22

Después de dejar el barrio de Lynne tomé Olympic y bajé hacia Santa Monica. De camino intenté resolver las diferencias entre gente como la actriz china y Tomas Hight. Lynne vivía una vida emocionante, dividida entre gángsters negros y las fiestas elegantes de Hollywood. Era una mujer bien educada, me parecía a mí, y radiante como un día sin nubes en el desierto de Palm Springs. Tomas, por otra parte, no tenía demasiado… ni quizá comprendiera gran cosa. Lo único que tenía era un trabajo en la construcción y la habitación en la que vivía. La diferencia era que Tomas podía ser un día presidente de Estados Unidos y lo único que podía esperar Lynne era hacerle una mamada al presidente.

Esa realidad no tenía nada que ver con ser negro ni moreno ni de color, ni llevar en uno mismo la herencia de la esclavitud. Lynne procedía de una cultura que se remontaba a mucho antes de que los colonizadores americanos hubieran empezado siquiera a especular.

Mientras daba vueltas a esos extraños pensamientos yo iba conduciendo y pasando junto a las palmeras, árboles coral, eucaliptos… todo un jardín botánico con árboles de todas las especies. Y también era Los Angeles. Éramos un desierto con toda el agua que necesitábamos, un terreno de cultivo para las contradicciones de la naturaleza. Cualquier semilla, insecto, lagarto o mamífero que se encontraba en Los Angeles tenía que creer que había una oportunidad de medrar. Vivir en el sur de California era como despertarse en un libro infantil titulado Si puede ser, será.

Pero el desierto nos esperaba a todos nosotros. Un día, el agua dejaría de manar y entonces los amos de toda aquella tierra reclamarían sus dominios.



Aparqué en Lincoln Boulevard, una manzana al norte de Olympic. Fui andando una manzana al este y llegué a Ahorros Beachland. El edificio tenía la forma de un pedazo de pastel, con cobertura por encima, y estaba en una esquina. La parte delantera era un amplio arco de cristal que revelaba las idas y venidas de la gente que acudía a consultar sus cuentas de ahorros o las cuentas especiales de Navidad.

Entré feliz por el hecho de que no era probable que encontrase a un militar muerto en aquel edificio; contento por seguir adelante, sencillamente.

Todavía llevaba el traje gris antracita y seguía estando presentable, pero aquello era Santa Monica, y toda la industria de aquel banco la llevaba gente blanca. Si yo hubiera entrado allí en 1964 habría sido una anomalía, algo fuera de lugar, obviamente, teniendo en cuenta por igual los rostros de empleados y clientes. Pero en 1967, dos años después de los tumultos de Watts, ya no era una simple anormalidad sino una amenaza.

– Perdóneme, señor -me dijo un guardia uniformado, acercándose a mí.

– ¿Sí?

– ¿Qué se le ofrece?

Era más bajo que yo, con la cara roja y los ojos claros. Había una certidumbre sólida en su mirada. Su cuerpo me decía que yo no podía seguir avanzando hasta que respondiera a su pregunta, y por tanto pensé las diferentes rutas que podía emprender hasta mi objetivo. Al cabo de un momento respondí:

– ¿Todavía siguen regalando ventiladores aquí? En mi casa, ¿sabe usted?, hace tanto calor como en un horno. Mi novia quiere que ponga aire acondicionado, pero no es sólo lo que cuesta el aparato, sino también la electricidad que chupa eso.

– Tiene usted que abrir una cuenta nueva con un mínimo de cien dólares para conseguir un ventilador.

Saqué uno de los billetes de doscientos dólares que me quedaban todavía y se lo tendí, como si fuera el acomodador que tuviera que comprobar mi entrada para guiarme hasta mi asiento.

Él casi fue a coger el billete, pero luego recordó quién era y dónde estábamos. El resentimiento reemplazó a la indiferencia en su mirada. Las aletas de su nariz se hincharon un poco.

Esperó todo lo que pudo y luego hizo un gesto hacia la izquierda, donde una señora anciana y un hombre con un traje a cuadros se encontraban sentados en un banco de mármol, muy largo.

– Es usted el tercero de la cola -dijo el guardia, como si me recordara mi lugar en el diseño conjunto de las cosas.

Le di las gracias con una sonrisa y un movimiento de cabeza exagerado y luego fui a sentarme, y el hombre y la señora me ignoraron.

Frente a nosotros se encontraba una pared de pino tan delgada como el papel, de unos sesenta centímetros de alto y pintada de rojo. Detrás de aquella pared, dos empleados del banco estaban sentados detrás de dos escritorios de roble gemelos; un hombre con huesos de pájaro que llevaba unas gafas de montura verde y gruesos cristales junto a una rubia hollywoodiense muy vivaracha que podría estar representando el papel de empleada de préstamos en una película.

Ambos empleados se hallaban en animada conversación con los hombres que se sentaban frente a ellos. Observé la actuación de las personas sentadas allí. El empleado de las gafas verdes estaba abriendo una nueva cuenta, pero procedía como si todo fuera muy oficial. Comprobaba la identificación y estudiaba toda la información que había escrito en su formulario su cliente, un hombre con el pelo largo con unos pantalones cortados y una camiseta.

La otra empleada tenía una expresión triste. El hombre de negocios con el que hablaba había pedido un crédito que estaba en proceso de serle denegado. Él se mostraba agresivo, señalaba hacia sí mismo y hacia otras partes del banco. La mujer hacía un gesto de impotencia y conseguía fruncir el ceño y sonreír al mismo tiempo.

Me sentí atraído por su empatía por aquel cliente tan grosero. Podía oír su voz furibunda, aunque no entendía las palabras. Él discutía la autoridad de la mujer, pero ella no se enfadaba.

Supongo que la miraba cuando ella empezó a fijarse en mí.

Al principio fue sólo una mirada de refilón, pero al cabo de un rato ella se distrajo por completo. Nadie más lo habría notado. Ella todavía siguió mostrándose paciente con el hombre de negocios, todavía estaba sentada muy compuesta y perfecta para la cámara. Pero yo había captado que intentaba mirarme.

No era una situación inusual aquella en la que me encontraba. A menudo ponía incómodas a las mujeres blancas cuando me fijaba en ellas. A veces, incluso las veía pensar respuestas a las preguntas que sabían que yo pronunciaría si tenía ocasión, intentando ligármelas. Yo creía que había comprendido lo que ella pensaba, pero entonces la mujer levantó la vista y me miró de frente, directo a los ojos. Mostraba un interés sincero en mí, en el hecho de que estuviese allí, y comprendí lo que iba a pasar.

Ella miró al hombre de negocios y dijo algo categórico. Ya no sonreía, ya no se mostraba comprensiva. El hombre movió la cabeza como si le hubiesen abofeteado. Entonces se sentó erguido, muy tieso, pensando qué responder. Hubo un enfrentamiento momentáneo, pero luego el hombre se puso de pie y salió por la puerta de pino pintada de rojo y dejó el banco, evitando conscientemente el contacto visual con cualquier otra persona.

Yo le vi salir, notando que el traje azul que llevaba estaba muy raído, y que sus zapatos eran tan viejos que casi se habían amoldado por completo a la forma de sus pies.

– ¿Señor?

La empleada rubia estaba de pie ante mí. Tenía una figura que hacía desviar la vista por pudor. Sólo apareciendo de pie ante mí ya hizo que me sudaran las manos.

– Nosotros estábamos primero -dijo el hombre con el traje a cuadros. Llevaba bigote y tenía un tic en el párpado derecho. No había mirado antes su rostro, de modo que no sabía si el tic se debía al hecho de que la empleada viniera hacia mí o no.

– Estaremos con usted en cuanto podamos -dijo la curvilínea empleada. Y luego a mí-: Venga conmigo, señor.

Ocupé el lugar del hombre de negocios venido a menos y vi el nombre de la empleada en una placa: Faith Laneer.

– Gracias, señorita Laneer -le dije-. Pero ese caballero estaba antes que yo.

– El señor Green viene una vez a la semana a quejarse por el redondeo decimal de sus intereses -dijo ella con una voz muy agradable, sin prisas-. Le decimos que es política del banco redondear a la baja cuando los decimales son cinco o menos, pero él quiere discutir. Si su tiempo vale tan poco, quizá debería esperar hasta el final. En fin, ¿en qué puedo ayudarle, señor…?

– Rawlins. Ezequiel Rawlins.

La miré a los ojos para ver si conocía el nombre, pero no parecía ser así.

– ¿Qué desea, señor Rawlins?

– Ese ventilador eléctrico -dije, sacando el folleto y señalando-: Mi novia dice que quiere aire acondicionado, pero…

Me detuve porque vi la desesperación en la expresión de Faith. Ella había visto algo en mí, y ahora resultaba ser otra cosa. Quizá yo fuese una amenaza, o simplemente un idiota buscando comida gratis.

La crisis no había llegado todavía, pero se encontraba cerca.

Yo coloqué mi mano sobre la suya y ella la cogió.

– Lo siento -dije-. No quería jugar con usted.

Aparté la mano y saqué mi cartera. La abrí y le mostré una fotografía de Amanecer de Pascua que la niña me había dado unos meses antes, el día de Acción de Gracias. Navidad llevaba a Pascua a un fotógrafo cada tres meses para que sus recuerdos estuviesen bien documentados.

– ¿Conoce a esta niña? -pregunté.

Ella asintió, sin llorar.

– Su padre la dejó en mi casa hace tres días. Llevo todo este tiempo buscándole -le expliqué.

– ¿Cómo me ha encontrado?

– Fui a dos casas donde había estado Navidad. En la segunda había un folleto de este banco; en la primera una foto suya de pie en un yate que se llamaba Zapatos nuevos…

– Ah. -Faith levantó la vista hacia el reloj y luego la bajó hacia sus manos.

Se estaba viniendo abajo justo ante mí. En cualquier momento se derrumbaría por completo.

– ¿Por qué no salimos de aquí y vamos a ese restaurante que hay ahí enfrente? -sugerí-. Puede decirle a su jefe que necesita un pequeño descanso…

Ella asintió y yo me levanté. Me miró como si yo fuera una secuoya, un árbol que vive entre la niebla, un árbol que jamás podría prosperar en un desierto aunque ese desierto estuviese inundado y cubierto por la dulce podredumbre de la corrupción.

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