30

Había un pequeño aparcamiento en el centro de Watts, junto a una escultura gigante llamada Torres Watts. Las chillonas torres fueron construidas por un hombre llamado Rodia a lo largo de un periodo de treinta y tres años. Las construyó a base de desechos y materiales sencillos. Es un lugar alto y fantasioso en una parte muy sombría de la ciudad.

El parque tenía pocos árboles y unas mesas de picnic en un césped muy ralo, pisoteado por cientos de pies infantiles. Meredith Tarr me dijo que Timor Reed y Blix Redford iban allí casi cada día, «a beber ginebra y pasar el rato». Pericles iba a visitar a Tim y a Blix una vez por semana o así, para compartir su matarratas y jugar a las damas.

Llegué allí justo antes del mediodía. Salía música a todo volumen de una casa que estaba al otro lado de la calle, dos amantes adolescentes hacían novillos para estudiar los hechos de la vida y dos hombres de edad indefinida estaban sentados uno frente a otro en una mesa de picnic de secuoya, inclinados sobre un tablero de damas de papel plegable. El tablero se sujetaba con una cinta adhesiva que en tiempos fue transparente y ahora amarilleaba. La mitad de las piezas eran piedras con una equis roja o negra encima pintada con lápices de colores.

Viendo a aquellos hombres y aquel tablero me sentí como si estuviera presenciando la decadencia de una cultura. El parque decrépito, la ropa andrajosa que llevaban Blix y Timor, hasta Otis Redding lanzando sus quejidos sobre el «muelle de la bahía» en unos altavoces diminutos pero potentes hablaban de un mundo que estaba estancado.

– Señor Reed, señor Redford -dije a los hombres.

Los dos levantaron la vista y me miraron como dos soldados procedentes de campos de batalla enormemente distantes que hubiesen muerto simultáneamente y que ahora estuviesen sentados en el limbo esperando el veredicto del Valhalla.

Uno de los hombres era gordo y llevaba un sombrero gris y negro con diminutos ojetes para la ventilación cosidos en la parte lateral, y una gabardina gris muy vieja. Por la descripción de Meredith sabía que se trataba de Blix Redford. Él me sonrió, expectante, y se levantó, diciéndome:

– Sí, señor, ¿le conozco?

Al mismo tiempo Timor, más menudo, se echó hacia atrás y frunció el ceño. Llevaba unos vaqueros de jovencito y una camiseta raída, y no dijo nada. A juzgar por la mirada de desesperación que puso, quizás estuviese pensando en salir corriendo para salvar la vida.

– Me llamo Easy Rawlins -le dije a Blix-. Vengo de casa de Perry Tarr. Le he dicho a Meredith que buscaba a su marido y ella me ha enviado aquí a verles.

Timor se calmó un poco y la sonrisa de Blix se apagó.

– ¿No le ha dicho que Pericles había fallecido? -preguntó Blix.

– No -le respondí, conmocionado ante la información. Así aproveché la oportunidad para sentarme junto a Timor. El hombrecillo se volvió a mirarme, suspicaz. Vi que llevaba el pie izquierdo enyesado, y que el yeso estaba sucísimo.

– Ah, sí -me aseguró Blix. Se volvió a sentar-. Sí. Raymond Alexander lo mató y lo llevó a enterrar a algún sitio por ahí al lado de San Diego, he oído decir.

– ¿De verdad? -le dije-. ¿Y ese Raymond está en la cárcel ahora?

– Pero ¿de dónde viene usted, hombre? -me preguntó Timor. La mueca de su rostro contenía un odio más antiguo que la boca que la mostraba-. Todo el mundo en Los Angeles conoce al Ratón.

– ¿Quién?

– Ray Alexander, bobo -dijo-. El hombre que mató a Perry Tarr.

Levanté las manos hacia el cielo y meneé la cabeza. Yo era un extraño en otro país, donde el folclore común era un misterio.

– ¿Me está diciendo que ese tal Ratón mató a mi amigo Perry y que la policía no lo ha metido entre rejas? -Había amenaza en mi voz.

– Baje la voz, míster -dijo Blix-. Con Ray no se juega; eso es lo que se dice por ahí. Quizás allá en Arkansas o Tennessee o de donde venga usted no sepan esto, pero aquí ese tipo es el de la guadaña, en persona.

– ¿Y sabe dónde puedo encontrar a ese hombre, ese Raymond Alexander? -pregunté.

– Pero ¿no ha oído lo que le digo, hermano? -preguntó Blix-. Es un asesino. Le aplastará como a un gusano.

– Una mierda -dije yo, procurando que mi tono sonase como el de muchos idiotas a los que había oído-. Si el tío ese tiene una pipa, yo también tengo una.

– Vamos, BB -dijo Timor a su amigo-. Juguemos a las damas y dejemos que se vaya este loco. Ya se lo hemos dicho. Es lo único que podemos hacer.

Timor volvió a clavar la vista en el tablero. Blix siguió mirándome.

– No sabemos dónde está, tío -me dijo el más amistoso.

– ¿Y cómo podría encontrarle? -insistí.

– Pues tírate desde el tejado del Ayuntamiento, hermano -dijo Timor, sin levantar la vista-. Estarás igual de muerto, pero muchísimo más rápido.

Estaba visto que ya no sacaría nada más de allí. Me levanté, fingiendo que me sentía furioso, dispuesto a buscar al hombre que había matado a mi amigo. Y entonces me detuve.

– Dime una cosa, tío -le dije a Timor.

– ¿Qué? -seguía sin mirarme.

– Si ese hijoputa es tan peligroso, ¿cómo sabes que estás a salvo?

Eso atrajo su atención.

– ¿De qué coño hablas, negro?

– De ti.

– ¿De mí? Tú a mí no me conoces.

– Sólo sé que estás ahí sentado con tu pata rota y acusas de un crimen a Raymond Alexander el Ratón. Sé que has dicho que él mató a Pericles Tarr y le enterró en San Diego.

– ¡Lo ha dicho Blix! -chilló Timor-. ¡A mí no me eches las culpas!

Se puso de pie y echó a andar cojeando con el pie roto. Blix lo llamó, pero Timor se alejó corriendo tan rápido como pudo con aquella cojera.

Blix se quedó sentado ante el tablero, riéndose para sí.

– Ésa ha sido buena, tío -me dijo-. Me has dado con qué pincharle los próximos cinco años.

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