CAPÍTULO XXIX

Cruzó a demasiada velocidad el portón y entró en el encharcado camino de carros con tanta fuerza que el Mercedes golpeó el suelo, poniendo a prueba la suspensión, con una sacudida que se extendió por todo el automóvil. El agua espesa y fangosa salpicó el parabrisas y ella puso en acción las escobillas, maniobrando para evitar caer en un surco más hondo; el morro del coche se inclinó profundamente, después se alzó en el aire, para caer de nuevo con un golpe que lo desvió hacia un lado y estuvo a punto de hacerle chocar contra la cerca.

Las gomas de los limpiaparabrisas chirriaron sobre el cristal como pájaros furiosos. Percibió el olor de los cerdos y vio un pequeño objeto negro que quedaba casi fuera del rayo de luz de sus faros. El Mercedes golpeó contra el objeto pero no se detuvo. Alex seguía con el acelerador apretado a fondo.

Frente a ella, un poco a la izquierda, por entre los restos de fango, y las gomas de los limpiaparabrisas pudo ver el lago cubierto por una ligera capa de niebla. «Como una mortaja», pensó con un estremecimiento. El lago siempre tenía su aspecto más siniestro en la penumbra.

Vio el Land Rover de David aparcado fuera de la casa y dejó su coche a su lado. Quitó el contacto, cerró los ojos y estuvo a punto de llorar aliviada. Antes de pararse, el motor produjo unos ruidos de tictac, seguidos de unos golpes agudos, que se repitieron varias veces, como si quisiera expresar su protesta. El olor del aceite quemado cubrió el de las porquerizas. El motor produjo algunos ruidos más. En algún lugar en la oscuridad que caía sobre los campos se oyó el balido de una oveja.

Se bajó del coche y se quedó quieta. Le temblaban las piernas. Oyó otro balido lejano y, después, el ruido producido por un pez al saltar en el agua se extendió por el aire tranquilo. Dio unos pasos vacilantes en dirección a la casa, se detuvo y estuvo a punto de caerse. Sintió el fango bajo sus pies. Siguió andando y oyó el salpicar del agua al mismo tiempo que su zapato izquierdo se empapaba y le transmitía una gran sensación de frío y humedad.

– ¡Vaya! -exclamó sacando el pie con cuidado de no dejar su zapato en el charco.

La casa estaba a oscuras, pero vio una franja de luz que salía por la puerta del granero que servía de lagar y cruzó el patio para dirigirse allí.

David estaba de espaldas a ella, observando la grúa que había colgado de un gancho. La polea pendía balanceándose exactamente sobre la nueva gran tinaja que aún seguía en el centro de la estancia.

– ¡Hola! -la saludó sin volverse-. ¿Tuviste un buen día?

– No -respondió con calma.

– Esto es un monstruo, un verdadero monstruo.

– ¿Cómo supiste que era yo?

David siguió sin volverse.

– El coche. Puedo reconocer el ruido de tu coche, pese a que conducías más de prisa de lo que sueles hacerlo. ¡Es realmente horrible!, ¿qué opinas tú?

– ¿Sobre qué?

– Me pregunto si puedo dejarla donde está. ¿No te parece que tiene un aspecto raro?

Alex miró la cuerda que pendía del techo.

– Parece una horca.

– ¿Una horca? -David se dio la vuelta y se inclinó para ver a su mujer más de cerca-. ¡Jesús! Tienes un aspecto horrible.

Alex inclinó la cabeza y sintió que las lágrimas velaban sus ojos; sorbió por la nariz.

– Vamos -le dijo amablemente, pasando un brazo en torno a su cintura-. Vamos a tomar una copa.

Se sentaron en la cocina.

– Me gusta lo que has hecho -continuó David-, Tu propio servicio religioso personal. -Sonrió-. La Iglesia trata de ser competitiva. Si los fieles no van a la Iglesia es la Iglesia la que acude a su casa. Tienen que luchar con las pizzas, los platos cocinados y las masajistas a domicilio. Servicio telefónico automático. Comuniones a domicilio. Y todo gratis, sin que nadie pase el cepillo. Supongo que no has pagado nada.

– No, no pasaron el cepillo.

– Cosa rara en esos tipos.

– ¡David! -protestó indignada.

– Lo siento. -Tomó la copa por el pie e hizo girar el vino en su interior-. Mejora día a día, ¿sabes?

Alex sonrió y tomó un trago de su whisky.

– Me alegro.

– ¿Significa lo sucedido que ahora piensas volver a tu casa? -Ella advirtió la nota de tristeza en su voz y sujetó su vaso fuertemente entre las manos-. Yo había pensado… sabes… -dijo David ruborizándose-. Últimamente las cosas parecen ir bien entre nosotros. Yo había pensado que quizá… tal vez…

Ella cerró los ojos, fuertemente, sintiendo de nuevo que las lágrimas velaban sus ojos, y se sentó, temblando. Comenzó a mecer la silla adelante y atrás. Tomó otro sorbo de whisky y gustó el sabor salado de sus propias lágrimas. Abrió los ojos y miró a su marido.

– No todo ha pasado, David. -Su cuerpo sufrió una violenta convulsión que la hizo dar un salto tan fuerte que la lastimó-. ¡Sólo está comenzando!

Sintió el firme apoyo del fuerte brazo que rodeaba su cintura y sus ásperos dedos acariciando su rostro.

– Aquí estás a salvo, cariño -le aseguró-. No te preocupes, yo cuidaré de ti. No vayas a Londres durante algún tiempo. Hasta que tú… Hasta que todo… se haya calmado.

Ella afirmó con la cabeza. Una única lágrima, grande, se deslizó por su mejilla, hasta que el dedo de David la contuvo como si fuera un dique.


La despertó el sonido del gotear del agua. Un sonido fuerte, seco, como si en vez de gotas de agua fueran disparos de una pistola de aire comprimido. Una gota la golpeó en la frente, como un puñetazo; después otra. Plop. Plang. El sonido resonó en la habitación como lo hubiera hecho en un sótano.

Sus pies eran como dos bloques de hielo. Una corriente de aire helada sopló sobre su rostro. Plang, oyó. Se pasó la mano para secarse el agua.

Pero su rostro estaba completamente seco.

Alex se estremeció y sintió que el corazón le latía fuertemente. Volvió a su memoria el sonido suplicante de la voz de Fabián en el círculo: «¡Ayúdame, madre!»

Y después la voz ronca, desconocida: «No escuche al pequeño bastardo.»

«¿Qué te está ocurriendo, cariño? ¡Por favor, dímelo por favor!» Plang. La golpeó con tanta fuerza como si fuera una pelota de tenis; sintió el agua deslizarse por un lado de su cabeza y de nuevo se llevó los dedos allí. Nada.

Y en ese momento, de repente, lo comprendió.

Cerró los ojos, temblando de frío. Sabía lo que tenía que hacer; pero lo que no sabía era si tendría el valor suficiente para llevarlo a cabo.

Se oyeron dos fuertes campanadas en el reloj del salón. Oyó un ruido suave, como el roce de un tejido, después como si alguien aspirase una profunda bocanada de aire. Crujió una de las ventanas, después una fuerte exhalación seguida del ruido de las cortinas sueltas, agitadas por el viento.

Su corazón comenzó a latir más despacio; el viento, sólo era eso: el viento agitando las cortinas. Eso era todo. Sonrió aliviada y se dejó caer de nuevo en la blanda almohada, sintió su calor acogedor, su piel se relajó y el dolor se apaciguó.

De pronto sintió en el dedo un profundo dolor punzante que se extendió por todo su cuerpo. Una agonía, un doloroso hormigueo que la envolvió y de nuevo sufrió una convulsión. De modo igualmente repentino el dolor se mitigó y se quedó toda escocida como si hubiera caído en un banco de ortigas.

De improviso una conmoción, como una ola, pasó por ella, agitándola en la cama, sentada erguida contra la cabecera de la cama. Gimió. Algo estaba de pie frente a ella, a los pies de la cama. Una sombra, más oscura que la propia oscuridad.

– Hoy, madre.

La voz era clara, increíblemente clara.

– ¿Qué quieres decir, cariño?

El hormigueo desapareció.

– ¿Cariño?

Adelantó la mano hasta su mesilla de noche buscando el interruptor. Encendió la luz y parpadeó, con los ojos doloridos que le escocían, fijos en el armario al final de la cama.

La cortina se agitó con violencia, como si alguien la estuviera sacudiendo furioso y oyó el siseo del viento. Unió las manos y se tapó los ojos.

– ¡Oh, Dios mío, ayúdame, por favor! Dame la fuerza necesaria para enfrentarme a ello. Protege al espíritu de Fabián, bendícelo y permite que descanse en paz. ¡Por favor, Dios amado, no dejes que él…! -Se detuvo.

Alguien la estaba mirando.

Abrió los ojos y allí no había nadie. Nada, nada salvo los muebles, las agitadas cortinas y los ruidos del viento en la noche.


Cuando bajó por la mañana temprano se sorprendió de ver a David sentado en la cocina.

– ¿Cómo has dormido?

– Bien -respondió Alex-, aunque el viento me mantuvo despierta algún tiempo.

David miró por la ventana.

– Parece haber cesado. Creo que va a hacer un buen día ¿Te quedarás aquí hoy? -Ella afirmó con la cabeza-. Bien. ¿Quieres una taza de café?

– Gracias.

Puso a calentar la cafetera.

– Creía que a estas horas ya estabas trabajando.

– Espero una llamada telefónica. Creo haber dado con algo realmente interesante. Éste es el único teléfono que funciona en la casa… el que está en el despacho se me cayó el otro día y el timbre no suena.

– Yo me quedaré aquí por si llaman -dijo y sonrió-. Me haré pasar por tu secretaria.

– Está bien, pero no es necesario, tengo que resolver algo de papeleo y puedo hacerlo aquí mientras espero.

«¡Maldita sea!», pensó Alex.

– De todos modos -añadió David- no es muy usual que pueda gozar de tu compañía en un fin de semana.

«¿Es que no lo entiendes? -pensó-. Por amor de Dios, ¿es que no lo entiendes?»

El la miró preocupado y ella le dedicó una sonrisa tranquilizadora; por encima del hombro de su marido vio la llave oxidada que colgaba de un clavo de la pared, detrás de él.

– Creo que voy a dar un paseo.

– Es magnífico a estas horas -sonrió David-. Una de las compensaciones. Tendré listo el café para cuando vuelvas. Ah, ¿puedes echar un vistazo y ver si hay alguna oveja en los viñedos?

Afirmó y después consultó su reloj de pulsera.

– Creo que será mejor que llame a mi oficina cuando vuelva.

– Yo lo haré en tu nombre. Les diré que no te encuentras bien y que estarás ausente un par de días.

– Tienes el don de hacer que las cosas parezcan muy sencillas -dijo dándose cuenta del tono irritado de su voz, así que sonrió tratando de compensarlo-. ¿No puedes dejar tu trabajo aquí durante el tiempo que quieras?

Él sacudió la cabeza.

– No, no puedo.

– Hay momentos en que hay que hacerlo.

Alex suspiró y salió al aire fresco de la mañana, al olor rancio y desagradable de las porquerizas y al fresco aroma de la hierba húmeda. El aire era helado y la luz del sol de la mañana era translúcida, como una acuarela, casi etérea.

Siguió la senda alejándose de la casa y al llegar a la bifurcación se dirigió al lago. La isla de cemento era visible sólo como una sombra entre la capa de niebla que caía sobre el agua. Estanque medieval. Se estremeció y su nariz se sintió inundada por el olor del agua estancada. Ni siquiera los pájaros se atrevían a cantar cerca del lago. Alex se detuvo y miró la estrecha vereda cubierta de zarzas. Cogió una rama con cuidado, evitando pincharse, y con sorpresa vio que el tallo se le quedaba en la mano.

Alguien lo había cortado con anterioridad y vuelto a colocar en su sitio.

Se quedó quieta, inmovilizada por la sorpresa, y miró cuidadosamente a ambos lados y, seguidamente, la maleza a sus pies. Tuvo la sensación de que alguien iba tras ella y se volvió repentinamente con el corazón agitado. No había nadie. Tímidamente probó con una nueva rama del zarzal, que también se le quedó en las manos.

Quienquiera que fuese había hecho un buen trabajo. La vereda y la seca puerta de roble medio podrida, con su marco de cemento, habían sido cuidadosamente camufladas.

Giró la manecilla de la puerta y la empujó, pero estaba cerrada con llave. De nuevo tuvo la sensación de que alguien la seguía y se dio la vuelta temblando. Se quedó quieta durante un buen rato, escuchando. Los únicos ruidos eran el motor de un tractor y los distantes balidos de las ovejas.

Cuidadosamente puso otra vez las ramas de las zarzas delante de la puerta y cubriendo la vereda. Miró su reloj: las 9.15. Demasiado temprano. Excesivamente temprano. Se dio la vuelta y volvió a mirar el lago; después, como de mala gana, emprendió el regreso a la casa.

David estaba sentado delante de la mesa de la cocina, con un arrugado cigarrillo en la boca, rodeado de documentos y papeles con los que trabajaba. Causaba la impresión de tener trabajo más que suficiente para toda la mañana.

– ¿Te llamaron ya?

Él negó con la cabeza.

– No espero que lo hagan hasta más tarde.

Alex hizo un gesto afirmativo y se dirigió a la sala de estar, donde se sentó. La habitación estaba oscura y silenciosa.

«¡Déjalo -le decían sus instintos-, déjalo, olvídalo, aléjate, vuelve a ver al sacerdote! Díselo.»

«Si hay una filtración y una de las secciones se ha llenado de agua, te ahogarás al abrir la puerta.»

«No lo deje, señora Hightower.»

«Madre.»

«No escuche al pequeño bastardo.»

«4 de mayo.»

4 de mayo.

Hoy.

Se levantó intranquila y se dirigió hacia la chimenea apagada. Cogió la fotografía de Fabián en su triciclo. Unos pequeños ojos inocentes la miraban desde un rostro rechoncho y sonriente. La dejó en su lugar, despacio, como si le pesara mucho.

4 de mayo.

Hoy.

«Hoy, madre.»

«No lo deje, señora, Hightower.» Carrie.

«Me dejarán fuera hoy, madre.»

Se levantó y se dirigió a la cocina. David la recibió con una sonrisa.

«¡Por amor de Dios, vete a tu lagar, vete a cualquier parte! ¿Por qué has tenido que elegir esta mañana para quedarte en casa? Déjame coger la llave. Tengo que hacerme con ella.»

– Podemos ir a un bar por ahí y disfrutar de un buen almuerzo.

– ¿Un buen almuerzo? -replicó como un eco, sin comprender.

– Un buen almuerzo en un bar. Hace años que no lo hacemos.

– ¿De veras?

Se dio cuenta de que su marido la miraba con fijeza.

– Alex, ¿te encuentras bien?

Ella le devolvió la mirada sin entender la razón de su pregunta. Sus palabras resonaron en su cabeza como un eco.

«¿Bien? ¿Bien? ¿Bien?»

Estuvo a punto de caer y tuvo que apoyarse en la pared, que pareció deslizarse ante ella. Oyó el arrastrar de una silla y sintió la fuerte presión de la mano de David.

– Vamos, siéntate… siéntate aquí…

Oyó el ligero crujido de la silla de madera, vio la pared que se deslizaba a un lado y el techo que se hundía de repente. Seguidamente toda la habitación se inclinó a un lado y el suelo se acercó a ella, golpeándola con fuerza.

David se había arrodillado a su lado. Oyó su voz en algún lugar muy distante:

– Llamaré al médico… médico… médico… médico…

Alex movió la cabeza y el techo pareció girar a su alrededor como si estuviera atado a su cabeza por un trozo de cuerda. Sintió el duro suelo de madera contra su nuca.

– No -dijo Alex-, no hace falta que lo llames. Estoy bien, de veras; me pondré bien.

Miró el rostro de su marido, el pelo rizado de su barba.

– Estoy bien. -Se levantó, vacilando, y miró a su alrededor. Las paredes volvían a estar en su sitio. Se dejó caer en la silla-. Debe de ser el cansancio.

– Tienes que tomarte unas vacaciones. Podemos ir juntos a cualquier sitio… Habitaciones separadas…

Ella sonrió tristemente.

– Quisiera que todo fuera así de sencillo.

Sonó el teléfono, primero débilmente, después con mayor intensidad. David lo dejó sonar.

– No quiero parecer demasiado interesado. -Y le sonrió.

«Contesta, por amor de Dios, contesta. No puedo resistirlo. Por favor, coge el teléfono.»

Habló brevemente, sólo unas frases cortas, y en seguida colgó.

– No era la llamada que estoy esperando -aclaró y consultó su reloj.

«Llama pronto. Tienes que telefonear pronto. Tienes que hacerlo.»

A la hora de comer estaba ya aburrido de su papeleo.

– Será mejor que vaya al lagar -dijo- para comprobar si todo está bien.

El granero, con sus grandes tinajas, sus raros aparatos y el olor vinoso. Se dio cuenta de que ése era el terreno de caza en el que David se sentía feliz. No podía permanecer alejado de allí ni siquiera unas horas.

– Te avisaré si llaman -le aseguró.

– Butler. Se llama Geoffrey Butler.

– Muy bien -dijo.

Lo vio cruzar el patio entre la casa y el granero; se dirigió al pasillo y abrió la alacena. Buscó en el estante de arriba y sacó una gran linterna de goma. La encendió, la enfocó en su rostro y tuvo que entornar los ojos deslumbrados por la potencia de su rayo. La apagó y la dejó de nuevo en su sitio.

Tuvieron que pasar otras dos horas antes de que llamara Geoffrey Butler. Las cuatro y media. Dos horas más mirando la llave; la linterna en la estantería, a su lado; dos horas más de espera nerviosa dejando pasar el día. El 4 de mayo.

– Geoffrey Butler al aparato -pudo gritar finalmente en la puerta del lagar.

Cruzó rápidamente el patio, de regreso a la casa, asustada sólo de pensar que Butler podía haber cortado la llamada.

– En seguida se pone, señor Butler -anunció con los ojos puestos en la llave; la llave que estaba ya a punto de ser suya.

«¡Por favor, no tardes, sé rápido.» Pero no. Su marido buscó entre los papeles, tomó notas y más notas. Podía coger la llave y marcharse mientras seguía enfrascado en su conversación telefónica. Pero ¿y si se daba cuenta de que la llave no seguía en su sitio? Demasiado riesgo.

– Carbonato de calcio -dijo David-. Yeso. Sí -se rió entre dientes-, sí, yeso común. Reduce la acidez. No, así está bien, sólo yeso común. La gente se entusiasma estos días por el calcio… dicen que es bueno para todo. Sí, naturalmente, dentro de las medidas prescritas por la CEE.

«Vamos, vamos, termina.»

Finalmente colgó el teléfono; se acercó a ella, abrió los brazos, los pasó alrededor de su cuello y la besó en ambas mejillas con satisfacción.

– ¡Ya lo tengo! ¡Será algo verdaderamente grande!

– ¡Muy bien!

– Geoffrey Butler. Lo pondrá en su lista de vinos de modo permanente.

– ¡Cuánto me alegro!

– Te diré algo. Para que le guste a un hombre como él tiene que ser un buen vino. Saldremos esta noche a celebrarlo. Estupendo, ¿no te parece?

– Desde luego.

– ¿Te importa si vuelvo al lagar un rato más? Sólo para comprobar unas cosas que me ha dicho… No te importa demasiado, ¿verdad? -No -respondió Alex-, no me importa en absoluto.

Por la ventana vio cómo cruzaba el patio hacia el granero. Estaba a punto de coger la llave cuando oyó el motor de un automóvil. «Un cliente o un turista -pensó-. Degustación gratuita a cualquier hora. Visitantes bienvenidos. Vete, lárgate de aquí, quienquiera que seas.»

Dejó la llave en su sitio. Su marido podía llegar en cualquier momento, en busca de un sacacorchos o de unos vasos, o de cualquier otra maldita cosa.

Furiosa, regresó a la sala de estar, se sentó en el sofá y de nuevo miró al chaval en el triciclo, al chiquillo regordete con los profundos ojos oscuros que le devolvió la mirada desde la fotografía.

Fuera se produjo una conmoción y oyó la voz de David que gritaba furioso:

– ¡Alex! ¡Alex! ¿Dónde estás? ¿Qué demonios significa esto? ¿Es esto cosa tuya? Otra vez estos malditos necios.

Contempló la fotografía en la repisa y tuvo la impresión de que Fabián le hacía un guiño burlón desde su triciclo.

– David -lo llamó. Su voz apenas era algo más que un susurro y oyó su voz excitada en la distancia.

– ¿Es que no lo ven? Se ha venido aquí para alejarse de todo eso… Y ahora ustedes vienen para volver a involucrarla en lo que quiera que sea. ¿Por qué no la dejan tranquila? Se pondrá bien y lo superará todo. Unos días en el campo, respirando aire puro, es todo lo que necesita.

– Las cosas no son tan sencillas, señor Hightower. ¡Ojalá lo fueran!

Alex reconoció instantáneamente la voz cantarina de Morgan Ford.

– David.

Hubo un largo silencio.

4 de mayo.

Alex sintió un escalofrío.

– David.

Oyó de nuevo la voz de Ford, amable pero firme.

– Creo que debemos empezar ahora mismo.

– No -dijo David-. Ella tampoco quiere.

– Es por su bien, de ustedes dos -insistió Ford.

«No -trató de decir Alex-. No.» Pero las palabras no salieron de sus labios.

– El espíritu de su hijo está turbado, señor Hightower. No pueden ustedes dejarlo así. Hasta que hayamos ayudado a su espíritu, su esposa no conseguirá la paz.

«No lo dejes, David, por favor, no lo dejes.»

– ¿No pueden hacerlo en otra ocasión, cuando esté más fuerte?

– Nunca lo estará mientras él esté rondando a su lado. El espíritu de su hijo está utilizando sus fuerzas continuamente, agotando sus energías.

«No. Estás equivocado. No has entendido nada. ¡Oh, Dios!, ¿es que no puedes verlo?»

– Su esposa está siendo utilizada por él como una batería, se alimenta continuamente de su energía. Tenemos que poner las cosas en su sitio… o librarlos al uno del otro.

– ¿Qué quiere decir con eso de la batería?

– Los espíritus carecen de energía propia, señor Hightower. La toman de seres vivos, encarnados.

– ¿Y usted viene a decir que el espíritu de mi hijo está sacando sus energías de Alex?

– Los espíritus de los muertos que siguen ligados a la tierra viven en un mundo de tinieblas, señor Hightower. Y exactamente igual que haría un ser humano, se dirigen a cualquier rayo de luz que pueden ver en busca de una fuente de energía. La aflicción es una de las mayores fuentes de energía. La aflicción de su esposa actúa sobre él como un faro de luz.

Hubo unos momentos de silencio.

– ¿Es ésa su teoría?

– No, señor Hightower, no es mi teoría. Es algo que sé.

– Y si no hacemos nada, ¿qué ocurrirá?

– Existe el peligro de que su esposa acabe siendo poseída totalmente por ese espíritu.

– Quisiera hablar con mi mujer en privado.

– Sí, naturalmente. Hay algo muy importante que tener en cuenta. Debe comprender que es posible que ella sea la responsable.

Oyó que David decía en voz alta:

– ¿Responsable?

– Creemos que el espíritu de su hijo sigue todavía en el plano terrenal -dijo Ford con gran conciencia profesional-, pero lo que no sabemos es si esto es así porque no logró salir de él o si es ella la que le ha hecho volver. Mire, es posible que la señora Hightower haya alterado su espíritu cuando vino a verme por primera vez. A veces los espíritus no quieren regresar… y se los invoca en contra de su voluntad, como Samuel, cuando Saúl consultó a un médium. A veces es el poder de la aflicción lo que hace que un espíritu regrese.

Hubo otro silencio.

– Sólo quería que lo supiera, señor Hightower. Es importante.

– Así que todo es culpa de mi esposa, ¿no es eso?

– No necesariamente, señor Hightower. En absoluto. Pero sí una posibilidad.

Hubo otro largo silencio. A continuación oyó que David la llamaba:

– ¿Alex? ¡Alex!

Miró a su alrededor sin responder.

– ¿Dónde demonios se ha metido?

Oyó ruido de pasos y de nuevo la voz de su marido:

– ¡Estás aquí! ¿Te has quedado sorda? Te he estado buscando por todas partes.

Alex no dijo nada.

Oyó cerrarse la puerta.

– Tu condenado amigo el médium está aquí… y esa necia de Sandy… y todos los demás. ¿Por qué demonios les dijiste que vinieran aquí?

– No lo hice.

– ¿Qué?

– Que yo no les pedí que vinieran.

– Entonces ¿quién se lo dijo?

– Fabián -respondió Alex sencillamente.

Oyó el clic del cierre de su lata de tabaco, el ruido del papel al liar el cigarrillo y seguidamente hubo unos instantes de silencio.

– ¿Qué quieres decir?

Alex miró al chaval en el triciclo; su hijo, el hijo que ella había traído al mundo. Su bebé llorando en la noche, llorando pidiendo más luz. Se estremeció. El sonriente chiquillo del triciclo estaba allí, en la oscuridad, confuso y asustado.

«¡Ayúdame, madre!»

¿Cómo?

– No lo sé. No sé lo que quiero decir.

– ¿Qué quieres hacer?

«¡Ayúdame, madre!»

Oyó un clic metálico, vio un breve relámpago de luz y olió el humo dulzón de su cigarrillo.

– Morgan Ford te sacó de quicio la última vez.

«¡Ayúdame, madre!»

– Es culpa mía -dijo Alex temblando-. Todo es culpa mía.

– Claro que no.

4 de mayo.

La puerta se abrió.


– ¿Empezamos? -preguntó Ford.

Alex se dio la vuelta. Un joven con el pendiente de oro llegó a la habitación llevando una silla de madera con la que golpeó la puerta al entrar. El cabello negro y lustroso y el rostro ajado. Orme, recordó. Orme.

Un hombre tranquilo, vestido con un traje marrón, entró tras él, llevando igualmente una silla, que mantuvo en alto, sin tocar el suelo, y miró a su alrededor con mirada de disculpa, como si esperara que alguien le dijera que podía dejar la silla en el suelo. El cartero.

David seguía de pie, en silencio, con el ceño fruncido, inseguro y libre ya de su violento enojo.

Morgan Ford estaba de pie frente a ella. Traje gris, camisa gris, corbata gris, cabello gris; una coordinación perfecta de color, que dedicó a Alex una sonrisa de ánimo. Ésta vio el brillo de la piedra de su sortija y lo miró a la cara, seguidamente el gran moño negro de Sandy, el pendiente de oro de Orme, el traje de poliéster marrón de Milsom; la negativa insistente de la cabeza de David y la extraña mirada de ansiedad de sus ojos.

«No, no los dejes, David. ¡Por Dios, no los dejes!»

– Hay mucha fuerza aquí -comentó Ford-. Demasiada fuerza.

«¡No los dejes David!»

– Alex puede quedarse ahí -dispuso Ford-. Así está bien, dejemos que esté cómoda.

«No. Por favor, no.»

– El proceso de liberar el espíritu puede ser a veces muy angustioso -explicó Ford amablemente, mirando a David y seguidamente a Alex-. A veces el espíritu quiere destacar esos últimos momentos de su existencia carnal.

Se apagó la luz.

– ¡Dios amado, te rogamos que pongas tus ojos en nuestro círculo y nos protejas para que no nos ocurra ningún daño.

«¿Es que no te das cuenta de lo que va a suceder?»

Sonó el interruptor del magnetófono. Surgió la música de Vivaldi, ligera, airosa, triste.

– Sentid la hierba, suave y primaveral; es muy agradable pasear sobre ella. Ahora veis la gran puerta blanca delante vuestro. Cruzad la puerta y podréis ver un río.

«¡Detenlos! Por favor, David, haz que se detengan.»

– Podéis ver la gente en la otra orilla, de pie. Vuestros amigos que esperan para recibiros y daros la bienvenida. Cruzad el puente, ahora, acercaos a ellos, saludadlos, abrazadlos, pasad el tiempo con ellos. No tengáis miedo, divertíos y sed felices con ellos.

Alex miró al otro lado del río, a la otra orilla, detrás del puente de piedra, y vio a Ford de pie, con su inmaculado traje gris, haciéndole señas agitando las manos. Detrás de él había más gente, formando grupos, charlando como si se hubieran reunido para tomar unas copas. Sandy, Orme, Milsom y David.

«Estoy aquí.»

Puso un pie en el puente, pero todos los demás le volvieron la espalda, ignorándola.

«Estoy aquí. Aquí»

Trató de cruzar el puente, pero dos manos la sujetaron por los brazos, impidiéndola seguir adelante.

«Soltadme. Dejadme ir.»

«Te ahogarás. Es una trampa; el puente no es seguro.»

«¿Quién eres tú?»

Se oyó un clic, silencio, un silencio completo, total. Alex abrió los ojos y miró aterrorizada a su alrededor en la habitación a oscuras.

– Ha empezado -dijo Ford-. Está impaciente. No quiere esperar que terminemos nuestra meditación.

Alex sintió que la envolvía un remolino de aire helado.

Pasó un coche al otro lado de la ventana, seguido de un camión pesado. La habitación vibró. Alex miró asombrada a su alrededor. Aquello era imposible. Por allí no pasaba ninguna carretera. No había carretera, pensó. ¿Los había oído David? ¿Los habían oído todos los demás?

– ¡Madre!

Un murmullo, áspero, tosco, apenas audible sobre el silencio. Procedía del cartero.

– ¿Cuál es tu nombre? -preguntó Ford con voz segura, como si mantuviera una conversación de negocios o respondiera a una llamada telefónica.

Hubo otro largo silencio.

«Es un farsante. No es su voz. ¿No te das cuenta de que es un farsante.»

– ¿Quiere hacer el favor de decirnos su nombre? Si no, tenga la bondad de abandonar al médium inmediatamente.

Alex oyó respirar profundamente, exactamente a su lado, inspiraciones contenidas, entrecortadas, náuseas profundas, separadas entre sí por largas pausas.

– ¿Eres Fabián Hightower?

Hubo un fuerte olor de petróleo. Alex oyó que los demás olfateaban, lo que indicaba que ellos también percibían el olor.

– ¿Eres Fabián Hightower?

De repente el olor se hizo más fuerte. Las emanaciones le escocían los ojos.

– Vamos a ayudarte, Fabián.

Ella no podía respirar.

– Vamos a ayudarte a pasar al otro lado.

Era como si alguien apretara una máscara sobre su rostro.

Cuanto más fuertemente trataba de respirar, más se le pegaba la máscara a la cara. La respiración a su lado se iba haciendo cada vez más tranquila, más rítmica, como la respiración de un submarinista.

No.

Alex comenzó a temblar. «Dame un poco de aire, no te lo lleves todo. ¡Oh, Dios, no te lo lleves todo! Aire. Dios mío, dame un poco de aire.»

Luchó con el vacío que envolvía su rostro, trató de alejarlo, de pasar debajo de él, de esquivarlo. Le dolía el pecho.

Los vapores, los vapores del petróleo habían desplazado al aire.

Volvió a escucharla. La respiración a su lado, rítmica suficientemente, satisfecha.

No.

Se meció violentamente, adelante y atrás, temblando, cada vez más.

Los vapores. Petróleo. Iban a hacer explosión.

«¡Déjame respirar, querido! Dame aire, por favor, dame aire.»

Algo se movió en su interior; algo frío, terriblemente frío. Una mano helada se había posado en su frente, tiernamente, le apartaba los cabellos caídos sobre ella y acariciaba sus hombros. Oyó que el sofá temblaba, crujía y chirriaba en medio del silencio mientras ella se debatía luchando por respirar. Ahora había algo frío, helado, dentro de su oreja, empapando su cerebro como un líquido.

Y en esos momentos, de repente, se sintió fuerte. Mucho más fuerte que nunca con anterioridad. Tan fuerte que ni siquiera necesitaba respirar. No. Por favor, no. No.

Oyó pasar otro coche en la distancia. Fue como si de pronto le llegara un sonido deslizante, desesperado, pavoroso, que parecía durar eternamente. No. Trató de levantarse, pero una fuerza inmensa, enorme, la empujó hacia atrás y la obligó a seguir sentada en el sofá. Lo intentó de nuevo y una mano insistente la sujetó con fuerza. ¿De quién? ¿De David? ¿De Ford? Logró librarse de la mano y se puso de pie. Algo trató de hacerla volver a sentarse, una gran fuerza como una pared que se desploma. Resistió contra ella con toda su nueva fortaleza y sintió que el suelo se alzaba bruscamente frente a ella. Se quedó en el suelo, apoyada en las rodillas y las manos y, lentamente, comenzó a avanzar centímetro a centímetro, aferrándose a los pliegues de la alfombra con las puntas de los dedos; alcanzó la puerta y se sujetó al tirador, lo que le exigió todo su peso, para evitar caerse hacia atrás, de espaldas, en la habitación oscura.

El sonido de deslizamiento continuaba, horripilante, como si un coche con las cuatro ruedas bloqueadas patinara sobre una carretera mojada.

Logró forzar la puerta hasta abrirla, y cayó al otro lado con una voltereta repentina que la hizo rodar sobre el suelo de la cocina hasta llegar a la pared y chocar contra el fregadero con un duro golpe que la sacudió violentamente.

Sus pulmones estaban a punto de estallar. Aspiró con voracidad unas bocanadas de aire, largas aspiraciones profundas, y se quedó echada allí por un momento, exhausta, mirando llena de pavor la puerta que daba a la sala de estar, la puerta que acababa de atravesar y que se había cerrado tras ella. Sintió un soplo helado que partiendo de la nuca, le descendía por la espalda; se puso de pie vacilante, insegura, y escuchó. Pero no pudo oír nada. Se quedó mirando la llave que colgaba en el clavo de la pared y la alacena en la que estaba la linterna. Tiempo. Había tiempo. La llave le pareció fría, áspera y pesada. ¿Había tiempo?


La llave giró fácilmente, con demasiada facilidad. La cerradura había sido engrasada. Por el contrario, le costó trabajo abrir la puerta deformada y combada sobre sus goznes; tuvo que empujar con mucha fuerza para lograr abrirla lo suficiente para poder entrar; la cerró después de haber pasado.

Se dio la vuelta para enfrentarse a la oscuridad, respirando en el malsano aire sin vida que la rodeaba y oyó el eco del roce de sus pasos.

– Estoy aquí, cariño -dijo, y oyó cómo su voz se extendía monótona por la oscuridad.

Encendió la linterna y vio una escalera de piedra a pocos pasos de ella. Exactamente como lo recordaba.

Descendió por la escalera y notó que el aire se iba haciendo cada vez más húmedo y frío. Al final de la escalera había una gran puerta de acero estanca, con una gran rueda radial como la que cierra las compuertas de los submarinos.

«Si se ha producido una filtración en una de las secciones, se ahogará en el caso de que abra la puerta.»

Probó a mover la rueda del cierre y vio que giraba con facilidad. Dio seis vueltas completas antes de detenerse. Suspiró profundamente y empujó la puerta. Pudo abrirla sin esfuerzo alguno, sin más ruido que el chirriar de uno de sus goznes, que despertó un eco que se extendió por el oscuro túnel, delante de ella, como el grito de un animal herido.

Dirigió el rayo de luz de su linterna al suelo de cemento y seguidamente a las curvadas paredes. A su derecha había una serie de válvulas, controladas por otra gran rueda unida a la pared.

«Nunca toquen estas cosas -les había advertido el agente de la inmobiliaria-, nadie sabe para qué sirven.» Débilmente, fuera ya del alcance directo del rayo de luz de la linterna, vio otra puerta semejante a la que abrió anteriormente. De nuevo bajó el rayo de luz al suelo y vio cómo se reflejaba en un charco. Nerviosa, enfocó el techo.

El yeso del techo estaba lleno de gruesas manchas marrones y se había desprendido en algunos lugares.

Un delgado chorrito de agua goteaba desde el centro de una de las manchas y las gotas sonaban débilmente al caer sobre el suelo. Plang. El eco del sonido la envolvió, se estremeció, se dio la vuelta y dirigió el rayo de luz al lugar por donde había llegado. Oyó una respiración profunda y se puso rígida. Ella contuvo su respiración y el sonido cesó. Respiró de nuevo, aliviada, y siguió avanzando por el túnel que se deslizaba profundamente por debajo de las negras y silenciosas aguas del lago, bajo la niebla y el pez saltarín y los carrizos como dedos de muertos.

Había fango en el suelo y manchas de moho y humedad en las paredes. El haz de luz de la linterna arrojaba líneas de luz y largas sombras a su alrededor y el apagado eco de sus pasos la siguió primero y seguidamente pareció adelantarla. La puerta se acercaba cada vez más, la puerta que daba a la gran sala de baile subacuática. Si esa sala de baile estaba inundada… Si…

Se detuvo cuando llegó a la puerta y miró hacia atrás asustada.

Plop. Plang. El ruido resonó a su alrededor como un portazo. ¡Oh, Dios mío! No. Dirigió la luz de la linterna hacia el camino por donde había venido, los reflejos de la luz danzaban en el techo y después en el suelo. La puerta que había quedado atrás seguía abierta.

Plop. Plang.

Giró la rueda que abría la segunda puerta, que giró fácilmente en silencio, bien engrasada; seis vueltas, exactamente como la anterior.

En ese momento se apagó la linterna.

No. Agitó la linterna. Nada. Volvió a sacudirla. Nada. Manipuló el interruptor y tampoco obtuvo resultado alguno. Volvió a moverla violentamente sin conseguir nada.

– Por favor, por favor -suplicó, gimiendo.

La agitó de nuevo y oyó un débil tintineo de cristales en el interior de la lente. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. No había la menor diferencia. Contuvo la respiración y escuchó el silencio. Nunca había oído un silencio semejante.

Plop. Plang.

Otra vez el silencio.

Empujó la puerta y la abrió. Luz. Una luz tan brillante que la sorprendió. Admirada, levantó los ojos para contemplar el techo de cristal en forma de cúpula. Sus gruesos paneles de cristal, cubiertos con una ligera capa de limo y algunas ramas inmóviles, exactamente igual como lo recordaba. Los paneles eran tan brillantes como si tuvieran luces escondidas detrás de ellos; tuvo la sensación de que podría atravesar aquella cúpula de vidrio hasta tocar el cielo.

Por un momento se quedó intrigada por la brillante luminosidad, demasiado asombrada para ver nada en aquella luz verdosa que se filtraba y llenaba la estancia.

Hasta que el mal olor la golpeó. Un olor terrible, nauseabundo que penetró por su nariz y la garganta hasta invadir su estómago. Un olor fuerte, penetrante y repulsivo como jamás había conocido en toda su vida.

Se apretó fuertemente la nariz con los dedos, sintió un horrible peso en el estómago. Algo la golpeó en la espalda, tuvo un sobresalto y seguidamente se sintió como una estúpida. Era la pared hasta la que había retrocedido de modo inconsciente.

De nuevo la golpeó el apestoso olor; unió sus manos formando una copa, se protegió con ellas la nariz y respiró profundamente por la boca.

Y en esos momentos vio en el suelo a la persona que la miraba desde el otro extremo de la estancia.

Se quedó helada.

Poco a poco sintió que se le doblaban las piernas. Trató de retroceder para salir de la sala, notó el golpe discordante sobre la pared dura y delgada. Apretó las manos contra ella buscando su camino. ¿Dónde había quedado el paisaje de entrada? ¿Dónde? ¿Dónde?

Alguien había cerrado la puerta.

¡No! ¡No!

Se giró en redondo y vio la pared detrás de ella. La puerta seguía abierta a la oscuridad del corredor de entrada, sólo a unos pasos a su derecha.

Miró por encima de su hombro. La persona, en el suelo, se reía de ella, en silencio, inmóvil. El mal olor invadió de nuevo su nariz y sintió náuseas.

«Me dejarán fuera hoy.»

«No lo deje, señora Hightower.»

«No escuche al pequeño bastardo.»

«Quiero salir de aquí. Por favor, Dios mío, quiero salir.» Se dio la vuelta y miró por el túnel y de nuevo por encima del hombro. «¿Quién eres? ¿Qué deseas?»

Plop. Plang.

«¿Vas a venir por mí aquí? ¿O en la oscuridad del túnel?» Apretó la linterna fuertemente. La verdad era que sabía quién era. Y sabía que no haría nada contra ella. Ni contra ella, ni contra nadie.

Oyó un grito; un gemido único, débil. Suyo. Su eco resonó en la sala y volvió de nuevo a ella.

– Lo siento -dijo-. Lo siento.

Se apartó de la seguridad de la pared y se decidió a cruzar la estancia. Una sombra pasó junto a ella, que se dio la vuelta. Nada. La sombra se movió de nuevo; levantó los ojos y vio la oscura silueta de un pez mordisqueando entre el ramaje, al otro lado de la cúpula de vidrio.

Dio un paso hacia adelante, y otro.

«Muévete. Por favor, muévete. Di algo, por favor.»

El mal olor se hacía cada vez más desagradable. Después su grito remitió hasta hacerse un gemido y vio una fuente rota en dos pedazos, junto a sus pies.

Avanzó un paso más hasta estar lo suficientemente cerca. Temblando de horror se quedó mirando el rostro de la muchacha, arrugado, como cuero seco. Fijó sus ojos, con la mirada perdida y sin esperanzas, en la puerta por la que había entrado casi demasiado tarde. De nuevo vio aquella boca torcida, contraída como en una risa espantosa.

– No -gimió Alex-. No.

Vio la cadena que rodeaba el cuello de la chica y cuyo otro extremo debía concluir sujeto a un garfio, en cualquier lugar perdido en la penumbra.

– ¡No!

«Últimamente vino por aquí con frecuencia. -La voz de David resonó en su cerebro-. Más o menos desde la Navidad. Verdaderamente parecía interesado por este lugar. Yo solía verlo sentado en la orilla de la isla, pescando, durante horas y horas. Me preguntaba en qué estaría pensando.»

Retrocedió lenta, desesperadamente. Despacio, abriéndose camino con dificultad, como si tuviera que luchar contra una fuerza gigantesca dispuesta a cerrarle el paso. Trató de desviar la mirada, de fijarla en las paredes, en el techo, pero atraída como por un imán, la bajó de nuevo hasta el rostro de la muchacha.

«Hola, mamá: éste es un lugar realmente tranquilo, me han ocurrido muchas cosas y he conocido a gente muy interesante. Te volveré a escribir pronto.»

«Lo siento, lo siento. -Las palabras estaban en su boca pero no salió el menor sonido-. Lo siento, lo siento; estoy tan desesperada…»

Oyó un ruido inmediatamente detrás de ella.

Se quedó helada. Sintió que el terror la invadía. Bajó la vista al suelo, incapaz de darse la vuelta, después volvió a fijarla en el rostro como cuero seco.

Se movió una sombra; la sombra de una persona que estaba de pie, detrás de ella.

Alex agitó la cabeza. Por favor, no.

El roce de un pie.

– Por favor, no.

El roce de un abrigo.

«¡No!»

Se dio la vuelta.

Nada.

Nada salvo la negra entrada del túnel.

Oyó un ruido detrás de ella, de la chica.

«¡Oh, no, Dios mío, no!»

Se dio la vuelta lentamente, asustada.

La muchacha se reía. Se reía de ella, de su miedo.

«No, por favor no lo hagas. No lo hagas.»

– ¿Admirando el trabajo de su hijo, señora Hightower?

La voz penetró en ella como una corriente eléctrica; perdió el equilibrio y casi cayó sobre la chica sentada en el suelo. Cerró los ojos, sintió náuseas y por un momento su mirada se desenfocó. Otto. Tuvo la palabra en los labios, pero no salió el menor sonido. Otto.

Otto estaba de pie, en el quicio de la puerta, con el abrigo sobre los hombros.

Alex comenzó a temblar violentamente. Había algo horrible en la expresión de Otto. Trató de gritar, pero de su garganta no salió el menor sonido. Se puso la mano delante de la boca, mirándole a los ojos, dos ojos diferentes y burlones. Y comprendió. Lo comprendió todo. Aquellos ojos: la misma expresión en los ojos. Fabián en su triciclo. El retrato en la pared. Bosley. Otto.

Retrocedió, tropezó en algo que crujió bajo su pie y dio un salto asustada. Se giró y vio que la chica parecía moverse. Trató de gritar. Nada. «¡Oh, Dios mío, ayúdame!» Se giró. «Muévete, muévete. Di algo.» Tembló violentamente; hacía mucho frío allí en esos momentos. Al respirar le dolieron los pulmones y el aire expulsado se concentró delante de ella como una nube de vapor.

– ¿Qué es lo que quieres? -pronunció las palabras con voz seca, rota, débil como si estuviera muy lejos de allí.

Otto sonrió.

«Di algo, por amor de Dios, di algo.»

Otto continuó sonriendo.

Se estaba quedando sin aire, cada vez le resultaba más difícil respirar; abrió y cerró la boca, como el pez que trata de respirar fuera del agua y miró a su alrededor inquieta.

El pánico se apoderó de ella.

– Quiero irme… ahora… ahora -dijo Alex, que empezó a andar hacia donde estaba Otto, luchando contra la enorme fuerza que la empujaba hacia atrás.

– Estará aquí en un minuto, señora Hightower; ¿es que no piensa esperarlo?

– Déjame pasar, Otto, por favor. -De pronto su voz era tranquila, firme, normal.

Sin dejar de sonreír, Otto se apartó de su camino. Alex tardó lo que a ella le pareció toda una eternidad en llegar hasta la puerta. Se quedó allí de pie, mirando asustada a Otto, esperando que él se moviera, esperando que la sujetara; pero el joven no hizo nada y se limitó a continuar sonriendo, su expresión inmutable.

– Se sentirá defraudado por no haber podido encontrarla.

Se alejó, dio la vuelta y corrió tropezando por el túnel, en dirección a la salida.

Plang.

La gota de agua la golpeó como un puño, lanzándola a un lado.

¡No!

Trató de seguir adelante.

Otra gota la golpeó en la frente como un martillo. Se tambaleó. Tropezó contra la pared y cayó de cara sobre el limo. Otra gota le cayó sobre la nuca, como un puntapié. Se levantó y continuó avanzando vacilante. ¿Qué camino seguía? La dirección equivocada. Podía ver la luz. La sala de baile. No.

– ¡Oh, Dios mío, ayúdame, por favor!

Otra gota la golpeó sobre el puente de su nariz; los ojos se le llenaron de lágrimas. La sala de baile desapareció, vaciló hacia adelante sobre la pared. Una gota restalló sobre su cráneo y le escoció como si fuera un ácido. Corrió en dirección contraria, hacia la oscuridad, una oscuridad que parecía extenderse hasta el infinito.

– ¡Ayúdame, Dios mío, ayúdame, por favor!

Un rayo de luz cayó sobre su rostro, sorprendiéndola.

Su grito despertó el eco en el túnel y volvió hacia ella desde todas las direcciones al mismo tiempo.

Se detuvo por un momento, helada como un animal aterrorizado.

Dos brazos se cerraron alrededor de su cuerpo.

Notó el áspero tejido de la chaqueta de David que se apretaba fuertemente contra ella.

– ¡Oh, Dios! -La emoción se agitó en su interior hasta romper como una ola y comenzó a sollozar.

Con sus manos recorrió la chaqueta y ascendió hasta el suave y rizado cabello de la parte posterior de su cabeza.

– ¡Gracias, Dios mío, gracias!

Tocó su garganta y su poblada barba y sollozó de modo incontrolable. Y en esos momentos oyó la voz:

– ¡Todo está bien, madre, todo está bien! -La recorrió un escalofrío-. Todo irá bien.

– ¡No!

Sintió el apretón sobre su brazo como unas pinzas de acero.

Encadenada en un sótano.

– ¿David?

Y ¿la dejó allí?

– David por favor, déjame.

La voz sonó amable, tranquilizadora.

– No te preocupes, madre.

Alex gritó, logró escapar al abrazo, cayó sobre el suelo fangoso, rodando, histérica.

Se levantó, vio la luz al final del túnel y de repente una sombra que se cruzó bloqueándola. Volvió a darse la vuelta, corrió, se resbaló y cayó. Se debatió agitando los brazos, patinó sobre el suelo, se puso en pie de nuevo con dificultad y corrió con toda la rapidez que le fue posible. Tropezó y cayó otra vez, sin aliento, chocando contra algo duro. La puerta. La puerta cerrada. De nuevo se puso de rodillas tratando de no sollozar y se golpeó la cabeza. Gritó de dolor y levantó las manos. Tocó algo redondo, frío: la rueda que abría la puerta.

Se levantó. Sujetó la gran rueda con ambas manos, pero no pudo moverla. «Vamos, vamos. -Consiguió mover la rueda, le dio una vuelta completa y de nuevo empujó la puerta-. ¡Vamos, vamos, ábrete!» Volvió a girar la rueda, tenaz, chirriante, áspera. Tenían que oírla, tenían que oírla. ¡Jesús, antes no le costó trabajo abrirla!

Un chorro de agua, fina como un spray, la golpeó en el rostro.

Volvió a girar la rueda y empujó. Ahora fue un chorro de agua más fuerte y grueso lo que la golpeó en el pecho y la empujó hacia atrás haciéndola chocar contra algo. La pared. Sintió el silbido del escape de agua, maligno, amenazador, que cada vez se hacía más fuerte.

– ¡Madre! -oyó el grito penetrante de Fabián.

«Nunca toque estas cosas. No sabemos para qué sirven.»

La rueda equivocada; ésa era la razón por la que le había costado tanto trabajo moverla. «No, Dios mío, no.»

Un fino chorrito de agua le escoció los ojos como si fuera un ácido. Los cerró, parpadeó luchando contra el dolor penetrante. ¿Dónde estaba la luz? ¿En qué dirección? El agua llovía sobre ella por todas partes.

Se produjo un ruido crujiente; muy débil al principio, pero que se fue haciendo cada vez más fuerte, como el chasquido de un trozo de madera al romperse bruscamente. Era como si alguien estuviera abriendo un cajón de embalaje. El ruido se extendió, rodeándola, casi ensordeciéndola. De repente cesó y por un momento no hubo sonido alguno.

Miró a su alrededor, en la oscuridad, tratando de orientarse, tratando de encontrar el camino correcto. Pero no había otra cosa salvo la oscuridad.

Oyó un rumor, muy débil al principio, como un trueno distante que se transformó en un rugido estridente, exactamente detrás de ella. Se giró en redondo y por un instante la vio: la luz de la sala de baile. Después el muro de agua.

No.

El muro de agua que cayó sobre ella, lastimándola.

La luz fue lo primero en desaparecer. Después el sonido. Se hizo el silencio cuando el agua la alcanzó, la envolvió y la arrastró por el suelo.

Un silencio completo. Absoluto.

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