CAPÍTULO VII

– Pareces muy preocupada.

Alex apartó con la mano el humo de su cigarrillo.

– Y tú continúas desapareciendo.

Philip Main pasó el cigarrillo entre los pelos de su bigote color castaño, emitió un gruñido en voz baja, que parecía el ruido de un ciclomotor que pasara por una pista distante, y dejó escapar otra explosión de humo.

– ¿En el sentido cósmico?

– No. -Alex sonrió-. En el sentido físico.

– Eh…

De nuevo apartó el humo con la mano.

– ¡Tus cigarrillos! Cada vez fumas más.

– ¡Ah! -dijo con su voz profunda y suave, mientras se encogía de hombros disculpándose-. Uno de los pocos placeres que le quedan a uno. Aunque éste sea un inconveniente transitorio durante unos miles de años más, cinco o quizá seis como máximo… un período insignificante.

– ¿Antes?

– Antes de que hayamos evolucionado lo suficiente para que cada uno de nosotros pueda estar siempre solo, sin necesidad de encontrarnos con nadie; para poder comunicarnos con los demás sólo por medios telepáticos y filmes sin revelar; la emoción y el suspense del revelado de esas películas reemplazará los actuales contactos sociales, los placeres… -sostuvo el cigarrillo en alto con los dedos- y sus inconvenientes.

Sonriendo, Alex lo miró: su silueta alargada, los hombros caídos, su chaqueta deportiva muy usada y el rostro adusto y demacrado con el largo bigote que caía como un desafío. Estaba ya en sus cuarenta, pero seguía pareciendo más un estudiante revolucionario envejecido que un conocido científico con tres libros publicados, respetados aunque discutidos.

– ¿Cómo va tu nuevo libro?

Philip alzó la cabeza y se la quedó mirando como si Alex fuera un pez de color en una pecera.

– Prueba. Existe la prueba.

Alzó su vaso de vino, se lo bebió y lo bajó de nuevo. Su bigote quedó como un trapo mojado.

– ¿Qué prueba?

– Ya la verás. Te quedarás atónita, chica, atónita. -Su rostro cambió mientras hablaba, hasta ganar en animación.

– Estupendo -respondió Alex, que se sentía como perdida.

– La prueba irrefutable de que Darwin tenía razón.

– O sea que has podido recrear los orígenes del universo en un experimento de laboratorio repetible.

– Hay bastante de ironía en tus palabras. Pero hasta cierto punto, puedo decir que sí, claro que sí, Dios mío. Lo he conseguido. El ADN, chica, partiendo de dos moléculas de polvo.

– ¿Y de dónde venía ese polvo?

– Del aire, puro aire, chica -contestó triunfante.

Un camarero presentó el lenguado de Dover, que le había pedido Alex, en busca de su aprobación antes de ponerse a filetearlo.

De repente el tono de voz de Philip se hizo amable y cariñoso.

– ¿Estuvo tu marido a tu lado durante estas últimas semanas?

– ¿Qué quieres decir?

Alex se dio cuenta de que se ruborizaba y vio el leve movimiento del camarero, ocupado en trinchar el lenguado, que empezaba a interesarse por la conversación.

– ¿Te ayudó?

– Sí, fue un gran apoyo.

– Muy bien -dijo sin demasiado entusiasmo.

Alex enrojeció de nuevo y miró al camarero, que estaba teniendo problemas con el lenguado.

– ¿Te ha pedido que vuelvas con él?

– Yo, eh… -empezó a decir balbuceando. Miró su reloj digital y pulsó el botón de la fecha. 5.4, apareció en el dial. Lo observó con extrañeza. ¿Cuatro de mayo?

– ¿A qué día estamos?

Volvió a mirar de nuevo su reloj de pulsera.

– ¿Alex? ¡Alex…! -Oyó las palabras que resonaban como un eco en su cabeza y trató de descubrir de dónde venían; vio el rostro al otro lado de la mesa, la boca de Philip que se abría y se cerraba-. Alex, Alex… ¿te encuentras bien?

El rostro frente a ella se desenfocó y volvió a aparecer de nuevo.

– Sí -respondió por fin-, sí, estoy bien.

– Te has puesto muy blanca.

– Lo siento. -Volvió a bajar los ojos para mirar de nuevo su reloj y frunció el ceño-. ¿Qué hora es?

– Las dos menos veinte.

Su reloj marchaba perfectamente.

– ¿Sabes si hubo tormenta la noche pasada?

Main miró con aire de sorpresa al lenguado que el camarero puso delante de él, tras haberlo abierto y limpiado.

– Fue una dura pelea, ¿eh? -le dijo al camarero con voz fuerte y dura.

– ¿Una pelea, señor?

– Parece como si hubiera sido masacrado.

– Lo siento, señor. -El camarero vaciló y se retiró.

– ¿Una tormenta? -Reanudó la conversación con Alex.

– Sí, con aparato eléctrico.

– Es posible. Anoche había mucha humedad en el ambiente.

De pronto Alex se sintió liberada.

– ¿Y eso puede afectar a relojes electrónicos como éste?

Philip la miró extrañado.

– Posiblemente. Puede producir alteraciones en la corriente eléctrica.

Ella guardó silencio un momento, pensativa.

– ¿Podría afectar a instrumentos alimentados por batería solar?

Él afirmó con la cabeza, lentamente:

– Posiblemente. ¿Por qué?

– Oh, por nada.

Philip bajó los ojos y miró malévolamente al pescado, después volvió a beber un trago de vino y se secó el bigote con la servilleta.

– ¿Qué opinas de los médiums, Philip?

– ¿Médiums?

– Una amiga me aconsejó que visite a una.

El hombre tomó una cucharada de zanahorias de la fuente con la guarnición y pareció sentirse incómodo.

– Toma un poco de zanahorias -le recomendó-. Aquí las preparan muy bien.

Alex se sirvió.

– No me has contestado.

– Supongo que hay personas que encuentran ayuda en ellas.

– ¿Quiénes? ¿Gentes que no pueden aceptar la muerte de un ser querido?

Philip se encogió de hombros.

– ¿Eres cristiana?

– Creo que sí.

– Entonces crees en la vida eterna.

– Hace ya tiempo que no estoy segura de lo que creo.

– Un excelente ejemplo de la evolución, el lenguado de Dover. -Tomó un trozo de pescado con el tenedor y lo mantuvo levantado, en vertical-. Solía nadar de lado, en posición vertical. -Agachó el tenedor pero mantuvo la mano alzada-. No empezó a nadar tumbado, plano, hasta después de haber decidido irse a vivir al fondo del mar. Se dio cuenta de que así sería menos visible.

– Muy inteligente.

– Pero tenían un problema con los ojos. Tenían uno a cada lado de la cabeza, lo cual estaba muy bien cuando nadaban de lado, pero al nadar plano, resultaba que uno de sus ojos miraba al fondo del mar y el otro al cielo. Hasta que un día… ¡zas! Los dos ojos aparecieron arriba en el mismo lado de la cabeza.

– ¿Y eso qué tiene que ver con los médiums?

– ¿Es que no lo ves? La evolución nos dice cómo trabaja la naturaleza. Podemos probar que Dios no hizo al hombre. Pero ¿qué hay si le damos la vuelta a la cuestión y la vemos desde otro ángulo?

– Ésa es una discusión muy antigua.

– No, chica, es nueva. Muy nueva, recientísima.

– ¿La posibilidad de que sea el hombre quien inventó a Dios?

Mantuvo el trozo de pescado a la altura de su boca, examinándolo cuidadosamente.

– No, muchacha, no inventarlo. Hacerlo. ¡Hacerlo! Si todo el mundo animal ha evolucionado a partir de dos motas de polvo y un rayo eléctrico, ¿por qué no pudo ocurrir lo mismo con el mundo espiritual?

– Estás loco.

– Soy más inteligente que este lenguado.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque si fuera al revés sería él quien me estaría comiendo a mí.

Alex sonrió.

– Al menos me estás dando ánimos.

– Sí, claro, todos necesitamos, de vez en cuando, que alguien nos anime.

Alex comió un trozo de su lenguado.

– Es muy bueno, aun cuando se trate de un animal que sobrevive desde tiempos tan lejanos.

Philip dejó su tenedor sobre el plato y se ruborizó ligeramente.

– Yo… Me pregunto si me permitirás que te invite a cenar una noche. No en estos momentos, pero quizás algo más adelante.

Ella negó con la cabeza.

– No, Philip; me gusta que mis relaciones con mis clientes se mantengan en términos estrictamente profesionales.

Philip se secó el bigote con la servilleta y habló al mismo tiempo, de modo que sus palabras sonaron apagadas.

– Podríamos tener una cena… estrictamente profesional.

Ella siguió negando con insistencia.

– No, Philip, no estoy de humor para enfrentarme a nuevas relaciones.

– Sólo te estaba ofreciendo mi amistad, nada más.

– Está bien, gracias. Lo comprendo. Dejémoslo pues en una amistad de comidas al mediodía.

– ¿Estás libre para comer conmigo mañana al mediodía?

Ella se echó a reír.

– Mañana es sábado.

– El sábado también es un buen día para comer.

– Es que mañana voy a Cambridge, para buscar las cosas de Fabián.

– ¿La próxima semana?

– Tal vez.


La comida con Philip Main había elevado su espíritu y se sentía mucho más animada cuando regresó a casa. Pensó en las dos palabras que había visto en la pantalla de su ordenador. «La tensión nerviosa -pensó-. Tenía que ser eso.»

La casa estaba tranquila, en paz y olía profundamente a cera y a limpiamuebles. Estaba empezando a oscurecer. Ya regía el horario de verano, aunque el verano aún no se veía por ninguna parte.

De pie en el pasillo de entrada, se sintió de repente como en el vacío. Los últimos diez días habían pasado como entre niebla, en medio de una gran ofuscación y ahora había llegado el momento de volver a una normalidad que parecía prometedora. Deseó haber aceptado la invitación a cenar de Philip, o de su esposo. No quería estar sola aquella noche, enfrentada a sus pensamientos. Consultó los programas de televisión en el Standard y no encontró nada que le interesara. Tiró el periódico sobre un sofá y bajó la estrecha escalera hasta el pequeño laboratorio fotográfico.

Fotografía; ciertamente había algo intensamente personal en la fotografía que, además, era algo instantáneo; las fotografías podían contarnos una historia sin necesidad de leer el manuscrito. Tal vez Philip tenía razón. Le quedaba tanto que aprender. Echaba de menos sus últimas clases; el tiempo, siempre el tiempo, o mejor dicho la falta de tiempo. Cuando David le instaló su laboratorio fotográfico, le encantaba encerrarse en la cámara oscura, donde se encontraba en paz y segura, en medio del silencio y de los extraños olores de los productos químicos. Pero aquella noche no se sentía cómoda allí; el silencio era opresivo.

Los repulsivos contactos del filme de Philip Main todavía estaban allí en el secadero. Los cogió, confiando en que Mimsa no se hubiera dado cuenta de lo que había en ellos, y estaba a punto de romperlos cuando algo captó la atención de sus ojos, una marca muy pequeña en una de las pequeñas fotografías. Tomó la lupa, encendió la luz del proyector y contempló el contacto.

Vio con toda claridad el rostro de Fabián que la miraba desde el fondo de la esquina de la derecha. Y pudo ver que el rostro estaba en todas y en cada una de las treinta y dos pequeñas fotografías, exactamente en la misma posición.

Como si le quemara en las manos, tiró la lupa que cayó en la zona iluminada por el rayo del proyector y se rompió. Se levantó temblando, con la piel de gallina.

El rostro de Fabián había aparecido en cada una de las copias después de que ella las impresionara.

Le pareció que las paredes se cerraban como si fueran a aplastarla entre ellas. Se dio la vuelta; la puerta se había movido, estaba segura de ello. Tomó la manecilla y abrió. No había nada ni nadie.

– ¡Hola! -gritó-. ¿Hay alguien?

Miró al otro lado de la puerta, pero todo estaba tranquilo, quieto.

Se oyó un sonido violento, como un agudo rasgueo que pareció conmover hasta los cimientos de la casa. Dejó escapar un grito de terror y se apoyó contra el quicio de la puerta, encogida. El ruido cesó de repente transformándose en una serie de golpes metálicos. ¡El timbre de la puerta! Se sintió aliviada. «¡No te vayas, por favor, no te vayas!», suplicó a quienquiera que fuese el visitante. Salió corriendo del laboratorio y subió la escalera, ansiosa de abrir la puerta a su visitante antes de que se marchara, desesperada, ansiosa de compañía, de un contacto humano, cualquiera.

Abrió la puerta mientras trataba de recuperar el aliento y se encontró frente a un hombre joven con el rostro serio completamente afeitado y el cabello corto y rizado. Vestía un traje gris muy usado que parecía demasiado grande para él, y que posiblemente había recibido de alguien, pensó Alex, y un jersey de cuello alto. Miró sus zapatos, que necesitaban un buen cepillado. ¿Serían también de segunda mano?

El visitante habló lentamente con voz amable, articulando claramente sus palabras.

– ¿La señora Hightower?

Alex afirmó con la cabeza. Había algo familiar en aquel hombre, como un periódico viejo que ya se ha leído. No parecía un vendedor a domicilio y por un momento se preguntó si sería otro médium enviado por Sandy. En esos momentos no le hubiera importado, cualquiera sería bienvenido.

– Soy el cura de la parroquia, John Allsop… el encargado de esta zona. El párroco me ha hablado de su desgracia, así que pensé que debía venir a visitarla… si es que no tiene inconveniente. -Su ojo derecho parpadeó dos veces, intensamente.

– Pase, pase, por favor. -Cerró la puerta tras el sacerdote-. Lamento no haber utilizado los servicios del párroco en el funeral, pero fue oficiado por un sacerdote que es amigo de la infancia de mi marido. John Lambourbe… Tiene su parroquia en el sur, cerca de Hastings. Espero que el párroco no piense que lo dejamos de lado.

– No, claro que no. Es algo muy corriente.

Se dirigieron al salón.

– Me temo que últimamente hemos estado bastante alejados de la Iglesia.

– No debe preocuparse por ello -aseguró amablemente-, pero será bien venida, siempre que lo desee, a cualquiera de nuestras iglesias.

– Muchas gracias.

– ¿Cómo soporta la desgracia? Tiene el aspecto de estar sufriendo todavía una profunda impresión.

– Supongo que no sabe lo que es asistir al funeral de un hijo.

– Ya me hago cargo -dijo-. Perder un hijo es algo terrible. ¿Tiene otros… hijos?

Alex negó con la cabeza.

– Eso empeora aún más las cosas… si es posible. -Volvió a parpadear de nuevo-. Yo también he sufrido una pérdida reciente… Mi esposa. Hallé gran consuelo viendo sus fotografías.

Alex lo miró con los ojos muy abiertos pensó en el rostro que la había contemplado desde las fotografías de los genitales. ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo había llegado allí? ¿Era una especie de broma macabra?

– Lo siento -dijo.

– Muchas gracias. -El cura sonrió tristemente y movió la cabeza.

– ¿De qué fue…? -Alex vaciló buscando las palabras adecuadas.

– Cáncer -fue la respuesta.

Alex movió la cabeza sin saber qué decir.

– Terrible… -De nuevo vio mentalmente el rostro de Fabián que la miraba-. Terrible. -Se levantó de improviso y se preguntó por qué lo había hecho-. ¿Puedo… ofrecerle algo, una taza de café?

– Oh, no, gracias.

– ¿Le gusta el café, o prefiere té… o whisky o cualquier otra cosa?

– No, nada, de veras.

Pero Alex ya estaba en marcha hacia la cocina, desesperada por disponer de unos momentos de soledad para lograr dominarse y poner orden en sus ideas. Hizo café, abrió un paquete de galletas de chocolate y estaba a punto de regresar con todo ello a la sala de estar cuando vio una tarjeta de visita sobre la mesa de la cocina. «Iris Tremayne», leyó. Y una dirección en Earls Court. La tiró al cubo de la basura, pero se arrepintió, la recogió y la dejó sobre la mesa de la cocina. Tomó la bandeja y regresó a la sala de estar.

– Por favor, sírvase usted mismo leche y azúcar.

– Gracias.

Alex era consciente de que el cura la miraba con extrañeza.

«¿Tan mal aspecto tengo? -se preguntó-. ¿Tan asustada?»

– Sí. -Otra vez el guiño nervioso-. Las fotografías nos hacen recordar. Pueden ser algo muy terapéutico. El dolor desaparece con el tiempo, créame.

Sonrió y mordió una galleta, nervioso, como si temiera que la galleta pudiera devolverle el mordisco.

Alex vio que el sacerdote miraba el ramo de rosas rojas.

– Fabián me las regaló en mi cumpleaños. Siempre me regalaba rosas rojas. Le encantaban también a él.

– ¿Practica la jardinería?

– No tengo talento para ello. Mi marido es el jardinero.

– ¡Ah! Según tengo entendido están separados, ¿verdad?

– Sí. Mi esposo estaba en el negocio de la publicidad… pero siempre tuvo gran interés por el vino. Así que decidió dejarlo todo y comenzar con unos viñedos. Desgraciadamente, la vida en el campo no me va en absoluto.

– Es difícil la vida en el campo, a veces puede resultar demasiado tranquila.

– Sí.

– Creo que es usted agente literaria.

Alex afirmó.

– Yo estoy escribiendo un libro. Un libro pequeño.

Alex sintió una especie de desencanto, ¿era ésa la razón de su visita?

– ¿Tiene ya editor?

– ¡Oh, aún falta mucho para que esté terminado! Y no sé si será lo bastante bueno para ser publicado.

– Si quiere que le eche un vistazo…

– No, no. No quiero causarle el menor problema. Quizá cuando esté terminado. De todos modos muchas gracias.

– Sírvase un poco más de café.

– Tomaré otra galleta, si me lo permite. -Se adelantó y tomó una de la bandeja-. Quizá la ayudaría hablar con algunos de los amigos de su hijo. A veces sabemos tan poco de los seres próximos cuando están vivos; y el enterarnos de muchas cosas agradables sobre ellos, después de que nos dejaron, nos puede ser de gran consuelo.

– Gracias. Es un buen consejo, pero mi hijo era realmente un solitario. Que yo sepa sólo tenía dos amigos íntimos y uno de ellos murió con él en el accidente.

El visitante movió la cabeza.

– Algunas cosas son difíciles de entender, señora Hightower.

Alex afirmó:

– Sí.

– Pero usted me parece el tipo de persona capaz de hacerles frente.

– Sí -suspiró-. Puedo hacerlo -sonrió-, de algún modo.

El sacerdote le devolvió la sonrisa y movió su café.

– ¿Tiene usted… -hizo una pausa y se sonrojó- alguna idea sobre el espiritismo?

Vio cómo el enojo oscurecía el rostro del sacerdote.

– Yo no le aconsejaría que pensara en esas cosas, señora Hightower. ¿Lo ha hecho…? -vaciló.

– No, desde luego que no. Pero hay gente que me lo ha sugerido.

– En mis contactos con el espiritismo sólo he visto que causara daño y dolor, nunca el menor bien a nadie. -De pronto el sacerdote pareció incómodo como si quisiera marcharse.

– Yo no creo en absoluto en esas cosas.

– Muy sensato. Si algún amigo le sugiere que recurra al espiritismo es porque no es un buen amigo. La oración, el amor, los buenos recuerdos y el paso del tiempo traerán alivio; el tratar de convocar al difunto sólo puede traer desencanto y… -vaciló.

– ¿Y? -preguntó Alex.

– Existen muchas fuerzas diabólicas, señora Hightower. Hay mucha maldad en el mundo; y aquellos que tratan de penetrar en el mundo de lo oculto se exponen ellos mismos y exponen a los demás.

– No pienso meterme en ello.

– Bien -sonrió-. ¿Quiere que recemos una oración juntos?

– ¿Una oración? -Parpadeó y sintió que se ruborizaba-. Sí, gracias -añadió asustada.

El cura cerró los ojos y juntos rezaron el padrenuestro. El continuó con algunas oraciones más mientras ella permanecía sentada, inmóvil, con los ojos cerrados; le pareció extraño: los dos solos rezando allí, en el salón de su casa, pero cuando abrió los ojos de nuevo se sintió reconfortada.

– ¿Desea que vuelva a visitarla?

– Por favor. Hágalo siempre que pase.

El sacerdote se fue, casi como si de pronto le hubiera entrado prisa por marcharse. Alex pensó que algo había cambiado en él en el momento en que mencionó el espiritismo, como si le hubiera causado un malestar que no fue capaz de aliviar.

Alex cerró la puerta principal de la casa y se retiró por el recibidor. Aún estaba encendida la luz de la escalera que bajaba al laboratorio fotográfico y se preguntó si debía bajar y mirar las fotografías. No, decidió, no bajaría, a la mañana siguiente, a la luz del día, cuando estuviera más tranquila y sus nervios no pudieran gastarle una mala jugada. Alex suspiró; en algún momento tendría que meterse en la habitación de Fabián, hacer algo con sus ropas y pertenencias. Se preguntó, de improviso, si su hijo habría hecho testamento.

Subió la escalera hasta su dormitorio y encendió la luz. La habitación le pareció un oasis de paz, acogedora. Sus zapatillas estaban junto a la cama, abierta por Mimsa. «Pobre Mimsa», pensó con una sonrisa. La asistenta se había tomado la tragedia muy mal, con violentos ataques emocionales, el mejor sistema que conocía para librarse de su pesar; por un momento Alex envidió la simplicidad del temperamento latino de Mimsa. ¡Cómo deseaba, a veces, poder dar salida a sus emociones interiores!

Contempló el retrato sombrío que pendía de la pared y los ojos fríos de Fabián fijos en el suelo. Se estremeció: «No mires así, cariño», dijo. Cerró los ojos. «¡Oh, Dios mío, cuida de mi querido Fabián; protégelo dondequiera que esté!» Volvió a abrir sus ojos, que estaban húmedos de lágrimas. Se sentó en la cama y sollozó suavemente.

Después se levantó, miró la fotografía enmarcada de un automóvil deportivo Jaguar, y varios otros pósters estilizados de coches antiguos en competición. Miró los libros de su hijo. Filas y filas de obras de ciencia-ficción y astronomía. Miró el telescopio situado junto a la ventana. Un regalo de David a su hijo cuando cumplió los dieciséis años. Se dirigió hacia allí, quitó la tapa protectora y miró. Recordó a un Fabián paciente mostrándole las estrellas, la Osa Menor, el Carro, Urano, Júpiter, las conocía todas. ¡Qué grandes parecían! Se preguntó si Fabián podría estar allí, en cualquier lugar entre ellas.

Abrió un cajón y revolvió entre sus calcetines, colores brillantes, verdes, amarillos, rosa; siempre llevaba calcetines de colores brillantes. Algo captó su mirada en el fondo del cajón. Era una tarjeta postal en la que se veía un gran edificio de ladrillo rojo, con galerías comerciales y un café con mesas fuera. El Quincy Markets, Boston, Massachusetts. Había más tarjetas en el fondo del cajón, todas ellas con distintas escenas de Boston: el río, el Massachusetts Institute of Technology, la Universidad de Harvard, el puerto. «Escena de la histórica reunión para tomar el té, en Boston», leyó en una de las tarjetas. «¡Qué extraño!», pensó. Su hijo nunca había estado en Estados Unidos, nunca había demostrado especial interés por aquel país; ¿qué significaban aquellas postales en el fondo de un cajón, casi como si hubiera querido ocultarlas?


Aquella noche durmió con la luz encendida, como solía hacer cuando todavía era una niña. Era cuestión de tiempo, le había dicho el cura. El tiempo curaría sus heridas. Durmió durante un rato, se despertó y se quedó mirando el verde resplandor de la luz del despertador; siguió acostada con una especial sensación de temor, con la sensación de que su piel estaba atravesada por miles de agujas. Alzó la vista al techo, encima del cual estaba la habitación de Fabián.

Volvió a ver las dos palabras en la pantalla de su ordenador. El rostro de Fabián que la miraba desde la fotografía.

Apretó los ojos con fuerza, tratando de cerrarlos, dejando fuera todo y a todos.

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