Capítulo XVIII

Hércules Poirot miró por la ventana y vio a Enriqueta Savernake subiendo por el camino hacia su puerta. Llevaba el mismo vestido de mezclilla verde que el día de la tragedia. Caminaba lentamente y la acompañaba un perro.

Fue a la puerta y la abrió. Ella le miró sonriente.

—¿Puedo entrar y ver su casa? Me gusta ver las casas de la gente. He salido a sacar de paseo al perro.

—¡No faltaba más! ¡Cuan inglés es eso de sacar a pasear al perro!

—Ya lo sé —dijo Enriqueta—. Había pensado en eso. ¿Conoce usted ese poema tan lindo? «Pasaron los días lentamente. Di de comer a las ocas, reñí con mi esposa, toqué el Largo, de Heandel en la flauta, y saqué a pasear al perro.»

Volvió a sonreír, con sonrisa brillante, insustancial.

Poirot la hizo pasar a la sala. Ella se fijó en lo ordenado y limpio que estaba el cuarto, y movió, con aprobación, la cabeza.

—Muy agradable —dijo—. Dos de cada cosa. ¡Lo que odiaría usted mi estudio!

—¿Por qué había de odiarlo?

—Hay barro pegado a todo... Y, aquí y allá, hay alguna cosa que me gusta y que perdería todo su valor si hubiera dos iguales.

—Eso lo comprendo perfectamente, mademoiselle. Usted es una artista.

—¿Es usted un verdadero artista también, monsieur Poirot?

Poirot ladeó la cabeza.

—He aquí una pregunta. Pero hablando en general, yo diría que no. He conocido crímenes que eran artísticos... Eran, comprenda usted, supremos ejercicios de la imaginación. Lo que hace falta, lo necesario es ser un apasionado de la verdad.

—Un apasionado de la verdad —dijo Enriqueta, meditabunda—. Sí, veo cuan peligroso puede hacerle eso. ¿Quedaría satisfecho con la verdad?

La miró con curiosidad.

—¿Qué quiere usted decir, señorita Savernake?

—Comprendo que desee usted saber. Pero, ¿le bastaría el conocimiento? ¿Se vería usted obligado a dar un paso más y convertir el conocimiento en acción?

La forma de abordar el asunto despertó el interés de Poirot.

—Está usted sugiriendo que, si conociera la verdad acerca de la muerte del doctor Christow... tal vez me conformara con saberlo y callármela. ¿Conoce usted la verdad de su muerte?

Enriqueta pareció sorprendida y se encogió de hombros.

—La contestación que salta a la vista parece ser Gerda. ¡Cuan cínico resulta que la primera persona sospechosa sea siempre el marido o la mujer!

—Pero, ¿usted no está de acuerdo?

—Me gustaría conservar siempre la mente abierta, sin prejuicios.

Poirot preguntó:

—¿Por qué ha venido usted aquí, a avisarme, señorita Savernake?

—He de confesar que, al revés que usted, yo no soy apasionada de la verdad, monsieur Poirot. El sacar a pasear el perro era una excusa rural inglesa tan linda... Pero, claro está, los Angkatell no tienen perro... como pudo usted haber observado el otro día.

—No me había pasado por alto ese hecho.

—Conque me llevé el del jardinero. Debe usted comprender, monsieur Poirot, que yo no soy muy amiga de la verdad.

De nuevo surgió aquella deslumbradora sonrisa. Poirot se preguntó por qué la encontraría tan pronto tan insoportablemente conmovedora. Dijo, sereno.

—No; pero tiene usted integridad.

—¿Por qué cielos dice usted eso?

Se había sobresaltado. Casi, pensó, se había llevado un susto.

—Porque creo que es así.

—Integridad —repitió Enriqueta, pensativa—. ¿Qué querrá decir esa palabra realmente?

Se quedó muy quieta en su asiento, contemplando la alfombra. Luego alzó la cabeza y le miró de hito en hito.

—¿No desea usted saber por qué vine?

—Le cuesta a usted trabajo quizás expresarlo en palabras.

—Sí, creo que es eso. La encuesta, monsieur Poirot, se celebra mañana. Una debe decir exactamente todo cuanto...

Se interrumpió. Se puso en pie y se dirigió a la chimenea. Desplazó uno o dos adornos y trasladó un florero de margaritas desde la mesa al rincón extremo de la repisa. Retrocedió, estudiando el efecto, con la cabeza ladeada.

—¿Qué tal, le gusta eso, monsieur Poirot?

—Ni pizca, mademoiselle.

—Ya me lo figuraba —rió. Volvió a colocarlo todo hábil y rápidamente como había estado—. Bueno, si una quiere decir una cosa, una ha de decirla. Usted es, no sé por qué, la clase de persona con quien una puede hablar. Ahí va. ¿Es necesario, cree usted, que sepa la policía que yo era la amante de Juan Christow?

La voz era seca y sin emoción. Miraba, no a él, sino a la pared por encima de su cabeza. Con un dedo estaba siguiendo la curva del jarrón que contenía unas flores moradas. Poirot tenía la idea de que, en el contacto de aquel dedo, se hallaba la válvula de escape emocional.

Contestó, con precisión y sin emoción también:

—Ya. ¿Tenían ustedes relaciones?

—Si prefiere usted decirlo así.

—¿No era así como lo dijo usted, mademoiselle?

—No.

—¿Por qué no?

Enriqueta se encogió de hombros. Se acercó y se sentó a su lado en el sofá. Dijo, lentamente:

—A una le gusta describir las cosas... con la mayor exactitud posible.

Aumentó su interés por Enriqueta Savernake. Dijo:

—Era usted la amante del doctor Christow..., ¿desde hacía cuánto?

—Unos seis meses.

—Deduzco que a la policía le costará poco trabajo descubrir eso.

Enriqueta reflexionó unos instantes. Luego repuso tranquila:

—Me imagino que sí. Es decir, si andan buscando algo así.

—¡Oh! lo andarán buscando, eso se lo puedo asegurar.

—Sí, ya me suponía yo —Hizo una pausa, extendió los dedos sobre la rodilla y los contempló. Luego le dirigió una mirada rápida y amistosa—. Bien, monsieur Poirot, ¿qué ha de hacer una? ¿Ir al inspector Grange y decirle... qué le dice una a un bigote como el suyo? Es un bigote tan doméstico, tan de padre de familia...

La mano de Poirot se alzó lentamente hacia el hirsuto adorno del labio superior que tan orgulloso ostentaba.

—Mientras que el mío, mademoiselle.

—Su bigote, monsieur Poirot, es un triunfo artístico. No puede asociarse con más cosa que consigo mismo. Es, estoy segura, único.

—Sin el menor género de duda.

—Y, probablemente, ése es el motivo de que le esté hablando como lo hago. Admitiendo que la policía tenga que saber la verdad acerca de Juan y de mí, ¿ha de ser hecha pública esta verdad necesariamente?

—¡Oh! Veremos. Si la policía cree que no tiene relación con el caso, se mostrará muy discreta. ¿Le... causa mucha ansiedad ese punto?

Enriqueta dijo que sí con la cabeza. Se contempló los dedos unos segundos. Luego, de pronto alzó la cabeza y habló. Su voz ya no era seca ni ligera.

—¿Por qué han de hacerse las cosas más difíciles de lo que ya son para Gerda? Adoraba a Juan y Juan ha muerto. Le ha perdido. ¿Por qué ha de tener que soportar una carga más?

—¿Es por ella por lo que usted se preocupa?

—¿Cree usted que eso es hipocresía? Supongo que estará pensando que, si me interesara la tranquilidad de Gerda, jamás me hubiese convertido en amante de Juan. Pero usted no comprende. No fue así. Yo no le deshice el matrimonio. No fui más que una... de toda una procesión.

—¡Ah! ¿Conque era así?

Se volvió hacia él vivamente.

—No, no, ¡no! No lo que usted está pensando. ¡Eso es lo que más importa de todo! La idea falsa que se formará todo él mundo de lo que era Juan. Por eso estoy aquí hablándole... porque tengo una vaga, una nebulosa esperanza de poderle hacer comprender. Comprender, quiero decir, la clase de persona que era Juan. Me imagino tan bien lo que ocurrirá... los grandes titulares en los periódicos... «La Vida Amorosa de un Médico...» Gerda, yo, Verónica Cray. Juan no era así... no era, en realidad, un hombre que pensara mucho en las mujeres. No eran las mujeres lo que le importaba a él más: era su trabajo. Era en su trabajo donde yacían su interés y su emoción... sí, y su sentido de aventura también. Si a Juan le hubiesen pedido que diera el nombre de la mujer que más ocupaba sus pensamientos, ¿sabe usted a quién hubiera nombrado? ¡A la señora Crabtree!

—¿La señora Crabtree? —Poirot estaba sorprendido—. ¿Quién, pues, es esa señora Crabtree?

Había una mezcla de lágrimas y risa en la voz de Enriqueta cuando contestó:

—Es una anciana... fea, sucia, arrugada, indómita. Juan le tenía verdadero cariño. Es una paciente del Hospital de San Cristóbal. Tiene la enfermedad de Ridgeway. Es una enfermedad que abunda poco; pero quien la contrae muere sin remedio. No existe cura alguna para ella. Pero Juan estaba encontrando un remedio... No puedo explicarlo técnicamente. Era muy complicado... cuestión de segregación de hormonas. Ha estado haciendo experimentos y la señora Crabtree era su paciente estrella. Porque, ¿sabe?, tiene redaños, quiere vivir, y tenía afecto a Juan. Él y ella luchaban juntos con el mismo objeto. Durante meses y meses Juan no tuvo más que una obsesión: la enfermedad de Ridgeway y la señora Crabtree. Nada de lo demás le importaba en realidad. Eso es lo que significa ser la clase de médico que era Juan. El consultorio en Harley Street, las pacientes ricas y obesas... eso es secundario. Es la intensa curiosidad científica, el triunfo sobre una enfermedad lo que está por encima de todo. Yo... ¡oh!, ¡cuánto daría por hacerle comprender!

Alzó las manos en singular gesto de desesperación y Poirot pensó cuan hermosas y llenas de sensibilidad eran aquellas manos.

Dijo:

—Usted parece comprender muy bien.

—Ah, sí, yo comprendía. Juan solía venir a hablarme, ¿comprende? No a mí del todo en parte, yo creo que hablaba consigo mismo. Aclaraba las cosas así... las veía mejor. A veces casi desesperaba... No veía cómo vencer el aumento de toxicidad... y luego se le ocurría la idea de cambiar de tratamiento. No puedo explicarle a usted cómo era... era como... sí: una batalla. No puede usted imaginarse su furia y la concentración... y sí, a veces la angustia, la agonía... Y, a veces, el enorme cansancio, el hastío...

Guardó silencio unos minutos, oscuros sus ojos con el recuerdo.

Poirot preguntó con curiosidad:

—¿Debe usted tener, también, ciertos conocimientos técnicos?

Ella movió negativamente la cabeza.

—No, en realidad. Sólo los bastantes para comprender de qué estaba hablando Juan. Compré libros y los leí.

Guardó silencio otra vez, suavizando el semblante, entreabiertos los labios. Estaba, pensó Poirot, recordando.

Con un suspiro, volvió al presente. Le miró con cierta añoranza.

—Si siquiera pudiera hacerle ver...

—Lo ha conseguido usted ya, mademoiselle.

—¿De verdad?

—Sí. Uno reconoce lo auténtico cuando lo escucha.

—Gracias. Pero no resultará tan fácil explicárselo al inspector Grange.

—Probablemente, no. Él se concentrará en el aspecto personal.

Enriqueta dijo, con vehemencia.

—Y ése era tan poco importante... tan por completo sin importancia...

Poirot enarcó lentamente las cejas. Ella contestó a la muda pregunta.

—¡Lo era! Es que..., ¿comprende...?, al cabo de algún tiempo... me intercalé entre Juan y lo que estaba pensando. Le impresioné como mujer. No podía concentrarse como quería... por culpa mía. Empezó a temer que se estaba enamorando de mí... y él no quería amar a nadie. Me... me hizo el amor porque no quería pensar mucho en mí. Quería que fuese un amorío ligero, simple, como tantos otros de los que había tenido.

—Y usted... —Poirot le estaba observando estrechamente—, ¿usted se conformó con que... fuera así?

Enriqueta se puso en pie. Dijo, y esta vez, de nuevo, con su voz seca:

—No..., no me conformé. Después de todo, una es de carne y hueso...

Poirot aguardó un minuto. Luego dijo:

—Entonces, ¿por qué, mademoiselle...?

—¿Por qué? —giró sobre los talones con rapidez y se encaró con él—. Quería que Juan estuviese satisfecho. Quería que Juan tuviese lo que deseaba. Quería que pudiese seguir adelante con lo que a él le importaba: su trabajo. Si no quería sufrir... si no quería ser vulnerable otra vez... pues... pues... ¡por mí ya estaba bien!

Poirot se frotó la nariz.

—Hace un momento, señorita Savernake, mencionó a Verónica Cray. ¿Era ella también amiga de Juan Christow?

—Hasta el sábado pasado no la había visto en quince años.

—¿La conoció hace quince años?

—Fueron prometidos y estuvieron a punto de casarse —y Enriqueta volvió a sentarse—. Veo que voy a tener que aclararlo mejor. Juan amaba a Verónica locamente. Verónica era, y es, una perra de marca mayor. Es el egoísmo personificado. Sus condiciones fueron que Juan renunciara a todo cuanto le interesaba y se convirtiera en sumiso maridito de la señorita Verónica Cray. Juan deshizo el compromiso, con razón. Pero sufrió como un condenado. Toda su idea fue casarse con una persona que se pareciera a Verónica lo menos posible. Se casó con Gerda, a quien podría describirse, con muy poca elegancia, como una idiota de primera. Eso resultaba la mar de agradable y cierto; llegó un día en que el estar casado con una idiota le irritó. Tuvo varios devaneos, ninguno de ellos importante. Gerda, claro está, jamás se enteró de ello. Pero yo creo que, durante quince años, algo le ocurría a Juan... algo relacionado con Verónica. Nunca la olvidó por completo. Y, de pronto, el sábado, la volvió a ver.

Tras una larga pausa, Poirot recitó, soñador:

—Salió con ella aquella noche para acompañarla hasta su casa y regresó a The Hollow a las tres de la madrugada.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Una doncella tenía dolor de muelas.

Dijo Enriqueta:

—Lucía tiene demasiada servidumbre.

—Pero usted, mademoiselle, sabía eso ya.

—Sí.

—¿Cómo?

De nuevo hubo una pausa infinitesimal. Luego Enriqueta dijo, despacio:

—Estaba atisbando por la ventana y le vi volver a casa.

—¿Dolor de muelas, mademoiselle?

Ella le sonrió.

—Un dolor de índole completamente distinta, monsieur Poirot.

Se puso en pie y se dirigió a la puerta, y entonces Poirot dijo:

—La acompañaré hasta casa, mademoiselle.

Cruzaron el camino y pasaron por la verja al castañar.

Dijo Enriqueta:

—No es necesario que pasemos junto a la piscina. Podemos tirar por la izquierda y a lo largo de la senda de arriba hasta el paseo de las flores.

Una senda muy empinada conducía, cuesta arriba, hacia los bosques. Al cabo de un rato, desembocaron en un camino más ancho que cruzaba en ángulo recto, por encima de los castaños. Llegaron junto a un banco y Enriqueta se sentó. Poirot se dejó caer a su lado. Los bosques estaban por encima de ellos y detrás. Y allá, abajo, se encontraban los bosquecillos de castaños plantados muy cerca uno de otro. Delante mismo del banco, un sendero curvado descendía hacia donde se veía un simple destello de agua azul.

Poirot observó a Enriqueta sin hablar. Tenía ésta el rostro en reposo. Había desaparecido la tensión. Parecía más redondo y más joven. Se imaginó el aspecto que habría tenido de niña.

—¿En qué está usted pensando, mademoiselle?

—En Ainswick.

—¿Qué es Ainswick?

—¿Ainswick? Un lugar.

Casi soñadora le describió Ainswick. La casa blanca, graciosa; la gran magnolia; el conjunto, encajado en un anfiteatro de colinas cubiertas de espeso arbolado.

—¿Era su hogar?

—No puedo, en rigor, llamarle tal. Yo vivía en Irlanda. Pero íbamos todos a pasar allí las vacaciones. Eduardo, Midge y yo. Era el hogar de Lucía en realidad. Pertenecía a su padre. Al morir él, lo heredó Eduardo.

—Sir Enrique, ¿verdad? Y, sin embargo, es él quien lleva el título.

—Oh, su título es sólo de Caballero de la Orden del Baño —explicó—. Enrique no era más que un primo lejano.

—Y, después de Eduardo Angkatell, ¿a manos de quién va a parar ese Ainswick?

—Es curioso. Nunca se me ha ocurrido pensar en eso. Si Eduardo no se casa...

Hubo una pausa. Una nube pasó por su semblante. Hércules Poirot se preguntó cuál sería el pensamiento que en aquel momento cruzaba por su mente.

—Supongo —dijo Enriqueta muy despacio— que lo heredará David. Conque ésa es la razón...

—¿La razón de qué?

—De que Lucía le invitara aquí... ¿David y Ainswick? —sacudió la cabeza—. No encajan.

Poirot señaló el camino que se abría ante ellos.

—¿Fue por este camino, mademoiselle, por donde bajó usted a la piscina ayer?

Ella se estremeció.

—No; por uno que está más cerca de la casa. Fue Eduardo quien bajó por aquí.

Se volvió hacia él de pronto.

—¿Es preciso que volvamos a hablar de eso? Odio la piscina. Hasta odio The Hollow.

Poirot murmuró:


«Odio el horrible Cuenco, detrás del bosquecillo;

sus bordes están tintos de brezo carmesí;

gotean las orillas silente horror de sangre

y el Eco «Muerte» a todo responde siempre allí.»

[13]


Enriqueta le miró con asombro al oírle recitar la poesía.

—Tennyson —dijo Poirot, moviendo la cabeza con orgullo—. Poesía de su lord Tennyson.

Enriqueta estaba repitiendo:

Y el Eco, «Muerte», a todo responde...

Prosiguió, casi para sí:

—Pero, ¡si es claro! Ahora comprendo... eso es lo que es... ¡Un eco!

—¿Qué quiere usted decir?

—Este sitio... ¡ The Hollow en sí! Casi me di cuenta en otra ocasión... el sábado, cuando Eduardo y yo subimos a la cresta de la colina. Un eco de Ainswick. Y eso es lo que somos nosotros los de Angkatell: ¡ecos! No somos de verdad..., no somos auténticos como lo era Juan —se volvió hacia Poirot—. ¡Lástima que no le haya conocido, monsieur Poirot! Todos somos sombras al lado de Juan, Juan estaba vivo de verdad.

—Eso lo comprendí aun en el instante de verle morir, mademoiselle.

—Lo sé. Uno lo sentía... Y Juan ha muerto y nosotros, los ecos, estamos vivos... Parece, ¿sabe?, una broma muy pesada.

La juventud había desaparecido de su rostro otra vez. Tenía los labios contraídos, acusadores de un repentino y amargo dolor.

Cuando habló Poirot haciendo una pregunta, no entendió, de momento, lo que decía:

—Perdone. ¿Qué dijo usted, monsieur Poirot?

—Le estaba preguntando si su tía, lady Angkatell, encontraba simpático al doctor Christow.

—¿Lucía? Y, a propósito, es mi prima, no mi tía. Sí; le tenía mucho afecto.

—Y su... ¿primo también...? Eduardo Angkatell..., ¿le tenía afecto al doctor Christow?

Le pareció notar cierta contrición en la voz de la muchacha cuando contestó:

—No gran cosa..., pero apenas le conocía.

—Y su... ¿otro primo...? David Angkatell.

Enriqueta sonrió. De momento no supo qué contestar... Luego replicó:

—Yo creo que David nos odia a todos. Se pasa el tiempo emboscado en la biblioteca leyendo la Enciclopedia Británica.

—Ah, un joven de temperamento serio.

—Compadezco a David. Ha tenido una vida familiar muy difícil. La madre no estaba bien de la cabeza... y era una inválida. Ahora la única manera que tiene de protegerse es procurar sentirse superior a todos los demás. El procedimiento es bueno mientras «funciona». Pero, de vez en cuando, falla, y el David vulnerable asoma.

—¿Se sentía superior al doctor Christow?

—Lo intentaba, pero no creo que cuajase. Sospecho que Juan Christow era, precisamente, la clase de hombre que David hubiese querido ser. Por consiguiente, Juan le resultaba antipático.

Poirot asintió, moviendo la cabeza pensativa y afirmativamente.

—Sí..., aplomo, confianza, virilidad..., todas las cualidades varoniles más intensas. Es interesante... muy interesante.

Enriqueta no respondió.

Por entre los castaños, allá abajo, junto a la piscina, Hércules Poirot vio a un hombre agacharse, buscar algo... o así parecía, por lo menos.

Murmuró:

—¿Si será...?

—Usted perdone.

Dijo Poirot:

—Ése es uno de los agentes del inspector Grange. Parece andar buscando algo.

—Indicios, supongo. Pistas. ¿No buscan los policías indicios? Ceniza de cigarrillo, pisadas, cerillas gastadas...

Era burlona y amarga su voz a la vez. Poirot contestó, muy serio:

—Sí; buscan esas cosas, y a veces las encuentran. Pero los verdaderos indicios, señorita Savernake, en un caso como éste, se encuentran generalmente en las relaciones personales de las personas a quienes alcanza.

—Me parece que no le comprendo.

—Pequeñeces —dijo Poirot, echando la cabeza hacia atrás, y con los párpados entornados—. No ceniza de cigarrillo, ni la huella de un tacón de goma, sino un gesto, una mirada, un acto inesperado...

Enriqueta volvió bruscamente la cabeza para mirarle. Él sintió la mirada de ella, pero no volvió la cabeza. Dijo Enriqueta:

—¿Está usted pensando en algo determinado?

—Estaba pensando en cómo se adelantó usted y le quitó el revólver de la mano a la señora Christow y lo dejó caer después a la piscina.

Se dio cuenta, presintió más bien, el pequeño sobresalto que sufrió la joven. Pero la voz de ésta siguió normal y serena.

—Gerda, monsieur Poirot, es una persona algo torpe. En el estado de ánimo en que se hallaba, y si el revólver hubiera tenido otro cartucho, pudiera haberlo disparado y hecho daño a alguien.

—Pero un poco torpe por parte de usted, ¿verdad?, dejarlo caer en la piscina.

—También yo había recibido un susto, una impresión muy fuerte —hizo una pausa—. ¿Qué es lo que quiere usted sugerir, monsieur Poirot?

Poirot se irguió en el asiento, volvió la cabeza, y habló con prosaico y rápido tono.

—Si había huellas dactilares en ese revólver..., es decir, huellas impresas antes de que la señora Christow lo tocase, resultaría interesante saber de quién eran... y eso ya no lo sabremos jamás.

Enriqueta dijo con voz tranquila, pero firme:

—Con lo cual quiere decir que cree que eran las mías. Está usted sugiriendo que maté yo a Juan y que luego dejé el revólver a su lado para que Gerda pudiera acercarse y recogerlo y cargar con el mochuelo. Eso es lo que insinúa, ¿verdad? Pero, por favor, si yo hubiese hecho una cosa así supongo que me hará la gracia de creerme dotada de inteligencia suficiente para haber borrado mis propias huellas primero.

—Pero, por favor, mademoiselle, usted no dejará de ser, creo yo, lo bastante inteligente para comprender que, de haber hecho semejante cosa, y de no haber habido en el revólver más huellas dactilares que las de la señora Christow, eso hubiese sido lo asombroso. Porque todos ustedes estuvieron disparando con ese revólver el día anterior. No era fácil que a Gerda Christow se le hubiese ocurrido borrar todas las huellas dactilares que hubiera en el revólver antes de usarlo. ¿A santo de qué iba a hacer semejante cosa?

Enriqueta dijo muy despacio:

—Conque..., ¿usted cree que maté yo a Juan?

—Cuando el doctor Christow agonizaba dijo: «Enriqueta

—Y, ¿usted lo tomó por una acusación? No lo era.

—¿Qué era, pues?

Enriqueta alargó el pie e hizo un dibujo en el suelo con la punta del zapato. Dijo en voz baja:

—¿No está usted olvidándose... de lo que le dije no hace tanto... acerca de las relaciones que nos unían?

—Ah, sí... era su amante... conque, como estaba muriéndose —dijo a Enriqueta—. Muy conmovedor.

Le miró con ojos centelleantes.

—¿Es necesario ese sarcasmo?

—No es sarcasmo. Pero no me gusta que me mientan... y eso, creo yo, es lo que está intentando usted hacer.

Dijo Enriqueta, nuevamente serena:

—Le he dicho que no soy muy amiga de la verdad, pero cuando Juan dijo «Enriqueta», no me estaba acusando de haberle asesinado. ¿No comprende usted que la gente de mi clase, que hace, que crea cosas, es completamente incapaz de tomar una vida? Yo no mato a la gente, monsieur Poirot. Yo no podría matar a nadie. Ésa es la verdad pura y desnuda. Sospecha de mí simplemente porque pronunció mi nombre un moribundo que apenas sabía lo que estaba diciendo.

—El doctor Christow sabía perfectamente lo que estaba diciendo. Su voz era tan viva, tan consciente, como la del médico que, en plena operación vital, le dice bruscamente y con urgencia a la enfermera: «Hermana, los fórceps.»

—Pero...

Pareció desconcertada. Hércules Poirot prosiguió apresuradamente:

—Y no es sólo por lo que dijo el doctor Christow cuando estaba muriendo. No creo, ni un solo instante, que sea usted capaz de cometer un asesinato premeditado... eso no. Pero puede haber hecho el disparo en un momento de repentino y feroz resentimiento... y, de ser así... de ser así, mademoiselle, tiene usted la imaginación creadora y la habilidad necesarias para saber cubrir sus huellas.

Enriqueta se puso en pie. Permaneció un momento, pálida y alterada, contemplándole. Dijo, con una brusca sonrisa no exenta de amargura:

—¡Y yo que creí que le era simpática!

Hércules Poirot exhaló un suspiro. Dijo con tristeza:

—Ahí está lo desgraciado del caso para mí. Me lo es.

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