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Coches Usados Marvel era una institución en Compton. Todos los coches de aquel negocio eran tan buenos como si fueran nuevos; al menos, eso es lo que decían los anuncios nocturnos de televisión. El dueño era un rotundo texano blanco que se rodeaba de lindas muchachitas blancas con traje de baño sonriendo a las cámaras. A menudo tenía leones enjaulados y elefantes domesticados en la tienda. Marvel era un timador que sabía que la mayoría de la gente quiere que la engañen.

Unos años antes yo había comprado un coche a uno de los vendedores de Mel, Charles Mung. Era un Falcon color azul cielo. Mi Ford estuvo en el taller un par de semanas y se me ocurrió llevar el coche usado mientras me arreglaban el mío. Luego pensé en dárselo a Jesus. El problema es que el neumático trasero se rompió camino a casa desde Compton. Se salió del eje y se fue rodando por la calle. Contraté una grúa y llevé el coche de vuelta al local. Charles Mung era un chico blanco, alto y con pecas y los ojos de un azul impoluto.

– El neumático derecho se ha roto -le dije, bajo el sol ardiente, en el solar de 20.000 metros cuadrados. Sólo hacía tres horas y tenía una garantía de treinta días.

– No cubrimos los accidentes -replicó él, se volvió y se alejó.

Yo le cogí del brazo y aparecieron de repente tres hombretones muy altos que me rodearon y liberaron al vendedor.

– Me debes cuatrocientos dólares -dije, por encima del hombro de uno de los feos matones.

– Enséñale al señor Rawlins la salida del local, ¿quieres, Trueno? -replicó Mung.

No me hicieron daño. Simplemente, me depositaron en la acera.

– Vuelve aquí -me dijo Trueno, un hombretón como un oso polar-, y mis amigos y yo te romperemos todos los dedos.

Es curioso las cosas que se te quedan grabadas. Yo estaba tan humillado por el trato que había recibido que todo el camino de vuelta a casa en autobús planeé mi venganza. Cogería mi pistola y volvería allí. Si no me devolvían mi dinero, mataría a Mung y a Trueno. Estaba en el dormitorio cargando mi tercera pistola cuando llamó el Ratón.

– ¿Qué problema tienes, tío? -me preguntó, sólo con decirle hola.

Le conté mi problema y mis intenciones.

– Espera, Easy -me dijo-. Yo tengo amigos por allí. ¿Por qué no me has llamado antes que nada?

– Me han humillado, Ray. No pienso tolerarlo.

– Hazme un favor, Easy -dijo él-. Déjame que llame primero a mi amigo. Si no funciona, entonces ve tu mismo.

Yo accedí y más tarde, después de que Feather y Jesus volvieran a casa desde el colegio, volví en mí. Estaba a punto de salir a matar a alguien sólo por cuatrocientos dólares y cuatro imbéciles.

Preparé la cena y senté a los niños a la mesa.

Mientras yo estaba en el salón viendo las noticias de las diez en la televisión, llamaron a mi puerta. Era Charles Mung. Llevaba un vendaje grueso y blanco que le cubría completamente el ojo izquierdo, y la mano derecha la tenía hinchada, cosa que obviamente le producía gran dolor.

– Tenga -dijo, tendiéndome un sobre grande color marrón.

Antes de que pudiera preguntarle qué era aquello se fue corriendo.

El sobre contenía la documentación de un automóvil y cuatrocientos veinte dólares. El coche, que estaba aparcado frente a mi casa, era el propio Cadillac del 62 de Mung.

Usé el dinero para comprar otro coche y le regalé el Caddy a mi viejo amigo Primo, que se sacaba un dinerillo vendiendo coches americanos allá abajo, en México.


Me fui antes de comer nada, pero le prometí a Feather y a Pascua que volvería para la hora de la cena.

El enorme solar era dos veces más grande que la última vez que estuve allí. Mel había comprado los terrenos del otro lado de la calle y había construido un edificio de exposiciones de tres plantas. Este estaba rodeado por enormes columnas de globos rojos y azules y coronado por una bandera americana de diez metros de alto. Aquello era tan grande que parecía una operación militar.

Aparqué en el aparcamiento para clientes y fui andando hacia el cuartel general, todo acero y cristal. Cuando llegué a la puerta principal, un hombre delgado con un traje verde intenso se acercó a mí.

– ¿Puedo ayudarle? -me preguntó aquel tipo de piel oscura. Una nueva adquisición, un vendedor negro.

Tenía los ojos enfebrecidos. Su sonrisa se retorcía como un gusano al sol.

– Tengo que hablar con alguien del archivo -dije, mostrando mi licencia de detective privado.

Él sujetó mi tarjeta entre unos dedos temblorosos. Era adicto a las pastillas, sin duda. Estuve seguro de que no podía concentrarse en mi identificación. Guiñó los ojos, parpadeó e hizo muecas ante la tarjeta durante unos segundos y luego me la devolvió.

– Brad Knowles -me dijo-. Está por ahí fuera, en algún sitio.

– ¿Qué aspecto tiene?

– Knowles -repitió el vendedor colocado-. Ahí fuera.


Fui vagando durante un rato, buscando a un tipo llamado Knowles. La mayoría de la gente que paseaba por allí eran clientes fingiendo que sabían algo de coches. Pero también había gente de seguridad. Después de los tumultos de 1965 en Watts, todo el mundo tenía guardias de seguridad: las tiendas de comestibles y de licores, supermercados, gasolineras… Todos menos los colegios. Nuestra posesión más preciada, nuestros niños, estaban abandonados y obligados a defenderse solos.

Me acerqué a un tipo blanco alto y grandote y le pregunté:

– ¿Brad Knowles?

Él señaló por encima de mi hombro izquierdo. Al mirar en aquella dirección vi a un tipo blanco con una americana de un rojo cereza. Parloteaba con una mujer blanca, joven. Si alguien me hubiese mirado como él miraba a la mujer, habría salido corriendo o habría buscado un arma. Pero la mujer parecía contenta de recibir sus atenciones.

– Gracias -le dije al blanco musculoso, y me eché a andar por el asfalto recocido por el sol, pasé junto a cien automóviles moribundos y llegué hasta el lobo y su bien dispuesta presa-. ¿Señor Knowles? -pregunté, con la voz más amistosa que pude.

Aun con aquella espantosa chaqueta Knowles era un tipo muy guapo. La mujer, de cara vulgar pero con buen tipo, frunció el ceño al verme.

– Perdóneme un momento, señora -le dije, notando aquel calor cada vez más intenso-. Sólo tengo que hacerle al señor Knowles una preguntita rápida.

– ¿De qué se trata? -preguntó él.

Me preguntaba si, de haber sido yo un hombre blanco, habría añadido la palabra «señor» al final de aquella frase.

– Compré un coche a un hombre llamado Black -dije, con toda la afabilidad que pude-. Se dejó sus herramientas debajo del asiento delantero. Lo único que sé de él con toda seguridad es que de nombre se llama Navidad y que compró el coche, en realidad una furgoneta, en este local.

Herramientas, ciudadanos honrados… yo había cubierto todas las bases. No sólo conseguiría una información, sino que recibiría también una medalla.

– Fuera de aquí cagando leches -me dijo Brad Knowles.

Me quedé sin habla, de verdad, tan sorprendido por un momento que olvidé mi profundo pesar. Abrí la boca de par en par.

– ¿Tengo que llamar a seguridad para que se lo lleven de aquí? -añadió Brad.

A pesar de mi conmoción, todavía podía menear la cabeza, y eso hice.

La mujer blanca feúcha me sonrió, para mi humillación.

Me volví y me alejé, preguntándome qué habría ocurrido.

¿Era acaso por haber interrumpido su intento de seducción de aquella mujer? ¿Era racismo? O quizás hubiesen engañado a Navidad con aquella camioneta. Igual se había quejado y se había producido algún altercado.



Abrí la portezuela de mi coche y esperé un minuto a que se enfriase un poco antes de meterme dentro. Salí del local de venta de coches y di la vuelta por detrás, al lugar donde una señal indicaba un estacionamiento extra. Aquella zona estaba detrás del edificio grande de cristal. Aparqué de nuevo y me dirigí hacia el edificio.

Una mujer joven asiática -coreana, me pareció en aquel momento- se acercó a mí con una sonrisa en la cara.

– ¿Qué desea, señor?

– Pues verá -dije, mirando a través de las paredes de cristal, esperando que no me viese el grosero jefe de vendedores-. Brad Knowles me ha dicho que podía averiguar algo que necesito en los archivos de una persona…

– ¿La señorita Goss? -preguntó la mujer.

– Sí, eso es. Era ella.

– Cuarto piso. Las escaleras están ahí detrás.


La escalera estaba junto a la pared de cristal. Mientras iba subiendo me sentía como un avispón en una bolsa de plástico transparente. Lo único que tenía que hacer Knowles era echar un vistazo al edificio para verme. Sólo tenía que mover un dedo para librarse de mí.

Esperaba que los archivos de la oficina tuviesen paredes opacas detrás de las cuales esconderse, pero estaban en el último piso y seguía siendo todo de cristal transparente. Yo era el padrino intentando ocupar el lugar del novio en la parte superior de un pastel de boda de cuatro pisos.

– ¿Qué se le ofrece? -me preguntó otra mujer.

Esperaba una cara que pegase con el nombre de Goss. Y por tanto, cuando vi a la deliciosa jovencita negra sentada en la silla de color rojo oscuro me quedé sorprendido. Supongo que la sorpresa se me reflejó en la cara.

– ¿No soy la persona que esperaba? -me preguntó.

– Quizá dentro de sesenta años… -dije yo.

Ella sonrió e inclinó la cabeza a un lado.

La señorita Goss no era bonita. Sus rasgos eran demasiado pronunciados e insolentes para ser bonita. Los pómulos altos y los ojos propensos a la furia la convertían en una mujer guapa. Por primera vez en un año, sin la ayuda del sueño o de la tensión, Bonnie desapareció por completo de mi interior. Pero cuando me di cuenta de que Bonnie había desaparecido de mi mente, volvió.

– ¿Busca algo? -preguntó la señorita Goss.

– No… quiero decir que sí. Brad Knowles me ha dicho que podía darme cierta información.

Al pronunciar su nombre miré fuera, al solar. Como por arte de magia, él miró hacia arriba al mismo tiempo y me vio.

El reloj de arena estaba en marcha. Sonreí, aparcando la idea del amor por un momento.

– Eso no es verdad -afirmó la señorita Goss.

– ¿Cómo?

– Brad no le ha enviado aquí. No mandaría a nadie arriba y ciertamente mucho menos a un hombre negro como usted. Me sorprende que no haya llamado a seguridad.

– El hombre a quien necesito encontrar se llama Navidad Black. Les compró a ustedes una furgoneta roja en las últimas tres semanas. -Fingiendo que me rascaba el cuello volví a echar un vistazo a Knowles, que miraba a su alrededor… buscando a los de seguridad, sin duda alguna.

– ¿Cómo se llama usted? -preguntó.

– Easy. ¿Y usted?

– Tourmaline.

Eso me hizo feliz. Sonreí y decidí que el 38 en mi bolsillo compensaría cualquier situación que pudieran provocar los de seguridad.

– ¿Le divierte mi nombre?

– Al contrario -dije-. Es un nombre precioso. De gema.

– Su nombre también es muy bonito -me dijo.

Casi podía oír la fatigosa respiración de los gordos guardias subiendo las escaleras.

– ¿Y por qué? -pregunté, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

– Porque tiene dos sílabas. No me gustan nada los nombres que sólo tienen una sílaba: Mel, Brad, todo eso… Bill, Max, Tom, Dick… Es el que menos me gusta, Dick… y Harv…

– Navidad en cambio tiene tres sílabas -dije.

Tourmaline admiró mi capacidad de razonamiento durante un momento que pareció durar minutos enteros.

– ¿Cuánto vale para usted? -me preguntó.

– Cien dólares o una cena en Brentan -dije yo-. Ambas cosas.

Tourmaline sonrió y vi una luz en alguna parte. Fue entonces cuando mi viejo amigo Trueno y un guardia de seguridad negro tan enorme como él aparecieron en las escaleras.

– Eh, usted -dijo Trueno.

Yo volví la cabeza para mirarles a él y a su subalterno. En lugar de gruñir, el hombre me dirigió una mirada intrigada. Pero no me preocupó lo que pasara por la mente de aquel hombretón. Me pregunté si podría abatirle y decidí que era posible. En el proceso acabaría algo magullado, pero yo era un hombre que intentaba impresionar a una mujer… Quizá pudiera reducirle, sí, pero no importaba. Con la ayuda de su amigo, Trueno me rompería por la mitad.

El guardia de seguridad blanco me miró, todavía curioso. Yo volví la cabeza y vi que Tourmaline estaba inmóvil, probablemente conteniendo el aliento.

– Señor Rawlins -dijo Trueno, y supe que el Ratón había tenido una conversación con él también.

– Eh, Trueno. Mira, yo sé que tienes que echarme de aquí. Sólo déjame que hable un momentito con la señorita.

– Vamos, Joe -le dijo Trueno a su compañero.

Joe no demostró emoción alguna y se limitó a seguir a su supervisor escaleras abajo. Me volví hacia Tourmaline y ella dijo:

– Me reuniré con usted allí a las ocho, señor Rawlins.

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