -Alex oyó decir a David-, creo que debe parar. Mi mujer está asustada.

No hubo respuesta; ella miró a su alrededor, tratando de distinguir las siluetas, pero no pudo ver nada; sintió que el corazón le latía con tal fuerza que le dolía el pecho.

– ¿Te encuentras bien, querida?

– Sí, yo… -Hizo una pausa-. Estoy bien.

Se produjo una larga pausa y después oyó la voz de Ford, otra vez amable:

– Los espíritus se han ido.

Oyó el crujir de una silla, el sonido de unos pies sobre la alfombra y después se encendió la luz. Alex cerró los ojos para protegerse de la repentina luminosidad. Cuando los abrió de nuevo, Ford estaba de pie, junto a la puerta, con la cabeza ligeramente baja y profundamente sumido en sus pensamientos.

Alex recorrió la habitación con la mirada; nada había cambiado. Temblando aún, se preguntó qué había esperado ver, seguidamente se echó hacia atrás en su silla, totalmente agotada. Frente a ella, Orme seguía sentado, extrañamente contorsionado sobre el brazo del sillón, con la boca entreabierta y la mandíbula adelantada, como un pez fuera del agua, con los ojos muy abiertos fijos en el techo. Durante un momento, Alex pensó que estaba muerto. Después gimió suavemente y volvió a dejarse caer en su silla.

Milsom estaba echado hacia adelante, las manos unidas descansando sobre sus rodillas. Sandy estaba retrepada en el sillón y se secaba la frente con un pañuelo.

Alex miró nerviosa a David, que tenía una mano dentro del bolsillo de la chaqueta y miraba a todos con aire de sospecha. Después sus ojos se fijaron en Ford.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

Ford se volvió para mirarla extrañado y no dijo nada.

– Dígamelo, por favor -dijo temblando-. Por favor, dígame qué ha ocurrido.

De nuevo miró a Orme frente a ella, después a Milsom y seguidamente a Sandy. Todos parecían raros, demasiado alejados, como extraños. Se fijó en el retrato de Fabián en la pared y en el frío telescopio de metal junto a la ventana. Pensó qué aspecto tan desolado tenía la habitación sin la cama, qué fría e indiferente era la luz, y cómo, de repente, la habitación recuperó de nuevo su aspecto de normalidad. ¿Había estado en trance?, se preguntó. Quizás ocurrió así y todo no fue más que un sueño extraño, fantástico y sobrenatural. Se relajó un poco y de nuevo miró a los presentes. «¿Por qué nadie quiere mirarme? -Fijó los ojos en Milsom, en Sandy, en David-. ¡Que alguien me mire, por favor, que alguien me sonría, que alguien me diga que todo esto no fue más que un mal sueño; decidme que todos estuvisteis sentados aquí y nadie vio nada! ¡Por favor, por favor, habladme!»

El miedo disminuyó lentamente y fue sustituido por el aburrimiento y la monotonía. Al fin y al cabo, ¿qué había sido todo? ¿Sólo unas voces? ¿Dónde se quedaron los ectoplasmas? ¿Los espectros? ¿El fango verde brotando de las bocas de los presentes? ¿Las levitaciones?

David volvió a buscar algo en el interior de su chaqueta. «¿Sigo viva todavía? -se preguntó Alex de improviso-. ¿Estoy muerta y ésta es la razón por la que nadie me mira? -De nuevo el pánico se apoderó de ella-. ¿Es que no pueden verme? Me he muerto, eso es lo que ha ocurrido. Oh, David, mírame, por favor. ¿Qué estás haciendo?» De repente sus manos tocaron algo en su regazo, algo duro y puntiagudo que produjo un ruido crujiente como un trozo de pergamino, que le produjo un verdadero sobresalto de terror. Era como un gran insecto muerto. Trató de apartar sus manos de aquel extraño objeto pero no pudo hacerlo, como si se le hubiera quedado pegado a ellas. Sintió un ligero corte en un dedo. Siguió con los ojos levantados, muy abiertos, sin atreverse a bajar la vista. ¿Qué era aquello, qué demonios era aquello?

Volvió a mirar a David, en busca de ayuda, pero su marido seguía concentrado en la chaqueta. Sintió un profundo dolor en el dedo, como una picadura que la hizo gritar y tuvo que mirar abajo. Por un momento fue incapaz de creer lo que veían sus ojos. Después dejó escapar un grito que llenó toda la habitación.

Lo que había sobre su falda no era un insecto, sino un rosa seca, pequeña, negra y carbonizada.

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