CAPÍTULO XVI

Alex se sentía confusa y desilusionada mientras se alejaba de allí en automóvil. Main había tenido razón en sus advertencias, todo sucedió tal y como le dijo que pasaría. También el cura tuvo razón. No podía ganarse nada convocando a los difuntos, le había dicho; nada salvo -¿cuáles fueron sus palabras?- desengaño y maldad. Unas palabras muy duras en los labios de uno de los llamados a acudir en auxilio de las almas conturbadas. «Atención pastoral», le había recomendado: algo que en aquellos momentos tenía un sonido amable y reconfortante para ella.

Pensó en la maldad: ¿la hubo en su hijo? Malicia tal vez, una travesura, un error de juventud, quizá, pero no maldad. Posiblemente juegos y trucos. Pensó en el despacho del médium, en lo amenazadora que le pareció aquella estancia aun sin la presencia de Ford; ¿era aquélla una de las sedes de la maldad diabólica? ¿Se celebraban allí tras las cortinas cerradas reuniones satánicas, con los asistentes sentados en círculo mientras los gatos ronroneaban en un extraño aquelarre? Se estremeció. Era como si allí se encerraran los misterios de la vida, muchas de las cosas que ocurrían en el mundo que ella nunca podría llegar a saber, que la mayoría de los seres humanos nunca llegarían a saber: sociedades secretas, prácticas misteriosas, comuniones con dioses y diablos, con los difuntos y su mundo. ¿Había alguien entre ellos que conociera el secreto? ¿La verdad? ¿Era Morgan Ford, con su traje serio y su gran salón, una de las pocas personas en la Tierra capaces de saber el sentido de la vida? ¿Era él uno de los elegidos para conocer los grandes secretos? Y si era así, ¿cómo utilizaba sus poderes? Sentado en su estudio para contarle toda una sarta de mentiras a pobres mujeres apesadumbradas.

Oyó que alguien, enfadado, tocaba el claxon detrás de ella. Levantó la cabeza; el semáforo estaba en verde. Miró por el retrovisor y alzó la mano excusándose con el impaciente taxista detenido detrás de ella, y entró en Hyde Park. Torció a la izquierda, conduciendo lentamente, y puso el intermitente. ¿Adonde ir? Eran las once de la mañana de un lunes y tenía cosas importantes que realizar en su oficina, pero no estaba en condiciones de enfrentarse a su trabajo, al menos en aquellos momentos. Todo le parecía carente de importancia en comparación con su estado de ánimo y su desilusión. Pero, realmente, ¿qué era lo que había esperado?, se preguntó a sí misma con un estremecimiento en lo más íntimo de su ser.

Parecía cierto, se dijo con tristeza, que todo indicaba que Fabián había tratado de comunicarle algo, que todas aquellas cosas extrañas que le habían sucedido, que los retorcidos trucos que su mente le había jugado tenían un significado. Estaba convencida, lo sabía, que Fabián le había estado pidiendo que fuera a visitar a un médium. Alex sonrió y se dio cuenta de que los ojos se le humedecían. Había confiado, así lo pensaba, que iba a descubrir algo relacionado con la muerte de su hijo, que éste se lo explicaría; pero ahora todo se había derrumbado, como si se tratara solamente de una ilusión, de otro de los sucios trucos de la vida.

Sí, Main tenía razón. Él y los que eran como él estaban más cerca de la verdad, sentados en sus laboratorios, con sus probetas, sus alambiques, sus quemadores Bunsen y sus ordenadores, en busca ininterrumpida de nuevas ecuaciones hasta llegar a encontrar por fin la gran ecuación, la última y definitiva.

¿Había un misterioso palimpsesto oculto tranquilamente bajo el código del ADN en espera de ser hallado y descifrado por un científico, más paciente o simplemente más afortunado que los demás, que acabaría por hacer superflua toda parafernalia religiosa?

Aparcó el coche y paseó un rato por la orilla de la Serpentine, sintiendo sobre sus hombros la enormidad del mundo que la rodeaba. Miró la línea del horizonte londinense detrás de los árboles, los edificios encorvados y enlazados estrechamente entre sí, codo a codo, como los pasajeros en un atestado vagón de Metro. Un anciano se sentaba con la vista puesta en la otra orilla del agua, moviendo los brazos arriba y abajo, como si hiciera unos ademanes extraños ante la futilidad de todo. Tuvo un escalofrío y apretó sus brazos en torno al cuerpo sintiendo, repentinamente, miedo a envejecer, a convertirse en una anciana y acabar, como aquel viejo, que contemplaba el agua haciendo gestos tan raros como inútiles.

Las rosas en la habitación; las rosas en el cristal del parabrisas. ¿Cuántas eran las posibilidades de que esa suma de circunstancias hubieran acontecido de modo casual? ¿De que el número de rosas en el salón del médium fuera el mismo que el de las que se marchitaban en el cuenco de su casa? ¿Y de que fuesen del mismo color?

¿Qué posibilidades tenía con Morgan Ford? ¿Supo desde el primer momento quién era ella realmente? ¿Cómo? ¿La relacionó acertadamente con el choque de automóviles cuyos comentarios había leído en los periódicos, por pura deducción, o fue ella misma quien con su conversación, sin saberlo, le ofreció algún indicio, alguna clave? ¿Lo captó por medios telepáticos? Ésa era la única otra explicación racional posible, pero en ese caso ¿cómo había cometido el error de referirse al camión? ¿Y cómo explicar la equivocación de creer que Carrie estaba muerta?

Había muchas cosas que se contradecían entre sí. ¿Dónde estaba la verdad? ¿Era una especie de mensaje secreto personal dejado expresamente por Fabián? ¿Estaba cometiendo el error de mirar sólo lo que había escrito en la superficie sin pararse a descubrir qué se escondía por debajo de ella? Movió la cabeza, miró la caseta de alquiler de botes al borde del estanque, se distrajo un momento contemplando el paso de un caballo por la Rotten Row montado por una chica bonita que se tocaba con uno de aquellos nuevos cascos protectores de última moda. «Cambio, evolución, progreso», pensó. Para ella todo parecía converger en un punto que se perdía en la distancia. Había una creciente tendencia a la igualdad de las cosas, hasta el punto de que todos los jinetes que paseaban por el parque parecían agentes de la policía montada. ¡Dios mío!, ella nunca estuvo especialmente dotada para descifrar enigmas ni puzzles. Y aquel con el que ahora se enfrentaba, ¿permanecería irresoluble para siempre, como líneas paralelas que nunca cambian, que nunca se cruzan, o habría un punto de reunión en algún lugar, lejos de allí, donde estaba la respuesta?

Otto entró en su mente de repente, sin saber cómo, con calma y tranquilidad, sin obstáculos, como quien cruza una puerta abierta y se queda en la sombra esperando que ella advirtiera su presencia. Observó a una niña, acompañada de su niñera, que arrojaba pan a los patos, y sintió la presencia de Otto, sonriente como un cazador al acecho. ¿Por qué? ¿Qué estaba haciendo en medio de sus pensamientos?, pensó irritada. Trató de ignorar su presencia psíquica, de sacarlo fuera de su mente, pero lo único que consiguió fue que su imagen ganara en claridad. Pudo ver de nuevo su habitación, las botellas de champán vacías, oír el sonido del molinillo de café, la forma arrogante y descuidada como sirvió las tazas, y sintió el desprecio en sus ojos, que parecían esconder los secretos de su hijo, y la mirada que decía: «Podría tenerte siempre que lo deseara, pero para mí no vale la pena.»

¿Qué sabía Otto?

Sin saber cómo se vio andando de regreso al coche, pensando cuál sería el mejor camino para llegar a la autopista, preguntándose si él estaría allí o tendría que esperarlo en el pasillo de la residencia. No era bueno resistir, no podía hacer nada para detenerse. En lo único que podía pensar en aquellos momentos era en la oscura puerta de roble de la habitación de Otto.


Llegó a Cambridge poco antes de las dos; aparcó fuera de Magdalene y cruzó corriendo el portón de entrada. Subió a toda prisa la escalera y cruzó el pasillo que en esos momentos le pareció familiar. Se detuvo delante de su puerta, vacilando y jadeante, y escuchó por si oía el crujir del parquet de madera, el sonido de una taza, música, voces, un ruido de papeles. Pero no oyó nada. Llamó tímidamente con los nudillos sabiendo de antemano la inutilidad del gesto. Sólo oyó el propio eco de sus golpes que resonaron al otro lado, en el vacío de la habitación.

La puerta se abrió y Alex dio un salto hacia atrás. Otto estaba allí, con una mano en el bolsillo de su grueso jersey abierto y la saludó con una inclinación de cabeza, con la sonrisa de enterado en su rostro herido y la misma falta de expresión en sus ojos.

– Ha llegado antes de lo que esperaba.

Alex frunció el ceño, molesta por la observación, y le devolvió la mirada tratando de comprender qué quería decir; después apartó la mirada, incómoda, para fijarla en el dintel, sobre la puerta.

– Lo siento, no te entiendo… No te dejé ningún recado.

Otto dio la vuelta y entró en la habitación.

– He hecho café, ¿quiere usted una taza?

Vio que el agua hervía en la cafetera y las dos tazas a su lado.

– Gracias.

– Sabía que iba a venir -dijo como si la visita fuera lo más natural del mundo.

– ¿Cómo?

Otto se encogió de hombros.

– Yo sé muchas cosas.

– ¿Qué cosas?

El joven soltó una risa breve y desdeñosa y por un momento Alex sintió que le gustaría abofetearlo.

– No sabías lo suficiente como para evitar que mi hijo se matara -dijo de pronto, agresiva y con acritud, incapaz de evitar que se le escaparan las palabras.

Otto se inclinó y alzó la cafetera.

– Solo y sin azúcar.

– Gracias.

Alex esperó su comentario, pero no lo hubo; Otto se quedó inclinado, sirviendo el café, mientras ella lo observaba y se sentía extrañamente enferma. Cuando finalmente el joven se giró, su cara estaba lívida.

– Lo siento, Otto -se disculpó, y se sintió nerviosa de improviso-. No he sido demasiado amable. -Alex se dio cuenta que la rabia hervía en el interior de Otto, que en aquellos momentos le pareció mucho mayor de lo que debería ser un estudiante, incluso mayor que ella-. A veces digo cosas que no siento.

Él se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la pared; su furia pareció remitir y de nuevo volvió a ser joven.

Alex sonrió tanteando el terreno.

– ¿Cómo sabías que iba a venir?

La voz de Otto sonó distante, como si estuviera hablando ante un dictáfono.

– A veces tengo presentimientos; veo las cosas que van a ocurrir: unas veces pequeñas cosas sin importancia, en ocasiones otras más graves.

– ¿Y qué ocurre?

El amigo de su hijo tomó un sorbo de café.

– Se hacen realidad. -Se la quedó mirando como estudiando su reacción-. Pero no puedo hacer nada al respecto, así que es una información totalmente inútil.

– ¿Por qué?

– Es como si ya hubieran sucedido, así que no puedo hacer nada.

– Tenías el café preparado para cuando llegara.

– Sí, había preparado el café, cierto; pero eso no es gran cosa.

– ¿Supiste algo sobre el accidente? ¿Qué iba a ocurrir?

– No, nada. -Hizo una pausa-. Pero incluso si… -Se estremeció.

– ¿Sabes por qué he venido?

Él no dijo nada.

Alex lo miró a los ojos, tratando de leer en ellos. Intentó ignorar la débil mirada burlona que observó en ellos y penetrarlos. Pero no podía. Era como mirar unas grandes vidrieras tras las cuales no hubiera más que la oscuridad de la noche.

– Otto, quiero que trates de recordar algo: quizá no sea muy agradable para ti, pero para mí es muy importante. ¿Quieres ayudarme?

– Si puedo.

– ¿Chocasteis contra un coche?

– Sí, seguro.

– ¿Qué pasó inmediatamente antes?

– No recuerdo nada. Iba en el coche y de pronto me encontré fuera de él.

– Por favor, trata de recordar.

– Tenía una gran resaca. La fiesta de la noche anterior resultó muy animada. No sé mucho de Fabián. -De nuevo repitió su extraña sonrisa.

– ¿Por qué sonríes?

– Se ligó a la hija de nuestro anfitrión; pasó la noche con ella -movió la cabeza-. Increíble, siempre estaba ligando.

– Pero nunca las conservaba, ¿no es eso?

Otto la miró y después apartó los ojos.

– Eso no tiene importancia.

– Para ti no, pero ¿y para él?

Otto se estremeció.

– Su hijo era un canalla con las mujeres, señora Hightower. Es mejor que dejemos el tema.

– ¿Qué quieres decir?

El movió la cabeza.

– ¿Importa eso algo ahora que está…? -Alex hizo una pausa-. ¿No puedes decírmelo?

El joven sonrió extrañamente.

– No, realmente no tiene importancia. -Movió el café-. íbamos en el coche, charlando. Yo en el asiento de delante, a su lado. Charles detrás, por alguna razón no llevaba puesto el cinturón de seguridad; el enganche en el Golf es un verdadero desastre, ya sabe. Estaba amaneciendo y llevábamos las luces encendidas. Fabián hablaba con Charles y se volvió para mirarlo; de pronto vi los faros delante de nosotros, que se dirigían a embestirnos, unas luces muy altas, y yo pensé que se trataba de un camión.

– ¿Qué?

Alex no pudo evitar que la palabra se le escapara como un grito involuntario; empezó a temblar, incrédula, confusa; se sintió mareada y vio cómo el suelo resbalaba bajo sus pies, como si estuviera en una barca alcanzada de pronto por una ola; tuvo que sujetarse con las dos manos para evitar caerse de la silla.

– ¿Un camión?

– Pero era un coche. Un Citroën viejo, grande, muy alto. Nosotros íbamos en el Golf, que es un coche muy bajo. Nos pareció un camión. Fabián también debió de creerlo así, porque gritó: «¡Un camión!» Después me encontré caído sobre la hierba y el barro… La verdad es que no recuerdo nada más.

A Alex su silla le pareció un columpio que iba de un lado a otro como si tuviera vida propia. Luchó para no caerse, echándose hacia atrás sin dejar de mirar los ojos de Otto, esos ojos que eran impenetrables como la noche.

– Me temo que eso no le aclarará muchas cosas.

– A veces -respondió Alex distante, vagamente consciente de una curiosa agitación en el estómago- no es necesario que nos digan mucho.

Загрузка...