CAPÍTULO XXIV

Alex pisó a fondo el acelerador, sintió el tirón del coche y oyó el agresivo zumbido del motor cuando el Mercedes adelantó la fila de coches que circulaban en caravana. Volvió a introducirse en ella delante de un Sierra, al que casi cerró el paso, lo que hizo que el conductor le tocara el claxon, furioso. La oficina de New England. La rosa carbonizada. Se preguntó si el mundo se había vuelto completamente loco: «Es posible que nos hayamos movido para acercarnos más a la Luna o a Júpiter, o ¿no podría ser que ellos se hubieran aproximado a nosotros? ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué demonios era lo que estaba ocurriendo?»

Condujo el Mercedes por la salida de Guildford en la estrecha desviación rural. La carretera se hizo más oscura, bordeada de árboles de ramas demasiado espesas que impedían el paso del sol de primeras horas de la tarde. Ascendió serpenteando por una colina y pasó bajo un puente de piedra para descender bruscamente hasta encontrarse casi de repente en un pueblo pequeño que parecía estar formado, simplemente, por unas cuantas casas, una taberna y un garaje.

Un joven que encontró en el camino le señaló la dirección y pronto, a poco menos de un kilómetro de distancia del pueblo, encontró la entrada señalada por un gran indicador blanco, casi oculto entre el ramaje de los arbustos, que decía: «Witley Grove.» Pasó con el coche entre dos altos pilares de piedra, cada uno de ellos coronado por un halcón negro en hierro fundido, siguió por un camino de ganado para entrar en una estrecha carretera asfaltada, llena de baches que transcurría entre dos campos cercados.

Al salir de una curva se encontró frente a una amplia mansión de estilo gótico-victoriano, notablemente asimétrica, con gruesos muros de ladrillo rojo y tejados muy inclinados, cubiertos a medias con grandes vigas de madera. «Como capirotes de bruja», pensó Alex.

Había varios coches aparcados frente a la casa y se sintió aliviada ante aquella señal de vida. Se bajó del Mercedes sintiendo que se le removía el estómago, y miró la casa con una inexplicable sensación de incomodidad. Era un edificio sólido, desnudo, una institución, nunca un hogar. Tuvo la clara impresión de que alguien la estaba vigilando desde la casa, pero miró las ventanas con oscuros cristales emplomados sin apreciar la menor señal de movimiento.

Delante de la puerta principal había una lujosa limusina, un gran Daimler negro, con el chofer sentado tras el volante, sin gorra y leyendo el periódico. Cuando pasó junto al coche y subió los escalones que la llevaron al impresionante porche, se preguntó de quién podría ser. ¿Algún rico paciente árabe? Nerviosa, miró la pequeña placa de metal dorado al lado de la gran puerta de roble: «Witley Grove Clinic.» ¿Continuaba aún ejerciendo pese a haber sido…? ¿Le sería posible verlo ese día, en seguida, o se tropezaría con una rígida secretaria almidonada que la haría esperar tres meses antes de conseguirle hora para una visita? Recordó que en Londres tenía bastante fama y una abundante clientela. Trató de recordar cómo era Saffier en persona, pero sólo pudo conseguir que su rostro se le apareciera como envuelto en una espesa niebla. Recordó hasta qué punto había dependido de él, que le había dado esperanza cuando todos los demás médicos le aconsejaban que se fuera olvidando de su intención de tener un hijo con su marido. Ellos dos nunca podrían tener un hijo salvo que fuese adoptado. Su recuerdo se iba haciendo más claro: su voz, con un ligero acento apenas perceptible, su permanente bronceado, el rostro firme y hermoso, hacían de él un centroeuropeo de aspecto atractivo, un hombre afable, con una chispa de simpatía en los ojos y el cabello corto y bien cuidado, teñido para que se adecuara a su rostro sometido a una operación de estirado de piel; sus elegantes trajes y corbatas, que destacaban demasiado con sus zapatos blancos. Siempre llevaba zapatos blancos. En el mercado, Alex jamás le hubiera comprado un coche de segunda mano, pero en la Wimpole Street era su ídolo, su dios.

Con motivo del nacimiento de Fabián le enviaron un regalo, una caja de champán. Se preguntó si Saffier recordaría a aquella joven a la que veintiún años antes había ayudado a ser madre. ¿Le permitiría ver los archivos? ¿Los conservaba todavía? Se iba a adelantar para pulsar el timbre, cuando en ese mismo momento la puerta se abrió. Alzó los ojos y, con la mayor sorpresa, se encontró frente a Otto, que la miraba fijamente.

Retrocedió parpadeando, confusa y trató de enfocar su mirada. Vio su cabello peinado hacia atrás, los cortes que aún tenía en el rostro, los cardenales, las marcas de la viruela, la nariz ganchuda y los ojos burlones.

– Buenas tardes, señora Hightower -la saludó-. ¿Quiere pasar?

«Me estoy volviendo loca -pensó Alex-. Sin saber cómo me he dirigido a Cambridge por equivocación y he llegado a la habitación de Otto. -Volvió la cabeza y miró sobre su hombro. La puerta seguía abierta, el camino de entrada continuaba allí, lo mismo que el chofer del Daimler, que en aquel momento pasaba la página de su periódico-. ¿Estoy en el centro de Cambridge? ¿Es posible que estos campos estén en el centro de Cambridge?»

Lo siguió y entró en el enorme recibidor cuyo pasamanos estaba adornado con una sucesión de horribles gárgolas. No, ésta no es su habitación, su habitación no era así. Una armadura completa montaba guardia en posición de firmes al pie de la escalera y Alex, con un estremecimiento, apartó su mirada de las oblicuas aberturas para los ojos en el visor. Las armaduras siempre la habían asustado.

– No asistió al servicio -le dijo Otto.

Oyó el murmullo de voces en una habitación próxima. Podía percibir el olor del jerez, del humo de los puros. ¿Estaba en un comedor? ¿Estaba en un comedor de la Universidad de Cambridge?

– ¿Al servicio? -repitió ella como un eco suave. Otto se había vestido con elegancia, aunque fuera una rara elegancia, con un traje gris oscuro y una corbata negra de punto-. ¿Has estado en la iglesia, Otto?

«¡Sus ojos! ¡Oh, Dios mío, deja de sonreír, deja de mirar de ese modo!»

Una mujer apareció frente a ella, pequeña, vestida con uniforme negro y delantal blanco, que llevaba algo en las manos.

– ¿Seco o semi, señora?

– Seco, por favor.

Alex tomó la copa, sintió su peso, que desapareció casi de repente. Se produjo un ruido que le pareció distante, como muy lejos de allí.

– No se preocupe, señora. Iré a buscar un trapo. Tome otra copa, por favor.

Alex tomó la copa, sujetándola con ambas manos, y la mantuvo pegada a su cuerpo como si fuera un bebé recién nacido.

Otto sonrió, su sonrisa de superioridad.

– Desde luego, pensé que estaría aquí.

Enigmas. Enigmas por todas partes; el mundo entero se había convertido en un gigantesco enigma. Se bebió el jerez, seco, con sabor a nueces, que le calentó el estómago; fue a beber de nuevo y se dio cuenta de que había vaciado la copa.

– No entiendo nada.

«Deja de sonreír, por amor de Dios, deja de sonreír. Piensa, compórtate como un ser racional, cálmate.»

– Pensé que ésta era la casa del doctor Saffier.

– Lo era. -La respuesta le llegó directamente, como el golpe de rebote de una pelota golpeada con fuerza.

– Yo… -Alex miró su copa vacía y sonrió nerviosa-. Me ha sorprendido encontrarme aquí contigo.

Los ojos de Otto la miraron con aire de suficiencia, sonrientes, burlones.

Alex vaciló, tratando de encontrar las palabras, tratando de unirlas entre sí.

– ¿Sabes dónde… dónde? -Miró de nuevo la corbata negra. Corbata negra, traje gris. Corbata negra-. ¿Adonde se ha mudado el doctor Saffier?

Los ojos le devolvieron la sonrisa, como si se riera de ella, y después, en silencio, su boca se unió a la risa.

– Sí, seguro.

– Yo no sabía que tú… que tú lo conocieras.

– Yo conozco a mucha gente, señora Hightower.

– ¿Otro jerez, señora?

Tomó la copa de la bandeja, sosteniéndolo con firmeza, y dejó en ella la vacía.

– ¿Le gustaría conocer a algunos de ellos?

– ¿Algunos de quiénes?

– De los parientes o de los amigos del doctor Saffier.

– Bien… -Se encogió de hombros, sorprendida-. Sí, supongo que sí.

Antes de que terminara de hablar, Otto se había dado la vuelta y caminaba por el pasillo hacia la habitación llena de gente.

Era una vasta estancia, de techo elevado, paredes con paneles de madera y cubiertas con pesados cuadros al óleo, retratos de antepasados, escenas de caza, querubines desnudos, todos ellos de tamaño mayor que el natural.

Alex vaciló en el marco de la puerta, observando, entre el humo de cigarros, a los caballeros con sus trajes sobrios y serios: las mujeres con vestidos oscuros y tocadas con sombrero o velos; la camarera con su bandeja de bebidas se abría paso entre ellos como un nativo en la jungla.


– Le presentaré al hermano del doctor Saffier -dijo Otto, llevando a Alex hacia un grupo de tres personas.

Un anciano frágil de cabello blanco y rostro huesudo, casi esquelético, le tendió la mano, llena de las marcas oscuras del enfermo de hígado. Su apretón fue mucho más fuerte de lo que ella había esperado.

– ¿Cómo está usted? -la saludó con voz culta, con un levísimo acento centroeuropeo.

– Alex Hightower -se presentó al tiempo que pensaba en el poco parecido físico existente entre los dos hermanos y sin embargo lo semejante de su forma de hablar y del tono de su voz.

El caballero movió la cabeza pensativamente con expresión triste.

– ¿Era usted amiga de mi hermano?

¿Era? ¿Era? Vio que también él lucía una corbata negra como el hombre que estaba a su lado.

– Eh… No… fui paciente suya… hace ya mucho tiempo. Me ayudó mucho.

– Sí, mi hermano ayudó a mucha gente. -Movió la cabeza-. Y fueron ellos quienes le jugaron la mala faena.

Advirtió la presencia del otro caballero y de la anciana señora que estaba de pie a su lado y cuya conversación Otto había interrumpido y se volvió para mirarlos; la pareja la saludó con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa.

– Mi hermana -dijo el hermano del doctor Saffier- y mi cuñado, el señor y la señora Templeman.

– ¿Cómo están ustedes? -los saludó Alex.

La pareja sonrió pero no dijo nada.

Alex estaba comenzando a darse cuenta de lo que ocurría, como si acabara de despertar. Se trataba del regreso de un funeral. ¿De quién? ¿De quién? El pánico comenzó a apoderarse de ella. ¡Que no fuera Saffier, por favor! Saffier no.

– Fue todo un montaje -opinó la señora indignada, con un acento aún más gutural que el de su hermano-. La sociedad oficial quería librarse de él y ésa fue la forma de hacerlo.

– Ciertamente -afirmó el hermano de Saffier, que volvió a mirar a Alex-, Nunca se recuperó después de aquello, por eso lo hizo. Lo vi la semana pasada… el día antes de su muerte. Destrozado, ¿sabe usted? Estaba completamente destrozado. Un hombre tan brillante como él. ¡Ayudó a tanta gente…! Si supiera cuántas cartas hemos recibido.

Los tres guardaron silencio, moviendo sus cabezas tristemente, como marionetas. De pronto Alex se sintió atrapada, acorralada y deseó marcharse de allí, salir fuera, respirar un aire más puro.

– Siguió trabajando, naturalmente -explicó su hermano-. No le estaba permitido ejercer de médico ni usar el título de doctor, pero no podían impedirle que siguiera con su clínica. ¿Sabe usted lo que hizo? ¡Se compró un título de médico por correspondencia en Estados Unidos! ¡Doctor por correspondencia! De nuevo pudo utilizar el título, ¡no podían impedirle seguir adelante! -Sonrió entre dientes; miró a su hermana y a su cuñado, que sonrieron y volvieron a mover la cabeza.

«Por correspondencia -pensó Alex-. El New England Bureau.» Se hizo un profundo silencio; Alex los miró tímidamente, casi asustada, sintiéndose como una impostora.

– ¿Me perdonan? Es sólo un momento -se excusó, y se alejó de ellos; dio la vuelta y regresó al recibidor.

Dándose cuenta de que las lágrimas resbalaban por sus mejillas, se detuvo y se limpió los ojos, que se secó cuidadosamente.

– ¿Se marcha ya? -Oyó la voz de Otto y se dio la vuelta en redondo.

– Tengo que volver a Londres.

Otto sonrió, una vez más aquella sonrisa de suficiencia, pensó.

– ¿Sin resolver su asunto?

Alex se sonrojó. ¿Qué sabía Otto? ¿Hasta qué punto estaba informado? ¿Qué estaba haciendo allí?

– ¿Eres pariente del doctor Saffier, Otto?

– Sólo soy su alumno.

– ¿Alumno?

– Escribí una tesis sobre él… sobre su trabajo.

– Creía que estudiabas química, ¿no es así?

– Sí. Su trabajo era química; química y biología. -Sonrió y la miró con aire de burla-. La biología y la química están muy relacionadas entre sí, señora Hightower. Creo que usted puede comprenderlo mejor que la mayoría de la gente.

Alex se dio cuenta de que enrojecía aún más. «¿Qué es lo que sabes -le hubiera gustado preguntarle. Se dio cuenta de que su incomodidad comenzaba a transformarse en furia-. ¿Qué es lo que sabes, bastardo?»

Otto dio la vuelta y se alejó de ella. Miró a su alrededor y se puso a estudiar la armadura montada que estaba en la parte baja de la escalera. De pronto se giró y se encaró con Alex.

– Sé por qué ha venido.

Ella se quedó sorprendida con sus palabras y su movimiento brusco; trató de recuperar su compostura, de devolverle la mirada sin expresar sus sentimientos.

– ¿Lo sabes? -dijo con acritud-. ¿De veras lo sabes?

– Sí, claro que sí. -Otto sonrió-. Y puedo ayudarla. Sé dónde están las fichas. Todas las fichas.

De nuevo se dio la vuelta y comenzó a andar, cruzando el recibidor en dirección a un pasillo.

Alex sintió que su rabia desaparecía, reemplazada por una sensación de incapacidad. Y lo siguió con paso vacilante.


El cajón se abrió suavemente, en silencio, y se detuvo con un fuerte golpe metálico.

– Dime, Otto -preguntó Alex-, ¿por qué expulsaron del colegio de médicos al doctor Saffier?

Otto estaba mirando las fichas en el interior del cajón de la archivadora.

– Se le sorprendió buscando chicos jóvenes en unos retretes públicos.

Alex se tambaleó ante el impacto que le causaron aquellas palabras; observó seguidamente el rostro de Otto para ver si se trataba de una broma, una muestra de su extraño sentido del humor. Pero no vio nada más que la expresión de quien relata un hecho real, eso fue todo.

«¿Lo intentó también contigo, bastardo?», se preguntó a sí misma.

– No -dijo Otto volviéndose para mirarla.

– Perdón, ¿qué dices? -preguntó Alex, que sintió que el rubor la invadía con una sensación de frío y calor al mismo tiempo.

– No, no intentó nada conmigo.

Alex lo miró. Le ardía la cabeza hasta el punto de hacerle sudar. ¿Cómo supo lo que pensaba? ¿Lo había visto en la expresión de su rostro o lo había leído en su mente?

Su mirada recorrió el sótano oscuro, iluminado tan sólo por una bombilla desnuda, y observó las sombras que parecían danzar amenazadoramente sobre las paredes cada vez que ella u Otto se movían; los viejos armarios archivadores pintados de verde eran como centinelas, formando filas en el centro de la habitación. ¿Qué contenían, se preguntó, qué secretos había allí que debieran estar en Somerset House?( [3]).

¿Qué secretos que Saffier debiera haberse llevado con él a la tumba? Saffier, un hombre brillante y extraño que se dedicaba a buscar jóvenes en los lavabos públicos. ¿Por qué en ese lugar repugnante? ¿Es que carecía de clase, le faltaba estilo? ¿No podía, al menos…? Asustada, miró las escaleras por las que habían descendido, la puerta de arriba que Otto había cerrado con llave desde dentro.

Otto pasó los dedos por los archivos, produciendo un fuerte crujido que despertó ecos en el sótano; después se detuvo. Sacó una delgada carpeta verde y la contempló a la luz de la bombilla, la estudió por un momento y con ella se dirigió a la mesa metálica que estaba situada directamente debajo de la bombilla. Puso la carpeta sobre la mesa, le hizo un ademán con la cabeza y dio unos pasos atrás.

Conteniendo la respiración, Alex se acercó a la mesa y bajó la vista: vio su nombre escrito a máquina en la pequeña etiqueta del índice: «HIGHTOWER, SEÑORA A.» Nerviosa, abrió la cubierta. Había unas cuantas hojas de papel con gráficos y varias tarjetas de archivo sujetas con un clip.

Una vez más sintió que el rubor le subía al rostro cuando miró los gráficos y recordó. Curvas de temperatura que indicaban, rodeándolos con un círculo negro, cuáles eran los días más propicios para el embarazo en cada ciclo menstrual. ¡Dios mío, cuánto había tenido que soportar! Leyó la primera de las tarjetas cogidas con el clip. Su fecha de nacimiento. La fecha de nacimiento de David. Su cuenta de semen. Después una lista de sus visitas, con algunas anotaciones escritas a mano, con una letra pequeña, casi ilegible, debilitada por el tiempo. Empezó a desesperarse. Nada. Allí no había nada, nada que pudiera ayudarla.

Y en ese momento lo vio.

Comenzó a temblar mientras leía y releía, la letra pequeña y difícil junto a la fecha en la última de las tarjetas: «J. T. Bosley.»

Oyó de nuevo el eco de la fuerte voz nasal: Me llamo John Bosley. Soy el padre del muchacho.

Trató de sujetar la tarjeta, pero la mano le temblaba de modo incontenible. Miró a su alrededor y vio extrañas formas moviéndose, entre las sombras, entre los archivadores y a lo largo de las paredes que parecían extenderse indefinidamente hasta perderse para siempre en la oscuridad.

Vio el rostro de Otto; la sonrisa. La sonrisa. Otto se dirigió a otro de los archivadores metálicos, abrió el cajón, sacó otra carpeta, como si fuera una joya preciosa, la llevó hasta la mesa y la dejó sobre ella. De nuevo retrocedió unos pasos y se quedó de pie, con los brazos cruzados detrás del cuerpo.

La carpeta llevaba simplemente la indicación: «DONANTES.»

En su interior había un número de impresos de ordenador. Nombres en orden alfabético, páginas y páginas. Encontró el que buscaba en la cuarta página: «Bosley, John Terence, Kings College, Londres. Fecha de nacimiento: 27-4-1946.» «Debía tener veintiún años en aquel entonces», pensó. Seguían unas líneas con detalles minuciosos: el color y la textura del cabello, el tamaño de la frente, el color de los ojos, la exacta longitud y la forma de su nariz, su boca, su barbilla, su cuello, su constitución. Alex tuvo un escalofrío. Los datos registrados podrían ser la exacta descripción de su hijo Fabián.

Al final de esa sección estaban las palabras: «Donaciones utilizadas: una vez: Referencia Hightower, señora A.»

Alex se giró para mirar a Otto.

– ¿Ya ha visto bastante?

– ¿Hay algo más? -preguntó débilmente, temblando.

– Aquí abajo no.

Otto sonrió de nuevo; siempre la misma horripilante sonrisa de suficiencia, y los ojos burlones.

– ¿Entonces dónde?

– Eso depende de lo que usted quiera saber.

– No uses tus sucios trucos conmigo, Otto.

– Yo no uso trucos.

– ¿Quién era John Bosley? ¿Cómo era? ¿Cómo murió?

– Es médico. Pero no creo que haya muerto.

Alex se estremeció y la voz ronca de la sesión volvió a su mente. Las palabras de Bosley: No dejes al pequeño bastardo…

– Sí, está muerto; lo sé.

Otto la miró sarcásticamente y negó con la cabeza.

– No ha muerto.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó, sintiendo que la rabia se apoderaba de ella.

– Ya se lo he dicho. Yo sé muchas cosas.

– Bien, ésta es una que ignoras.

Otto sonrió.

– ¿Quiere su dirección?

Lo miró vacilante. Había algo misterioso y terrible en la forma en como hablaba.

– ¿Cuál es?

– Es fácil de recordar: Dover Ward, Kent House, Broadmoor.

– ¿Trabaja allí de médico?

– Oh, no, señora Hightower. -Otto sonrió-. Es un interno.

Las palabras cayeron pesadamente sobre ella. Un interno… ¡Un interno! Hubiera querido escapar de allí, estar en cualquier otro sitio, sola. Lejos de aquellos ojos, de la sonrisa, de la maligna satisfacción de la sonrisa. Interno. Retretes públicos. ¿A qué se dedicaba verdaderamente el doctor Saffier? ¿Cuánto daño le había causado a ella y a otros? Jesús! ¿Cuál había sido su juego? Fecundarla a ella con el esperma de un criminal lunático.

– ¿Qué., por qué está allí, Otto?

Otto se encogió de hombros.

– Asesinatos. No recuerdo cuántos.

– ¿A quién? ¿Cómo…? -Le hubiera gustado sentarse, lo deseaba desesperadamente; se apoyó en la mesa, dejando que soportara su peso y trató de pensar con claridad-. ¿A quién asesinó?

Otto sonrió y se encogió de hombros.

– Mujeres.

– ¿Lo sabía Fabián? -preguntó con la vista fija en el suelo.

– Sí.

– ¿Se lo dijiste tú?

– Como hijo tenía derecho a saber quiénes eran sus padres.

Alex se sintió invadida por una ola de rabia, pero se mordió el labio y logró contenerse.

– Fue a visitar a su padre.

Alex lo miró con fijeza.

– Y tú estás convencido de que obraste de modo enormemente inteligente, ¿no es eso?

– Su hijo era igual que su padre, señora Hightower. Mucho más parecido de lo que usted nunca sabrá.

Un puñal. Era como si Otto mantuviera un puñal clavado y lo retorciera en el interior de su cuerpo.

– Fabián era un chico excelente -dijo Alex, desesperada.

Otto miró a la puerta y volvió a sonreír.

– ¿Subimos y nos reunimos con los demás?

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