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Por puro hábito metí la pistola en el cajón superior del escritorio. Tenía que ir a algunos sitios, pero aun después de que se hubiera ido el coronel no me levanté de la silla. Me notaba cansado; no somnoliento, sino maltratado por la vida.

Muchas veces había visitado clínicas y hospitales, dormitorios de casas y apartamentos donde yacían hombres y mujeres moribundos. Tenían los ojos acuosos y la expresión lánguida, la piel pegajosa y nada que decir. Permanecían allí echados entre unas sábanas empapadas de sudor, como si acabasen de correr una carrera de fondo y no tuviesen nada más que hacer. Apenas podían susurrar o levantar una mano.

Yo decía «Hola, Ricky», o Mary, o Jeness, y tenía que contenerme para no preguntar: «¿qué tal estás?». Y ellos sonreían y pronunciaban mi nombre, intentando recordar algo que ambos conociéramos muy bien.

– Hola, Easy -me dijo una vez John Van, como si se lo gritara a la almohada-, ¿recuerdas aquella noche que Marciano tumbó a Joe Louis?

Yo asentí, lleno de remordimientos.

– Te gané veinte dólares. Ya te lo dije: no juegues por un caballo sólo a causa de su color.

Había una silla junto a la cama y un reloj en algún lugar de la habitación. Normalmente siempre había niños jugando en el suelo o en el vestíbulo. Iban trasteando por ahí porque no sabían hacer otra cosa, y era la única forma que tenían de aportar algo de felicidad a una habitación donde se esperaba a la muerte.

A menudo me preguntaba qué sentía toda aquella gente moribunda cuando no había nadie para distraerles de su tránsito. ¿Qué pensarían cuando llegase el sueño, o cuando se pusiera el sol? ¿Sentirían un súbito miedo cuando cerraran los ojos, o una simple incomodidad como la que yo experimenté después de hablar con aquel estúpido coronel?

Sentí que podía caer dormido en aquel momento, y que si lo hacía, quizá no volviera a despertarme de nuevo. Me pregunté qué importaría. Después de todo, Oswald mató a Kennedy y horas después Lyndon B. Johnson juró el cargo de presidente.

Nadie es indispensable.

Feather se iría con Bonnie, o con Jesus, y Amanecer de Pascua tenía un ejército entero para cuidarla. Frenchie se mearía en mi tumba, y yo no tendría pariente cercano alguno excepto una hija en algún lugar que probablemente ni siquiera sabía mi nombre. Podía cerrar los ojos y no volverlos a abrir nunca. Bastaría con eso.

– ¡No muevas ni un músculo! -me ordenó una voz imperiosa.

Salté poniéndome de pie, o al menos lo intenté. Mi pie izquierdo me obedeció, pero el talón derecho resbaló bajo mi cuerpo. Caí hacia atrás en la silla, busqué la pistola que tenía en el cajón del escritorio, la agarré y la levanté en un ángulo extraño. Hasta aquel preciso momento no vi al desaliñado y gordo hombre blanco con un traje de mala calidad que me miraba de arriba abajo.

– ¿Me vas a disparar con una grapadora, Easy? -me preguntó el sargento Melvin Suggs, de la policía de Los Angeles. Antes tenía siempre la pistola sujeta con una tela metálica debajo del escritorio, pero con el tiempo me fue preocupando cada vez más matar a alguien sin mirar, o que alguien se colase en el despacho y me la robase, por lo que la trasladé al cajón superior junto con las tijeras, grapadora, cinta adhesiva y clips. Una oportunidad, por débil que sea, es mejor que ninguna en absoluto.

Me quedé allí sentado con la grapadora en la mano, demasiado preocupado para sentirme humillado y demasiado asustado para bajar mi falsa arma.

– ¿Qué pasa, Easy? -me preguntó el hombre.

– Bonnie se va a casar con otro y lo único que hago es quedarme aquí sentado.

Melvin era de estatura mediana, y cada día se sentía un poco menos seguro de sí mismo. Había empezado con la típica arrogancia de los americanos blancos, y aún tenía más auto-confianza que yo, pero abrió los ojos después de los disturbios de Watts y el horror que ambos descubrimos juntos.

Lamenté mi brusca confesión al agente del orden.

No era adecuado llamar «castaños» a los ojos de Suggs. Eran más bien color topo, o como de ciervo o color hongo silvestre, un don que compensaba en parte la vulgaridad de su vida.

El hombre guiñó un poco los ojos y yo suspiré, con la mitad de mi mente en el despacho y la otra mitad todavía en las salas de espera de los moribundos.

– Estoy aquí por Alexander -dijo Suggs, decidiendo ignorar mis palabras. Por eso sonreí.

– ¿Y cómo estás, Mel?

Él empujó la silla que yo tenía para los clientes y se dejó caer en ella. Oí crujir sus articulaciones.

– Estoy bien. Conocí a una chica, conocí a su novio, le enseñé mi pistola e hice una pequeña inversión en la empresa Johnny Walker. ¿Y tú?

Sonreí más aún.

– He olvidado ya cuántos elefantes se balanceaban en la tela de una araña.

Él sonrió.

– Alexander -me dijo Suggs, para demostrarme que seguía sobre la pista.

– Él no mató a Pericles Tarr -dije, con una voz que no era la mía propia. Y no lo era porque el tono pertenecía a aquellos hombres que arrojaron napalm a unos asiáticos que iban armados con palos de bambú, cuyos antepasados predicaron la igualdad pero no para las mujeres o los negros o los blanquitos sin blanca, y que tomaron decisiones en sus corazones sin tener ninguna consideración por sus almas. Quizá sí que fuera mi voz, después de todo.

– ¿Y dónde está? -preguntó Suggs.

– No lo sé -dije, volviendo a ser yo mismo-. Le he buscado por todos los sitios que se me ocurren. Pero escucha, Mel: el Ratón no es un usurero, ni tampoco es el tipo de hombre que dispara y sale huyendo. Los dos sabemos lo que es y lo que no es. El Ratón no mató a ese hombre.

– ¿Desde cuándo te han nombrado juez?

– La misma noche que os nombraron ejecutores a ti y a los tuyos -contesté, preguntándome quién hablaba ahora a través de mí.

Suggs hizo una pausa entonces. Volvió a sonreír.

– No te mentiré, Easy -dijo-. Esta vez quieren su cabeza pinchada en un palo.

El traje de Suggs era de color marrón, y su camisa era blanca o de un verde muy claro. Ambas cosas estaban manchadas, arrugadas y desgastadas hasta la máxima capacidad de resistencia de su tejido.

– ¿Quién? -pregunté.

– El capitán Rauchford -respondió-. De la comisaría 76.

Volví la cara hacia la pared, asimilando aquella información. Rauchford me había empapelado unas cuantas veces antes de obtener la licencia de detective privado por parte del inspector. Era un hombre muy feo y a la vez muy remilgado. Tenía hasta el último pelo en su lugar, y sin embargo las chicas le seguían rechazando; todos los requisitos cumplidos, y aun así le pasaban por alto para los ascensos. Y como todos los hombres blancos que no pueden soportar el peso de la injusticia que les abruma, regurgitaba su rabia sobre los demás: sobre los hombres como yo.

Cuando me volví, Suggs se levantaba ya de su silla, el Benedict Arnold de los hombres de azul. Se bebería una botella entera aquella noche esperando quizás encontrar el perdón al otro lado.

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