CAPÍTULO VI

Alex se despertó de repente, asustada. Había una luz latiendo en la habitación; sintió que el pelo se le erizaba, no se atrevió a abrir los ojos, sino que se los restregó con fuerza y apretó los párpados para cerrarlos aún más y evitar que se abrieran accidentalmente. Había algo extraño en la habitación que podía percibir claramente.

Vio el sólido ataúd de madera, la rosa roja; de pronto sintió una ola de calor en el rostro, percibió el olor de la gasolina quemada, y el calor… El rostro le quemaba. Empezó a perder el control de la respiración; temblaba, sus rodillas chocaron debajo de las sábanas. Sus ojos se abrieron por completo. Vio una luz verde, oscilante. La luz pasó de un verde mitigado a convertirse en un fuerte foco. Cuatro puntos. Encendidos, apagados, encendidos, apagados. La sensación ardiente desapareció y sólo sintió frío. Y poco a poco el miedo también fue abandonándola.

Miró el dial del despertador. Los cuatro puntos, cuatro ceros oscilantes, que se apagaban y encendían al ritmo del paso de los segundos. «Medianoche», pensó. Miró a su alrededor por el dormitorio. Las formas familiares. De niña siempre tuvo miedo a la oscuridad y siempre durmió con la luz encendida; pero ese miedo había cesado hacía ya mucho tiempo, desde mucho antes de casarse. Los puntos luminosos del reloj seguían parpadeando rítmicamente.

Encendió la luz de la mesilla de noche; la habitación parecía normal, todo parecía normal, sonaba normal. Oyó un camión en la distancia descendiendo por la Fulham Road; sonaba como si hubiese llovido. Tomó su reloj de pulsera: las cinco, pero los puntitos del reloj digital continuaban encendiéndose y apagándose, sin cambiar, siempre los mismos cuatro ceros. Recordó que en otra ocasión le había ocurrido lo mismo con otro reloj digital eléctrico, cuando se cortó la corriente y el reloj pasó a los cuatro ceros de la medianoche exacta.

Tomó el despertador y trató de recordar qué debía hacer para volver a ponerlo en hora, sin dejar de mirar con sus ojos cansados y nerviosos las lucecitas oscilantes. Y temblando de frío. Un frío casi insoportable.

Se levantó de la cama, se dirigió a la ventana abierta; corrió las pesadas cortinas y sacó una mano. El aire era templado y suave y dejó la mano fuera, extrañada. Vio cómo dentro de la habitación su respiración dejaba un vaho de vapor y no pudo evitar un gritito de sorpresa. Sintió que el cabello se le erizaba de nuevo en la nuca. Volvió a mirar por entre las cortinas abiertas a los coches aparcados fuera, la luz de las farolas de la calle; fuera todo estaba tranquilo, normal. Separó un poco más las cortinas para que la luz anaranjada entrara en la habitación. Una de las tablas del suelo crujió ligeramente bajo sus pies y no pudo evitar saltar asustada. Se metió de nuevo en la cama, se tapó con las ropas y cerró los ojos. Seguía sintiendo frío, un frío intenso que hizo que volviera a tener miedo. Tomó el teléfono, escuchó cómo el zumbido indicador de línea rompía el profundo silencio y marcó un número que estaba muy dentro de su corazón. Y esperó.

El timbre sonó, una, dos, tres, cuatro veces… ¡Por favor, está ahí, coge el teléfono…! Tres, cuatro veces…

– ¡Oh, por favor, está ahí! -repitió, ahora en voz baja, como en un susurro.

– ¿Quién…?

Alex oyó la voz, casi un gruñido, y de pronto se sintió aliviada, libre del frío.

– ¿David? -preguntó, todavía sin atreverse a alzar la voz.

Al otro lado del hilo un nuevo gruñido malhumorado.

– Siento despertarte, cariño,

– ¿Alex?

– ¿Estás despierto?

– Sí…

– No me llamaste.

– ¿No te llamé? -Hablaba todavía medio dormido.

– Quedamos en que me llamarías cuando llegaras a tu casa. Estaba preocupada.

– ¿Qué hora es?

– Las cuatro y media.

Hubo una pausa y Alex oyó el ruido de las sábanas.

– Pensé que no querías que te llamara.

Sintió la voz cálida, sonriente, reconfortante; como quien habla con un osito de peluche.

– Estaba preocupada por ti.

– Estoy perfectamente. ¿Y tú?

– No muy bien. ¿Cómo te sientes?

– Terriblemente asustado. Es algo tan sórdido. No dejo de pensar en el otro conductor… ¡hijo de perra!

– No digas eso.

– Si hubiera sobrevivido sería, capaz de matarlo con mis propias manos.

– No, por favor.

– Lo siento.

– Lamento tanto lo de Otto y Charles.

– Al menos Otto está vivo -dijo él.

– Las cosas deben de ser muy duras para él. Aceptar que es el único superviviente.

– Nunca debí comprarle ese coche a Fabián.

– No es culpa tuya, querido. Siempre fuiste tan bueno con él.

– Debí haberle comprado uno menos rápido.

– No creo que las cosas hubieran cambiado. Escucha, vuélvete a dormir.

– No importa. Ahora estoy completamente desvelado.

– Duérmete. Te llamaré más tarde.

– Te quiero -dijo David.

Alex, se quedó mirando el auricular y sonrió tristemente antes de colgar, despacio, suavemente, y se dejó caer otra vez sobre la almohada. Ella también lo amaba, lo sabía, echaba de menos su cuerpo cálido y grande, le faltaba su ternura, ¿por qué diantres se habían separado? Súbitamente se sintió cansada, cansada pero calmada y animada. Cayó en un sueño pesado y soñó con Fabián, un ensueño ligero y airoso que de repente se hizo amenazante y confuso; su hijo sujetaba su mano y se reía, mientras hablaba con ella como si fuera un niño pequeño, con la salvedad de que ya no era un niño, sino un hombre adulto, repentinamente viejo, tan viejo que podía ver las arrugas en su rostro. Se despertó temblando, temerosa de abrir los ojos en la habitación a oscuras. Volvió a quedarse dormida y esta vez no soñó.

Cuando sonó el despertador a las siete, lo ignoró y cuando volvió a mirar el reloj eran ya las ocho menos diez. De vuelta a la normalidad, lo sabía, todo había pasado. Quedaba el aventar las cenizas, pero tenía tiempo para pensar en ello, para decidir dónde le hubiese gustado a Fabián. Los diez últimos días los había pasado en medio de un gran ofuscamiento mental, en espera de las decisiones de la burocracia francesa, intentando recuperar el cuerpo de su hijo para trasladarlo a Inglaterra. Fue David quien se trasladó a Francia, quien se hizo cargo de todo, sin exigir nada de ella. Se comportó de modo maravilloso. Ahora ella tenía que seguir adelante con su vida, trataría de concentrarse en su trabajo. Al menos contaba con eso, la consciencia de sus obligaciones no sólo con ella sino con sus empleados, socios, clientes… No podía abandonarlos, tenía que probarles que podía realizar su trabajo y tenía que probárselo a David… ¡Pero, sobre todo, tenía que demostrárselo a sí misma!

Buscó durante un rato en su guardarropas, tratando de decidir qué ponerse. Fabián siempre mostró especial interés en cómo se vestía su madre; mucho más que David. Los colores correctos, el corte debido, los modistos más adecuados. ¡Dios mío, a veces Fabián era un verdadero esnob en lo que se refería a la ropa! Sonrió, algo más animada, una sonrisa apagada, casi nublada por las lágrimas, y rebuscó en un cajón lleno de pañuelos y bufandas de seda, todas ellas de Cornelia James y la mayoría compradas por Fabián. ¿Por cuál de ellas decidirse? Trató de recordar, sacó varias y las dejó caer de nuevo en el cajón. Como una cascada de seda, pensó. Eligió una de ellas de color gris turquesa que se anudó cuidadosamente alrededor del cuello de modo que la firma de Cornelia James quedara claramente visible. ¿Estás contento, cariño? ¿Tengo buen aspecto?

Se bebió media taza de café y dejó el resto porque estaba demasiado caliente. Tomó su abrigo y se dirigió a la puerta a toda prisa. El timbre sonó casi en el mismo momento en que iba a abrir. Miró sorprendida a la mujer que llamaba y dio un paso atrás. Una rubia teñida, de abultados pechos, vestida de blanco y negro, elegante pero quizá con una nota dramática exagerada; parecía una figurante enviada por una agencia de actores para un pequeño papel en una película. Sus labios rosados eran demasiado delgados y pequeños para el tamaño de su rostro.

– ¿La señora Hightower?

Hablaba con una voz precisa, definida, como si hubiera estado tomando lecciones de declamación para ocultar su vulgar acento del East End londinense.

– Sí. ¿Qué desea?

Alex vaciló y se puso a la defensiva, mientras se preguntaba qué sería lo que querría venderle. Estaba demasiado maquillada y vestida para ser un Testigo de Jehová en busca de nuevos adeptos. Además, éstos suelen visitar en parejas.

– Soy Iris Tremayne. Sandy sugirió que viniera directamente, sin telefonear… Me dijo que se iba de casa muy temprano y que ésta era la mejor hora para encontrarla en casa.

La mujer miró a Alex directamente a los ojos y ésta se sintió un tanto desconcertada, incapaz de rehuir su mirada.

Durante un momento siguió preguntándose qué quería venderle, Avon o Tupperware, cosméticos sin duda. Sí, ése era su aspecto, salvo que no llevaba ningún maletín de muestras.

– La verdad es que se me ha hecho un poco tarde y tengo que irme a la oficina. -Alex habló con amabilidad, tratando de ser cortés.

– Claro, claro, si no le es conveniente, lo comprenderé plenamente, pero pensé que debía venir en seguida por si quería tener noticias de su hijo.

De pronto Alex se dio cuenta de quién era.

– No -respondió-, se lo agradezco mucho, pero no quiero saber nada de mi hijo.

– Siento mucho lo ocurrido.

– Muchas gracias.

– Sandy estaba muy preocupada por él.

– ¿De veras? -replicó Alex, que se dio cuenta de que su tono se estaba volviendo beligerante.

– Si quiere que celebremos una sesión, lo haré con mucho gusto. No le cobraré nada. Sandy es una buena amiga.

– Señora Tremayne -dijo Alex con frialdad-, mi hijo está muerto. Nada de lo que usted o cualquier otra persona puedan hacer cambiará esto; lo siento pero yo no creo en… -hizo una pausa- en el mundo de los espíritus… o como quiera que usted lo llame.

– Yo creo que su hijo quiere hablar con usted.

Había gran sinceridad en la expresión de la mujer, una sinceridad integrada en ella profundamente, muy por debajo de su maquillaje, por debajo de su peinado llamativo y su atuendo dramático. Sinceridad e ingenuidad. Pobre ilusa chiflada, quiso decir, pero no lo hizo.

– Muchas gracias -terminó la conversación-, pero ahora tengo que irme.

Alex saludó a la recepcionista con un movimiento de cabeza, evitó su mirada y subió a su oficina.

Julie alzó la vista de la máquina de escribir al verla pasar en dirección a su despacho y le sonrió amablemente.

– Buenos días. Tienes la correspondencia en la mesa por si quieres ocuparte de ella. ¿Deseas que cancele alguna de tus citas para esta mañana?

– No, Julie. Ya cancelamos bastantes la semana pasada. El espectáculo debe continuar.

Alex cerró la puerta y miró el gran montón de correspondencia acumulada sobre la mesa. Miró la agenda-calendario con soporte de madera que Julie nunca olvidaba de poner al día: 21 de abril. Los últimos días habían desaparecido de su vida como si hubiera habido un agujero en el tiempo.

Abrió uno de los grandes sobres y extrajo de él un original limpiamente mecanografiado y encuadernado. Su título era Vidas profetizadas. Mis poderes y los de otros. Abrió la cubierta y empezó a leer el primer capítulo. La primera página determinaba por lo general si ella seguía leyendo el original o se lo pasaba a Julie.

«Siempre solía ver una mano en la oscuridad que me hacía señas. Cuando veía la mano sabia que alguien iba a morir. La primera vez yo tenía siete años y al día siguiente mi hermana fue atropellada por un tractor. Fue entonces cuando me di cuenta, por vez primera, de mis poderes de clarividencia.»

Alex volvió a mirar la cubierta del manuscrito y llamó a Julie por el intercomunicador.

– ¿Te dice algo el nombre de un escritor llamado Stanley Hill?

– No.

– Me parece que ya hemos tenido algo de él con anterioridad.

– ¿Quieres que lo compruebe?

– No, ya lo haré yo.

Alex encendió la pantalla de su ordenador personal y vio claramente dos palabras en el centro, escritas con brillantes letras verdes: ¡AYÚDAME, MADRE!

Alex se quedó como si hubiera recibido una ducha de agua helada. Las palabras se desvanecieron y la pantalla volvió a oscurecerse. Su frío se volvió calor; la frente le ardía y sintió que el sudor le corría por la cara. Desconectó la unidad y volvió a encenderla. En la pantalla sólo apareció la palabra MENÚ y la lista de funciones del ordenador.

Todavía asustada pulsó algunas teclas y el menú desapareció y fue sustituido por las palabras ARCHIVO DE CLIENTES. Movió sus manos temblorosas sobre el teclado y trató de pulsar la letra clave adecuada, pero pulsó una tecla equivocada y el ordenador zumbó como furioso contra ella.

– ¿Te encuentras bien, Alex?

Vio a Julie dejar la taza de café sobre la mesa, como a cámara lenta, y tuvo conciencia del sonido de sus propias palabras cuando habló:

– Sí, me encuentro bien.

– Estás más blanca que el papel.

– Estoy demasiado cansada, no he dormido muy bien últimamente.

– Tal vez deberías tomar algún somnífero. Aunque sólo sea hasta que hayas superado lo peor…

Alex sonrió.

– Ya he pasado lo peor.

– Creo que has sido muy valiente.

Alex sintió que las lágrimas querían salir a sus ojos y los apretó con fuerza, pero la emoción se extendió profundamente en ella, como una ola, hasta que no pudo contenerla y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Sintió una mano que apretaba la suya y ella devolvió el apretón con mayor fuerza; abrió los ojos y vio frente a ella el bello rostro de Julie que la miraba cariñosamente: se dio cuenta de que Julie había cambiado de peinado y que no había hecho ningún comentario.

– Lo siento -dijo. Y después-: Me gusta tu pelo.

– Gracias.

– No debes preocuparte. No voy a derrumbarme sobre todos vosotros.

– Ya lo sabemos.

Julie le tendió un pañuelo de papel.

– Está bien, tengo uno. -Se limpió la nariz-. A la gente que llame diles que no me pregunten cómo estoy, que me encuentro bien.

Julie afirmó con la cabeza.

– Diles, también, que no mencionen a Fabián. Así todo será más fácil para mí.

– Sí, querida.

Alex miró con temor su procesador de textos. Vio mentalmente la inscripción de las dos palabras. Claras. Inconfundibles.

– No me acuerdo cómo trabaja este aparato. Quiero consultar si hay algo bajo el nombre de un autor, de este tipo.

Julie pulsó las teclas convenientes y un momento más tarde las palabras STANLEY HILL aparecieron en la pantalla.

«Nos presentó un original en 1982 llamado Star-Gazer to the Stars

– Un título modesto -comentó Alex-. ¿Por qué lo rechazamos?

Julie se aproximó a la pantalla.

– No tenía suficiente garra.

– Hay docenas de agentes, ¿por qué nos envía ahora su nuevo manuscrito?

– Debiste escribirle una carta muy amable, animándole a seguir adelante.

– Lo dudo -replicó Alex.

– ¿Quieres que lea el nuevo original?

– No. Devuélveselo. Dile que no estamos interesados en ese tipo de literatura.

– Pero se vende bien -opinó Julie-. Fíjate en Doris Stokes.

– No me importa. Aunque se venda por millones. No quiero tener nada que ver con este libro.

Vio a Julie tomar el original y salir de la habitación. Volvió a mirar la pantalla del ordenador. La apagó. Ayúdame, madre. Las palabras cruzaron su mente. Volvió a encender el ordenador y las dos palabras aparecieron de nuevo en la pantalla como si le devolvieran su mirada, firmemente, sin oscilaciones. ¡AYÚDAME, MADRE!

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