CAPÍTULO X

Un grupo de hombres de negocios adelantó a Alex. «Deben de haber venido a la ciudad para un congreso», dedujo de las cartulinas que algunos de ellos se habían olvidado de quitarse de las solapas.

– Mira, Jimmy, está para comérsela -dijo una voz con acento escocés.

Entró en el edificio de su oficina y cerró la puerta. Hubo un coro de risas en la calle, posiblemente a costa suya, pensó.

En el interior de la oficina todo estaba tranquilo, con una calma poco natural; la habitación estaba a oscuras y los rayos de luz blanca y dura procedente del salón de masajes que estaba al otro lado de la calle se reflejaban en las paredes y el mobiliario, produciendo un extraño efecto de claroscuro.

Fijó la mirada en la intensa oscuridad de la escalera, apretó el botón de la luz, de modo instantáneo la oscuridad desapareció y se encontró en su propio ambiente familiar, con los suaves grises de las paredes y las alfombras, las pantallas de las lámparas y los pasamanos de color carmesí, y las multicolores sobrecubiertas polvorientas de los libros que adornaban las paredes.

Dejó atrás la centralita telefónica de la recepción, ahora oscura y silenciosa, y subió las escaleras. Vio una sombra en el piso de arriba y tuvo un momento de indecisión antes de seguir subiendo. Tuvo la impresión de que la sombra se movía. Vaciló, pero sabía que debía llegar hasta el descansillo para poder pulsar el próximo interruptor de la luz. Observó la sombra: cuando ella se movía, la sombra se movía; si se detenía, la sombra hacía lo mismo.

«¡Estúpida!», pensó, al darse cuenta de que se trataba de su propia sombra.

Siguió andando en la oscuridad, encontró el interruptor, lo apretó con un dedo nervioso y dio un salto cuando la luz se encendió. Siguió subiendo por el próximo tramo hasta alcanzar el siguiente rellano. La oficina de Julie estaba abierta y la habitación en total oscuridad. Alex miró nerviosa, alargó la mano, encendió la luz y de nuevo se sintió aliviada por la normalidad. Se irritó momentáneamente al ver que se había dejado sin cubrir la negra Olivetti. Julie siempre se olvidaba de taparla. ¿Por qué lo hacía? La funda de plástico gris estaba arrugada detrás de las bandejas de la correspondencia llenas de papeles. Alex estiró la funda cuidadosamente y tapó la máquina de escribir. Sus ojos se fijaron en el original que había sobre la mesa: Vidas predichas. Mi poder y el de otros, con una señal de lectura hacia la mitad. Le había dicho a Julie que devolviera aquel original, pensó enojada, mientras tomaba el libro y se lo llevaba consigo a su despacho.

Hablaría de ello con Julie el lunes.

Abajo, en la calle, unos tipos con unas copas de más se agrupaban junto a la puerta del salón de masajes, tratando de mirar por las ventanas cerradas. Alex cerró las persianas de su propia ventana y se alejó de ella temblando de frío. Pulsó el botón de la calefacción y de un cajón sacó su agenda de direcciones. Marcó el número y esperó a sabiendas de que siempre tardaba un rato en responder y con alivio sintió el clic del teléfono al ser descolgado. Estaba a punto de hablar cuando se dio cuenta de que el timbre seguía sonando.

Alguien, en su propio edificio, había descolgado el teléfono en otra extensión.

Se quedó de pie, helada por un momento, paralizada por el terror.

«¿Quién -pensó-, quién?» ¿La mujer de la limpieza? No, imposible. ¿Uno de sus socios? Tampoco. Se quedó escuchando con atención, tratando de captar algún sonido, una respiración, una tos; el teléfono seguía sonando. Seguía sintiendo la presencia, la persona que esperaba, que escuchaba. ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién? Ahora estaba temblando, oía el propio golpear del latido de su corazón, más fuerte que el timbre que sonaba al otro lado del hilo. Sintió dolor debajo de la oreja al golpearse descuidadamente con el auricular telefónico. El teléfono continuaba sonando sin que nadie lo descolgara. Asustada, se volvió y miró al pasillo a través de la puerta abierta. El timbre del teléfono parecía resonar por toda su oficina. Algo se movió al otro lado del corredor, ¿o se lo había imaginado? «Cierra la puerta -se dijo a sí misma-. ¡Cierra la puerta!» Pudo ver la llave, puesta por la parte de fuera.

Cuidadosa y suavemente Alex dejó el auricular sobre la carpeta de su mesa y se dirigió de puntillas hacia la puerta. El teléfono continuó llamando. Alex trató de sacar la llave en silencio, pero temblaba demasiado y no pudo evitar que chirriara, golpeara y acabara por caer al suelo, donde rebotó sobre el rodapié con un ruido como de dos trenes que chocaran.

– ¡Oh, no! -exclamó en voz alta-. ¡No, no!

Se puso de rodillas y con las manos tanteó la alfombra tratando de dar con ella. Cuando la encontró, la tomó con fuerza entre los dedos, se dio la vuelta y, asustada, volvió a fijar la mirada en el pasillo que llevaba a la escalera, sin dejar de oír el timbre del teléfono, y después entró de nuevo en su oficina, dio un portazo y se apoyó contra la puerta. Trató de poner la llave en la cerradura, pero se le cayó de nuevo.

– ¡Oh, no! -exclamó de nuevo.

Tomó la llave, logró por fin introducirla en la cerradura y trató de girarla. Pero la llave no se movió.

La giró de nuevo, con tanta fuerza que vio que la llave empezaba a doblarse.

– Que se cierre, por favor, que se cierre -suplicó.

La introdujo un poco más y de pronto la llave giró con toda facilidad, sin necesidad de hacer fuerza. Durante un momento Alex se quedó con la cabeza apoyada en la puerta mientras sentía que una sensación de alivio recorría su cuerpo y el corazón le latía con tanta fuerza que era como un puño que golpeara su pecho. Estaba sudando y respirando con ansiedad.

– Diga, diga. -La voz sonaba como si una radio permaneciera encendida-. ¡Diga…!

Cogió el auricular como si fuera el primer alimento que caía en sus manos después de una semana de ayuno.

– Diga.

Oyó la expiración de humo de tabaco que le era tan familiar.

– ¿Alex? -preguntó Philip Main: su voz, casi como un murmullo, tenía un tono de incredulidad.

De nuevo tuvo aquella extraña sensación de una presencia misteriosa y no quiso hablar, para evitar ceder ante el terror.

– Sí. -De pronto oyó su voz, que respondía como en un suspiro, suavemente.

– ¿Alex?

– ¡Ayúdame! -dijo con mayor fuerza y de pronto volvió a sentirse vulnerable; la puerta era fuerte, pero no lo bastante para detener a alguien decidido a atacarla.

– ¿Eres tú, Alex?

– Sí. -El sonido, extraño y agudo, pareció salir de lo más profundo de su interior y casi no pudo reconocer su propia voz.

– ¿Te encuentras bien? -Su tono era amable y preocupado.

Alex no quería decirlo, no quería que la otra persona que los estaba escuchando supiera que estaba asustada. «Normal. Haz que tu voz suene normal, por lo que más quieras habla con normalidad.»

– Quiero ver a una médium. ¿Conoces a alguna? -Se dio cuenta de que su voz había cambiado de nuevo hasta convertirse en la de un autómata monótono y sin matices, que le sonó como la voz de un completo desconocido.

– ¿Estás segura de ello?

«¡Oh, Dios, no empieces ahora a preguntar cosas! ¡Por amor de Dios, no lo hagas! ¡Ahora no!»

– ¿Alex?

– Sí, estoy segura -respondió el autómata.

– Me pareces un poco rara.

– Estoy bien -replicó el autómata.

– No sé nada de médiums. Creo que es algo que debes pensar con detenimiento.

– Por favor, Philip, tengo que hacerlo.

– No sé. Creo que deberíamos hablar de ello.

– Por favor, Philip, ¿conoces a alguna?

Alex escuchó excitada por el silencio.

– No, no personalmente. ¡Dios mío, no! -Hizo una pausa-. Me dijiste que una amiga te lo había sugerido. ¿No conoce a nadie?

– Ya me mandó una. Era horrible.

De nuevo el silencio.

– Tienes que conocer a alguien, Philip.

– Puedes buscar en las páginas amarillas

– Por favor, Philip, pórtate con seriedad.

Hubo otro silencio; Alex escuchó con toda atención tratando de oír cualquier cosa, lo que fuera. Se volvió a mirar la puerta. Le pareció que el pomo de la cerradura se movía, giraba.

Dejó escapar un grito, un grito mortal, agudo, penetrante, que cesó de modo tan repentino como había comenzado. El pomo no se movía en absoluto, nada. Lo que se movía eran las persianas agitadas por el aire del radiador, enviando sombras a través de la puerta.

– ¿Alex? ¿Qué pasa?

– Hay alguien rondando por aquí, en este edificio, escuchando esta conversación telefónica. Por favor, llama a la policía, creo que voy a ser atacada.

Colgó el teléfono y vio cómo se apagaba la luz del panel. Luces. Respiraba a grandes bocanadas intermitentes. Luz: allí había sólo una luz encendida. Si hubiera alguna otra persona escuchando, tendría que haber otra luz encendida en la centralita, ¿no era así? Primero miró la puerta después la ventana, las persianas que se agitaban. De pronto algo que había sobre la mesa captó su mirada: el calendario. Lo observó y de pronto sintió que la invadía la sensación de que un chorro de agua helada caía sobre ella y llenaba cada uno de los vasos sanguíneos de su cuerpo.

La fecha en el calendario era martes 4 de mayo.

– ¡Oh, Dios -dijo-, no dejes que me vuelva loca! Por favor, no dejes que me vuelva loca.

Miró de nuevo las letras, las cifras y después comprobó la fecha en su Rolex: 22 de abril. Miró a su alrededor por la habitación, esperando ver algo, un fantasma, un espectro, un… Vaciló al pensar en el olor de huevos fritos, la rosa en el parabrisas de su automóvil. Asustada, miró a su derecha, a la pantalla de su ordenador que estaba cubierta por su funda; deseaba quitar la funda, mirar la pantalla apagada. Y entonces, de repente se sintió furiosa, tuvo ganas de levantarse, abrir la puerta de par en par y gritar: «¡Estoy aquí! Tómame. Haz de mí lo que quieras.» Pero en vez de eso se vio sacando el listín telefónico de las páginas amarillas.

Hojeó varias páginas del listín. Médiums. No había nada bajo esa denominación. ¿Dónde mirar? ¿Psiques? Pasó unas páginas más. Tampoco encontró nada. Probó en clarividentes. Por fin halló algo: «Véase quirománticos y clarividentes.»

La lista era corta. Había un nombre que parecía indio que se repetía dos veces y otro nombre más. Vaciló. Ninguno de aquellos nombres le pareció bien. Se fijó en el original de Stanley Hill, Vidas predichas. Mi poder y el de otros. De mala gana lo abrió y pasó unas hojas. De pronto el original le pareció agradable, confortante. Se sintió en un terreno familiar.

Pronto se dio cuenta de que las palabras se hacían confusas; no podía leerlas. Vio que sus manos temblaban incontrolables y volvió a dejar el manuscrito sobre la mesa.

Un nombre captó la atención de sus ojos: Morgan Ford. Lo vio de nuevo unas cuantas páginas más adelante y otra vez, como si atrajera su mirada como un imán. «Morgan Ford, un modesto médium que actúa bajo trance, niega que frecuentemente haya preparado sesiones para miembros de la realeza en su piso de Cornwall Gardens.»

«Modesto.» Le gustó esa palabra. Tomó el listín telefónico de la estantería que había detrás de su mesa.

Tomó el teléfono y oyó un sonido seco, después el zumbido de la línea. Esperó que volviera a sonar de nuevo el clic de la extensión, observando el panel para ver si se encendía alguna luz, pero no pasó nada. Su línea estaba libre de escuchas. Marcó el número y esperó.

El tono de la voz del hombre la sorprendió. Por alguna razón había esperado que fuese una voz amable, cálida, acogedora, pero en vez de ello oyó una voz fría, irritada, con un acento galés que aún la hacía más extraña. Había creído que el hombre le diría: «Sí, Alex, había estado esperando tu llamada. Sabía que me ibas a llamar, los espíritus me lo habían dicho.» Pero en vez de ello el hombre dijo:

– Aquí Morgan Ford, ¿quién habla?

«No le digas tu nombre. Piensa un nombre falso.»

– Espero que no le moleste que le llame a estas horas -dijo Alex nerviosa, insegura de cómo debía reaccionar, escuchando atentamente en espera de oír el sonido del teléfono de la extensión extraña-, pero se trata de algo extremadamente urgente.

– ¿Quién es usted, por favor?

– Necesito ayuda, necesito ver a un médium. Lo siento. ¿Es usted médium?

– Sí -le respondió como si estuviera loca.

– ¿Es posible que vaya a visitarle?

– ¿Le gustaría celebrar una sesión de espiritismo?

– Sí.

– He cancelado una el lunes, a las diez de la mañana. ¿Le va bien?

– ¿No hay ninguna posibilidad para mañana?

– ¿Mañana? -Su voz sonaba indignada-. Me temo que es imposible. El lunes… si no es así me temo que no podrá ser hasta mayo. Veamos. Podría ser el cuatro de mayo.

El 4 de mayo. Volvió a mirar de nuevo el calendario que marcaba esa fecha. ¿Qué significaba aquello?

– No, no, el lunes. -Fue consciente del sonido de un coche que se acercaba rápidamente y se detenía fuera.

Oyó el ruido de un portazo, el ladrido de un perro.

– ¿Puede darme su nombre, por favor?

– Es… -vaciló. ¿Qué nombre, qué nombre debía dar?-. Shoona Johnson -dijo rápidamente.

Creyó apreciar un tono de cinismo en su voz cuando repitió el nombre, como si en cierto modo quisiera decirle que mentía y se sintió molesta y turbada.

– ¿Podría darme su número de teléfono?

– Estoy de visita… -vaciló.

«No le des un teléfono en el que pueda localizarte y averiguar tu nombre -se dijo a sí misma-, no le des ninguna indicación.» Miró a su alrededor buscando inspiración. Leyó las palabras «South East Business System» en la base de su ordenador y le dio al médium el número telefónico que figuraba bajo el nombre de la empresa.

– ¡Nos veremos el lunes! -se despidió.

– ¡Adiós!

No le gustó el tono con que le había hablado el médium, como si su llamada hubiese sido una molestia para él, como si le tuviera sin cuidado el que lo llamara o no. Eran las diez y cuarto de un sábado por la noche, se recordó a sí misma. Tampoco ella se hubiera sentido muy complacida si alguien la hubiera llamado a esas horas para preguntarle si había leído ya su original. Oyó un ruido sordo. ¡Oh, Dios mío!, alguien estaba tratando de abrir la puerta.

Se dio la vuelta, pero no había nada. De nuevo oyó el ruido, distante, abajo. Y de nuevo ladró el perro. Se dirigió a la ventana y miró a la calle. Vio un coche aparcando a medias sobre la acera; después a Philip Main que miraba a la ventana lleno de ansiedad.

¿Tan pronto? ¿Cómo podía haber llegado tan pronto? Manipuló el cierre de la ventana, la abrió y miró abajo. No, no, podía estar allí todavía, tan pronto, demasiado pronto.

– Alex, ¿te encuentras bien?

Espacios de tiempo estaban desapareciendo. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué demonios estaba ocurriendo?

– Alex, ¿quieres que tire la puerta abajo?

– No -respondió débilmente-. Te daré las llaves.

Se las tiró a la calle, vio cómo golpeaban la fachada en su caída y oyó el débil ruido que producían al chocar contra el pavimento.

Suspirando aliviada cruzó su despacho. Oyó un gruñido al otro lado de la puerta. La abrió y se encontró con un pequeño bullterrier negro que la miraba con aire beligerante, mostrándole los dientes y con un hilo de baba cayéndole de sus negras encías. El perro dejó escapar un gruñido ronco y agresivo.

Oyó el ruido de pasos en la escalera y Main apareció en el descansillo, jadeando y despeinado.

¡Black! -le gritó al perro-. ¡Quieto!

El animal tenía los ojos fijos en Alex, dispuesto a entrar en acción.

¡Black!

El perro se retiró de mala gana.

Main puso sus manos sobre los hombros de Alex.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, sí, estoy bien.

– Creí oportuno venir personalmente. ¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?

Alex lo miró fijamente y las lágrimas inundaron sus ojos.

– No lo sé, Philip, ¡no sé qué está pasando!

– ¡Oh, señor! -Buscó en sus bolsillos y sacó un pañuelo-. Estás en mal estado, Alex.

– Es el teléfono. Oí a alguien en la línea.

– ¿Aquí?

Ella afirmó con la cabeza y tomó el pañuelo.

– Lo siento, está asqueroso.

Alex estrujó el pañuelo entre sus manos y después se secó los ojos con él. Main la condujo al sofá y ambos se sentaron. Buscó el paquete de cigarrillos y lo sacó del bolsillo. Alex observó al perro que recorría la habitación sin mostrar gran interés. Después trotó fuera de la habitación.

– Alguien descolgó un teléfono en alguna extensión para oír mi conversación.

– No hay nadie aquí ahora. He mirado al llegar. Todas las ventanas están cerradas y todo está a oscuras, por lo que he podido ver. ¿Estás segura de lo que me dices?

Ella afirmó con la cabeza.

– ¿No pudo ser un cruce de línea en algún lugar, fuera de aquí?

Alex lo miró con atención.

– La sentí muy próxima…

– ¿Qué?

– A la persona, quienquiera que fuese.

Main le ofreció un cigarrillo.

– ¿Qué estás haciendo aquí a estas horas de un sábado por la noche?

– Necesitaba tu número de teléfono… No lo tenía en casa. Siento… haberte molestado.

– No más que un inspector de hacienda a un mendigo. Tal vez has privado a la humanidad del mejor de los poemas de todos los tiempos. Cuando llamaste iba a ponerme a escribirlo -sonrió.

– Lo siento, lo siento; no sé qué está ocurriendo.

– Te llevaré a casa.

– No. -Alex sacudió la cabeza-. No quiero ir a casa.

– No vas a quedarte aquí. No voy a permitírtelo. Creo que necesitas descanso. -Contuvo su risa-. Puedes venir conmigo y quedarte en mi casa. -Captó la expresión de sus ojos y añadió-: En el cuarto de invitados. ¿De acuerdo?

Alex sonrió, afirmó con la cabeza y cerró los ojos a causa del humo del cigarrillo. Se levantó, cogió el original de Stanley Hill y lo volvió a dejar en la oficina de su secretaria, en el mismo lugar donde lo había encontrado.

– No sabía que los científicos escribieran poemas -dijo al regresar a su oficina-, ¿Me dejarás leerlos alguna vez?

– Ya veremos -respondió con aire misterioso.


Alex se sintió mejor después del whisky, echada encogida en la espesa alfombra frente a la chimenea en la que ardían unos troncos de leña. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de libros, libros queridos, desgastados por el uso, que llenaban las estanterías que iban desde el suelo hasta el techo estucado. Por todas partes predominaba la madera y el cuero, paneles de finas maderas y muebles sólidos de madera, antiguos pero sencillos y bien restaurados. Sillones y sillas de cuero grueso y un gran sofá, igualmente tapizado de cuero.

– No lo entiendo. ¿Por qué estás tan en contra de ello?

– Me parece una solemne tontería. Nos morimos y nos vamos, eso es todo. -Juntó las manos de repente, con violencia, como si fuera a tocar palmas.

El ruido hizo que Alex diera un brinco, sobresaltada, y el perro corrió hacia su dueño, ladrando furiosamente.

– ¿Cómo puedes decir algo así?

– Lo sé, está probado. ¡Baja chico, baja! -se dirigió al perro-. ¡Dios mío! Eres una mujer inteligente, no puedes seguir creyendo en Dios. Darwin lo ha probado: el juego terminó para san José.

Lanzó una gran bocanada de humo y las facciones marcadas y adustas de su rostro se suavizaron por un momento tras la nube de humo que lo rodeaba; tenía una expresión diabólica, demoníaca, pensó Alex. Y por un instante sintió un débil estremecimiento de duda hacia él.

– Si fuéramos parte espíritu, parte materia, tendríamos libre albedrío, muchacha. Pero no es así: todos nosotros somos prisioneros de nuestros genes: todo está determinado, decidido por el ADN, un programa computado en nuestros genes gracias a nuestros padres y madres: el color de nuestros ojos, el tamaño de nuestra nariz.

Alex sonrió, relajada de nuevo.

– Incluso la manera de pensar.

– Tenemos libre albedrío, Philip.

– Tonterías. Tú y yo no somos más libres que un perro, que Black, por ejemplo. -Main señaló a su perro con un dedo-. Black mata gatos; si ve a un gato cuando no va sujeto, lo matará; eso es algo que está en sus genes, no puede evitarlo y nadie puede detenerlo.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya viste qué obediente fue en tu oficina. Le dije que se estuviera quieto y lo hizo. Me obedecerá en todo, excepto con los gatos; si ve a un gato no parará hasta degollarlo.

– Es consecuencia de un mal entrenamiento.

– No, no hay nada que hacer. Ni el mejor entrenador podría conseguirlo. Es algo que está en sus genes y no puede ser eliminado.

– Quieres decir que los espíritus también pueden tener genes.

– Nosotros, los seres humanos, hemos creado y desarrollado a Dios en nuestras mentes; es nuestro mecanismo de supervivencia que cuenta ya con miles de años, desde los primeros días en que el hombre trató de explicarse por qué estaba en este mundo. Tú conoces a espiritistas y médiums que son bien intransigentes o, por el contrario, muy suaves y adaptables. Los intransigentes creen que son auténticos y que tienen razón; los adaptables son unos picaros y sinvergüenzas. Suelen ser buenos en telepatía; hacen resurgir al tío Harry en nuestros bancos de memoria, nos dicen cosas que ya sabemos y añaden algunas más por si aciertan por casualidad. El que los consulta acaba por creer en sus poderes y les pregunta: «¿Cómo está el tío Harry?» Y su respuesta es: «Muy bien.» Y uno se marcha y empieza a pensar y surgen las dudas. Mira, se piensa, la semana pasada enterré al tío Harry. Está en su tumba, o sus cenizas están en una urna, y ahora estamos hablando con él, a través del médium, y queremos seguir hablando con él cada vez más y más, hasta que nos damos cuenta de que eso no es posible, porque a tío Harry no se le ocurre nada que decir.

Dio una profunda chupada a su cigarrillo y sonrió:

– El tío Harry era un viejo aburrido cuando vivía y de repente uno espera que se convierta en un tipo interesante sólo porque está muerto. -Se detuvo al ver las lágrimas en los ojos de ella-. Lo siento, chica, pero consultando a un médium sólo conseguirás hacerte más daño. -Le acarició la cabeza-. Tu hijo era un muchacho estupendo; pero tienes que aceptar que ha muerto.

Alex lo miró durante largo rato.

– Yo puedo aceptarlo, Philip. Pero no estoy segura de que él pueda.

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