Capítulo VII

Al subir al coche y cerrar Lewis la puerta de la casa de Harley Street, Gerda experimentó la misma sensación que si acabaran de condenarla al destierro. Parecía tan sin apelación aquel portazo... Quedaba cerrada fuera. Había caído sobre ella aquel terrible fin de semana. Y había cosas, muchísimas cosas, que debiera haber hecho antes de marcharse. ¿Había cerrado el grifo del cuarto de baño? Y la carta para la lavandera... la había puesto..., ¿dónde la había puesto? ¿Estarían bien los niños con mademoiselle? Mademoiselle era tan... tan... Terencio, por ejemplo, ¿haría alguna de las cosas que mademoiselle le dijera? Las institutrices francesas no parecían tener mucha autoridad.

Se sentó al volante, abrumada aún por su sensación de infelicidad, y dio nerviosa al arranque. Lo oprimió vez tras vez.

Dijo Juan:

—El coche arrancará mejor, Gerda, si das la llave del motor.

—¡Caramba! ¡Qué torpe soy!

Le dirigió una rápida mirada preñada de alarma. Si Juan iba a enfadarse desde el primer momento... Pero con gran alivio suyo vio que estaba sonriendo.

«Eso se debe —pensó Gerda, con un destello de perspicacia— a que está tan contento de que vamos a casa de los Angkatell.»

¡Pobre Juan! ¡Trabaja tanto! Llevaba una existencia tan abnegada, tan por completo dedicada a los demás... Nada de particular tenía que tuviese tantas ganas de que llegara aquel fin de semana. Y recordando la conversación en el comedor, dejó de embragar tan de repente que el coche arrancó de un salto:

—Sabes, Juan, que no debieras decir ni en broma que odias a los enfermos. Es maravilloso eso de que des tan poca importancia a todo lo que haces, y lo comprendo. Pero los niños, no. Terry, en particular, suele tomar las cosas al pie de la letra.

—Hay veces —dijo Juan Christow— en que Terry parece casi humano... ¡no como Zena! ¿Hasta qué edad suelen las niñas ser todo afectación?

Gerda rió dulcemente. Juan quería hacerla rabiar un poco, lo sabía. Se mantuvo en sus trece. Gerda tenía una mente tenaz.

—Yo creo, Juan, que es bueno que los niños se den cuenta de la abnegación y de la devoción de la vida de un médico.

—¡Dios Santo! —exclamó Christow.

La mente de Gerda se desvió momentáneamente. Las luces de tráfico a las que se acercaba llevaban mucho rato verdes. Era casi seguro, se dijo, que cambiarían antes de que pudiera llegar a ellas. Empezó a amainar la velocidad. Verde aún.

Juan Christow olvidó su resolución de no criticar la forma de conducir de su esposa.

—¿Por qué paras? —quiso saber.

—Pensé que las luces pudieran cambiar...

Pisó el acelerador. El automóvil avanzó un poco, pasó las luces, y el motor, no pudiendo agarrar a tiempo, falló.

Los vehículos que venían de los lados del cruce empezaron a tocar, iracundos, la bocina.

Juan dijo, aunque agradablemente:

—¡Eres la peor conductora de automóvil del mundo, Gerda!

—Siempre me preocupan las luces de tráfico. Una no sabe nunca cuándo van a cambiar.

Juan miró de soslayo a Gerda, observó la preocupación y ansiedad que reflejaba su semblante.

«A Gerda le preocupa todo», pensó.

E intentó imaginarse qué sensación experimentaría una persona que se hallara siempre en este estado. Pero, como no tenía mucha imaginación, le fue imposible conseguirlo.

—¿Sabes? —Gerda seguía con lo mismo—. Siempre he procurado inculcarles a los niños lo que es la vida de un médico..., la abnegación, el dedicarse a aliviar dolores y sufrimientos..., el deseo de servir a los demás. Es una vida tan noble, y estoy tan orgullosa de que des todo tu tiempo y toda tu energía y de que no perdones esfuerzo...

Juan Christow la interrumpió:

—¿No se te ha ocurrido pensar alguna vez que me gusta la medicina..., de que es un placer y no un sacrificio? ¿No te das cuenta de que esa maldita carrera es interesante?

Pero no, pensó; Gerda jamás comprenderá una cosa así. Si le hablaba de la señora Crabtree y de la Sala Margaret Russell, sólo vería en él a un angélico protector de los Pobres, así, con mayúscula.

—Me está ahogando en dulce miel —murmuró entre dientes.

—¿Cómo? —Gerda se inclinó hacia él.

Él movió la cabeza negativamente.

Si le dijese a Gerda que estaba intentando «hallar una cura para el cáncer» reaccionaría. Era capaz de comprender una simple afirmación sentimental, Pero nunca jamás comprendería la peculiar fascinación de las complicaciones de la enfermedad de Ridgeway. Dudaba poderla hacer comprender jamás lo que era la enfermedad de Ridgeway incluso. («Sobre todo —pensó, sonriendo—, en vista de que ni nosotros mismos estamos muy seguros de lo que es. ¡No sabemos, en realidad, por qué se produce la degeneración cortical!»)

Pero se le ocurrió de pronto, que Terencio, a pesar de su niñez, sí que pudiera sentir interés por la enfermedad de Ridgeway. Le había gustado la forma en que le mirara el niño antes de contestar: «No creo que bromee papá.»

Terencio había estado en desgracia durante los últimos días por haber roto el molinillo de café. Había dicho algo de querer hacer amoníaco. ¿Amoníaco? ¡Qué chico más raro! ¿Por qué diablos había de querer hacer amoníaco? Resultaba interesante hasta cierto punto...

Gerda sintió alivio ante el silencio de Juan. Conducía mejor si no la distraían hablándole. Además si Juan estaba sumido en sus pensamientos, era menos probable que se diera cuenta del chirrido que hacía al cambiar forzadamente las marchas. (Nunca cambiaba de mayor a menor si podía evitarlo.)

Había veces, y ella lo sabía, en que cambiaba las marchas bastante bien (aunque nunca con confianza), pero nunca sucedía eso cuando Juan iba en el coche. La determinación de hacerlo bien en su presencia siempre resultaba desastrosa. Su mano se hacía torpe, aceleraba demasiado, o no lo suficiente, y luego empujaba rápida y torpemente el cambio, produciendo en el mecanismo el consabido chirrido.

—Cambia con la misma suavidad que si acariciaras la palanca, Gerda —le había suplicado Enriqueta una vez, años antes. Enriqueta había hecho una demostración—. ¿No sientes el camino que quiere seguir? Quiere entrar resbalando... Conserva la mano plana, hasta que lo sientas. No empujes en cualquier dirección..., siéntelo.

Pero Gerda nunca había podido sentir nada en una palanca de cambios. Si la empujaba, más o menos aproximadamente, en la dirección correcta, debiera entrar por sí sola. Debieran fabricar los automóviles de forma que les fuese absolutamente imposible chirriar de aquella forma tan desagradable.

En conjunto, pensó Gerda al iniciar el ascenso de Mersham Hill, aquel viaje no iba demasiado mal. Juan seguía absorto en sus pensamientos y no se había dado cuenta del exagerado chirrido que provocara en Croydon. Al ganar el coche velocidad, cambió, optimista, a tercera, e inmediatamente la marcha del coche disminuyó. Juan, como quien dice, se despertó.

—¿De qué diablos sirve cambiar —quiso saber— en el instante en que llegas a otra pendiente?

Gerda cuadró su mandíbula. No quedaba mucho ya. Y no era que quisiese llegar. Hubiese preferido conducir horas y horas aun cuando Juan se enfadara exageradamente con ella.

Pero ahora pasaban por Shovel Down rodeados de bosques con sus galas otoñales.

—Es maravilloso salir de Londres y meterse aquí —exclamó Juan—. Piénsalo, Gerda..., la mayoría de las tardes nos encontramos encerrados en la sala tomando el té... a veces con la luz encendida.

La imagen de la sala, bastante oscura, surgió en la mente de Gerda con toda la tentadora delicia de un espejismo. ¡Oh! ¡Si hubiera podido siquiera encontrarse en ella ahora...!

—El campo está muy hermoso —dijo heroicamente.

Descenso por la empinada cuesta. Ya no había escape posible. La vaga esperanza de que algo, no sabía qué, intervendría para salvarla de la pesadilla, no se había realizado. Habían llegado.

Se consoló un poco al entrar viendo a Enriqueta sentada en un muro con Midge y un hombre alto y delgado. La presencia de Enriqueta la animaba, porque ésta acudía a veces inesperadamente en su ayuda cuando las cosas se ponían demasiado mal.

Juan se alegró de ver a Enriqueta. Le parecía un final de viaje apropiado tras el bello panorama otoñal bajar de la cresta de la colina y encontrarse con Enriqueta que le aguardaba.

Llevaba la chaqueta y la falda de mezclilla verde que tanto le gustaba a él y que, en su opinión, le sentaba mucho mejor que la ropa que usaba por la ciudad. Tenía extendidas sus largas piernas y llevaba zapatos de campo, de color, muy relucientes.

Se sonrieron mutua y rápidamente, breve señal que expresaba cuánto se alegraban de verse. Juan no quería hablar con Enriqueta ahora. Gozaba con saber que estaba allí, porque sin ella el fin de semana hubiera resultado yermo y vacío.

Lady Angkatell salió de la casa y les saludó. La conciencia la hizo ser más efusiva con Gerda de lo que hubiera sido normalmente con ningún otro invitado.

—¡Cuánto me alegro de verte, Gerda! ¡Hace tanto tiempo...! ¡Y Juan!

Era evidente que quería dar la impresión de que a quien esperaba con verdadera ansiedad era a Gerda, y que Juan no pasaba de ser un simple acompañante. El intento fracasó miserablemente, no consiguiendo otro efecto que el de dejar cohibida a Gerda.

Dijo Lucía:

—¿Conoces a Eduardo...? ¿A Eduardo Angkatell?

Juan saludó a Eduardo con un movimiento de cabeza.

—No; creo que no.

El sol de la tarde iluminó el oro de la cabellera de Juan y el azul de sus ojos. Tal hubiera podido ser el aspecto de un vikingo que acabara de desembarcar para emprender una misión de conquista. Su voz, cálida y sonora, encantaba al oído, y el magnetismo de su personalidad asumía la dirección de la escena.

Aquel calor y aquella objetivación no hicieron daño alguno a Lucía. Servía, incluso, para hacer resaltar aquella cualidad suya indefinible y maravillosa. Era Eduardo quien, por contraste con el otro, pareció de pronto exánime, una figura borrosa, algo inclinada.

Enriqueta le propuso a Gerda que fueran a ver el huerto.

—Es seguro que Lucía insistiera en enseñarnos el jardín rocoso y las plantas otoñales —dijo, al llevársela—; pero a mí siempre me han parecido los huertos muy bonitos y apacibles. Una puede sentarse encima de los marcos que se usan para protección de los pepinos, o meterse en un invernadero si hace frío, y nadie le molesta a una. Y a veces hay algo que comer.

Hallaron, en efecto, unos guisantes tardíos que Enriqueta se comió crudos, pero que a Gerda no le hicieron mucha gracia. Se alegraba de haberse podido alejar de Lucía Angkatell, a la que encontraba más alarmante que nunca.

Empezó a hablarle a Enriqueta con cierta animación. Las preguntas que hacía Enriqueta siempre parecían ser las que Gerda podía contestar. Al cabo de diez minutos, Gerda se sintió mucho mejor y empezó a pensar que quizá no fuera tan malo el fin de semana después de todo.

Zena asistía a una clase de baile ahora y acababa de hacerse un vestido nuevo. Gerda lo describió con todo lujo de detalles. Además había encontrado una tienda nueva, muy bonita y agradable, que se especializaba en géneros de piel de artesanía. Enriqueta preguntó si costaba mucho trabajo hacerse un bolso una misma. Gerda tendría que enseñarla.

En realidad era muy fácil, se dijo, hacer feliz a Gerda. Y ¡qué cambio más grande se operaba en ella cuando se sentía feliz!

«Lo único que desea —pensó Enriqueta— es que la dejen hacerse un ovillo y ronronear.»

Se sentaron en uno de los marcos de los pepinos donde el sol, bajo ahora en el firmamento, daba la ilusión de un día de verano.

Luego se hizo un silencio. El rostro de Gerda perdió su expresión de placidez. Se le cayeron los hombros. Se convirtió en la personificación del sufrimiento. Dio un brinco cuando habló Enriqueta.

—¿Por qué vienes —le preguntó ésta—, si tanto lo odias?

—¡Oh, no! Quiero decir... No sé por qué habías de creer...

Hizo una pausa y luego continuó:

—Es verdaderamente delicioso escapar de Londres, y lady Angkatell es tan bondadosa...

—¿Lucía? No tiene ni pizca de bondadosa.

Gerda pareció escandalizarse.

—¡Oh, sí que lo es! Es tan buena para conmigo siempre...

—Lucía tiene muy buenos modales y sabe ser amable. Pero es una persona bastante cruel. Yo creo que ello se debe, en realidad, a que no es del todo humana..., no sabe lo que es sentir y pensar como un ser normal. Y ¡tú odias estar aquí, Gerda! De sobra sabes que tengo razón. Y, ¿por qué has de venir si tienes esos sentimientos?

—Pues, verás, como a Juan le gusta...

—Sí, a Juan le gusta, en efecto. Pero podías dejarle venir solo.

—No le gustaría eso. No disfrutaría sin mí. Juan es tan abnegado... Opina que me conviene salir al campo.

—El campo está bien. Pero no hay necesidad de cargar con los Angkatell además.

—No..., no... quiero que pienses que soy desagradecida.

—Mi querida Gerda, ¿por qué habías de querernos? Siempre he opinado que los Angkatell son una familia odiosa. Nos gusta a todos reunirnos y hablar un lenguaje absurdo, completamente nuestro. Nada me extraña que los demás sientan deseos de asesinarnos.

Luego agregó:

—Supongo que ya debe ser cerca de la hora del té. Vamos a regresar.

Estaba observando el semblante de Gerda al levantarse ésta y echar a andar hacia la casa.

—Resulta interesante —pensó Enriqueta, parte de cuya mente siempre permanecía al margen de lo que hablara o escuchase— ver el aspecto que tenía el rostro de una mártir cristiana antes de entrar en el Circo.

Cuando salieron del recinto del huerto oyeron disparos y Enriqueta murmuró:

—¡Suena como si hubiera empezado ya la matanza de Angkatell!

Resultó ser que Enrique y Eduardo discutían acerca de armas de fuego y que, para ilustrar la discusión, disparaban revólveres. Enrique Angkatell era muy aficionado a las armas de fuego y tenía una colección completa.

Había sacado varios revólveres y unos cuantos blancos, y Eduardo y él estaban disparando contra estos últimos.

—Hola, Enriqueta, ¿quieres probar si eres capaz de darle a un ladrón?

Enriqueta tomó un revólver.

—Eso es..., sí..., apunta de esta manera.

¡Crac!

—No le diste —anunció sir Enrique.

—Prueba tú, Gerda.

—¡Oh, no creo que yo...!

—Vamos, señora Christow. Es la mar de sencillo.

Gerda disparó el revólver con sobresalto y cerrando los ojos. El proyectil se desvió aún más del blanco que el de Enriqueta.

—¡Ah! ¡Yo quiero probar! —anunció Midge, acercándose.

—Es más difícil de lo que una se supone —observó, después de un par de disparos—; pero es la mar de divertido.

Lucía salió del edificio. Tras ella apareció un joven alto, hosco, con la nuez de la garganta muy pronunciada.

—Aquí está David —anunció.

Tomó el revólver de manos de Midge mientras su esposo saludaba a David Angkatell, lo volvió a cargar y, sin decir una palabra, colocó tres disparos seguidos en el mismo centro del blanco.

—¡Aplausos, Lucía! —exclamó Midge—. No sabía yo que el tiro era una de tus habilidades.

—Lucía —anunció solemnemente sir Enrique— siempre mata al que apunta.

Luego agregó, reminiscente:

—Esa habilidad resultó muy útil en cierta ocasión. ¿Te acuerdas, querida, de aquellos bandidos que nos atacaron por el lado asiático del Bósforo aquel día? Yo rodé por el suelo con dos de ellos encima... estaban intentando estrangularme.

—¿Y qué hizo Lucía? —preguntó Midge.

—Hizo dos disparos contra el montón. Ni siquiera sabía yo que llevase pistola. Pegó a uno de los bandidos en la pierna, y al otro en el hombro. En mi vida me rondó a mi de tan cerca la muerte. Aún no comprendo cómo no me alcanzó uno de los tiros.

Lady Angkatell le sonrió.

—Yo creo que una ha de correr algún riesgo siempre —dijo, con dulzura—. Y una debiera obrar aprisa y no pensarlo demasiado.

—¡Admirable sentimiento, querida! —aplaudió sir Enrique—. Pero yo siempre me he resentido de que el riesgo que tú afrontaras fuese yo.

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