Capítulo XXI

En el despacho, lady Angkatell mariposeaba de un lado para otro, tocando las cosas aquí y allá, vagamente, con el dedo índice. Sir Enrique, retrepado en su asiento, la estuvo contemplando. Dijo por fin:

—¿Por qué cogiste la pistola, Lucía?

—En realidad, no estoy del todo segura, Enrique. Supongo que tendría una vaga idea de un accidente.

—¿Accidente?

—Sí. Todas esas raíces de árboles, ¿sabes? —dijo lady Angkatell, vagamente—, que asoman... es tan fácil tropezar con una y dar un traspiés... Uno podía haber estado haciendo unos cuantos disparos al blanco y haberse dejado un cartucho en la recámara... un descuido muy grande, claro está..., pero después de todo, la gente es descuidada. Siempre he pensado, ¿sabes?, que un accidente sería la forma más sencilla de hacer una cosa así. Una lo sentiría mucho, claro está, y echaría a sí misma la culpa...

Se apagó la voz. El marido permaneció muy quieto, sin quitarle la mirada de la cara. Habló de nuevo, con la misma voz tranquila, cuidadosa...

—¿Quién había de sufrir... el accidente?

Lucía volvió un poco la cabeza, mirándole con sorpresa.

—Juan Christow, naturalmente.

—¡Santo Dios, Lucía...!

Se interrumpió.

Ella dijo muy sería:

—¡Oh, Enrique! ¡He estado tan terriblemente preocupada por Ainswick!

—Comprendo, se trata de Ainswick. Siempre te ha importado demasiado Ainswick, Lucía. A veces creo que es la única cosa que te importa.

—Eduardo y David son los últimos..., los últimos de los Angkatell. Y David no sirve, Enrique. Jamás se casará... por lo de su madre y todo eso. Él heredaría la finca cuando Eduardo muera, y no se casará, y tú y yo habremos muerto antes de que él llegue a la edad madura siquiera. Será el último de los Angkatell y todo eso desaparecerá.

—¿Importa mucho, Lucía?

—¡Claro que importa! ¡Ainswick!

—¡Debiste haber nacido varón, Lucía!

Pero sonrió un poco, porque no sé imaginaba a Lucía siendo otra cosa que femenina.

—Todo depende de que se case Eduardo..., y Eduardo es tan terco..., esa cabeza tan larga que tiene, como mi padre. Había confiado en que olvidaría a Enriqueta y se casaría con una muchacha agradable..., pero ahora veo que no existe la menor esperanza. Luego pensé que el devaneo de Enriqueta con Juan seguiría el curso normal y acabaría. Los amoríos de Juan, me imaginé, nunca eran muy permanentes. Pero le vi mirarla la otra noche. Estaba enamorado de ella de verdad. Me pareció que si Juan no estuviese en el paso, Enriqueta se casaría con Eduardo. No es ella de las que atesoran un recuerdo y viven en el pasado. Conque, como ves, todo se reducía a eso..., deshacerse de Juan Christow.

—Lucía. Tú no... ¿Qué hiciste, Lucía?

Lady Angkatell se puso en pie otra vez. Quitó dos flores marchitas de uno de los floreros.

—Querido —murmuró—, supongo que no te imaginas ni por un solo instante, que yo maté a Juan Christow. Sí que se me ocurrió esa idea estúpida de un accidente. Pero entonces, ¿sabes?, me acordé que habíamos invitado a Juan Christow aquí... No es como si hubiese propuesto venir él mismo. Una no puede pedirle a nadie que sea un invitado y luego tomar medidas para que le ocurra un accidente. Hasta los árabes tienen un concepto muy elevado de la hospitalidad. Conque no te preocupes, ¿quieres, Enrique?

Se le quedó mirando con una sonrisa brillante y cariñosa. Dijo él:

—Siempre estoy preocupado por ti, Lucía.

—No hay necesidad de estarlo, querido. Y como ves, todo ha salido a pedir de boca. Juan ha quedado eliminado sin que tuviésemos nosotros arte ni parte en el asunto. Me recuerda —dijo lady Angkatell reminiscente— al hombre aquel que fue tan grosero conmigo en Bombay. Le atropello un tranvía tres días más tarde.

Abrió el ventanal y salió al jardín.

Sir Enrique continuó sentado, viendo a la alta y esbelta figura vagar senda abajo. Parecía viejo y cansado y era su rostro el de un hombre que vive cara a cara con el temor.



En la cocina, la lacrimosa Doris Emmott se sobrecogía bajo la severa reprimenda del señor Gudgeon. La señora Medway y la señorita Simmons hacían a veces una especie de coro griego.

—¡Adelantarte de esa manera y formar juicios precipitados como una muchacha sin experiencia!

—Eso es —dijo la señora Medway.

—Si me ves con una pistola en la mano, lo que te corresponde hacer es venir a mí y decir: «Señor Gudgeon, ¿tiene usted la amabilidad de darme una explicación?»

—O podías haber venido a mí —intervino la señora Medway—. Yo siempre estoy dispuesta a decirle a una muchacha joven que no conoce el mundo lo que es su obligación pensar.

—Lo que no debieras haber hecho —dijo Gudgeon con severidad— es ir cotorreando a un guardia... ¡y a un simple sargento, por añadidura! Nunca tengas más tratos con la policía de los absolutamente inevitables. Ya resulta bastante doloroso el tener que aguantarles en casa siquiera.

—Inexplicablemente doloroso —murmuró la señorita Simmons—. Nunca me había pasado a una cosa así antes.

—Todos sabemos —prosiguió Gudgeon— cómo es la señora. Nada de lo que haga milady podrá sorprenderme a mí jamás... Pero la policía no conoce a milady como la conocemos nosotros..., y no hay que pensar, ni que admitir, que a milady le molesten con preguntas tontas y sospechas nada más que porque le haya dado por andar por ahí con armas de fuego. Es una de las cosas que a ella se le ocurriría hacer; pero la policía tiene esa clase de mentalidad que no sabe ver en todo más que asesinatos y cosas desagradables por el estilo. Milady es una de esas señoras distraídas incapaces de hacer daño a una mosca. Pero no hay que negar que pone las cosas en sitios muy raros. Jamás olvidaré —agregó Gudgeon con emoción— el día que se le ocurrió traer una langosta viva y dejársela olvidada en la bandeja del vestíbulo. ¡Creí que estaba viendo visiones!

—Eso debió de ocurrir antes de mi tiempo —dijo Simmons con curiosidad.

La señora Medway contuvo esas revelaciones dirigiendo una mirada a la pecadora Doris.

—Dejémoslo para otro día —dijo—. Bueno, Doris, no hemos hecho más que hablarte por tu propio bien. Es algo ordinario tener tratos con la policía; no lo olvides. Puedes ponerte ahora a preparar las legumbres. Y ten más cuidado con las judías verdes del que tuviste anoche.

Doris soltó un respingo.

—Sí, señora Medway —dijo.

Y se retiró a la fregadera.

Dijo la señora Medway con recelo:

—Presiento que no van a salirme hoy las pastas muy ligeras. Tengo mala mano. Ese interrogatorio, mañana... Se me revuelve el estómago cada vez que pienso en ello. ¡Mira que pasarnos a nosotros una cosa de ésas...!

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