14

De camino hacia el Brentan intenté imaginarme a mí mismo en la boda de Bonnie. Me entretuve pensando en el tipo y color de traje que debía llevar. Sabía que no sería capaz de asistir, pero quería «imaginar» que estaba allí en la ceremonia, viendo cómo se besaban después de entregarse el uno al otro para siempre. Si podía verlo mentalmente, quizá pudiera soportarlo en la realidad.

Aparqué en la calle y salí de mi coche. Eran las 19.48 según el reloj Grumbacher de oro y cobre que llevaba en la muñeca.

Pasaba por allí un coche de policía. Los policías aminoraron la marcha y me miraron desde la ventanilla. Yo, oscuro como la noche que se aproximaba, alto, lo bastante apto físicamente para aguantar unos asaltos con un peso ligero, vestido con un traje gris oscuro que me quedaba tan bien al menos como la lengua inglesa.

El coche fue aminorando hasta los cinco kilómetros por hora y las caras pálidas se preguntaron si debían arrestarme o no.

Yo me quedé muy tieso y les devolví la mirada.

Ellos dudaron, intercambiaron unas palabras y luego aceleraron. Quizás estuviesen cerca del final del turno, o quizá se hubiesen dado cuenta de que yo era ciudadano de Estados Unidos de América. Probablemente les comunicaron algún delito real por la radio y no disponían de tiempo para ponerme bajo su control.

En el vestíbulo del primer piso otro guardia, éste alto y desgarbado, se acercó a mí.

– ¿Qué se le ofrece, señor? -me preguntó.

Buenos modales antes de los insultos. Alabado sea.

– Voy al vigesimotercer piso a comer algo -repliqué.

– ¿Tiene usted reserva?

– ¿Es católico el papa?

– ¿Cómo?

Pasé a su lado y me dirigí hacia el ascensor. Apreté el botón, sin saber si deseaba que el guardia se echara sobre mí para poder romperle la mandíbula o que me dejaran en paz.

Llegó el ascensor y se abrieron las puertas. El guardia no se acercó.


Otra mujer blanca con un precioso vestido adornaba el atril. El vestido era color escarlata, y su rostro poseía la belleza de la juventud. Tenía unos ojos grandes y verdes, y una nariz que sobresalía como un botón diminuto en un mundo lleno de risas.

Cuando la mujer-niña me vio, el potencial de risas disminuyó un poco.

– ¿Sí? -me preguntó, dedicándome una sonrisa muy insincera.

– Rawlins, cena para dos a las ocho -dije.

Sin mirar el libro que tenía delante, ella preguntó:

– ¿Tiene usted reserva?

– ¿Usted qué cree?

La jovencita miró al libro y buscó con el dedo.

– Perdóneme un momento -dijo, muy educada.

Mientras se alejaba yo encendí un cigarrillo. Jackson Blue me había dicho una vez que el humo del cigarrillo constriñe las venas y eleva la presión sanguínea hasta un nivel peligroso, pero yo me sentía perfectamente calmado. El humo también se llevó el filo aguzado que había ido afilando de camino hacia el restaurante.

Una pareja blanca apareció detrás de mí.

– Perdone -dijo el hombre blanco y alto. Llevaba esmoquin y un pañuelo de cachemir blanco en torno al cuello. Era de mi edad. Ella tenía veinte años menos, platino de los pies a la cabeza.

– Hay cola, señor -dije, no queriendo apaciguar a un mundo que parecía lleno de adversarios.

Hans Green apareció un minuto o dos después de aquello. Iba acompañado por la joven belleza vestida de escarlata. El hombre con el esmoquin pasó por delante de mí y dijo:

– Estamos aquí por nuestra reserva…

Hans se volvió a la jefa de sala diciéndole:

– Ve a cambiarte de ropa, Melinda.

En los ojos de la chica aparecieron lágrimas y se fue corriendo. El hombre del esmoquin dijo:

– Perdóneme, señor, pero nos gustaría que nos acompañaran a la mesa.

– ¿No ha visto usted a este señor que está delante de usted? -preguntó Green-. ¿Es usted ciego, o simplemente es un asno?

El del esmoquin retrocedió y Hans dijo:

– Venga conmigo, señor Rawlins, le acompañaré a su mesa.

De camino, Hans tocó a una camarera en el hombro y le susurró algo.

– Muy bien, señor Green -dijo ella, y se dirigió hacia el atril.


La mesa que me había reservado Hans era perfecta. Apartada de las demás, aunque seguíamos estando a la vista de todo el mundo. La panorámica occidental mostraba una ciudad de Los Angeles que estaba empezando a llenarse de luces eléctricas.

Me senté, y Hans conmigo.

– ¿Cómo se las arregla? -me preguntó.

– ¿Cómo?

– Yo soy blanco -dijo-. Ario. Juego al golf, pertenezco a un club masculino, mis padres vinieron a América para liberarse y compartir la democracia, pero llevo diez minutos con usted y ya me he peleado con cuatro personas por su intolerancia. Si tiene que enfrentarse a todo eso en diez minutos, ¿cómo debe de ser la vida para usted veinticuatro horas al día?

– Diez años atrás no lo tenía tan mal -dije.

– ¿Han empeorado las cosas?

– En cierto sentido. Hace diez años, usted no habría podido dejarme cenar aquí. Hace diez años, yo ni siquiera habría estado en este barrio. El esclavismo y lo que vino después produce unas heridas muy hondas, Hans. Y la curación duele de una manera infernal.

El feo restaurador se echó atrás en el asiento y me miró. Meneó la cabeza y frunció el ceño.

– ¿Cómo puede tomárselo con tanta calma? -me preguntó.

– Porque si elijo lo contrario sería la muerte, y siempre hay una docena de personas más que no conocen la diferencia entre un ciudadano y una amenaza inminente.

– Hola -dijo una voz femenina-. No sabía que iba a ser una fiesta.

Tourmaline llevaba un traje muy ajustado, hasta la rodilla, blanco. Un delicado sombrero azul con forma de concha marina adornaba un lado de su cabeza. Los tacones altos y blancos no dificultaban su grácil movimiento.

Hans y yo nos pusimos en pie.

Observé que la que había acompañado a Tourmaline a nuestra mesa era la mujer a la que Hans había susurrado algo.

– Hola -dije yo también-. Este es Hans Green, el gerente. Hans, es la señorita…

– Goss -dijo ella, por si yo había olvidado su apellido. Siempre es agradable que la persona con la que sales trate de evitar que te avergüences.

Hans hizo una pequeña reverencia y le besó la mano.

– Easy es un hombre afortunado.

Apartó la silla para Tourmaline y ella se sentó con una gracia excepcional.

– ¿Hay algo que no desee comer o beber, señorita Goss? -le preguntó, mientras yo volvía a sentarme.

– Pues la ternera no me gusta demasiado -dijo ella.

– Entonces déjenme a mí el resto.

Hans y la nueva azafata se alejaron.

– Me alegro mucho de que no fuésemos a algún local pequeño allí en Central -dije yo.

– ¿Por qué?

– Porque habría tenido que pelearme con todos los hombres. Quiero decir que a Hans se le salían los ojos de las órbitas, y eso que acababa de decirme que es ario.

Tourmaline sonrió.

– ¿Quién es usted? -me preguntó.

– Easy Rawlins, a su servicio.

– Quiero decir que, ¿cómo puede llegar a un sitio como éste y que el gerente le visite en su mesa? ¿Es usted un gángster o algo así?

Mi sangre latía con fuerza. Sonreí y me encogí de hombros.

– De vez en cuando me reúno con mis amigos Jackson y Ray -dije-. Cotorreamos un poco, nos reímos un rato. Jackson es lo que se llama autodidacta, que significa…

– Que se ha educado a sí mismo -dijo Tourmaline, acabando mi frase.

– Sí. De todos modos, Jackson dice que nosotros tres somos la vanguardia, la gente que abre nuevas vías. Hacemos incursiones hacia todo tipo de lugares, como este restaurante.

Tourmaline estaba impresionada, pero apenas lo revelaba.

– ¿Dónde ha aprendido a hablar así, señor Rawlins?

– Leyendo y hablando. ¿Y usted?

Antes de que Tourmaline pudiera responder, Melinda, la jefa de sala degradada, vino a nuestra mesa. Llevaba un uniforme de camarera verde y blanco, y el pelo largo y rojo atado a la espalda.

Nos sirvió unos vasos de agua.

– El señor Green y el chef están escogiendo su menú, pero ¿desean algo especial?

Yo moví negativamente la cabeza sin decir nada.

– No, gracias -dijo Tourmaline, graciosa.

En cuanto se alejó Melinda, Tourmaline observó:

– Parece triste.

– Sí. -Estuve de acuerdo-. Me pregunto por qué será.


La velada fue la mejor que había disfrutado en un año entero. Tourmaline sólo llevaba trabajando en la tienda de coches usados unos pocos meses, porque era estudiante a tiempo completo de la UCLA, donde cursaba su máster en Economía.

– ¿Economía marxista o de la que hace dinero? -le pregunté.

– La ciencia -dijo, con una sonrisita-. Me interesa la política, pero no soy revolucionaria; también me interesa la buena vida, pero no tengo necesidad de ser rica.

– Ya -respondí-. Pero admitirás que la ciencia choca con el hombre en las portadas de los periódicos. Acabo de leer los titulares hoy y he visto artículos de Vietnam, la URSS y la Revolución Cultural china.

– Pero ¿y lo de ese chico y su hermano? -preguntó Tourmaline.

– Eso no lo he visto.

– Estaba abajo a la izquierda -dijo-. Un chico de dieciséis años que llevó a su hermano moribundo por la nieve durante diez horas, en las montañas de San Gabriel. Cuando el equipo de rescate los encontró, el niño más pequeño ya había muerto.

– Sí -dije-. Hay gente con un corazón muy grande por ahí. El problema es que se pierden cuando se alejan demasiado de casa.

Ya había decidido no mencionar la furgoneta roja hasta que lo hiciera ella. Había un tira y afloja en aquella cita nuestra. Ambos necesitábamos algo. Yo no sabía nada de ella como persona, y yo mismo también era un misterio, en aquella mesa.

Melinda nos sirvió pato con salsa de cerezas, puerros silvestres y patatas asadas con ajo y perejil. Como postre, Hans nos trajo fresas con nata montada y champán para Tourmaline, y un combinado de whisky con zumo de pomelo en un vaso para mí.

– ¿No se lo bebe? -me preguntó Melinda.

– No.

– Parece que te pone triste eso, ¿no? -Inclinó la cabeza a un lado de una manera que me demostró que le preocupaba. Por primera vez en mucho tiempo me sentía atraído físicamente hacia una mujer.

– El whisky para mí es como sufrir la alergia a una aspirina junto con el dolor de cabeza más fuerte que se pueda uno imaginar.

Tourmaline no respondió a aquello, al menos no con palabras. Bebió de su copa y me miró.

– Tengo la información que querías -me dijo entonces-. Y te la daré si me prometes no intentar pagarme.

– ¿No puedo ni siquiera intentarlo?

– No.

Загрузка...