Capítulo XV

Cuando Hércules Poirot disfrutaba de una taza de chocolate a media mañana, le interrumpió el timbre del teléfono. Se puso en pie y descolgó el auricular.

—¿Diga?

—¿Mister Poirot?

—¿Lady Angkatell?

—¡Qué agradable que conozca usted mi voz! ¿Le molesto?

—De ninguna manera. Espero que no se encontrará su salud resentida por los angustiosos sucesos de ayer.

—¡Oh, no! Angustiosos como usted dice; pero una se siente, descubro, completamente apartada, sin conexión con ellos como quien dice. Le telefoneo para preguntarle si le sería posible acercarse... Ya sé que resulta una imposición; pero me encuentro verdaderamente angustiada.

—No faltaba más, lady Angkatell. ¿Quería usted decir ahora?

—Pues; sí que quería decir ahora. Tan aprisa como pueda. Es usted muy amable.

—De ninguna manera. ¿Iré cruzando el bosque, pues?

—¡Oh!, claro. El camino más corto. Tantísimas gracias, mister Poirot.

Poirot se detuvo tan sólo a quitarse unas motas de polvo de las solapas y a ponerse un gabán delgado. Luego cruzó el camino y echó a andar apresuradamente a través del castañar. La piscina estaba desierta, la policía había terminado su trabajo y partido. Parecía inocente y apacible bajo la suave y nebulosa luz otoñal.

Echó una rápida mirada al interior del pabellón. Observó que habían retirado la capa de zorros platinados. Pero las seis cajas de cerillas seguían sobre la mesa junto al diván. Le intrigaron más que nunca aquellas cerillas.

—No es un lugar para tener cerillas... aquí, en la humedad. Una caja, por conveniencia, quizá. Pero no seis.

Contempló la mesa de hierro pintado con fruncido entrecejo. Habían quitado la bandeja con copas. Alguien había dibujado con lápiz sobre la mesa el burdo diseño de un árbol de pesadilla. Le dolió a Poirot. Era una ofensa para su ordenada mente.

Hizo un chasquido con la lengua, sacudió la cabeza y continuó andando hacia la casa, preguntándose cuál sería el motivo de la urgente llamada.

Lady Angkatell le estaba aguardando junto a los ventanales y le hizo entrar en la sala desierta.

—Le estoy muy agradecida por haber venido, mister Poirot.

Le estrechó la mano con calor.

—Madame, estoy a sus órdenes.

Las manos de lady Angkatell flotaron expresivamente. Abrió los grandes y hermosos ojos.

—Es que todo es tan difícil... El inspector está entrevistándose con... no, interrogando..., tomando una declaración..., ¿cuál es el término que emplean ustedes?, a Gudgeon. Y la verdad, aquí nuestra vida entera depende de Gudgeon y una simpatiza tanto con él... Porque, claro está, es terrible que le interrogue la policía..., aun tratándose del inspector Grange, quien, la verdad, me parece un hombre muy agradable y probablemente será padre de familia... niños en mi opinión, y les ayudará en el Meccano[11] por la noche..., y una mujer que lo tendrá todo muy limpio, aunque muy apiñado por falta de espacio.

Hércules Poirot parpadeó al desarrollar lady Angkatell su imaginaria descripción de la vida familiar del inspector.

—A juzgar por la forma en que le cae el bigote —prosiguió lady Angkatell—, creo que una casa demasiado limpia puede ser a veces deprimente... como el jabón de la cara de las enfermeras. ¡Lo que brilla! Pero eso ocurre más bien en el campo, donde las cosas van más atrasadas... en las clínicas londinenses usan la mar de polvos y se pintan los labios con un carmín vivido de verdad. Pero estaba diciendo, monsieur Poirot, que tiene usted que venir a comer como es debido cuando haya terminado este estúpido asunto.

—Es usted muy amable.

—A mí, personalmente, no me importa la policía —dijo lady Angkatell—. En realidad, lo encuentro todo la mar de interesante. «Permítame que le ayude en todo lo que pueda», le dije al inspector Grange. Parece una persona algo aturdida, pero metódica.

»El móvil le parece tan importante a la policía —prosiguió—. Y ya que hablábamos de enfermeras de hospital, creo que Juan Christow... una enfermera pelirroja con nariz respingona... la mar de atractiva. Pero, claro está eso fue hace mucho tiempo y a la policía pudiera no interesarle. Una no sabe, en realidad, cuánto tendría que soportar la pobre Gerda. Es una de esas mujeres leales, ¿no le parece? O posiblemente se cree lo que le dicen. Yo creo que si una no tiene mucha inteligencia, lo más prudente es hacer eso.

Bruscamente, lady Angkatell abrió de par en par la puerta del despacho y empujó a Poirot hacia dentro diciendo animadamente:

—Aquí está monsieur Poirot.

Dio la vuelta majestuosamente a su alrededor y salió. El inspector Grange y Gudgeon estaban sentados junto a la mesa. En el rincón había una joven con un librito de notas. Gudgeon se puso respetuosamente en pie.

Poirot se apresuró a presentar excusas.

—Me retiro inmediatamente. Le aseguro que no tenía la menor idea de que lady Angkatell...

—No, no; ya me figuro que no —el bigote de Grange tenía un aspecto más pesimista que nunca aquella mañana.

«Quizá», pensó Poirot, fascinado por la reciente descripción que hiciera lady Angkatell de Grange, «quizá haya habido demasiada limpieza... o tal vez se haya comprado una mesa de bronce de Benarés, de suerte que el buen inspector no tiene, en verdad, sitio suficiente donde moverse.»

Desterró estos pensamientos con ira. La casa limpia, pero demasiado llena del inspector Grange, la mujer, los hijos y su afición al Meccano, no eran más que fragmentos de la imaginación de lady Angkatell.

Pero la vividez con que asumía una realidad concreta le interesaba. La facultad de lady Angkatell de conseguir que así fuera resultaba sorprendente, una verdadera proeza.

—Siéntese, monsieur Poirot —dijo Grange—. Hay algo que quiero preguntarle y casi he terminado aquí.

Volvió a ocuparse de Gudgeon, que, con respeto y casi protestando, se sentó de nuevo y miró a su interlocutor con cara sin expresión.

—Y..., ¿eso es todo lo que puede usted recordar?

—Sí, señor. Todo, señor, seguía como de costumbre. No sucedió ninguna cosa desagradable.

—Hay una capa de pieles... allá en el pabellón; junto a la piscina. ¿A cuál de las señoras pertenecía?

—¿Se refiere usted, señor, a una capa de zorro platinado? La vi ayer cuando llevé las copas al pabellón. Pero no es propiedad de ninguna de las señoras que habitan en esta casa.

—¿De quién es, pues?

—Es posible que pertenezca a la señora Cray. La señorita Verónica Cray, artista de cine. Llevaba algo por el estilo.

—¿Cuándo?

—Cuando estuvo aquí anteanoche, señor.

—No me había hablado usted que figurara ella entre los invitados.

—No era invitada, señor. La señorita Cray, de Dovecotes, la... ¡ah...!, casita de Podder's Lane... Se había quedado sin cerillas y vino después de cenar a pedir unas cuantas prestadas.

—¿Se llevó seis cajas? —inquirió Poirot.

Gudgeon se volvió hacia él.

—Exacto, señor. Milady, después de preguntar si teníamos suficientes, insistió en que la señorita Cray se llevara media docena de cajas.

—Que se dejó en el pabellón —dijo Poirot.

—Sí, señor. Las vi ayer por la mañana.

—No le pasan muchas cosas por alto a ese hombre —observó Poirot al marcharse Gudgeon y cerrar la puerta suavemente tras él.

El inspector Grange se limitó a decir que los criados eran el mismísimo demonio.

—Sin embargo —agregó animándose un poco—, siempre nos queda la doncella de cocina... la maritornes. Ésas suelen hablar... No son como el resto de la servidumbre, que se da tanto tono.

»He encargado a un agente que investigue en Harley Street —prosiguió—. Y haré una visita yo mismo más tarde durante el día. Debiéramos encontrar algo por ese lado. Seguramente sabrá usted que la esposa de Christow tenía que aguantar muchas cosas. Algunos de esos médicos de moda y sus pacientes femeninos... ¡lo sorprendido que usted quedaría si supiese...! Y deduzco, por lo que me ha dicho lady Angkatell, que hubo jaleo por cuestión de una enfermera del hospital. Claro que habló muy vagamente de ello...

—Sí —asintió Poirot—; pero ya me lo figuro.

Un cuadro hábilmente construido... Juan Christow o intrigas amorosas con enfermeras del hospital... las oportunidades de la vida de un médico... razones de sobra para celos de Gerda que habían culminado por fin en un asesinato.

Sí; un cuadro hábilmente sugerido, concretando la atención en el ambiente de Harley Street... lejos de The Hollow, lejos del momento en que Enriqueta Savernake, dando un paso hacia delante, le había quitado el revólver a Gerda Christow. Y lejos de aquel otro momento en que Juan, moribundo, había dicho: Enriqueta.

Abriendo de pronto los ojos que había tenido entornados, Hércules Poirot preguntó con irresistible curiosidad:

—¿Juegan sus hijos con un Meccano?

—¿Eh? ¿Cómo? —el inspector salió de su momentáneo ensimismamiento y miró boquiabierto a Poirot—. Pero, ¿qué diantre...? Si quiere que le diga la verdad, son un poco pequeños..., pero estaba pensando en regalarle a Eduardito un Meccano para la festividad de Nochebuena. ¿Por qué lo pregunta?

Poirot movió negativamente la cabeza.

Lo que hacía peligrosa a lady Angkatell, pensó, era el hecho de que aquellas deducciones intuitivas y fantásticas a las que con tanta facilidad se entregaba, pudieran resultar con frecuencia acertadas. Con palabras despreocupadas (¿aparentemente despreocupadas?) construía un cuadro. Y si parte del cuadro resultaba cierto, ¿no creería uno, a pesar suyo, que el resto era cierto también?

El inspector Grange estaba hablando.

—Hay un punto que quisiera consultar con usted, monsieur Poirot. Esa señorita Cray, la actriz..., se da un paseo hasta aquí para pedir prestadas unas cerillas. Si deseaba pedir cerillas, ¿por qué no fue a casa de usted, que está a un paso de distancia de la suya? ¿Qué necesidad tenía de caminar media milla?

Hércules Poirot se encogió indiferentemente de hombros.

—Pudiera haber razones. Razones, de vanidad..., las llamamos así... Mi casita es pequeña, poco importante. Yo sólo soy un señor que viene aquí a pasar los fines de semana. Pero sir Enrique y lady Angkatell son importantes... Viven aquí... Son los que suelen llamar de «postín». Esta señorita, Verónica Cray, puede haber deseado conocerles... Y después de todo, ésa era una manera como cualquier otra de conseguirlo.

El inspector se puso en pie.

—Sí —dijo—; eso es muy posible, claro está; pero uno no se puede permitir el lujo de olvidar detalle. Sea como fuere, no dudo que todo marchará como una seda. Sir Enrique ha identificado el arma como parte integrante de su colección. Parece ser que estuvieron tirando con ella al blanco la tarde anterior. Lo único que tenía que hacer la señora Christow era entrar en el estudio y sacarla de donde había visto que la ponía sir Enrique junto con las municiones. Es la mar de sencillo.

—Sí —murmuró Poirot—, todo parece la mar de sencillo. Sí.

Así, pensó, cometería un crimen una mujer como Gerda Christow. Sin subterfugios ni complejidad, empujada repentinamente a la violencia por la amarga angustia de un temperamento estrecho, sin grandes horizontes, pero profundamente amoroso.

Y, sin embargo, era de creer, era de creer que habría tenido algún instinto de conservación. O..., ¿habría obrado con esa ceguera que oscurece el espíritu cuando se descarta por completo la razón?

Recordó su semblante vacuo, aturdido.

No sabía. No sabía en verdad qué pensar. Pero se le antojaba que debía saberlo.

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