Capítulo XVII

Sir Enrique miró con curiosidad al inspector Grange.

Dijo muy despacio:

—No estoy muy seguro de haberle comprendido, inspector.

—Es muy sencillo, sir Enrique. Le pido que pase lista a su colección de armas de fuego. Supongo que las tiene catalogadas.

—Naturalmente. Pero ya he identificado el revólver como saldo de mi colección.

—No es tan sencilla la cosa como todo eso, sir Enrique.

Grange hizo otra pausa. Por instinto, era contrario en todo momento a dar información; pero se veía obligado en este caso particular. Sir Enrique era una persona de importancia. Sin duda accedería a la petición que se le hacía, pero también querría saber el motivo. El inspector decidió que no tendría más remedio que dárselo a conocer.

Dijo:

—Al doctor Christow no le mataron con el revólver que usted identificó esta mañana.

Sir Enrique enarcó las cejas.

— ¡Asombroso! —exclamó.

Grange se sintió vagamente consolado. Asombroso le parecía a él. Y le estaba agradecido a sir Enrique por haberlo dicho. E igualmente agradecido por no haber dicho más. No era posible llegar más lejos en aquel momento. El hecho era asombroso y, fuera de eso, no podía decirse que tuviera pies ni cabeza.

Sir Enrique preguntó:

—¿Tiene usted motivo alguno para creer que el arma con que se hizo el disparo fuese una de mi colección?

—Ninguno en absoluto. Pero he de asegurarme, ¿no le parece?, de que no lo es.

Sir Enrique asintió con movimiento de cabeza.

—Comprendo perfectamente. Bueno. Nos pondremos a trabajar. Necesitaremos algún tiempo.

Abrió el cajón de la mesa y sacó un librito.

Al abrirlo, repitió:

—Necesitaremos algún tiempo para comprobar...

Llamó la atención de Grange el tono de su voz. Alzó vivamente la mirada. Sir Enrique tenía ahora los hombros caídos, parecía, de pronto, más viejo y más cansado.

El inspector frunció el entrecejo.

Pensó: «Al diablo si sé cómo tomar a esta gente.»

—¡Ah...!

Grange se volvió bruscamente. Observó la hora que marcaba el reloj. Veinte segundos... treinta... desde que sir Enrique dijera: «Necesitaremos algún tiempo.»

Grange preguntó con voz aguda:

—¿Dígame usted?

—Falta un «Smith y Wesson» del 38. Estaba en una funda de cuero castaño al final de este cajón.

—¡Ah! —el inspector conservó la voz serena, pero estaba excitado—. Y, ¿cuándo, que usted recuerde, vio el arma en su debido sitio la última vez?

Sir Enrique reflexionó unos instantes.

—No es fácil contestar a esa pregunta, inspector. La última vez que abrí este cajón fue hace cosa de una semana y creo... y casi estoy seguro... que de haber faltado el revólver entonces hubiese notado el hueco. Pero no me gustaría declarar bajo juramento que lo vi entonces en su sitio.

El inspector movió afirmativamente la cabeza.

—Gracias. Comprendo perfectamente. Bueno, pues tendré que ponerme a trabajar.

Salió del cuarto, determinado.

Sir Enrique permaneció unos instantes después de haberse ido el inspector. Luego salió muy despacio por los ventanales a la terraza. Su esposa estaba muy ocupada, con una cesta y guantes. Estaba recortando unos arbustos exóticos con una podadera.

Le saludó agitando una mano animadamente.

—¿Qué quería el inspector? Confío en que no molestará a la servidumbre otra vez. Ya sabes, Enrique, que no les gusta. No lo ven tan divertido ni tan novedad como nosotros.

—¿Lo vemos nosotros así?

Su extraño tono le llamó la atención. Le sonrió, con dulzura.

—¡Qué cara de cansancio tienes, Enrique! ¿Es necesario que por esto te preocupes tanto?

—Un asesinato preocupa, Lucía.

Lady Angkatell reflexionó unos instantes, cortando, absorta, algunas ramas. Luego se nubló su semblante.

—Caramba..., eso es lo peor de estas podaderas... son tan fascinadoras... una no sabe parar y acaba podando más de lo que era su intención. ¿Qué era lo que decías? ¿Que un asesinato preocupa? La verdad, Enrique, nunca he comprendido por qué. Quiero decir que, si uno ha de morir, puede ser de cáncer, o de tuberculosis en uno de esos horribles sanatorios que tienen tanta luz y animación, o de una apoplejía... espantoso, con toda la cara torcida... o, si no, a uno le pegan un tiro, o le dan una puñalada, o le estrangulan quizá. Pero a fin de cuentas, todo viene a ser lo mismo. Ahí está uno, ¡muerto! Lejos de todo. Y acabadas todas las preocupaciones. Y los parientes son los que se encuentran con todas las dificultades... riñas por intereses, y si han de vestir de luto o no... y a quién le corresponde la mesa escritorio de tía Selina... y cosas así.

Sir Enrique se sentó en el muro. Dijo:

—Esto va a ser mucho más molesto de lo que habíamos pensado, Lucía.

—Pues tendremos que aguantarlo, querido. Y, cuando todo haya terminado, nos iremos a pasar una temporada a alguna parte. No nos preocupemos de los malos ratos actuales y pensemos en el porvenir. Me siento feliz de verdad pensando en él. Me estaba preguntando si no resultaría agradable ir a pasar las Navidades a Ainswick... o si debiéramos dejarlo para Pascua. ¿Qué opinas tú?

—Hay tiempo en que hacer planes para Nochebuena.

—Sí; pero es que a mí me gusta ver las cosas mentalmente. Pascua quizá... sí —Lucía sonrió, feliz—. Ya se le habrá pasado para entonces.

—¿A quién? —preguntó sir Enrique, con sobresalto.

Lady Angkatell dijo, tranquilamente:

—Enriqueta. Yo creo que si se casara en octubre... en octubre del año que viene quiero decir... entonces podríamos ir a pasar esa Nochebuena. He estado pensando, Enrique...

—Ojalá no lo hicieses. Piensas demasiado, querida.

—¿Sabes el cobertizo? Puede hacerse de él un estudio perfecto. Y a Enriqueta le hará falta un estudio. Tiene verdadero talento, ¿sabes? Estoy segura de que Eduardo se sentirá inmediatamente orgulloso de ella. Dos niños y una niña estaría bien... o dos niños y dos niñas.

—¡Lucía..., Lucía! ¡Cómo te dejas llevar por la imaginación!

—Pero, querido —lady Angkatell abrió los ojos, grandes y hermosos, desmesuradamente, si Eduardo no se casará jamás con otra que no sea Enriqueta. Es muy, muy terco. Se parece a mi padre en esto. ¡Se le mete una idea en la cabeza...! Conque, claro, Enriqueta tendrá que casarse con él... y lo hará, ahora que Juan Christow ha quedado fuera del paso. Él era, en realidad, la desgracia más grande que podía haberle ocurrido a Enriqueta.

—¡Pobre diablo!

—¿Por qué? Ah, ¿lo dices porque está muerto? Bah, todo el mundo tiene que morir tarde o temprano. Yo nunca me preocupo porque la gente se muera...

La miró con curiosidad.

—Siempre creí que Christow te era simpático, Lucía.

—Le encontraba divertido. Y tenía encanto. Pero yo creo que una no debe darle nunca demasiada importancia a nadie.

Y dulcemente, con rostro sonriente, lady Angkatell recortó, sin remordimiento, un Viburnum carlesii[12].

Загрузка...