Capítulo X

Eran las diez cuando Juan bajó a la mañana siguiente. El desayuno estaba sobre el bufet. Gerda se había hecho servir el suyo en la cama, no sin mostrarse algo preocupada por si, con ello, «molestaba».

Juan ridiculizó semejante idea. Puesto que los Angkatell aún conseguían tener mayordomo y servidumbre, ¿por qué no habían de darles algo que hacer?

Se sentía muy bien dispuesto y muy bondadoso con Gerda aquella mañana. Toda la irritación nerviosa que le tuviera en punta en los últimos tiempos parecía haber muerto y desaparecido.

Sir Enrique y Eduardo habían salido de caza, le dijo lady Angkatell. Ella estaba la mar de ocupada, con una cesta y guantes de trabajar en el jardín. Se quedó hablando con ella un rato hasta que se acercó Gudgeon con una carta en una bandeja.

—Acaba de llegar esta carta a mano, señor.

La tomó, arqueando levemente las cejas. Entró en la biblioteca, rasgando el sobre.


«Haz el favor de venir esta mañana. Es preciso que te vea. Verónica.»


Tan autoritaria como siempre, pensó. Ganas le daban de no ir. Luego pensó que mejor sería que acabara de una vez. Iría inmediatamente.

Tomó la senda que había frente al ventanal de la biblioteca, pasó junto a la piscina, que resultaba una especie de núcleo del que irradiaban senderos en todas direcciones; uno, colina arriba, hacia los verdaderos bosques, otro desde el paseo florido de por encima de la casa; uno, de la granja y otro que conducía al camino que tomó ahora. Unos metros más allá, en este camino, se hallaba la casa llamada Dovecotes.

Verónica le estaba aguardando. Habló desde la ventana del edificio.

—Entra, Juan. Hace fresco esta mañana.

Estaba encendido el fuego en la sala que estaba amueblada de blanco con cojines color ciclamen.

Contemplándola aquella mañana con ojo crítico vio las diferencias que había entre la muchacha que recordaba y la mujer actual, diferencias que no había podido observar bien la noche anterior.

En rigor pensó era más bella ahora que antes. Comprendía mejor su belleza y la cuidaba y hacía resaltar por todos los medios. El cabello que fuera antaño de un oro intenso tenía ahora un color platino extremado. Tenía las cejas de otra manera consiguiendo dar con ellas más intensidad a su expresión.

Nunca había sido la suya una belleza vacua. A Verónica se la había considerado siempre «una de nuestras artistas intelectuales». Tenía un título universitario y se permitía opinar sobre Strindberg y Shakespeare.

Se dio completa cuenta ahora de lo que hasta entonces, sólo había notado de una forma vaga, que era una mujer cuyo egoísmo resultaba verdaderamente anormal. Verónica estaba acostumbrada a salirse con la suya y, bajo los hermosos y suaves contornos de su carne, pareció presentir una determinación de hierro.

—Te mandé llamar —dijo Verónica, pasándole una caja de cigarrillos— porque tenemos que hablar. Tenemos que llegar a un acuerdo, tomar nuestras medidas... para nuestro porvenir, quiero decir.

Él tomó un cigarrillo y lo encendió. Luego dijo agradablemente:

—Pero..., ¿es que tenemos porvenir?

Ella le dirigió una mirada penetrante.

—¿Qué quieres decir, Juan? Claro que tenemos porvenir. Hemos desperdiciado quince años. No hay necesidad de desperdiciar más tiempo.

Juan se sentó.

—Lo siento, Verónica; pero me temo que no entiendes bien la situación. Me he... alegrado mucho de verte otra vez. Pero tu vida y la mía no tienen el menor punto de contacto. Son completamente divergentes.

—No digas tonterías, Juan. Yo te quiero y tú me quieres a mí. Siempre nos hemos querido. ¡Fuiste increíblemente testarudo en el pasado! Pero eso ya pasó. No es necesario que nuestras vidas choquen. No tengo la intención de volver a los Estados Unidos. Cuando termine la película en la que estoy trabajando, voy a trabajar en el teatro de Londres. Tengo una obra maravillosa. Elderton la ha escrito para mí. Será un gran éxito.

—Estoy seguro de ello —contestó él, cortésmente.

—Tú puedes continuar ejerciendo la profesión de médico —su voz era bondadosa y condescendiente—. Me dicen que eres muy conocido.

—Escucha, hija mía, estoy casado. Tengo hijos.

—Yo también estoy casada en este momento. Pero esas cosas son fáciles de arreglar. Un buen abogado puede resolverlo todo —le miró, con deslumbradora sonrisa—. Siempre tuve la intención de casarme contigo, querido. No sé por qué sentiré pasión tan grande por ti, pero la cosa es que la siento.

—Lo lamento. Verónica; pero ningún buen abogado va a resolver nada. Tu vida y la mía no tienen nada que ver la una con la otra.

—¿No después de lo de anoche?

—No eres una niña, Verónica. Has tenido un par de maridos y, según todas las versiones, varios amantes por añadidura. ¿Qué significa lo de anoche en realidad? Nada en absoluto, y tú lo sabes.

—¡Oh, mi querido Juan! —aún estaba de buen humor y se sentía indulgente—. ¡Si te hubieras visto la cara... allá, en esa salita! Te hubieses creído en San Miguel otra vez.

Juan suspiró. Dijo:

—Estaba en San Miguel. Procura comprender, Verónica. Viniste a mí saliendo del pasado. Anoche yo también viví en el pasado; pero hoy... hoy es distinto. Soy un hombre que tiene quince años más. Un nombre a quien ni siquiera conoces... y que seguramente no te sería nada simpático si le conocieras.

—¿Prefieres a tu mujer y a tus hijos...? ¿Los prefieres a mí?

Estaba asombrada de verdad.

—Por muy extraño que a ti te parezca, los prefiero.

—No digas tonterías, Juan. Me quieres a mí.

—Lo siento, Verónica.

Ella preguntó, con incredulidad:

—¿No me quieres?

—Es mucho mejor aclarar estas cosas. Eres una mujer extraordinariamente hermosa, Verónica; pero no te quiero.

Se quedó ella tan quieta, que hubiera podido pasar por una figura de cera. Aquella inmovilidad suya le hizo sentirse un poco intranquilo.

Cuando habló, lo hizo con tanto veneno, que Juan retrocedió.

—¿Quién es ella?

—¿Ella? ¿Qué quieres decir?

—La mujer que estaba junto a la repisa de la chimenea anoche.

¡Enriqueta!, pensó. ¿Cómo diablos se había olido lo de Enriqueta? En voz alta dijo:

—¿De quién estás hablando? ¿De Midge Hardcastle?

—¿Midge? Ésa es la muchacha cuadrada y morena, ¿verdad? No; no me refiero a ella. Y no me refiero a tu mujer. ¡Me refiero a esa insolente que estaba apoyada en la repisa de la chimenea anoche! ¡Es por culpa de ella que me estás rechazando a mí! Oh, no finjas tanta moralidad ni hables de tu mujer y tus hijos... Es esa otra mujer.

Se puso en pie y se acercó a él.

—¿No comprendes, Juan, que desde que volví a Inglaterra hace dieciocho meses, no he hecho más que pensar en ti? ¿Por qué crees tú que alquilé esta casa tan idiota? ¡Sólo porque supe que bajas con frecuencia a pasar el fin de semana con los Angkatell!

—¿Conque lo de anoche obedecía a un plan trazado, Verónica?

—¡Me perteneces a mí, Juan! ¡Siempre me has pertenecido!

—No le pertenezco a nadie, Verónica. ¿No te ha enseñado la vida aún que no puedes ser dueña de otros seres? ¿Que nadie puede pertenecerte en cuerpo y alma? Te amé cuando era un muchacho. Quise que compartieras mi vida. ¡No quisiste hacerlo!

—La vida mía y mi carrera eran mucho más importantes que las tuyas. ¡Un médico lo es cualquiera!

Perdió él los estribos un poco.

—¿Eres todo lo maravillosa que crees ser?

—Quieres decir con eso que no he llegado a la cumbre en mi profesión. Pero llegaré. ¡Llegaré!

Juan Christow la miró de pronto con un interés completamente desapasionado.

—¿Sabes que no creo que lo logres? Te falta algo, Verónica. Eres todo rapacidad, no tienes ni pizca de generosidad..., creo que es eso lo que te pasa.

Verónica se puso en pie. Dijo, con voz tranquila:

—Me rechazaste hace quince años. Has vuelto a rechazarme hoy. Ya me encargaré de que te arrepientas de ello.

Juan se puso en pie y se dirigió a la puerta.

—Lo siento, Verónica, si te he hecho daño. Eres muy hermosa, querida, y te quise mucho en otros tiempos. ¿No podemos dejar las cosas así?

—Adiós, Juan. No vamos a dejarlas así. Eso ya lo descubrirás. Creo..., creo que te odio mucho más de lo que hubiera creído posible odiar a nadie.

Él se encogió de hombros.

—Lo siento. Adiós.

Juan cruzó lentamente el bosque. Cuando llegó a la piscina se sentó en el banco que había allí. No se arrepentía de la forma en que había tratado a Verónica. Verónica, pensó sin pasión, era una mujer de cuidado. Siempre lo había sido y lo mejor que él había hecho en su vida era haberse deshecho de ella a tiempo. ¡Sólo Dios sabía lo que le pudiera haber ocurrido a él a estas alturas de no haberlo hecho!

Ahora, afortunadamente, experimentaba la extraordinaria sensación de que empezaba una nueva vida, sin trabas, sin impedimentos del pasado. Debía haber resultado extremadamente difícil vivir con él durante los últimos años. «¡Pobre Gerda!», pensó, «con su abnegación y la continua ansiedad por complacerle... Sería más bondadoso con ella en adelante».

Y tal vez ahora le sería posible dejar de intentar avasallar a Enriqueta. Y no era que pudiese uno avasallar a Enriqueta en realidad, no era ella de ésas. Ya podían descargar tormentas sobre ella; seguía tan tranquila, meditando, mirándole a uno con ojos que parecían contemplarle desde muy lejos.

Pensó:

«Iré a Enriqueta y se lo contaré.»

Alzó vivamente la cabeza, turbado por un ruido leve y melancólico caer de las hojas. Pero aquél era otro ruido: un leve y ominoso chasquido.

Y, de pronto, Juan sintió una aguda sensación de peligro. ¿Cuánto tiempo llevaba sentado allí? ¿Media hora? Alguien le estaba vigilando. Alguien...

Y aquel chasquido era... claro que era...

Se volvió bruscamente, hombre rápido en sus reacciones. Pero no fue lo bastante rápido. Abrió los ojos desmesuradamente, sorprendido; pero no tuvo tiempo de emitir el menor sonido.

Sonó el disparo y cayó, torpemente, desgarbado, al borde mismo de la piscina.

Una mancha oscura se formó, muy despacio, por su lado izquierdo, y fluyó, no menos despacio, hasta la orilla de cemento de la piscina, goteando desde allí, roja, sobre el azul del agua.

Загрузка...