CAPÍTULO XXXI

El camión de la mudanza llegó a las nueve. Pudo verlo sin necesidad de mirar: una gran sombra azul al otro lado de la ventana. Oyó el ruido del motor, los golpes de las puertas, voces.

– Están aquí, señora Eyetoya, están aquí.

Mimsa la miró con los ojos muy abiertos, insegura.

– Pueden seguir -afirmó sonriendo.

Primero sacaron las cajas, después los muebles. Contempló la casa, ya desnuda, como si hubiera sido destripada. Limpia, pensó para sí misma, mientras recorría las habitaciones para comprobar si se habían olvidado de algo. ¡Dios! De repente las habitaciones le parecieron pequeñas, diminutas.

Se quedó en la acera viendo cómo el camión se alejaba marcha atrás. Dieciocho años. Dieciocho años y ni siquiera sabía con certeza cuál era el aspecto de los vecinos de las casas de al lado. No la echarían de menos; la calle tampoco; no dejaba allí ninguna relación sentimental. Sólo en el interior de su propio corazón.

Cuando entró en el Mercedes, vio a la joven pareja que llegaba en su BMW azul y aparcaba junto a la acera de enfrente. Él era un hombre elegante, en un traje de Paul Smith; ella una rubia esbelta. Sacaron del coche a un niño pequeño al que dejaron en la acera. Los tres se quedaron mirando la casa.

– Creo que la puerta quedará muy bien pintada de rojo -oyó decir a la joven.

– O de negro -respondió él-. Creo que el negro es más elegante. Mira allí, el número cuarenta y seis, de negro.

La misma conversación que tuvieron ellos, pensó; una lágrima rodó lentamente por sus mejillas. Hacía ya dieciocho años. Ellos estuvieron allí también, en la acera. Los tres. David, también muy elegante con un traje bien cortado, ella y su hijo Fabián. La emoción del futuro. Las esperanzas, los sueños, los proyectos. Proyectos. Suspiró y puso en marcha el motor.

Un nuevo comienzo. Era un día brillante, una preciosa mañana de agosto, lo mejor para empezar una nueva vida. Sintió un golpe de dolor en la espalda al girar el volante. En la clínica le habían dicho que aún le seguiría doliendo durante algún tiempo. Pero sus heridas se estaban curando, tanto las físicas como las psíquicas. Eran los recuerdos los que perdurarían más tiempo. Le hubiera gustado que fuese tan fácil vaciar su mente como lo fue vaciar su casa.


El camión de la mudanza había llegado ya a Cheyne Walk y los hombres habían amontonado los muebles sobre la acera.

Subió la escalera hasta el piso superior y recorrió el gran piso vacío. De pronto se sintió libre, liberada de tantas y tantas cosas. Casi no advirtió el trabajo de los hombres de la mudanza que iban dejando los muebles en su sitio, como si no les costara esfuerzo alguno. Ni siquiera el gran ramo de flores que le había llegado, enviado por Philip, apenas motivó más que una amable sonrisa.

Durmió bien aquella noche, sin necesidad de tomar tabletas, sin necesidad de nada. Era la primera vez que dormía bien, se dio cuenta, desde que aquello comenzó.

¡Habían pasado tantas cosas!… La gente había intentado darle muchas explicaciones. El capellán de Broadmoor; el psiquiatra del hospital. Pero ellos sólo conocían una parte de la historia. Sin el cuerpo, Fabián, no había hecho nada malo. Sin el cuerpo que estaba enterrado bajo las ruinas en el fondo del lago y enterrado también bajo las ruinas de su propia mente. Sin el hallazgo del cuerpo podía creerse que todo había sido un producto de su mente. Y todos creían que era así. Todos menos Philip. Éste lo sabía.

Fue Philip quien la había ayudado a soportarlo todo, a resistir los últimos meses. Philip, con sus teorías y sus explicaciones, le había ayudado a irse desprendiendo poco a poco, como a capas, del peso de la tragedia. Philip, que rechazaba la idea cada vez que ella pensaba en hablar.

– Pero si han buscado… y no han encontrado nada, ¿qué puedes hacer, muchacha?

Ella comprendió que hacerlo así hubiera sido como revivir el peor de los terrores.

Miró por encima de la corriente del Támesis, con el sol de la mañana brillando sobre los árboles del parque en la orilla opuesta, en los tejados de Battersea, Clapham, Wansworth y aún más allá.

De repente olió a David, el olor acre y vinoso de su chaqueta de algodón; sintió el calor de su cuerpo, el roce de su bigote; y oyó la voz de Fabián que la llamaba desde el interior del cuerpo de David y sintió un escalofrío. Conductores, conducidos, receptores, posesos, todo ese dialecto técnico; las explicaciones de Philip, del capellán, de Morgan Ford. Era como si estuvieran hablando de electricidad, de algo que no tuviera nada que ver con él… sus pensamientos recordaron el curso de lo acontecido. Y las distintas conversaciones.

– En caso de muerte violenta, generalmente de accidente o asesinato, el espíritu necesita ser ayudado para poder pasar al otro plano. Es posible que no se dé cuenta de que ha muerto.

– Si una persona poseída muere, ¿qué pasa con el espíritu maligno que la poseía?

– Se va con ella al infierno.

– ¿Puede haber algo que le haga volver?

– Quizá.

– Si un exorcismo tiene éxito, ¿adonde va el espíritu… el diablo… lo que quiera que haya sido expulsado?

– Tiene que buscar otro anfitrión.

– Fue horrible, Philip. Era David, pero hablaba con la voz de Fabián.

– Eso ya ocurrió antes.

– En esa ocasión fue distinto.

– No. Era Fabián. Había entrado en el cuerpo de David. Lo había convertido en su anfitrión. Ford estaba equivocado cuando dijo que David no era receptivo. Yo sabía que lo era.

– ¿Cómo?

– Lo sabía.

– El diablo, o un espíritu maligno, no entra en una persona que no quiere recibirlo.

– El círculo crea energía, como un fanal. Eso hace que el espíritu encuentre su camino para entrar en el círculo.

– ¿La maldad puede actuar también como un fanal? ¿Es posible que Otto fuera uno de esos fanales capaces de atraer a los espíritus?

– Señora Hightower, ningún sacerdote que crea puede excluir la existencia de lo diabólico.

Un corredor solitario, en camiseta y pantalón corto, cruzó corriendo el Albert Bridge. «Jogging», pensó. ¡Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que ella hizo aquel ejercicio! Al día siguiente volvería a entrenarse.

Tuvo una extraña sensación de quietud y calma. La muerte de David la había liberado de algo. Estaba triste, profundamente triste y, a veces, echaba de menos sus llamadas telefónicas y el tono untuoso de su voz cuando hablaba de su vino; pero al mismo tiempo, dentro de su pesar, se sentía libre.

Era como si el pasado se hubiera exorcizado a sí mismo.


Subió las escaleras de su oficina. Decidida a seguir adelante, una vez más, también en su trabajo. A enfrentarse con el montón de originales. A concentrarse en algo diferente.

– ¿Cómo fue todo? -preguntó Julie.

– Bien. Pensé que sería mucho peor. El piso es muy alegre… La vista esta mañana era fantástica.

– Me gustaría tener una buena vista desde mi casa.

Alex sonrió.

– ¿Hubo ayer alguna novedad?

– Nada urgente. Philip dejó un recado… algo sobre el teatro el jueves. Me dijo que tu teléfono estaba averiado.

Alex entró en su despacho. Sintió frío después del calor del sol, corrió las persianas y abrió la ventana para dejar entrar el aire calentado por la luz solar.

Su escritorio estaba lleno de cartas, manuscritos, notas con recados. Un desafío. ¡Se había retrasado tanto en su trabajo, tras las semanas en el hospital y las preocupaciones del cambio de casa! Por un momento recorrió la estancia con la mirada, tratando de concentrar sus pensamientos, estableciendo mentalmente un horario de trabajo para el día. Se sonrió a sí misma una vez más. Todo había pasado. Miró el cielo azul. La larga y lenta escalada había comenzado de nuevo desde donde había quedado, de regreso a un punto de partida que nunca podría volver a ser el mismo. Suspiró, extendió el brazo y movió a «on» el interruptor de su ordenador personal.

Dos palabras en letras verdes parecieron devolverle su mirada desde la pantalla, brillantes, fijas. Inmutables.

«HOLA, MADRE.»


***

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