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Tomas Hight siguió en mi mente todo el camino de vuelta a la ciudad. Había salvado una vida en su casa, pero no necesariamente la mía, pues era igual de probable que uno o más de sus conocidos hubieran recibido un disparo.

Pensé en su apartamento de una sola habitación. Yo poseía dos casas y tres edificios de apartamentos, pero aun así sentía que él tenía mucho más que yo. Pensaba que era más heroico también, pero ¿no era yo acaso el que había plantado cara a aquellos hombres?

Es curioso que uno sepa algo y sin embargo no lo sienta, que uno pueda codiciar los bienes ajenos aunque ni se le ocurriría intercambiar el lugar de uno con el del otro.


La dirección que me había dado Tourmaline de Navidad Black estaba en la calle Gray. Era una sola manzana en una zona entre el barrio negro y el centro. Había almacenes y pequeños negocios de venta al por mayor en todo ese barrio sin urbanizar. El edificio que había enfrente de la casa de Navidad era Distribuciones Cairo Cane.

No había ni un alma a la vista. Esperé hasta media mañana para acudir a la puerta de Navidad, porque él no era el tipo de hombre a quien uno desea pillar por sorpresa. Black era un asesino al menos igual de competente que el Ratón. Además, estaba un poco loco y paranoico y, encima, tenía a gente persiguiéndolo.

Aparqué frente a Cairo Cane, pero no salí de inmediato del coche. La dirección de Black era una casita, y el patio que la rodeaba estaba pavimentado con cemento verde. También tenía un amago de porche, pero dudé de que hubiese sitio suficiente para un simple taburete en aquella estrecha franja de madera.

Unas macetas sin flores colgaban a ambos lados de la puerta principal.

Contemplé la casa durante cinco minutos, pero no pasó absolutamente nadie. El desastre en casa de Tomas Hight me había vuelto momentáneamente precavido. No quería salir huyendo de otra situación peligrosa y tenía que pensar qué le diría a Navidad cuando al fin lo encontrase.

Los minutos pasaron y mi confianza fue volviendo al fin.

Durante un rato olvidé la respuesta a la pregunta no formulada, enmarcada por una precaución temerosa. «¿Voy a morir?», se pregunta el mortal, por un temor compartido por todos los de su especie. «Sí, morirás», llega la respuesta, procedente de la infinita experiencia de nuestra raza. Yo podía resultar herido, pasar hambre, hacerme viejo, contraer alguna enfermedad fatal. Cuando mis hijos me planteaban esos temores, yo les decía que no se preocupasen, que no iba a ocurrir nada. Pero en la vida mi experiencia era otra. La única forma de acabar con el miedo era dejar de respirar, dejar de moverse… y allí estaba yo en una calle llamada Gray, bajo un sol resplandeciente y sin nadie a la vista.


La puerta principal estaba rota y la habían arreglado a toda prisa. No era un buen presagio. Crucé las manos y me dispuse a retroceder. Vacilé, pero mis pies seguían allí clavados en aquel seudoporche.

No tenía ningún otro sitio adonde ir. Si no quería ser detective, tenía que volver al Distrito Escolar de Los Angeles y pedir que me readmitieran como portero de instituto. Seguro médico, jubilación, dos semanas de vacaciones…

Agarré el pomo con una mano enguantada e hice palanca en la puerta sin goznes. Así llegué a un vestíbulo. Aquel vestíbulo tan poco corriente era quizás el motivo por el que Navidad alquiló aquella casa. Cualquiera que intentase entrar quedaría obstaculizado por la nueva puerta y al mismo tiempo el ocupante quedaría advertido de la presencia de su atacante.

Volví a colocar la puerta delantera en su sitio y entré en el salón, abriendo también la segunda puerta.

Allí fue donde encontré el primer cuerpo.

En realidad tropecé con su pierna cuando buscaba el interruptor de la luz en la pared. Casi me caigo. Entonces agité la mano por encima de la cabeza y encontré la cadenilla de una lámpara suspendida. Cuando la luz se encendió me encontré mirando uno de los ojos grises y brillantes de Glen Thorn. El otro había quedado destruido por el picahielos que tenía alojado en el cráneo.

Miré rápidamente a mi alrededor en la pequeña habitación. El suelo era de madera de pino, sin alfombras, y había un par de sillas marrones tapizadas. Entre las sillas se veía una mesa redonda con un vaso de whisky encima. Por debajo de la mesa, ocupando la mayor parte del espacio en el suelo, se encontraba el cuerpo que en tiempos había albergado a Glen Thorn. No llevaba uniforme sino sólo unos pantalones negros, una camisa a cuadros rojos y negros y unas zapatillas de tenis como las de los niños.

También llevaba una pistola en la mano izquierda.

Lo único limpio que tenía aquel hombre, ahora lo sabía, era su aspecto. Yo había visto su sucia casa y la literatura que devoraba. Había que reconocerlo, su aspecto engañaba. Glen Thorn me había enseñado algo, y se merecía un último adiós.


Era una casita modesta con fachada de casa residencial. Atravesé la puerta siguiente y encontré otro cadáver. Éste era el segundo PM que acompañaba al hombre que se hacía llamar capitán Clarence Miles. El cadáver había sido estrangulado a mano; se notaban las marcas de los dedos en torno a su garganta y cuello. Mientras Glen no tenía expresión alguna en el rostro, los ojos y la boca de aquel otro hombre estaban distorsionados por el miedo. Yo también me habría asustado mucho si hubiese visto el rostro asesino de Navidad Black mientras me iba arrebatando poco a poco la vida.

Aquella habitación era una cocina, y el cuerpo que contenía, una adivinanza. ¿Cómo había podido Navidad Black, por muy eficiente que fuese, matar a dos soldados bien entrenados en dos habitaciones distintas, cuando seguramente estaba dentro de la casa? No había ningún sitio en el que ocultarse en la habitación donde murió Glen Thorn. Navidad no había tenido tiempo de saltar por una ventana y dar la vuelta. Y aunque hubiese usado ese truco, ¿por qué dejar un arma perfectamente útil en el ojo de su primera víctima, cuando podía haber otro asesino en la casa?

Entré en la siguiente habitación con creciente inquietud. Esperaba ver al capitán Miles, o quienquiera que fuese, en el suelo, con una flecha clavada en el pecho.

Pero el pequeño dormitorio estaba vacío. Sólo había un colchón en el suelo y una lámpara. La cama estaba bien hecha, al estilo militar, impecable. Había también una ventana, pero cerrada.

Busqué unas pistas que sabía que Navidad no habría dejado jamás, pero me sorprendí. Debajo del colchón encontré un folleto de Ahorros Beachland, en Santa Monica. Prometían un ventilador eléctrico gratis a cualquiera que abriera una cuenta por cien dólares o más.

Me guardé el folleto y volví a la habitación del muerto. Intenté imaginar al segundo PM llegando y siendo reducido por Black. Hasta el boina verde hubiese hecho algo de ruido matando a un hombre con las manos desnudas. ¿Y dónde estaba Thorn mientras ocurría todo eso? ¿Por qué matar al primer PM con el picahielos y luego encargarse del otro con las manos? ¿Por qué no usar un arma?

La única respuesta era que había dos hombres en la primera habitación cuando irrumpieron los PM. Uno de esos hombres, probablemente Navidad, fingió que huía a la cocina mientras su acompañante estaba acorralado en un rincón, como me ocurrió a mí en casa de Tomas Hight. Navidad agarró a su perseguidor en la cocina, o quizá se volvió y arrastró al desprevenido PM que iba tras él. El otro hombre, el acompañante de Navidad, atacó por sorpresa entonces a Glen Thorn, que debía de estar concentrado en Black, que huía. Glen recibió un picahielos en el ojo mientras estrangulaban a su amigo en la cocina.

Pero nada de esto me ayudaba. La única lección que se podía sacar de todo aquello era apartarme del camino de esa furia asesina. Pero aquel día no era buen alumno.



De camino a la salida miré a ambos lados de la calle y suspiré, aliviado por vivir en Los Angeles, donde nunca había nadie en la calle que pudiera presenciar nada, ni siquiera a un hombre negro que salía de una casa con la puerta rota, tras la cual se escondía más destrucción de la que la mayoría de los angelinos vería jamás en toda su vida.

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