Fabián yacía encogido en la cálida suavidad de su lecho y miró al exterior por entre las cortinas abiertas. Unas pinceladas de rojo eran como flechas clavadas en el cielo rosado y sangriento del amanecer.
Se dio la vuelta y estudió con detenimiento a la chica que dormía a su lado. Después saltó de la cama y, completamente desnudo, pisando las ropas desordenadas tiradas por el suelo de la habitación, se dirigió a la ventana. Pudo ver la bruma de la mañana y las densas columnas de humo de las hogueras donde se consumían los sarmientos de la última poda en los viñedos. «Como los restos de una batalla», pensó, y se estremeció de repente; se le puso piel de gallina en todo su cuerpo, fuerte y delgado.
El aire era agradable con el frescor del rocío y los extraños olores animales de la chica que lo impregnaban por completo; se rascó y volvió a mirar por la ventana, inquieto.
– ¿Fabián?
Hubo un suave roce sobre la puerta, seguido de un golpe seco.
– Dos minutos. -Sintió la tensión en la garganta y trató de gritar y susurrar al mismo tiempo.
La chica se movió ligeramente con el sonido del roce de una hoja arrastrada por la brisa. De nuevo se hizo el silencio.
Fabián se puso los téjanos, la camisa sin cuello y un jersey, y guardó el resto de sus ropas en una bolsa. Se lavó la cara con agua fría y se la secó. Dio un corto paso hacia la joven, se detuvo, tomó la bolsa y salió de la habitación cerrando tras él la pesada puerta, sin hacer ruido.
Otto y Charles ya estaban esperando fuera. Otto, muy alto, con la nariz ganchuda casi cayendo sobre su boca, el cabello negro peinado hacia atrás y el rostro picado de viruela. Su abrigo de espiguilla gris colgaba de sus hombros. En conjunto tenía todo el aspecto de una ave de presa. Charles estaba a su lado, frotándose las manos, los ojos legañosos y su usual expresión de asombro, como si la mañana lo hubiera cogido por sorpresa.
– ¡Dios mío, vaya resaca!
– Lo siento, me quedé dormido -dijo Fabián, que abrió el maletero del Volkswagen y sacó una espátula para limpiar los cristales.
– ¿No podemos tomar café antes de irnos? -preguntó Charles.
– Ya lo haremos por el camino -contestó Fabián mientras pasaba el limpiacristales por las ventanillas para quitar el rocío.
Fuera aún seguía siendo oscuro. Miró las siluetas negras y amenazadoras de los altos pinos y los muros grises y fríos del château. Levantó los ojos a las ventanas y trató de descubrir la que tenía las cortinas abiertas; creyó ver un rostro en ella y apartó la mirada.
– Yo conduciré los primeros kilómetros.
Charles entró y se sentó en el asiento trasero y Otto se dejó caer en el asiento al lado del conductor. Fabián accionó la llave del contacto y el motor giró con excesivo ruido, hizo unas cuantas explosiones, arrancó por un instante y se caló casi en seguida.
– ¡Fantástico! -ironizó Charles-. La mañana empieza bien.
– Me gustaría que nos fuéramos hacia el sur en vez de hacia el norte -dijo Otto, tratando de abrocharse el cinturón de seguridad-. ¡Maldito chisme, nunca me acuerdo de cómo se abrocha!
El motor se puso en marcha de nuevo, traqueteante y furioso.
– Siento que tengas que dejar esto, Fabián.
Fabián se encogió de hombros, se echó hacia adelante y encendió los faros del coche.
– ¿Jode bien? -quiso saber Otto.
Fabián sonrió y no dijo nada. Jamás hablaba de las mujeres.
La chica estaba de pie, junto a la ventana, con una expresión vacía y cansada en el rostro mientras observaba cómo el Golf rojo se ponía en marcha y se perdía en la niebla. Se tocó suavemente el brazo izquierdo; le dolía terriblemente. Se alejó de la ventana, se sentó frente al tocador y se miró en el espejo. Retrocedió asustada, después se acercó de nuevo y volvió a observarse con detenimiento las marcas cárdenas en sus senos, el corte debajo de su mejilla izquierda, la hinchazón alrededor de su ojo derecho y su labio inferior roto, tumefacto y cubierto de sangre. Después puso los dedos entre sus piernas y el roce le produjo una exclamación de dolor. -Salaud! -exclamó.
– ¿Qué ferry crees que podremos coger? -preguntó Charles.
– Si no hay mucho tráfico estaremos en Calais a eso de las cuatro.
– Eres un tío con suerte, Fabián, ¿no es verdad?
– ¿Con suerte?
– Sí, con suerte.
DIJON… MÂCON… LYON… PARíS… Los carteles de señalización de la entrada a la autopista pasaban como relámpagos mientras Fabián aceleraba con fuerza por el carril de acceso y sentía cómo los neumáticos mordían el asfalto, la firmeza del volante, el rugir regular del motor ahora ya caliente, toda la emoción de una carretera abierta y vacía. Cuando se fue abriendo la curva, a medida que se acercaba la entrada de la autopista, Fabián apretó aún más el acelerador y el Volkswagen pareció encabritarse con fuerza hacia adelante. A veces Fabián tenía la sensación de que el automóvil podría separarse de la carretera y emprender el vuelo directamente hacia las estrellas. Observó la curva del cuentarrevoluciones, cambiando la marcha cada vez que la aguja tocaba la zona roja, hasta dejarla fija en las cinco mil revoluciones; después miró el velocímetro mientras su pie sobre el acelerador se apretaba contra el suelo. Ciento veinticinco, ciento treinta…
– ¿Qué piensas hacer este curso? -quiso saber Fabián por encima del ruido del motor y el silbar del viento.
Otto y Charles se miraron sin saber con certeza a quién iba dirigida la pregunta. Otto apretó el encendedor del coche y sacó un arrugado Marlboro de una deteriorada cajetilla.
– No he hecho planes -respondió Otto-, nunca los hago.
– ¿Cómo están tus padres? -inquirió Charles.
– ¿Los míos? -preguntó Fabián.
– Sí.
– Están bien -vaciló un poco incómodo-. Siguen separados. ¿Y cómo está tu madre?
Alzó el brazo y abrió la escotilla del techo del coche, que dejó entrar una ráfaga de aire helado y un ruido que ahogó la respuesta de Charles. A la derecha el sol era como una bola roja que empezaba a alzarse sobre las colinas de Borgoña, el mismo sol que daría calor a las uvas blancas y rojas como la sangre. Dentro de veinte años, quizás, abriría una botella de Clos de Vougeot y podría decirle en voz baja a quien estuviera a su lado: «Yo vi el sol que está dentro de esta botella. Estaba allí.»
La sensación de tragedia lo envolvió de nuevo; de pronto la bola del sol pareció demasiado cercana. Tuvo ganas de abrir la ventanilla para empujarla y hacer que se alejara. Un rayo de luz jugueteó por un instante y entró por la escotilla del techo, vibrante, lleno de vida, «como sangre fresca», pensó.
– Voy a jugar al cricket si es que lo consigo -dijo Charles.
– Cricket… -comentó Otto, que le dirigió una mirada de extrañeza.
– Es posible que Cambridge sea mi última oportunidad de jugarlo.
– ¿Has dicho cricket? -preguntó Fabián a gritos.
– Sí -respondió Charles, gritando también.
Fabián vio unas luces rojas en la distancia. No había aún la suficiente luz diurna para distinguir con claridad lo que ocurría. Había varios vehículos juntos y un indicador de luz color ámbar se apagaba y se encendía con intermitencia; algo se movía en la calzada central. Fabián pasó el Golf al carril de adelantamiento, disminuyó un poco la presión del pie sobre el acelerador y vio un destello luminoso.
– No sabía que jugaras.
– Fui «primer once» en Winchester.
– Sí, el primero de los once en masturbarte -bromeó Fabián, que por un instante se giró para mirarlo.
– ¿Qué?
– ¡Pajas, hombre!
– ¡Fabián!
Fabián oyó la voz de Otto, extraña, ahogada por la emoción, y se sintió asustado, tenso. Volvió los ojos a la carretera.
Unos faros venían directamente hacia ellos. Luces enormes, cegadoras, que avanzaban en dirección prohibida por el carril de adelantamiento que ellos ocupaban.
– ¡Un camión! -gritó-. ¡Jesús!
Su pie se dirigió al pedal del freno, pero sabía que ya no había nada que hacer, que era demasiado tarde. Entre el brillo de las dos luces amarillas distinguió los dos últimos dígitos de la matrícula: 75. «París», pensó.
De repente se encontró encima del Golf, mirando hacia abajo; por la ventanilla del techo pudo ver a Charles y a Otto, que se contorsionaban como marionetas. Lo veía todo como fascinado, en movimiento lento, mientras el Golf se estrellaba contra el morro del camión, que no era tal camión sino otro turismo, un Citroën, uno de los grandes modelos anticuados, que pareció levantarse del suelo.
Primero se abolló el morro, después el techo se retorció y los cristales de las ventanillas parecieron transformarse en plumas que flotaron alrededor; muchas cosas volaron por el aire, formas grandes y pequeñas. Las puertas traseras del Citroën se abrieron, una hacia adentro, la otra hacia afuera y el Citroën volcó lateralmente. El asiento trasero estaba lleno de paquetes que comenzaron a levantarse en el aire, lentamente, y se rompieron al chocar contra el techo; unos hombrecillos blancos, marrones, negros, con los brazos abiertos, giraron juntos en el aire como en una extraña danza ritual. «Ositos de peluche», pensó al verlos caer, rebotar y caer de nuevo definitivamente.
Un intenso olor de gasolina, un olor tremendo y poderoso. Por un momento todo se oscureció de repente, difuminado, como si una capa de cristal helado se hubiera deslizado delante de él; después un sonido, extraño y seco, como un neumático que hace explosión, seguido de una oleada de calor. Los ositos fueron los primeros en arder, después, la pintura de los coches comenzó a hincharse y desprenderse a causa del fuego.
Fabián comenzó a vibrar en medio del calor, temblando de modo incontrolable. Trató de moverse, pero le fue imposible. Todo era resplandor a su alrededor, un resplandor que se acercaba cada vez más.
– ¡No! -Asustado, Fabián miró a su alrededor tratando con todas sus fuerzas de moverse-. ¡Carrie! -gritó-. ¡Carrie!
De pronto, repentinamente, se vio libre de todo aquel calor, corriendo de nuevo por la autopista, en medio de una luz blanca y brillante. «El sol debe haber ascendido con excepcional rapidez», pensó. Se aferró al volante y sintió que el coche aceleraba. No tenía necesidad de cambiar de marcha para que el coche ganara velocidad por sí solo, libre ya en la carretera, como si se deslizara patinando sobre el asfalto. Habían desaparecido los signos de la carretera, las señales de tráfico, todo. ¡Estaba volando, podía volar hacia las estrellas! Tiró del volante hacia atrás, pero el coche no ascendió, sino que siguió volando en silencio a través de aquella luz extraña, hacia un punto que parecía desvanecerse en la blanca neblina del horizonte. Dejó atrás un coche destrozado que ardía lentamente a un lado de la carretera, junto a él un autobús tumbado sobre un costado; un camión con la cabina partida por la mitad, dos coches empotrados uno en otro, como dos escarabajos abrazados en una lucha a muerte, oxidados, abandonados; otro coche ardiendo, las figuras apenas visibles entre las llamas, mientras que la luz delante de él se hacía más brillante a cada segundo. Miró a su lado.
El asiento de Otto estaba vacío.
– ¿Dónde está Otto?
– Debe de haberse caído -respondió Charles.
– Estaba encendiendo un cigarrillo. ¿Dónde está el cigarrillo?
– Posiblemente se lo llevó.
La voz de Charles sonaba extraña, como si llegara desde muy lejos. Fabián miró por encima del hombro. Creyó que Charles estaba allí, pero no podía estar seguro.
– ¿No chocamos con el otro coche, Charles?
– No lo sé, creo que sí.
La luz, tan brillante, empezaba a dolerle en los ojos. Fabián se inclinó hacia adelante en busca de sus gafas de sol. Ante él vio unas sombras entre la niebla blanca, unas formas que se movían.
– Péage -dijo-. Necesito dinero.
– No -le contradijo Charles-. No creo que nos haga falta dinero.
Fabián sintió como si el coche se elevara, para caer después, dejándolo a él solo, suspendido en la luz blanca; hacía calor y se sintió como sumergido en él. Y vio algunas figuras que corrían a su encuentro.
En ese momento recordó de nuevo y comenzó a temblar.
– ¡Carrie! -trató de gritar a aquellas figuras, pero no salió voz alguna-. ¡Carrie! ¡Tienes que dejarme! ¡Tienes que hacerlo!
Ahora, las figuras estaban de pie a su alrededor, sonriendo amables, como si estuvieran contentas de verlo.