Capítulo XIV

Midge se despertó bruscamente el lunes por la mañana.

Durante un momento permaneció echada, aturdida, mirando hacia la puerta, porque medio esperaba que lady Angkatell se presentase. ¿Qué era lo que había dicho Lucía al entrar aquella primera mañana?

¿Un fin de semana difícil? Había estado preocupada..., había pensado que pudiera suceder algo desagradable.

Sí; y algo desagradable había ocurrido, algo que envolvía ahora el corazón y el ánimo de Midge, como un negro y espeso nubarrón. Algo en lo que no quería pensar, que no deseaba recordar. Algo que la asustaba. Algo relacionado con Eduardo.

El recuerdo la inundó como un torrente. Una palabra sola y horrible: ¡Asesinato!

Oh, no, pensó Midge; no puede ser verdad. Es una pesadilla que he tenido. Juan Christow, asesinado, muerto..., caído junto a la piscina. Sangre y agua azul —como la cubierta de una novela policíaca—. Fantástico. Irreal. Una de esas cosas que a una nunca le suceden. Si estuviéramos en Ainswick ahora... No hubiera podido ocurrir en Ainswick.

El negro peso se retiró de su frente. Se le colocó en la boca del estómago, produciéndole sensación de náuseas.

No era sueño. Era un suceso real, un suceso de los del News of the World. Y ella, y Eduardo, y Lucía, y Enrique, y Enriqueta estaban todos complicados en el asunto.

Injusto —¿no era injusto acaso?—, puesto que nada tenía que ver con ellos que Gerda hubiese matado de un tiro a su marido.

Midge se agitó inquieta.

Gerda, la pacífica, la estúpida, la levemente patética..., no podía una asociar a Gerda con melodramas..., con violencias.

De nuevo sintió aquella intranquilidad interior. No, no; una no debía pensar así. Porque, ¿qué otra persona podía haber matado a Juan? Y Gerda había estado parada allá, junto a su cuerpo, con el revólver en la mano. El revólver que se había llevado del despacho de Enrique.

Gerda había dicho que había encontrado muerto a Juan y que había recogido el revólver. Bueno, ¿y qué otra cosa podía decir? Algo tenía que decir, pobrecilla.

Estaba muy bien eso de que Enriqueta la defendiera, que dijese que la historia de Gerda era perfectamente posible. Enriqueta no se había parado a pensar en cuan imposible era toda otra solución.

Enriqueta se había portado de una forma muy rara la noche anterior.

Pero eso, claro, se debía a la enorme sacudida que le había producido la muerte de Juan Christow.

¡Pobre Enriqueta..., que tanto había querido a Juan!

Pero ya le pasaría con el tiempo; a una se le pasaba todo. Y entonces se casaría con Eduardo y se iría a vivir a Ainswick, y Eduardo sería feliz por fin.

Enriqueta siempre había querido mucho a Eduardo. Sólo la personalidad agresiva y dominante de Juan se había metido de por medio. Había hecho que Eduardo pareciera... tan pálido, tan sin vida a su lado...

Se le antojó a Midge cuando bajó a desayunarse aquella mañana, que, liberada del dominio de Juan Christow, la personalidad de Eduardo empezaba a hacerse sentir ya. Parecía muy seguro de sí mismo, menos vacilante, menos retraído.

Le estaba hablando agradablemente al ceñudo David, a pesar de no obtener de éste reacción alguna favorable.

—Es preciso que vengas con más frecuencia a Ainswick, David. Me gustaría que te sintieses allí como en tu casa y que lo conocieras todo bien.

David contestó con frialdad, sirviéndose mermelada.

—Estos grandes latifundios son una farsa. Debieron ser parcelados.

—Espero que eso no ocurrirá en vida mía —contestó Eduardo, sonriendo—. Mis colonos están en todos los aspectos muy satisfechos.

—No debieran estarlo —respondió David—. Nadie debiera estar satisfecho ni contento.

—Si los monos se hubieran conformado con los rabos... —murmuró lady Angkatell, que se hallaba junto al bufet, contemplando, distraída una fuente de riñones—. Es un verso que aprendí de pequeña; pero no me acuerdo de cómo sigue. He de charlar un rato contigo, David, y ponerme al corriente de todas las ideas nuevas. Por lo que veo, una debe odiar a todo el mundo, pero al mismo tiempo darles asistencia médica gratuita, mucha más cultura, ¡pobres criaturas, meter como un rebaño a todos esos niños indefensos en una escuela todos los días!, y aceite de hígado de bacalao a los nenes, haciéndoselo tragar a viva fuerza si no se lo toman por las buenas..., ¡con lo desagradable y maloliente que es!

Lucía, pensó Midge, estaba obrando aproximadamente igual que siempre.

Y Gudgeon, cuando se cruzó con ella en el vestíbulo, también parecía tener el aspecto de costumbre. La vida había vuelto a su cauce normal en The Hollow, al parecer. Habiéndose marchado Gerda, todo lo sucedido parecía un sueño.

Fuera sonó el crujido de la grava bajo las ruedas de un coche y el automóvil de sir Enrique se detuvo. Había pasado la noche en su club y emprendió el camino de regreso a The Hollow a primera hora de la mañana.

—¿Todo marchó bien? —inquirió lady Angkatell.

—Sí. Estaba allí la secretaria, una muchacha de mucha capacidad. Asumió ella la dirección de todo. Hay una hermana, al parecer. La secretaria la telegrafió.

—Ya sabía yo que la habría —dijo lady Angkatell—. ¿En Tumbridge Wells?

—Creo que en Bexhill —contestó sir Enrique, mirándola intrigado.

—Seguramente —Lucía pareció estudiar a Bexhill mentalmente—. Sí; probablemente.

Gudgeon se acercó.

—El inspector Grange telefoneó a sir Enrique. La encuesta se celebrará el miércoles a las once de la mañana.

Sir Enrique asintió con la cabeza. Dijo Lucía:

—Midge, más vale que telefonees a tu tienda.

Midge se dirigió muy despacio, al teléfono.

Su vida había sido siempre tan normal, tan vulgar, que le pareció que carecería de frases para explicarle a su jefe que, al cabo de cuatro días de vacaciones, no le era posible volver a su trabajo debido a que se hallaba complicada en un asesinato.

No sonaba creíble. Ni siquiera lo sentía creíble.

Y madame Alfrege no era persona a quien resultara fácil explicarle cosa alguna en ningún momento.

Midge cuadró la mandíbula y descolgó el auricular.

Todo resultó tan desagradable como ella había esperado. La voz ronca de la vitriólica judía sonó, furiosa, por el aparato.

—¿Qué ez ezo, ceñorita Hardcazle? ¿Una muerte? ¿Un entierro? ¿No zabe uzted de zobra que ando falta de brazoz? ¿Uzted cree que voy a aguantar ezcuzaz? ¡Ah, cí! ¡Ceguramente lo eztá uzted pazando muy bien!

Midge la interrumpió hablando aguda y claramente:

—Me lo impide la policía.

—¿La policía? ¿La policía ha dicho? —casi era un alarido—. ¿Anda uzted mezclada con la policía?

Midge apretó los dientes y continuó explicando. Era raro cuan sórdido lo hacía parecer todo aquella mujer con la que estaba hablando. Un vulgar caso policíaco. ¡Qué alquimia había en los seres humanos!

Eduardo abrió la puerta y entró. Al ver que Midge telefoneaba, inició la retirada. Ella le contuvo.

—Quédate, Eduardo, por favor. Oh, quiero que te quedes aquí.

La presencia de Eduardo en el cuarto le daba fuerzas, hacía de antídoto contra el veneno.

Destapó de nuevo la boquilla.

—¿Cómo? Sí. Lo siento, madame. Pero, después de todo, la culpa no es mía...

La voz desagradable y ronca gritaba, furiosamente:

—¿Quiénez zon ezoz amigoz zuyoz? ¿Qué claze de gente ez para que tenga a la policía allí y para que maten en zu caza a un hombre? ¡Ganaz me dan de no volverla a admitir! No puedo conzentir que el nombre de mi eztablecimiento pierda.

Midge dio contestaciones sumisas. Colgó el auricular por fin con un suspiro de alivio. Estaba alterada y sentía náuseas.

—Es la casa en que trabajo —explicó—. Tuve que decirles que no estaría de vuelta hasta el jueves, debido a la encuesta... a la policía.

—Espero que se mostrarían comprensivos. ¿Qué tal es esa tienda de vestidos? ¿Es simpática la dueña? ¿Resulta agradable trabajar con ella?

—¡No diría yo tanto! Es una judía del barrio de Whitechapel[10], con el pelo teñido.

—Pero mi querida Midge...

La cara de consternación de Eduardo casi la hizo romper a reír. Tan preocupado estaba.

—Pero, hija mía tú no puedes aguantar eso. Si has de trabajar, has de tomar un empleo donde el ambiente sea armonioso y la gente con quien trabajes te sea simpática.

Midge le miró unos segundos sin contestar.

¿Cómo explicarle, pensó, a una persona como Eduardo? ¿Qué sabía Eduardo de colocaciones, de lo difícil que resultaba encontrar un empleo?

Y, de pronto, una oleada de amargura la invadió. Lucía, Eduardo, sí; hasta Enriqueta, estaba separada de todos ellos por un abismo infranqueable, el abismo que separa a la gente acomodada de los que tienen necesidad de trabajar.

No tenían la menor idea de lo difícil que era conseguir un empleo y, habiéndolo obtenido, de conservarlo. Podría decirse, tal vez, que en rigor, no había necesidad de que ella se ganara la vida. Lucía y Enriqueta la hubiesen acogido gustosas, en su hogar. Y, con igual alegría, le hubieran señalado una pensión. Eduardo también hubiese hecho esto último de muy buena gana.

Pero Midge se rebelaba ante la idea de aceptar la vida fácil que sus parientes acomodados le ofrecían. El acudir en contadas ocasiones a casa de Lucía y compartir su vida bien ordenada y de lujo resultaba delicioso. Podía disfrutar de veras en tales ocasiones. Cierta independencia de espíritu, no obstante, le impedía aceptar semejante vida como un regalo. Esa misma manera de pensar no le había permitido establecerse por su cuenta con dinero como préstamo de sus parientes y amigos. Tenía demasiadas cosas para eso.

No pedía dinero alguno prestado. No haría uso de ninguna influencia. Había encontrado empleo con un sueldo de cuatro libras esterlinas a la semana. Y, si bien había logrado colocación porque madame Alfrege confiaba que Midge atraería a sus amigas «elegantes» a la tienda y les haría comprar, madame Alfrege se había llevado un chasco. Midge desanimaba a toda amiga suya a quien pudiera ocurrírsele semejante idea.

No se hacía ilusiones de ninguna clase. El establecimiento le era antipático. Madame Alfrege, también. Odiaba el tenerse que mostrar siempre sumisa y servil con la clientela mal educada y falta de la más elemental cortesía. Pero dudaba mucho que pudiera encontrar un empleo que le gustara más, puesto que no contaba con los conocimientos necesarios.

El que Eduardo supusiera que contaba con una variedad muy grande de empleos entre los que escoger le resultaba insoportable e irritante aquella mañana. ¿Con qué derecho vivía Eduardo en un mundo tan divorciado de la realidad?

Eran Angkatell todos ellos. Y ella..., ¡ella sólo era Angkatell a medias! Y a veces, como aquella mañana, no se sentía Angkatell en absoluto. Era totalmente hija de su padre.

Pensó en su padre con la misma sensación de amor y de pesar de siempre. Un hombre que había luchado años y años dirigiendo un pequeño negocio de familia que a pesar de todos sus esfuerzos y todos sus cuidados, había forzosamente de ir en continua baja. No porque él careciese de capacidad, sino como consecuencia de los crecientes progresos.

Por raro que parezca, Midge había centrado toda su devoción, no en su madre, la brillante Angkatell, sino en su pacífico y cansado padre. Cada vez que regresaba de aquellas visitas hechas a Ainswick, y que constituían la máxima alegría de su vida, respondía a la muda pregunta reflejada en los ojos cansados y que, al mismo tiempo, era como una excusa porque él no podía ofrecerle algo semejante, echándole los brazos al cuello y diciéndole:

—Me alegro de estar de vuelta en casa... Me alegro de estar de vuelta en casa.

La madre había muerto teniendo Midge trece años. A veces, Midge se daba cuenta de que sabía muy poco de su madre. Era para ella una figura vaga, encantadora, alegre. ¿Se había arrepentido de su matrimonio, de aquel matrimonio que la había sacado del círculo de la familia Angkatell? Midge no tenía la menor idea. El padre se había tornado más gris y más callado después de la muerte de su esposa. Su lucha contra la extinción de su negocio se había hecho cada día más inútil. Había muerto pacífica e inconspicuamente cuando Midge tenía dieciocho años.

Midge había pasado temporadas con varios de los Angkatell, había aceptado regalos de ellos, lo había pasado muy bien en su compañía; pero se había negado a depender económicamente de su buena voluntad. Y a pesar de lo mucho que les quería, había veces, como aquélla, en que se sentía repentina y violentamente divergente de ellos.

Pensó con rencor:

«¡No saben nada!»

Eduardo, de una gran sensibilidad, como siempre, la estaba mirando, intrigado. Preguntó con dulzura:

—¿Te he disgustado? ¿Por qué?

Lucía entró en el cuarto. Se hallaba en plena conversación, una de esas conversaciones que iniciaba mentalmente y luego continuaba en voz alta:

—...es que una no sabe, en realidad, si preferiría el Ciervo Blanco a nosotros.

Midge la contempló boquiabierta y luego transfirió su mirada a Eduardo.

—Es inútil que mires a Eduardo —advirtió lady Angkatell—. Eduardo no sabría qué decir. Tú, Midge, eres siempre tan práctica...

—No sé de qué estás hablando, Lucía.

Lucía puso cara de sorpresa.

—La encuesta, querida. Gerda tiene que asistir a ella. ¿Debiera alojarse aquí? O... ¿ir al Ciervo Blanco? Los recuerdos serán dolorosos aquí, claro está. Pero después de todo, en el Ciervo Blanco habrá gente que le mirará con curiosidad, y Dios sabe cuántos periodistas. El miércoles, ¿sabes?, a las once. O..., ¿es a las once y media? —una sonrisa iluminó el rostro de lady Angkatell—. ¡Jamás he estado en una encuesta! He pensado en mi vestido gris... y sombrero, claro está, como si fuese a la iglesia..., pero guantes, no.

»¿Quieres que te diga una cosa? —prosiguió, cruzando el cuarto, descolgando el auricular del teléfono y contemplándolo—. ¡No creo que tenga más guantes que los de trabajar en el jardín en estos tiempos! Y claro, una barbaridad de estos tan largos para llevar de noche, que aún conservo de los tiempos de gobernadora. Los guantes resultan un poco estúpidos, ¿no os parece?

—Para lo único que sirven es para no dejar huellas dactilares cuando se comete un crimen —dijo Eduardo sonriendo.

—Es muy interesante que digas eso, Eduardo..., muy interesante. ¿Qué estoy haciendo con esto?

Lady Angkatell miró al aparato telefónico con leve disgusto.

—¿ibas a telefonear a alguien?

—No lo creo.

Lady Angkatell sacudió la cabeza y volvió a colgar cuidadosamente el auricular.

Miró a Eduardo y luego a Midge.

—Eduardo, no creo que debieras disgustar a Midge. A Midge le afectan las muertes violentas mucho más que a nosotros.

—Pero, Lucía —exclamó Eduardo—, si sólo me estaba preocupando por el sitio en que trabaja Midge... A mí me parece imposible.

—Eduardo opina que debiera tener un jefe delicioso y simpático que me apreciara —explicó secamente la muchacha.

—En serio, Midge —dijo Eduardo—, estoy preocupado.

Ella le interrumpió:

—Esa maldita mujer me paga cuatro libras esterlinas a la semana. Eso es lo único que me importa.

Pasó por delante de él y salió al jardín.

Sir Enrique estaba sentado en el sitio de costumbre, sobre el bajo muro; pero Midge torció y subió la senda en dirección al paseo de flores.

Sus parientes eran encantadores, pero le estorbaba su encanto aquella mañana.

David Angkatell estaba sentado en el banco de la parte más alta de la senda.

David no tenía nada de encantador; conque Midge se fue derecha a él y se sentó a su lado, observando con maliciosa satisfacción su gesto de disgusto.

Cuan difícil resultaba, pensó David, huir de la gente.

Le habían echado de su cuarto las incursiones de las doncellas armadas de paños para quitar el polvo, cubos y escobas.

La biblioteca y la Enciclopedia Británica no habían resultado el santuario que con tanto optimismo había esperado que fueran. Lady Angkatell había entrado un par de veces, dirigiéndole bondadosamente palabras a las que no parecía haber contestación inteligible alguna.

Había salido a condolerse, a solas, de su situación. El simple fin de semana al que de mala gana se había comprometido, habíase alargado ahora como consecuencia de las exigencias relacionadas con una muerte repentina y violenta.

David, que prefería la contemplación de un pasado académico o la discusión del porvenir de la izquierda, carecía de aptitudes para enfrentarse con un presente violento y realista. Como le había dicho a lady Angkatell, él no leía el News of the World. Pero el News of the World había venido a The Hollow.

¡Asesinato! David se estremeció de repugnancia. ¿Qué pensarían sus amigos? ¿Cómo se tomaban el asesinato? ¿Cuál era la actitud de uno? ¿De aburrimiento? ¿De disgusto? ¿De leve distracción o diversión?

Como quiera que estaba tratando de llegar a una decisión sobre este punto, le hizo poquísima gracia que le fuera a turbar Midge. La miró con inquietud cuando se sentó a su lado.

Le sobresaltó el gesto de desafío con que le devolvió la mirada. Una muchacha desagradable, sin valor intelectual alguno.

Preguntó Midge:

—¿Qué tal, te gustan tus parientes?

David se encogió de hombros. Dijo:

—En realidad..., ¿piensa uno en alguno de los parientes acaso?

Dijo Midge:

—¿Acaso piensa uno en algo?

«Tú en nada, sin duda alguna», se dijo para sus adentros David. Luego, casi con amabilidad:

—Analizaba mis reacciones ante un asesinato.

—Desde luego es curioso —murmuró Midge— encontrarse en uno.

David suspiró y dijo:

—Fastidioso —ésa era, pensó, la mejor actitud. Todos los clisés, todas las frases hechas, todas las situaciones manidas que uno creía no tenían existencia fuera de las páginas de una novela policíaca.

—Debes estar arrepentido de haber venido —dijo Midge.

David volvió a suspirar.

—Sí; hubiese podido estar en casa de un amigo mío en Londres.

Y agregó:

—Tiene una librería izquierdista.

—Supongo que se está más cómodo aquí.

—¿Le importa a uno la comodidad en rigor? —inquirió David con desdén.

—Hay veces —afirmó Midge— en que me parece que es lo único que me importa.

—La actitud de los mimados de la fortuna —dijo David—. Si fueras una trabajadora...

Midge le interrumpió.

—Lo soy. Precisamente por eso me resulta tan atractivo el gozar de las comodidades. Camas blancas, almohadas de edredón..., el desayuno en la cama..., un baño de porcelana con agua caliente a discreción... y deliciosas sales de baño. Una de esas butacas en que una se hunde de verdad...

Midge hizo una pausa en la enumeración.

—Los trabajadores —dijo David— debieran tener todas esas cosas.

Pero estaba un poco dudoso en cuanto se refería al desayuno en la cama. Sonaba imposiblemente sibarítico para un mundo seriamente organizado.

—No podría estar más de acuerdo contigo de lo que estoy —aseguró Midge de todo corazón.

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