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Raymond Alexander siempre había sido parte de mi vida. Era un hombre que amaba a las mujeres, un mujeriego, un cuentista fabuloso, un asesino frío y despiadado, y probablemente el mejor amigo que he tenido jamás; más que amigo, compañero del alma. Era ese tipo de hombre que permanece firme a tu lado en medio de la sangre y el fuego, la muerte y la tortura. Nadie elegiría jamás vivir en un mundo en el que necesitase un amigo como el Ratón, pero uno no elige el mundo en el que vive, ni la piel que habita.

Algunas veces el Ratón había dado la cara por mí cuando yo no estaba en la misma habitación, ni siquiera en el mismo barrio. A veces, hombres como Trueno habían reculado ante mí, viendo la imagen fantasmal de Ray junto a mi hombro.

Yo vivía en un mundo en el que muchas personas creían que había leyes que trataban por igual a todos los ciudadanos, pero esas creencias no las tenía mi pueblo. La ley a la que nosotros nos enfrentábamos a menudo estaba en desacuerdo consigo misma. Cuando se ponía el sol o se cerraba la puerta de la celda, la ley ya no se aplicaba a nuestra ciudadanía.

En ese mundo, un hombre como Raymond Alexander, el Ratón, era Aquiles, Beowulf y Gilgamesh, todo en uno.


Entré en una cabina telefónica y marqué un número.

– Biblioteca -respondió una voz masculina.

– Con Gara, por favor.

Esperé fumando un cigarrillo bajo en nicotina. Normalmente cuando fumaba pensaba en dejarlo. Sabía que mi aliento se había acortado, y que mi vida sufriría el mismo destino si seguía haciéndolo. Al final de la mayoría de los cigarrillos aplastaba la colilla pensando que sería la última… pero no ese día. Ese día la Muerte no prevalecería sobre mí. Podía venir y llevarme consigo; no me importaba.

– ¿Sí? -dijo Gara, con una voz intensa que yo asociaba sólo con las mujeres negras.

– ¿Algún resultado?

– Pásate por aquí.


Cada vez que veía a Gara volvían a mi mente las deidades. Ella estaba sentada en su gran silla verde, gorda como un buda, sabia como Ganesha. Su divinidad no tenía género, ni mortalidad en su estancia aquí en la tierra.

– He conseguido algo para ti, Easy -dijo, indicando un expediente color beis que había encima de la mesa. Contenía ocho hojas de papel. En la primera había una lista de siete nombres perfectamente mecanografiados en la esquina superior izquierda, a un solo espacio.


Bruce Richard Morton

William T. Heatherton

Glen Albert Thorn

Xian Lo

Thomas Hight

Charles Maxwell Bob

François Lamieux


Después cada página daba la información que Gara había encontrado de los diversos héroes.

Examiné aquellas páginas. Había muchísimas abreviaturas y acrónimos. No entendía la mayoría de ellos, pero eso no me preocupaba.

– ¿No hay fotos? -pregunté.

Gara frunció el ceño y chasqueó la lengua.

– Sí -dije-. Ya me lo imaginaba.

– No le enseñes esos papeles a nadie, Easy. Y quémalos cuando los hayas leído.

– O los quemo, o ellos me quemarán a mí.


De camino a casa paré en el edificio de Seguros Pugg, Harmon y Dart. Era el rascacielos de cristal y acero más alto y más nuevo que adornaba el centro de la ciudad de Los Angeles. En el piso superior estaba Brentan, uno de los mejores restaurantes de L.A.

Cuando me dirigía hacia el ascensor rojo, cuyo único propósito era llevar a los comensales finos a Brentan, se acercó a mí un guardia que llevaba una camisa marrón claro de manga corta y unos pantalones negros. El guardia pálido, de brazos delgados, llevaba una pistolera en la cadera izquierda. El recipiente de cuero contenía lo que parecía ser una pistola del calibre 25.

La mayoría de los blancos de aquella época no habrían mirado dos veces a aquel guardia. Pero yo, por el contrario, le veía como la posible causa de una situación amenazadora para mi vida.

– Lo siento -dijo-. Nadie puede subir si no tiene reserva.

Era un hombrecillo menudo, con los ojos de color indefinido y unos huesos que habrían servido perfectamente para un colibrí.

– Estamos en 1967 -le recordé. El guardia no comprendió lo que yo quería decir, su expresión perpleja me lo dijo-. Lo que quiero decir -expliqué-, es que hoy en día, en estos momentos, hasta los negros pueden tener reserva en los sitios bonitos. No puede mirar usted a un hombre y decir por el color de su piel si tiene derecho o no a estar en un sitio determinado.

Mi tono era ligero, cosa que hacía más amenazadoras aún mis palabras.

– Hum -dijo el otro, con una voz que oscilaba entre el contralto vacilante y el tenor dubitativo-. Quiero decir que el restaurante está cerrado.

– Quiere decir que el restaurante no está abierto para los clientes, pero cerrado no está. Tengo una cita con Hans Green dentro de siete minutos. Y eso significa que los empleados del restaurante sí que están trabajando.

Sonreí con esa sonrisita torcida que resumía todos los rechazos, expulsiones y exclusiones que había experimentado en mi vida. La mayor parte de mis días transcurría así. Quizás un quince o veinte por ciento de los blancos con los que me encontraba intentaban joderme. No era la mayoría de la gente… pero lo parecía.

Apreté el botón del ascensor mientras el guardia se quedaba allí detrás de mí intentando comprender mi razonamiento. Sonó el timbre y las puertas se abrieron. Entré y el guardia entró también conmigo.

Yo no le dije una sola palabra y él tampoco me habló a mí. Subimos los veintitrés pisos en silencio, perdiendo energías en una disputa que tendría que haber acabado cientos de años antes.

Cuando se abrieron las puertas, el guardia pasó a mi lado y se dirigió en línea recta hacia el atril donde una joven tomaba notas en un libro grande, el de las reservas. Era blanca, con el pelo rubio y largo y cara de caballo. Sus altos tacones la hacían más alta que el guardia; su vestido azul verdoso la ponía en una clase totalmente distinta a la de él.

El guardia habló rápidamente y yo me acerqué a ellos con calma. Cuando llegué a su lado, ella decía:

– Iré a hablar con el señor Green.

El guardia hizo una mueca y de nuevo me pregunté cuántos minutos, horas y días había pasado ya en mi vida en encuentros inútiles como aquél.

Quería decirle al hombrecillo: «Escucha, hermano, nosotros no somos enemigos. Simplemente, quiero subir en el ascensor como todo el mundo. No tienes que preocuparte por mí. Los hombres que poseen este edificio son los que te convierten en pobre, ignorante y furioso».

Pero no le dije nada. No me habría escuchado. Yo no podía liberar a ninguno de nosotros de nuestros lazos de odio.

La joven volvió con otro blanco tras ella. Aquel hombre era alto, feo e iba impecablemente vestido con un traje de un verde oscuro. Me echó una mirada y luego se volvió al guardia.

– ¿Sí?

– Este hombre dice que tiene una cita con usted, señor Green.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Green al guardia.

– Michaels, señor. Pero este tipo…

– Señor Michaels, ¿cuántas veces al día recibo a personas que tienen citas conmigo?

– No sé… unas cuantas.

– ¿Y cuántas veces sube usted en el ascensor con ellos, humillando a esas personas?

– Yo…

– Si un hombre, una mujer o un niño le dice que tiene una cita conmigo, le agradeceré que les permita subir aquí y se ocupe de sus asuntos.

– Pero yo pensaba…

– No -dijo Green, interrumpiendo la excusa-, usted no pensaba. Usted ha visto a este hombre, que es negro, y ha decidido que jugaría al héroe protector de un restaurante en el cual usted no se puede permitir comer, de una persona de la que no sabe absolutamente nada.

Me sentí mal por Michaels, en realidad. Green no dijo ni una palabra más. Michaels comprendió que no debía discutir. La mujer caballuna miró a su jefe con ojos inquisitivos. Los tres nos quedamos allí más rato del que habríamos debido. No sabía nada de ellos, pero sentí que de alguna manera había perdido mi camino en la vida acabando allí, en aquel piso alto, envuelto en un conflicto que no tenía sentido.

Michaels finalmente captó el mensaje y se retiró hacia el ascensor.

– Señor Rawlins -dijo Hans Green-. Me alegro de verle.

Nos estrechamos las manos mientras la joven miraba, intentando comprender lo que estaba ocurriendo.

– Venga a mi oficina -dijo Green.

Mientras le seguía, sonreí y asentí a la azafata.

Ella no podía saber que dieciocho meses antes Hans Green fue acusado de malversar dinero del último restaurante en el que trabajaba, Canelli. Melvin Suggs, un detective de la policía de Los Angeles, era amigo suyo y le pasó mi tarjeta. Yo me puse a trabajar como lavaplatos en el restaurante y descubrí que el chef y la esposa de Green estaban amañando los libros y aprovechaban para darse unos revolcones a expensas de Hans.


La ventana grande de la oficina del gerente del restaurante daba al centro de la ciudad y al Pacífico. Se estaba bien allí sentado. Lo único que me habría gustado más habría sido tener a Bonnie de nuevo en mis brazos.

Las orejas y la nariz de Green eran demasiado grandes para su cara, y en sus mejillas sobresalían venas rojas y azules. Los dientes eran demasiado pequeños, y los labios delgados tenían un aspecto suelto y fláccido. Era la caricatura de un hombre.

– ¿Qué puedo hacer por usted, Easy? -me preguntó, cuando ambos nos hubimos sentado y yo hube rechazado una copa.

– Voy a venir esta noche con una mujer muy especial. Me gustaría tener un buen sitio y un servicio perfecto.

– ¿A qué hora?

– A las ocho.

– Hecho. Por cuenta de la casa.

– Puedo pagarlo.

– Si lo sucedido con Michaels sirve de indicación, ya paga usted cada día de su vida.

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