Capítulo XIII

Se comieron las ocas frías para cenar. Después de las ocas hubo natillas de caramelo, lo cual, según lady Angkatell, demostraba que la señora Medway tenía los sentimientos adecuados al caso.

La cocina, dijo, ofrecía un gran campo en que dar muestras de delicadeza de sentimientos.

—Ella sabe que las natillas de caramelo no son plato que nos guste demasiado. Resultaría un poco repugnante comer, a raíz de la muerte de un amigo, un dulce favorito de una. Pero las natillas de caramelo son tan fáciles..., tan resbaladizas... Y, además, una se deja parte en el plato.

Suspiró y dijo que confiaba que habrían obrado bien al permitirle a Gerda que regresara a Londres. Pero Enriqueta obró con corrección al acompañarla.

—Regresará aquí para la encuesta, naturalmente —prosiguió lady Angkatell, meditativa, comiendo natillas de caramelo—. Pero, claro está, quería darles la noticia a los niños con las debidas precauciones. Pudieran leer la noticia en los periódicos y no hay más que una francesa en casa..., ya sabe cómo son de excitantes..., una crisis de nerfs, posiblemente. Pero Enrique se encargará de ella. Y creo que Gerda estará bien allí. Probablemente mandará llamar a algunos parientes, hermanos quizá. Gerda es de la clase de persona que suele tener hermanas..., tres o cuatro..., y que vivirán, a buen seguro, en Tumbridge Wells.

—¡Qué ocurrencia más extraordinaria, Lucía! —dijo Midge.

—Bueno, querida, en Torquay, si lo prefieres. No; en Torquay no. Tendrían que tener por lo menos sesenta y cinco años para vivir en Torquay. En Eastbourne quizás. O en Saint Leonard.

Lady Angkatell echó una mirada a la última cucharada de natillas de caramelo, pareció compadecerse de ella, y la dejó de nuevo en su plato muy despacio, sin comérsela.

David, a quien sólo gustaban los dulces, miró su plato vacío.

Lady Angkatell se puso en pie.

—Creo que todos nos queremos acostar temprano esta noche —dijo— Han ocurrido tantas cosas..., ¿verdad? Una no se forma una idea, leyéndolas en los periódicos, de lo fatigantes que son. Me siento igual que si hubiera caminado quince millas... en lugar de no hacer nada más que estarme sentada..., aunque eso cansa también, porque a una no le gusta leer un libro o un periódico..., ¡resulta tan falto de sensibilidad! Aunque quizás el articulo de fondo del Observer no hubiera estado mal... pero no el News of the World[9]. ¿No estás de acuerdo conmigo, David? Me gusta saber lo que piensan los jóvenes, así una no pierde contacto.

David contestó en voz muy hueca que él nunca leía el News of the World.

—Yo siempre —anunció lady Angkatell—. Fingimos que lo compramos para la servidumbre; pero Gudgeon es muy comprensivo y nunca se lo lleva hasta después del té. Es un periódico la mar de interesante... que cuenta la de mujeres que se suicidan metiendo la cabeza en el horno de gas..., ¡una cantidad increíble de ellas!.

—¿Qué harán en las casas del porvenir, en que todo se hará por electricidad? —inquirió Eduardo Angkatell con una leve sonrisa.

—Supongo que no tendrán más remedio que resignarse y seguir viviendo..., que resulta mucho más sensato.

—Estoy en desacuerdo con usted, caballero —anunció David—. En eso de que las casas del porvenir estén completamente electrificadas. Puede haber calefacción comunal de suministros. Toda casa de obreros debiera poseer dispositivos para que se ahorraran cuantos trabajos fueran posibles.

Eduardo Angkatell se apresuró a decir que aquél era un asunto en el que temía no estar muy versado. David hizo un gesto de desdén.

Gudgeon entró con una bandeja en que llevaba el café. Se movía más despacio que de costumbre, como para dar la sensación de duelo.

—Ah, Gudgeon —dijo lady Angkatell—, esos huevos... Tenía la intención de marcarlos con la fecha, como de costumbre. ¿Quiere decirle a la señora Medway que se encargue de ello?

—Creo, milady, que hallará usted que todo se ha atendido satisfactoriamente —contestó el mayordomo. Carraspeó—. Me he cuidado yo, personalmente, del asunto.

—Oh, gracias, Gudgeon.

Y al salir, el hombre, murmuró:

—La verdad, Gudgeon es maravilloso. Toda la servidumbre se está portando maravillosamente. Y una les compadece tanto por tener a la Policía en casa... Debe de ser terrible para ellos. A propósito, ¿queda alguno?

—¿Policía quieres decir? —inquirió Midge.

—Sí. ¿No suelen dejar a uno plantado en el vestíbulo? O tal vez esté vigilando la puerta principal escondido en el seto, allá fuera.

—¿Por qué había de vigilar la puerta principal?

—La verdad, no lo sé. Eso es lo que hacen en las novelas. Y luego, asesinan a otro durante la noche.

—¡Lucía, por favor! —exclamó Midge.

Lady Angkatell la miró con curiosidad.

—Querida, ¡cuánto lo siento! Qué estúpida soy. Y, claro está, no pueden asesinar a nadie más. Gerda se ha ido a su casa... Quiero decir... ¡Oh, Enriqueta, querida, lo siento! No tenía intención de decir eso.

Pero Enriqueta no contestó. Estaba de pie junto a la mesita redonda contemplando la lista de tantos de la partida de bridge de la noche anterior.

Dijo, saliendo de su ensimismamiento:

—Perdona, Lucía, ¿qué decías?

—Me preguntaba si quedaría en la casa algún policía sobrante.

—¿Como retales de un saldo? No lo creo. Todos se han vuelto a la comisaría, para escribir lo que hemos dicho en terminología policíaca.

—¿Qué estás mirando, Enriqueta?

—Nada.

Enriqueta cruzó hacia la repisa de la chimenea.

—¿Qué crees que estará haciendo Verónica Cray esta noche? —preguntó.

El rostro de lady Angkatell expresó algo muy parecido al pánico.

—¡Querida! ¿Crees acaso que vendrá aquí otra vez? Debe de haberse enterado de la noticia ya.

—Sí —asintió Enriqueta, pensativa—; tiene que haberse enterado.

—Y eso me recuerda... —dijo lady Angkatell—; es necesario que telefonee a los Clay. No podemos permitir que vengan a comer mañana como si no hubiera sucedido nada.

Salió de la estancia.

David, odiando a todos los parientes, dijo algo entre dientes de que quería consultar la Enciclopedia Británica. La biblioteca, pensó, resultaría un lugar bastante tranquilo.

Enriqueta se acercó a los ventanales, Eduardo la siguió.

La encontró parada fuera, contemplando el cielo. Dijo ella:

—No hace tanto calor como anoche, ¿verdad?

Eduardo respondió, con su agradable voz:

—No; hace bastante fresco.

Empezó a mirar la casa. Recorrió con la vista las ventanas. Luego dio media vuelta y contempló el bosque. Eduardo no tenía la menor idea de lo que la otra estaría pensando.

Hizo un movimiento hacia el ventanal.

—Más vale que entres. Hace frío.

Ella movió negativamente la cabeza.

—Me voy a dar un paseo. Hasta la piscina.

—¡Oh, Enriqueta! —dio un paso hacia ella—. Te acompañaré.

—No, gracias, Eduardo —la voz cortó tanto como el frío de la noche— Quiero estar a solas con mis muertos.

—¡Enriqueta! Querida..., yo no he dicho nada. Pero sí que sabes cuánto... cuánto lo siento.

—¿Lo sientes? ¿Que Juan Christow haya muerto?

Seguía su voz frágil y aguda.

—Quise decir... que lo sentía por ti, Enriqueta. Sé que tiene que haber sido... un golpe terrible.

—¿Golpe? Ah, pero yo soy muy dura, Eduardo. Puedo soportar los golpes. ¿Fue golpe para ti? ¿Qué sentiste cuando le viste tendido allí? Te alegraste, supongo. No te era simpático Juan Christow.

Eduardo murmuró:

—Él y yo... no temamos gran cosa en común...

—¡Qué bien lo expresas! De una forma tan contenida... Pero, la verdad es que una cosa teníais en común. ¡A mí! Los dos me queríais, ¿eh? Sólo que eso no servía de lazo de unión entre los dos... Todo lo contrario.

La luna asomó a través de una nube y Eduardo se sobresaltó al ver de pronto el rostro de ella, contemplándole. Inconscientemente, siempre veía a Enriqueta como proyección de la Enriqueta a la que había conocido en Ainswick. Para él, era siempre una muchacha risueña, de ojos vivaces, llenos de avidez y de expectación. La mujer que vio ahora le pareció una extraña, con ojos brillantes, pero fríos, que parecían mirarle con hostilidad.

Dijo, con sinceridad:

—Enriqueta, querida mía, créeme... sí que me conduelo contigo... en... en tu angustia... en la pérdida que acabas de sufrir.

Dijo ella en voz baja:

—Pero, ¿es dolor?

La pregunta le sobresaltó. Parecía hacérsela a sí misma, y no a él.

—Tan rápido... puede ocurrir con tanta rapidez... Un momento vivo, respirando. Y, al siguiente... muerto.... desaparecido... el vacío. ¡Oh, el vacío! Y henos aquí a nosotros, a todos nosotros, comiendo natillas de caramelo y diciendo que estamos vivos... Y Juan, que estaba más vivo que todos nosotros, está muerto. Me digo la palabra, una vez tras otra. Para mis adentros. Muerto... muerto... muerto, muerto. Y al fin no tiene significado... no tiene significado en absoluto... no quiere decir nada. No es más que una palabrita rara, como el chasquido de una rama podrida. Muerto... muerto.... muerto... muerto. Es como un tamtam, ¿verdad?, sonando en la selva virgen. Muerto... muerto... muerto... muerto...

—¡Enriqueta, calla! ¡Calla por el amor de Dios!

Ella le miró con curiosidad.

—¿No sabías que ésos serían mis sentimientos? ¿Qué creías? ¿Que me sentaría a llorar dulcemente, con la cara hundida en un pañuelito muy mono mientras tú me tomabas la mano? Que sería un golpe terrible, pero que al poco rato me iría reponiendo. Y que tú me consolarías muy bien. Eres agradable, Eduardo. Eres muy agradable. Pero resultas tan... tan inadecuado.

Él retrocedió. Se tornó rígido su semblante. Dijo:

—Eso siempre lo he sabido.

Enriqueta prosiguió con ferocidad:

—¿Qué crees tú que ha sido para mí toda la noche, sentados unos y otros por ahí, muerto Juan y sin que a nadie más que a Gerda y a mí nos importara? Tú, contento; David, cohibido; Midge, angustiada, y Lucía disfrutando del News of the World que, de periódico, se había convertido para ella en palpitante realidad. ¿No te das cuenta de cuan parecido a una fantástica pesadilla es todo esto?

Eduardo nada dijo. Dio un paso atrás, quedando en la oscuridad.

Mirándole, Enriqueta dijo:

—Esta noche... nada me parece real, nada lo es para mí... ¡salvo Juan!

Eduardo dijo con voz comedida:

— Lo sé... Yo no soy muy real.

—¡Qué bestia soy, Eduardo! Pero no puedo remediarlo. No puedo menos de mostrarme resentida de que Juan, que estaba vivo, esté muerto.

—Y que yo, que estoy medio muerto, esté vivo.

—No quise decir eso, Eduardo.

—Yo creo que sí, Enriqueta. Yo creo que tal vez tengas razón.

Ella, sin embargo, murmuraba, pensativa, volviendo a su primera idea:

—Pero no es dolor. Quizá no sea yo capaz de sentir dolor. Tal vez no lo sienta nunca. Y, no obstante, me gustaría sentir dolor por Juan.

Sus palabras le parecieron a él fantásticas. Pero aún quedó más sobresaltado al agregar la muchacha de pronto, con voz determinada:

—Es preciso que vaya a la piscina.

Se alejó por entre los árboles.

Eduardo entró en casa de nuevo, andando con rigidez. Midge alzó la cabeza al entrar. Tenía el rostro gris y demacrado. Parecía haberse quedado sin sangre.

No oyó la exclamación que Midge ahogó inmediatamente.

Se acercó a una silla maquinalmente y se sentó. Como si comprendiera que se esperaba algo de él, dijo:

—Hace frío.

—¿Tienes mucho frío, Eduardo? ¿Quieres que... que te... que te encienda fuego?

—¿Cómo?

Midge tomó una caja de cerillas de la repisa de la chimenea. Se arrodilló, y prendió fuego a la leña. Miró cautelosamente, de soslayo, a Eduardo. No se daba cuenta, se dijo, de nada de lo que había a su alrededor.

Dijo:

—Él fuego es agradable. Le calienta a uno.

«¡Qué cara de frío tiene! —pensó—. Pero, ¡no es posible que haga tanto frío! ¡Es Enriqueta! ¿Qué le habrá dicho?»

—Acerca más tu silla, Eduardo. Aproxímate al fuego.

—¿Cómo?

—Tu silla. Al fuego.

Le estaba hablando ahora en voz muy alta. Y despacio, como a un sordo.

Y, de pronto, tan de pronto que el corazón le dio un vuelco de alivio, Eduardo, el verdadero Eduardo, volvió a asomar. Sonriéndole con dulzura.

—¿Me has estado hablando, Midge? Lo siento. Me temo que estaba... pensando en algo.

—Oh, no fue nada. Sólo el fuego.

Chisporroteaba la leña y unas pinas ardían con llama brillante y clara. Eduardo las miró. Dijo:

—Es un fuego muy agradable.

Tendió las largas y delgadas manos hacia la llama, sintiendo el alivio de la tensión.

Midge dijo:

—Siempre quemábamos piñas en Ainswick.

—Y lo sigo haciendo. Se entra un cesto de ellas todos los días y se coloca junto a la chimenea.

Eduardo en Ainswick. Midge entornó los ojos, imaginándoselo. Se sentaría, pensó, en la biblioteca, en el lado occidental de la mesa. Había una magnolia que casi tapaba una ventana y que llenaba la estancia de una luz verde dorada por las tardes. Por la otra ventana, se veía el césped y una sequoia parecía montar guardia. Y, a la derecha, estaba la gran haya cobriza.

¡Oh, Ainswick...! ¡Ainswick!

Le parecía oler el aire embalsamado que flotaba de la magnolia que, aun en septiembre, tendría algunas flores grandes, blancas como la cera, y de un perfume tan dulce. Y las pinas en el fuego. Y el olor, levemente rancio, de la clase de libro que era seguro que estaría leyendo Eduardo. Estaría sentado en el sillón de respaldo ahuecado y de vez en cuando, quizás, apartaría la mirada del libro para clavarla en el fuego y pensaría, durante un instante, en Enriqueta.

Midge salió de su ensimismamiento y preguntó:

—¿Dónde está Enriqueta?

—Se fue a la piscina.

Midge le miró boquiabierta.

—¿Por qué?

Su voz brusca y profunda, despertó un poco la atención de Eduardo.

—Mi querida Midge, no irás a decirme que no sabías... oh, bueno, que no adivinabas. Conocía a Christow muy bien.

—Oh, claro, una sabía eso. Pero no veo yo por qué había de irse a penar al lugar en que le mataron. Enriqueta no suele hacer esas cosas. Jamás es melodramática.

—¿Sabe alguno de nosotros, acaso, cómo es cualquiera de los demás? Enriqueta, por ejemplo.

Midge frunció el entrecejo. Dijo:

—Después de todo, Eduardo, tú y yo hemos conocido a Enriqueta toda nuestra vida.

—Ha cambiado.

—No, en realidad. Yo no creo que uno cambie.

—Enriqueta ha cambiado.

—¿Más que nosotros? ¿Más que tú y yo?

—Oh, yo me he estacionado. Eso lo sé de sobra. Y tú...

Sus ojos enfocando de pronto, la contemplaron arrodillada junto a la chimenea. Era como si la estuviera mirando desde muy lejos, fijándose en la mandíbula cuadrada, en los ojos negros, en la boca resuelta. Dijo:

—Ojalá te viese con más frecuencia, Midge querida.

Le sonrió. Dijo:

—Lo sé. No es fácil, en estos tiempos, mantener contacto.

Se oyó ruido fuera y Eduardo se puso en pie.

—Lucía tenía razón —dijo—. Ha sido un día fatigante... nuestro primer contacto con el asesinato. Me voy a acostar. Adiós.

Había salido del cuarto cuando entró Enriqueta por el ventanal.

Midge se volvió hacia ella.

—¿Qué le has hecho a Eduardo?

—¿Eduardo?

Enriqueta pronunció el nombre, distraída. Tenía fruncido el entrecejo. Parecía estar pensando en algo que se hallase lejano.

—Sí, Eduardo. Entró con una cara horrible..., ¡tan fría y tan gris...!

—Si tanto quieres a Eduardo, Midge, ¿por qué no haces algo?

—¿Hacer algo? ¿qué quieres decir?

—No lo sé. ¡Subirte a una silla y dar gritos! ¡Llamar la atención hacia ti! ¿ No sabes que ésa es la única esperanza cuando se trata de un hombre como Eduardo?

—Eduardo jamás querrá a ninguna persona más que a ti, Enriqueta. Nunca ha querido a ninguna otra.

—En tal caso, da muestras de muy poca inteligencia.

Echó una rápida mirada al pálido semblante de Midge. Agregó:

—Te he herido. Lo siento. Pero odio a Eduardo esta noche.

—¿Odias a Eduardo? No puedes.

—¡Ya lo creo que puedo! Tú no sabes...

—¿Qué?

Enriqueta dijo, muy despacio:

—Me recuerda tantas cosas que yo quisiera olvidar...

—¿Qué cosas?

—Pues... Ainswick, por ejemplo.

—¿Ainswick? ¿Quieres olvidar Ainswick?

El tono de Midge expresaba incredulidad.

—¡Sí, sí, sí! Era feliz allí. No puedo soportar, en estos instantes, que se me recuerde la felicidad. ¿No comprendes? Un tiempo en que una no sabía lo que encerraba el porvenir... en que una decía llena de confianza, ¡todo va a ser delicioso! Alguna gente es sabia: nunca espera ser feliz. Yo sí lo esperaba.

Dijo, bruscamente:

—Jamás volveré a Ainswick.

Midge murmuró muy despacio:

—Si, será verdad...

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