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– ¿Cómo vamos a acabar con Sammy? -preguntó el Ratón desde el asiento trasero. Estaba inclinado hacia adelante, con ambas manos apoyadas en el largo asiento, más como un niño emocionado que como un asesino a sangre fría.

Yo no supe qué decir. Bunting me había engañado, sus bravatas juveniles habían encubierto las mentiras. Me había sacado información y yo le había tomado por un idiota. Yo necesitaba un oficial superior en aquel momento.

– Dejadlo -dijo Navidad.

Oí la palabra, comprendí su significado, pero al mismo tiempo intenté descifrar exactamente cómo se aplicaba a la muerte de Sammy Sansoam y sus amigos. ¿Acaso planeaba Navidad ir él solo? ¿Estaba tan furioso que quería matar a todo el batallón, como había asesinado a todos en el pueblecito de Amanecer de Pascua?

– ¿Qué quieres decir, Navidad? -preguntó el Ratón.

– Exactamente lo que he dicho, que lo dejéis.

– ¿Quieres decir que no piensas matarle? -presionó el Ratón.

Navidad no respondió. Miró al frente. Vestía una camisa vaquera color crema con unos bolsillos con solapas que caían hacia abajo. Las solapas llevaban un intrincado bordado color marrón oscuro. Sus pantalones eran marrones con la raya muy marcada, porque probablemente se los había planchado aquella misma mañana. Era un soldado sempiterno, siempre de uniforme, siempre acatando órdenes, de por vida.

Levanté la vista hacia el espejo retrovisor y vi una rara confusión en el rostro del Ratón. Él respetaba a Navidad exactamente igual que yo, y se sentía perplejo ante su negativa a buscar venganza. Los dos habían matado a dos hombres sólo unos días antes. Aquello era una guerra, y era el momento de la batalla.

Yo también quería comprenderlo, pero no se trataba de una ecuación sencilla. El tono de la voz de Black, la presión de su mandíbula, todo me decía que no pensaba ceder. Era su operación, y ahora había terminado. El Ratón y yo, al menos por lo que a él respectaba, éramos reclutas recientes que no teníamos ni una palabra que decir.

Él no sabía que Faith y yo nos habíamos convertido en amantes, y mi instinto me decía que informarle sería un error táctico, quizá fatal.

«Dejadlo», había dicho. Una sola palabra… quizás una clave o código para un arma secreta, o el visto bueno para alguna invasión. El término tenía un sentido religioso, incluso psicológico, para mí. Yo podía haber sido el acólito de alguna religión guerrera y Navidad mi sacerdote. Yo había acudido a él en busca de bálsamo para la rabia que hervía en mi interior, y él me despedía con un ligero gesto.

«Dejadlo», dijo. Había que dejar a Bonnie y a Faith y cualquier otra interrupción en la guerra de la vida.

– ¿Me vas a decir qué significa eso de que lo dejemos, Navidad Black? -preguntó Raymond.

La mandíbula del soldado se tensó más aún si cabe. En el coche todo era quietud.

Se pueden contar con los dedos de una mano los hombres a los que el Ratón permitiría que le ignorasen. Navidad ocupaba dos de aquellos dedos, uno por la decisión y otro por el músculo. Raymond no tenía miedo alguno de la destreza de Black, no tenía miedo a nada. Pero sabía que no habría arreglo sin un tratado, y que Navidad no estaba de humor para fumar la pipa de la paz.

Yo iba conduciendo el coche pero al mismo tiempo era un niño de nuevo y corría entre los altos tallos de las hierbas veraniegas, detrás de las blanquecinas alas de las mariposas de la col. No había mayor placer, cuando era niño, que ser lo bastante furtivo como para capturar a aquellas diminutas criaturas. Uno de los pocos recuerdos claros que tengo de mi madre era su explicación de por qué capturarlas estaba mal.

– Niño, cuando las coges, les quitas el polvillo de hadas que tienen, y así pierden sus poderes mágicos y se mueren -me dijo, con una voz cuyo tono ya no puedo recordar.

En aquel coche, cuarenta y dos años después de aquel día cálido, las lágrimas inundaron mis ojos. Mi madre lo era todo para mí. Alta, negra, más suave y tierna que las mismas mariposas, ella sabía qué dulces me gustaban, qué colores quería; ella conseguía mejorar las cosas incluso antes de que se estropearan.

Yo había empezado a pensar en las mariposas porque sabía casi con seguridad que la palabra pronunciada por Navidad indicaba que aquella decisión le resultaba dolorosa. Su obstinado silencio ponía de relieve aquel sufrimiento. Pensé que debía sorprenderlo, como hacía con aquellas mariposas.

Pero mi madre había usado la misma palabra, exactamente.

– ¡Pero mamá…! -grité.

– Déjalo, cariño -insistió ella.

Había un paso muy breve que iba desde mi madre a Faith Laneer. Aunque las dos me hubieran dicho también que lo dejara, sólo servía para negar la orden del soldado.

– ¿Y qué pasa con Faith? -susurré. Los ojos del Ratón en el espejo se trasladaron del lado del pasajero al mío. Sonrió.

Navidad también me miró. Era la única pregunta que no podía ignorar. No significaba que tuviera que responder, pero la mirada en sí misma ya era una capitulación.

– Me dijeron que yo sería general, algún día -afirmó Navidad, con un tono espeso-. Dijeron que estaría en la Casa Blanca susurrando al oído del presidente.

Yo miré en su dirección y luego volví a clavar los ojos en la carretera. Él bajó el cristal de su ventanilla y la tranquilidad se convirtió en un tornado.

– Me entrenaron como soldado desde el día en que nací -continuó-. Me educaron con la estrategia y el hambre, el don de mando y el trabajo duro. Cuando doy una orden, blanquitos y negros saltan. No me preguntan por qué, ni me cuestionan.

Yo sabía todo eso por la forma que tenía de andar, por la forma que tenía de permanecer erguido.

Aspiré aire por la nariz y él gruñó, como respuesta.

– ¿Sabes por qué perdieron la guerra los alemanes? -me preguntó.

– Porque luchaban en dos frentes -dije.

– América luchaba en dos frentes. Y teníamos enemigos reales: los japoneses y los alemanes.

Nunca lo había visto de ese modo.

– No -añadió Navidad-. Alemania perdió porque luchaban por orgullo, y no por lógica.

– ¿Y qué significa eso? -preguntó el Ratón. Le gustaba hablar de la guerra.

– Hitler creía en su misión por encima de los recursos y los hombres que tenía a su disposición, y no tuvo en cuenta los déficits de sus propios ejércitos; por lo tanto pagó el precio.

– Hitler estaba loco -dije yo.

– La guerra es una locura -replicó Navidad-. Si eres general, tienes que estar loco. Pero eso no te alivia de la responsabilidad de tu cargo. Cuando pierdes, pierdes; eso es todo. Si yo os mando a Raymond y a ti a tomar una torre pero antes de que lleguéis vuelan la torre, entonces fracasas… fracasamos todos.

– Y Faith Laneer es la torre -dije yo.

Él no respondió.

– ¿Así que ella ha muerto por nada?

– Ella ha muerto por aquello en lo que creía -dijo él-. Murió por ser quien era.

Supe entonces que habían sido amantes en algún momento. Quizás una semana antes, quizá cinco años antes. Por algún motivo, eso me hizo amarla aún más. Ella había vivido dentro de la locura de Navidad Black.

– ¿Y qué pasa con su hijo? -pregunté.

– ¿Y qué pasa con mi hija? -replicó él.

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