CAPÍTULO IV

El agente Harper se marchó a toda prisa, nervioso, soltando un rosario de excusas y disculpas. Alex se sentó detrás de su mesa contemplando las huellas de la lluvia en la ventana, tomó el teléfono y marcó el número de su casa.

Oyó el clic del teléfono al ser descolgado y un ronco rumor, posiblemente de algún aparato eléctrico. Después, por encima del ruido, oyó la voz de la mujer de la limpieza.

– No cuelgue, por favor no se vaya. -Se oyó el sonido de un interruptor y cesó el ruido-. Dispense, tenía que apagar el aspirador. La casa de la señora Aitoya.

Tenía un marcado acento extranjero, que olvidaba las haches aspiradas.

– Mimsa, soy la señora Hightower…

– La señora Aitoya no en casa, llame a su oficina, por favor.

Alex esperó pacientemente y después repitió lo mismo, con mayor lentitud y voz más fuerte.

– Hola, señora Aitoya. -Hubo una pausa como si Mimsa estuviera consultando un librito de frases hechas-. ¿Cómo estar usted? -dijo por fin, lentamente, con tono de triunfo.

– Bien, gracias, ¿podría hablar con Fabián?

– ¿El señorito Fabián? No está aquí.

– Está durmiendo, en su cama.

– No, no durmiendo. Acabo de hacer su cuarto. Usted me dijo que venir esta noche. Acabar de limpiar su cuarto para él.

Alex colgó el teléfono, tomó su abrigo y se dirigió al pasillo. Asomó la cabeza en el despacho de su secretaria.

– Estaré de vuelta en una hora.

Julie la miró con ansiedad.

– ¿Algo va mal?

– No, no pasa nada -respondió.

Al llegar a su casa aparcó en doble fila y entró corriendo. Seguía oyendo el aspirador y había un fuerte olor a cera. Vio a Mimsa, agachada como un polluelo pasando el aspirador por la alfombra del cuarto de estar. Corrió escaleras arriba y cruzó el pasillo hacia el cuarto de Fabián, se detuvo junto a la puerta y llamó suavemente. Abrió la puerta. La cama estaba recién hecha y no había ninguna maleta, ni un solo bulto en el suelo y todo olía a limpio, recién aireado, sin la menor señal de que la habitación hubiese sido usada.

Recorrió la habitación con la mirada, que detuvo en el extraño y desvaído retrato de su hijo. El muchacho aparecía con la mirada baja, pero con aire arrogante y la mano en el pecho, bajo la chaqueta, como Napoleón. Los ojos estaban mal pintados, con expresión fría, cruel, completamente distinta a la suya, cálida y llena de vida. Fabián le había dado aquel retrato el año anterior, como regalo de cumpleaños, pero le había causado una impresión desagradable, incómoda. Intentó colocarlo en diversas paredes de la casa hasta que acabó en la propia habitación de su hijo. Sintió un escalofrío al volver a verlo.

Salió de la habitación y miró en el cuarto de los invitados, después en el cuarto de baño; en ninguna parte halló nada que indicara el regreso de su hijo. Entró en su dormitorio, tomó el teléfono y llamó a su marido.

– ¿Puedes esperar un momento? Cuelga y ya te volveré a llamar -le dijo su esposo-. Estoy haciendo algo urgente.

– Yo también -replicó y se dio cuenta de que su voz sonaba más histérica de lo que hubiera deseado-. ¿Está Fabián contigo?

– No -fue la respuesta impaciente-. Anoche estuvo en esa fiesta de cumpleaños en Arboisse. No puede haber vuelto a Inglaterra.

– David, está ocurriendo algo muy extraño.

– Mira… Te llamaré dentro de media hora. ¿Estás en la oficina?

– No, en casa.

Alex se dio cuenta de que alguien estaba tocando el claxon fuera en la calle, cada vez con mayor impaciencia. Colgó el teléfono y corrió escaleras abajo. Al verla aparecer de modo tan inesperado, Mimsa dio un salto, asustada.

– ¡Oh, señora Aitoya, qué susto me ha dado!

Alex salió de la casa.

– Lo siento -le dijo al hombre pequeño y de labios delgados, sentado al volante del gran BMW, que la miró y movió la cabeza con aire de reproche.

Alex subió a su Mercedes, se adelantó un poco y después aparcó en el espacio dejado libre por el BMW. Seguidamente volvió a su casa.

– ¿No ha visto a Fabián, Mimsa?

La asistenta movió la cabeza negativamente. La parte superior de su cuerpo agachado se agitó como si estuviera unido a las piernas por un resorte.

– No, no ver al señorito Fabián. No volver todavía.

Alex cruzó el salón y se dejó caer en un sofá, mirando a su alrededor las paredes de color albaricoque. De repente pensó en lo bonita que era aquella habitación. Súbitamente se le ocurrió lo raro que era estar en casa por la mañana en un día de trabajo. Contempló el jarrón de rosas rojas sobre la mesa junto a la puerta y sonrió. Le habían llegado tres días antes, por Interflora. En una de las rosas aún estaba la tarjeta de Fabián. Rosas rojas, sus flores preferidas. Cerró los ojos y oyó el sonido del aspirador que de nuevo ascendía y descendía, como en oleadas, a medida que Mimsa lo movía adelante y atrás sobre la alfombra.

Su hijo entró en su habitación aquella mañana. Lo había visto. Tan cierto como que hay Dios que lo había visto. ¿No era así?

Oyó el timbre de la puerta principal pero no hizo caso. Probablemente era el lechero. Mimsa podría entendérselas con él.

– Señora Aitoya. -Abrió los ojos y vio a Mimsa, que tenía un aspecto agitado y nervioso-. Aquí un policía.

Mimsa tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa y señaló con el pulgar por encima del hombro.

– Está bien, Mimsa, hazlo pasar.

Mimsa la miró con fijeza y Alex le sonrió y movió la cabeza tranquilizándola.

Un momento más tarde el agente Harper estaba en la puerta de la sala, vacilante, como asustado, con la gorra en las manos y los labios temblando como los de un conejo.

– Siento tener que molestarla de nuevo -se disculpó el policía.

Alex se apartó un mechón de cabello de la cara y le indicó a Harper una silla. El agente se sentó con la gorra sobre las rodillas.

– Una bonita casa.

Alex sonrió.

– Muchas gracias.

– Al parecer hay un problema. -Giró la gorra varias veces entre sus manos-. La verdad es que no sé cómo decirlo. Hay un joven en el hospital de Mácon, que estaba en el… accidente, el señor Otto -sacó su agenda de notas y leyó en ella-, Otto von Essenberg. Dice que los otros dos ocupantes del coche eran Charles Heathfield y Fabián Hightower. Claro que está bajo una gran impresión.

– ¿Charles Heathfield?

– Sí.

Alex movió la cabeza.

– ¿Lo conoce?

– Sí. Sus padres viven en Hong Kong. ¿Se encuentra bien?

Harper, pálido, bajó los ojos al suelo y agitó la cabeza.

– Tengo entendido… que murió en el accidente… -Volvióse, miró a Alex y dio otra vuelta a su gorra-. Dice usted que ha visto a su hijo esta mañana.

Alex hizo un gesto afirmativo, incómoda por la mirada de Harper.

– Lo siento, esto es muy desagradable para mí. -De nuevo apartó la mirada-. ¿Dónde lo vio exactamente?

– Entró en mi dormitorio.

– ¿A qué hora debió de ocurrir?

– A eso de las seis… Creo que miré el reloj, pero no estoy segura.

Harper sacó una libreta delgada y escribió algo en ella, cuidadosamente, con mano temblorosa.

– ¿A eso de las seis?

– Sí.

– ¿Aquí?

– Sí.

– Pero ahora no está aquí.

– No.

Alex asintió como si fuera a caer sobre ella algo inevitable y se mordió el labio.

– ¿Sabe usted adonde ha ido?

Negó con la cabeza. Cada vez le costaba más trabajo hablar.

– ¿Le dijo algo?

Alex afirmó:

– Me dijo: «¡Hola, mamá!» Yo le dije que me sorprendía verlo tan pronto; él me respondió que estaba muy cansado y se iba a dormir un rato. Estaba en su cuarto esta mañana cuando me fui.

– ¿Lo vio usted otra vez?

Alex miró al policía directamente a los ojos.

– No, no lo vi; la puerta de su cuarto estaba cerrada y no quise despertarlo.

– Y usted se fue a su despacho, ¿es así?

Alex afirmó con la cabeza.

El policía tomó nota.

– ¿A qué hora se marchó?

– A eso de las nueve menos cuarto.

– ¿Y a qué hora llega su asistenta?

– A las nueve y media.

– ¿Llegó a su hora esta mañana?

– Se lo preguntaré.

Alex salió del salón.

– Mimsa -llamó. La asistenta no la oyó a causa del ruido del aspirador. Alex le dio un golpecito en la espalda-, ¡Mimsa!

La mujer se sobresaltó.

– La segunda vez que me asusta. No tener Vim. ¿Usted olvidar?

– Lo siento, trataré de acordarme.

– El hombre que limpiar las ventanas no venir. Maldito granuja.

– Mimsa, ¿a qué hora llegó usted esta mañana? Es muy importante.

– Esta mañana, temprano. Nueve menos cinco. Cogí un autobús antes. No siempre posible, porque hacer desayuno a mi marido. Esta mañana no, porque iba al médico. Yo llegar aquí antes. ¿Está bien?

– Muy bien -asintió Alex y volvió a la sala de estar-. Llegó a las nueve menos cinco.

– ¿Sólo diez minutos después de marcharse usted?

Alex asintió.

– Perdóneme si le parezco algo rudo… ¿no es posible que se haya usted imaginado que su hijo volvía a casa? ¿No es posible que lo soñara?

Sonó el teléfono. Durante un segundo oyó el estridente sonido del timbre y lo normal de una llamada telefónica la calmó. Tomó el auricular.

– ¿Diga?

– ¡Hola, cariño, siento haberte hecho esperar!

Alex hubiese deseado que su marido dejara de llamarla «cariño». Ya no era su cariño. ¿Por qué seguía actuando como si todo fuera perfectamente entre ellos?

– Estaba en medio de un experimento crucial. He conseguido un catalizador que según creo me va a permitir producir un Chardonnay capaz de competir con el Chablis… Y mucho más barato. ¿Puedes figurarte un Chablis británico?

– Suena muy emocionante.

– Estoy hablando de un Cru Chablis de primera calidad. ¡Por fin! ¿Has dormido bien esta noche?

– Sí -respondió sorprendida por la pregunta- ¿Y tú llegaste bien a tu casa?

– Sí, sin problemas, ¿puedes esperar un momento? No cuelgues.

Alex oyó un vocerío en la lejanía.

– Escucha, cariño, tengo que volver al laboratorio… ha surgido un ligero problema… el caldo se está volviendo marrón… La verdad es que esta noche he tenido una pesadilla, aunque al principio no creí que fuera un sueño. Estaba despierto esta mañana a las seis y podría jurar que Fabián entró en mi dormitorio. Me dijo: «¡Hola, papá!», y desapareció. Cuando me desperté, más tarde, lo busqué por toda la casa, tan convencido estaba de que lo había visto a las seis. Por lo visto la vida en el campo no me hace mucho bien… ¡Debo de estar chiflado!

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