Capítulo XXVI

Grange se dejó caer por Resthaven para beber una taza de té con Poirot. El té era lo que había temido que fuese: extremadamente flojo y por añadidura, té de China.

«Estos extranjeros —pensó Grange— no saben hacer té. Y no hay manera de enseñarles.»

Pero no le importó mucho. Se hallaba en ese estado de pesimismo en que una cosa desagradable más proporciona una especie de satisfacción morbosa.

Dijo:

—La aplazada encuesta se celebra pasado mañana y ¿adonde hemos llegado? ¡A ninguna parte! ¡Qué rayos, ese revólver tiene que estar en alguna parte! En este maldito campo de millas y millas de bosque. Haría falta un ejército para registrarlo como es debido. ¡Y luego hablan de una aguja en un pajar! Puede estar en cualquier parte. La verdad es, y más vale que nos vayamos haciendo a la idea, que tal vez no encontremos el arma nunca.

—La encontrarán —aseguró Poirot convencido.

—No será por falta de probar, por lo menos.

—La encontrarán tarde o temprano. Y yo diría que más bien temprano. ¿Otra taza de té?

—Bueno. No; agua caliente, no.

—¿No está muy fuerte?

—Oh, no; no está muy fuerte.

Al decir esto el inspector se dio cuenta de que se había quedado bastante corto en su contestación.

Sorbió melancólico aquel brebaje de color rojizo.

—Este asunto me está haciendo hacer el indio, monsieur Poirot... ¡el indio! No acabo de comprender a esta gente. Parecen querer ayudar..., pero todo lo que dicen a uno parece alejarle por caminos que a ninguna parte conducen.

—¿Alejar? —dijo Poirot. Apareció en su rostro una expresión de sobresalto—. Sí, comprendo. Alejar.

El inspector seguía desarrollando su queja sin darse cuenta de la interrupción de Poirot.

—Tome el caso del revólver, por ejemplo. A Christow le pegaron el tiro, según dictamen facultativo, sólo un minuto o dos antes de la llegada de usted. Lady Angkatell llevaba aquella cesta de huevos. La señorita Savernake una cesta de flores marchitas. Y Eduardo Angkatell tenía puesta una chaqueta de caza de bastante vuelo, cuyos bolsillos, muy grandes, los tenía llenos de cartuchos. Cualquiera de ellos hubiera podido llevarse el revólver. No estaba escondido en la vecindad de la piscina..., mis hombres han examinado todo eso palmo a palmo, de forma que puede quedar ese sitio eliminado.

Poirot movió la cabeza, afirmando. Grange prosiguió:

—A Gerda Christow la usaron como cabeza de turco. Pero, ¿quién? Ahí es donde cuantos indicios sigo parecen desvanecerse como el humo.

—¿Es satisfactorio el relato que hacen todos de la manera que pasaron la mañana?

—Los relatos están bien. La señorita Savernake estaba ocupada en el jardín. Lady Angkatell estaba recogiendo huevos. Eduardo Angkatell y sir Enrique estuvieron cazando y se separaron a última hora de la mañana, regresando sir Enrique a la casa y bajando Eduardo hacia aquí a través del bosque. El muchacho, David, se encontraba en su alcoba leyendo. Valiente sitio para leer en un día tan hermoso; pero es de esos que les gusta pasarse la vida encerrado y leyendo. La señorita Hardcastle se llevó un libro al huerto. Todo ello suena muy natural y muy probable, y no hay manera de comprobarlo. Gudgeon llevó una bandeja de copas al pabellón a eso de las doce. No sabe dónde estaba ninguno ni lo que estaban haciendo. Hasta cierto punto, en realidad, hay algo contra cada uno de ellos.

—¿De veras?

—Claro que la que más probable parece ser es Verónica Cray. Había regañado con Christow, le odiaba a muerte... es muy posible que ella le pegara el tiro..., pero no encuentro ni una sola prueba de que lo hiciese. Ni hay indicios de que tuviera oportunidad de robar uno de los revólveres de la colección de sir Enrique. No hay nadie que la haya visto ir y volver de la piscina aquel día. Y el revólver desaparecido no se encuentra en su poder, ahora por lo menos.

—¡Ah! ¿Se ha asegurado usted de eso?

—Pues, ¿qué cree usted que iba a hacer si no? Las circunstancias hubieran justificado la petición de un mandato judicial para efectuar el registro; pero no hubo necesidad. Se mostró la mar de amable. Y no está el revólver en ningún rincón de ese cascarón de nuez en que vive. Después de aplazarse la vista, fingimos perder el interés por la señorita Cray y por la señorita Savernake; pero las hicimos vigilar para ver dónde iban y qué hacían. Hemos destacado a un agente en los estudios cinematográficos para que se encargue de vigilar a Verónica... No ha habido ni señal de que intentara deshacerse del revólver allí.

—¿Y Enriqueta Savernake?

—Nada ahí tampoco. Se fue derecha a Chelsea desde aquí y no la hemos perdido de vista desde entonces. El revólver no se encuentra en el estudio ni en su poder. Tomó bastante bien el registro... pareció hacerle gracia. Algunas de sus esculturas le hicieron sobresaltarse a nuestro agente. Dice que no puede comprender cómo hay gente que quiere hacer cosas así... estatuas que son todo bultos e irregularidades, pedazos de bronce y de aluminio retorcidos, caballos en los que uno no reconocería a un caballo.

Poirot se agitó levemente.

—¿Caballos, dice?

—Bueno, uno por lo menos. Si es que se le puede llamar caballo. Cuando una persona quiere hacer el modelo de un caballo, ¿por qué demonios no va a ver cómo es un caballo?

—Un caballo —repitió Poirot.

Grange volvió la cabeza.

—¿Qué hay en eso que le interese tanto, monsieur Poirot? No lo entiendo.

—Asociación de ideas..., uno de los puntos de psicología.

—¿Asociación de palabras? Caballo y carro. ¿Caballito de juguete? Caballete. No; no lo veo. Sea como fuere, al cabo de un día o dos la señorita Savernake hizo el equipaje y volvió aquí otra vez. ¿Lo sabía usted?

—Sí; he hablado con ella y la he visto pasearse por el bosque.

—Desasosegada, sí. Bueno, pues tenía un devaneo con el doctor, en efecto, y el que Christow dijera al morir «Enriqueta» se acerca mucho a una acusación. Pero no se acerca lo bastante, monsieur Poirot.

—No —asintió Poirot pensativo—; no se acerca lo bastante.

Dijo Grange: .

—Hay algo en el ambiente aquí... algo que le enreda a uno por completo. Es como si todos supieran algo. Ahí tiene a lady Angkatell..., aún no ha conseguido ofrecer una explicación decente del por qué se llevó la pistola aquel día. Hace falta estar mal de la cabeza para hacer una cosa así... A veces creo de verdad que lady Angkatell está un poco trastornada.

Poirot negó con la cabeza.

—No —dijo—; lady Angkatell está totalmente cuerda.

—Luego, Eduardo Angkatell. Creí que había descubierto algo contra él. Lady Angkatell dijo... no, insinuó... que estaba enamorado de la señorita Savernake desde hacía años. Bueno, pues eso podía constituir un móvil. Y ahora descubro que es la otra muchacha..., la señorita Hardcastle..., con quien está a punto de casarse. Conque mi caso contra él se va a hacer gárgaras.

Poirot dejó oír un murmullo de simpatía, pero no interrumpió el relato de Grange.

—Después tenemos al joven David —prosiguió el inspector—. Lady Angkatell se dejó escapar algo referente a él. Su madre, al parecer, murió en un manicomio..., manía persecutoria..., creía que todo el mundo conspiraba para matarla. Bueno, usted mismo se dará cuenta de lo que eso significa. Si el muchacho hubiese heredado esa misma clase de locura, hubieran podido metérsele en la cabeza ideas raras acerca del doctor Christow, puede haberse imaginado que el doctor tenía la intención de certificar que estaba loco y meterle en un manicomio. Y no es que Christow fuera de esa clase de médicos. Afecciones nerviosas del canal alimenticio y enfermedades del super... super algo. Era ésa la especialidad de Christow. Pero si el chico estaba un poco chaveta, pudiera haberse imaginado que el doctor estaba aquí nada más que para tenerle en observación. Tiene una conducta extraordinaria ese chico..., es más nervioso que un gato.

Grange guardó melancólico silencio unos segundos.

—¿Comprende lo que quiero decir? Todas ellas, sospechas vagas que no conducen a ninguna parte.

Poirot se agitó otra vez. Murmuró en voz baja:

—Alejar... no acercar. Desde, no hacía. Ninguna parte, en lugar de alguna parte... Sí, sí, claro está. Tiene que ser eso.

Grange le miró boquiabierto. Dijo:

—Son raros todos estos Angkatell. Juraría a veces que están enterados de todo lo ocurrido.

—Lo están.

—¿Quiere usted decir con eso que saben todos ellos quién lo hizo? —exclamó el inspector con manifiesta incredulidad.

Poirot movió afirmativamente la cabeza.

—Sí; lo saben. Lo he creído desde hace algún tiempo. Ahora estoy seguro.

—Comprendo —el rostro del inspector se había tornado duro—. ¿Y lo están ocultando entre todos? Bueno, pues aún los venceré. Voy a encontrar ese revólver.

Aquélla era, pensó Poirot, la canción favorita del inspector.

Grange prosiguió con rencor:

—Daría cualquier cosa por ajustarles las cuentas.

—¿A quiénes?

—¡A todos ellos! ¡Armándome líos! ¡Insinuando cosas! Todo hilillos de gasa, hilos de telaraña, nada tangible. Lo que yo quiero es un hecho bien sólido.

Hércules Poirot llevaba un buen rato mirando por la ventana. Había llamado su atención una irregularidad en la simetría de su dominio.

Dijo ahora:

—¿Quiere usted un hecho sólido? Eh bien, o mucho me equivoco, o hay un hecho sólido en el seto, junto a la puerta del jardín.

Bajaron por el sendero. Grange se dejó caer de rodillas, separó las ramas hasta dejar al descubierto algo que habían escondido entre ellas. Exhaló un profundo suspiro al ver algo negro y de acero.

Dijo:

—No cabe duda de que es un revólver.

Durante un segundo su mirada descansó dubitativa sobre Poirot.

—No, no, amigo mío —dijo éste—. Yo no maté al doctor Christow. Y no escondí el revólver en mi propio seto.

—¡Claro que no, monsieur Poirot! Perdone. Bueno, pues ya lo tenemos. Parece el que desapareció del despacho de sir Enrique. Podemos comprobarlo en cuanto consigamos el número. Luego veremos si se trata del arma con la que mataron a Christow. Poco a poco ahora...

Con infinito cuidado y la ayuda de un pañuelo de seda, sacó el arma del seto.

—Para que tengamos algo a qué agarrarnos nos hacen falta huellas dactilares. Tengo el presentimiento de que ha cambiado nuestra suerte por fin.

—Ya me lo dirá usted.

—Claro que sí, monsieur Poirot. Le telefonearé.

Poirot recibió dos llamadas telefónicas. La primera llegó aquella misma tarde. El inspector no cabía en sí de gozo.

—¿Es usted, monsieur Poirot? Bueno, pues ahí va lo que hay. Es el arma que buscábamos, en efecto. La que falta de la colección de sir Enrique, y la que se empleó para matar al doctor Christow. De eso no cabe ya el menor género de duda. Y tiene huellas dactilares muy claras... de un pulgar, un índice y parte de un dedo corazón. ¿No le dije a usted que nuestra suerte había cambiado?

—¿Han identificado ustedes las huellas?

—Aún no. Desde luego, no son las de la señora Christow. Habíamos tomado las suyas ya. Más bien parecen de hombre que de mujer por el tamaño. Mañana voy a ir a The Hollow a darles una conferencia y tomarles las huellas dactilares a todos. Y entonces, monsieur Poirot, ¡sabremos a qué atenernos!

—Así lo espero, desde luego —contestó cortésmente Poirot.

La segunda llamada llegó al día siguiente y la voz había dejado de expresar júbilo. Grange dijo en tono de profunda tristeza:

—¿Quiere saber las últimas noticias? ¡Esas huellas no son de ninguna de las personas relacionadas con el caso! ¡No, señor! No son las de Eduardo Angkatell, ni las de David, ni las de sir Enrique. No son las de Gerda Christow, ni de Savernake, ni las de nuestra Verónica, ni las de milady, ni las de la muchacha morena. ¡Ni siquiera son las de la muchacha de la cocina, y menos aún las del resto de la servidumbre!

Poirot expresó sus condolencias mediante un murmullo. La voz notoriamente apesadumbrada de Grange continuó:

—Conque parece como si después de todo fuese el crimen obra de un extraño. Es decir, de alguien que estaba resentido con el doctor Christow y del que no sabemos una palabra. Alguien invisible e inaudible que robó las armas del despacho y que huyó, después de cometer el crimen, por el sendero que conduce al camino. Alguien que escondió el revólver en el seto de usted y que después se desvaneció como el humo.

—¿Quiere usted mis huellas dactilares, amigo mío?

—¡Qué rayos, pues no tengo el menor inconveniente en tomárselas! Se me antoja, monsieur Poirot, que usted se hallaba en el lugar de autos y que, hablando en general, es usted, con mucho, la persona más sospechosa de todas cuantas figuran en el asunto.

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