Capítulo XXIX

Gerda rodó hacia un lado de la cama y se incorporó.

Tenía la cabeza un poco mejor ahora; pero seguía alegrándose de no haberse ido con los otros de merienda. Resultaba apacible y casi consolador encontrarse sola en la casa un rato.

Elisa, claro está, había sido muy bondadosa, mucho, sobre todo al principio. Para empezar, a Gerda se la había instado a que se quedara a desayunarse en la cama. Y le habían subido el desayuno en bandeja. Todo el mundo le pedía que se sentase en el sillón más cómodo, que alzara los pies, que no hiciese ningún esfuerzo.

Todos la compadecían mucho por lo de Juan. Acobardada, se había acogido con agradecimiento a aquella bruma protectora. No quería pensar, ni sentir, ni recordar.

Pero ahora lo sentía acercarse más cada día. Tendría que empezar a vivir otra vez, a decidir qué hacer y dónde alojarse. Elisa empezaba a dar ya leves muestras de impaciencia. «¡Oh, Gerda, no seas torpe!»

Todo volvía a ser lo mismo que había sido antaño, antes de que Juan se la llevara. Todos la creían lenta y estúpida. No había nadie que dijera, como había dicho Juan: «Yo me cuidaré de ti».

Le dolía la cabeza y Gerda pensó: «Haré un poco de té».

Bajó a la cocina y puso el escalfador en el fuego. Estaba a punto de hervir cuando oyó sonar el timbre de la puerta.

Les habían dado fiesta aquel día a las criadas y Gerda se acercó a la puerta y abrió. Se quedó asombrada al ver el coche de Enriqueta parado junto al bordillo, y a la propia Enriqueta en el umbral.

—¡Enriqueta! —exclamó. Retrocedió un par de pasos—. Entra. Mi hermana y los niños están fuera, pero...

Enriqueta la interrumpió.

—Me alegra —dijo—. Quería pillarte sola. Escucha, Gerda, ¿qué hiciste con la funda?

Gerda se paró en seco. Sus ojos se tornaron de pronto vacuos e incomprensivos. Dijo:

—¿Funda?

Abrió la puerta del cuarto de la derecha del vestíbulo.

—Más vale que entres aquí. Me temo que hay un poco de polvo. ¿Sabes? Es que no hemos tenido mucho tiempo esta mañana.

Enriqueta volvió a interrumpirla con urgencia:

—Escucha, Gerda: tienes que decírmelo. Fuera de la funda, todo está bien..., no hay posibilidad de un escape. No hay nada que pueda relacionarte con el asunto. Encontré el revólver donde lo habías metido, en el macizo junto a la piscina. Lo escondí en un lugar donde era imposible que lo hubieses puesto tú..., y tiene en la culata unas huellas dactilares que jamás podrán identificar. Conque sólo queda la funda. Es preciso que sepa qué has hecho de ella. Dímelo, dímelo.

Hizo una pausa, rogando al cielo desesperada que Gerda reaccionara aprisa.

No sabía por qué experimentaba aquella sensación de vital urgencia; pero el hecho era que la sensación existía. Nadie la había seguido; estaba segura de eso. Había salido por la carretera de Londres. Y, al detenerse a llenar el depósito de gasolina en un garaje, había dicho que se hallaba en camino de la metrópoli. Luego, un poco más allá, había cruzado a campo traviesa hasta llegar a una carretera que conducía en dirección sur hacia la costa.

Gerda aún la estaba mirando como atontada. Lo malo de Gerda, pensó Enriqueta, era su gran lentitud de comprensión.

—Si aún la tienes, Gerda, has de dármela a mí. Yo me desharé de ella como pueda. Es la única cosa que puede relacionarte con la muerte de Juan, ¿comprendes?..? ¿La tienes?

Hubo una pausa, y luego Gerda movió lenta y afirmativamente la cabeza.

—¿No comprendes que era una locura quedarte con ella?

Enriqueta apenas podía ocultar su impaciencia.

—Me olvidé de ella. Estaba en mi cuarto.

Agregó:

—Cuando la policía vino a Harley Street la corté en pedazos y la metí en la bolsa de las cosas de cuero que hago.

Dijo Enriqueta:

—Fue una idea ingeniosa.

—No soy tan estúpida como la gente cree.

Se llevó la mano a la garganta. Dijo:

—Juan... ¡Juan!

Se quebró su voz.

Dijo Enriqueta:

—Comprendo, querida..., comprendo.

Dijo Gerda:

—Tú no puedes comprender... Juan no era... no era...

Se quedó muda y su aspecto despenaba compasión. Alzó de pronto la mirada hacia el rostro de Enriqueta.

—¡Todo era una mentira..., todo! ¡Todas las cosas que yo creí que era! Le vi la cara cuando siguió a esa mujer aquella noche, Verónica Cray. Sabía que la había querido, claro está, hace años, antes de que se casara conmigo; pero creí que todo había terminado.

Enriqueta dijo con dulzura:

—Sí que había terminado.

Gerda movió negativamente la cabeza.

—No. Se presentó allí, y fingió que no había visto a Juan desde hace años..., pero yo vi la cara de Juan. Salió con ella. Yo me quedé allí, intentando leer... Intenté leer aquella novela policíaca que había estado leyendo Juan. Y Juan no vino. Y, por fin, salí...

Parecía tener los ojos vueltos hacia dentro, viendo la escena.

—Había luna. Seguí la senda hasta la piscina. Vi luz en el pabellón. Estaban allí... Juan y esa mujer.

Enriqueta hizo un leve sonido.

El semblante de Gerda había cambiado. No quedaba en él nada de su acostumbrada y levemente vacua amabilidad. Era ahora un rostro implacable, sin piedad.

—Yo había confiado en Juan. Había creído en él..., como si fuera el propio Dios. Le creía el hombre más noble del mundo. Le creí todo lo que fuera bueno y noble. Y... ¡era todo una mentira! Me quedé sin nada..., sin nada en absoluto. Yo... ¡yo había adorado a Juan!

Enriqueta la estaba mirando fascinada. Porque allí, ante sus ojos, se hallaba lo que ella adivinaba, aquello a lo que diera vida al esculpirlo en madera. Aquélla era «La Adoración». Una devoción ciega, que ha visto romperse en mil pedazos a su ídolo, que ya no tiene punto de apoyo... desilusionada, peligrosa.

Dijo Gerda:

—No podía soportarlo! ¡Tuve que matarle! Tuve que hacerlo..., ¿verdad que te das cuenta de eso, Enriqueta?

Lo dijo en tono normal, casi amistoso.

—Y comprendí que tendría que andar con mucho cuidado, porque la policía es lista. Pero, después de todo, yo no soy tan estúpida como la gente cree. Si una se muestra muy lenta y se limita a mirar fijamente cuando le hablan, la gente cree que una no comprende las cosas, que las cosas no le penetran en el cerebro. Y, a veces, para los adentros de una, ¡una se está riendo de ellos! Sabía que podía matar a Juan y que nadie lo adivinaría, porque leí en aquel libro detectivesco que la policía sabe qué revólver ha disparado una bala. Sir Enrique me había enseñado a cargar y disparar un revólver aquella tarde. Yo me llevaría dos revólveres. Mataría a Juan con uno de ellos y luego lo escondería. Dejaría que me encontrasen con el otro en la mano. Empezarían por creer que le había matado yo y luego descubrirían que yo no podía haberle matado con aquel revólver, y así dirían que no era yo la culpable después de todo.

»Pero me olvidé de la funda de cuero. Estaba en el cajón de mi alcoba. ¿Es posible que la policía se preocupe de ella ahora?

—Quizá —dijo Enriqueta—. Más vale que me la des y yo me la llevaré.

Una vez dejes de tenerla en tu poder, estarás completamente segura. No correrás ya ningún peligro.

Se sentó. Se sentía de pronto, inexplicablemente, cansada.

Dijo Gerda:

—No pareces encontrarte muy bien. Estaba haciendo té en el momento en que llegaste.

Salió del cuarto. Regresó a los pocos momentos con una bandeja. En ella había una tetera, una jícara con leche y dos tazas. La jícara se había vertido algo porque estaba demasiado llena. Gerda soltó la bandeja, sirvió una taza de té y se la dio a Enriqueta.

—¡Oh! —exclamó consternada—. ¡No creo que estuviera hirviendo el agua!

—No te preocupes —dijo Enriqueta—. Ve a buscar la funda, Gerda.

Gerda vaciló y fuego salió del cuarto. Enriqueta se inclinó hacia delante, colocó los brazos sobre la mesa y descansó en ellos la cabeza. Estaba tan cansada... tan terriblemente cansada... Pero ya estaba hecho todo casi. Gerda no corría peligro. Estaría segura, como Juan había querido que estuviese.

Se irguió, se apartó el cabello de la frente, y atrajo la taza hacia sí. Luego, al oír un ruido junto a la puerta, alzó la cabeza. Gerda había sido rápida por una vez, quizá la primera vez de su vida.

Pero no era ella, sino Hércules Poirot quien se hallaba en el umbral.

—La puerta de la calle estaba abierta —observó, avanzando hacia la mesa—; conque me tomé la libertad de entrar.

Enriqueta exhaló un suspiro.

—Comprendo —dijo—, era de esperar que hiciera usted una cosa así.

—No debiera usted beber ese té —dijo Poirot, quitándole la taza y volviendo a ponerla en la bandeja—. Un té que no se ha hecho con agua hirviendo no está en condiciones de que se beba.

—¿Importa, en realidad, una pequeñez como ésa del agua hirviendo?

Poirot dijo con dulzura:

—Todo importa.

Se oyó un ruido detrás de él. y Gerda entró en el cuarto.

Tenía una bolsa de labor en la mano. Su mirada pasó del rostro de Poirot al de Enriqueta.

—Me temo, Gerda, que debo ser una mujer sospechosa. Monsieur Poirot parece haberme estado siguiendo. Cree que maté yo a Juan..., pero no puede demostrarlo.

Habló despacio y deliberadamente. Mientras Gerda no se delatara a sí misma...

Gerda dijo vagamente:

—¡Cuánto lo siento! ¿Quiere usted tomar una taza de té, monsieur Poirot?

—No, gracias, madame.

Gerda se sentó junto a la bandeja. Empezó a hablar en el mismo tono de excusa de siempre.

—¡Cuánto siento que esté todo el mundo fuera! Mi hermana y los niños se han ido de merienda. Yo no me sentía muy bien; conque me dejaron atrás.

—Lo siento, madame.

Gerda alzó una de las tazas de té y bebió.

—Es todo tan molesto.. Me preocupa tanto todo... Y es que Juan arreglaba todo siempre. Y ahora Juan ha muerto...

Se apagó su voz. Mas volvió a repetir:

—Juan ha muerto.

Su mirada, lastimera, aturdida, pasó de uno a otro.

—No sé qué hacer sin Juan. Juan me cuidaba. Juan se encargaba de todo. Ahora que él no está, todo se ha ido con él. Y los niños... me hacen preguntas, y yo no puedo contestarles bien. No sé qué decirle a Terry. No nace más que preguntar: «¿Por qué mataron a papá?» Algún día, claro está, descubrirá por qué. Terry tiene siempre que saber. Lo que me intriga es que siempre pregunta por qué y no quién.

Gerda se retrepó en su asiento. Tenía los labios muy azules.

—Dijo con cierta rigidez:

—Me siento... no muy bien. Si Juan... Juan...

Poirot corrió a ella y la acomodó, de lado, en la silla. La cabeza de Gerda cayó hacia delante, Poirot se inclinó y le alzó un párpado. Luego se irguió.

—Una muerte fácil, y relativamente sin dolor.

Enriqueta le miró boquiabierta.

—¿El corazón? No —le dio un vuelco el corazón—. Algo que había en el té. Algo que metió ella misma. ¿Escogió esa solución?

Poirot sacudió la cabeza negativamente.

—¡Oh, no!; la escogió para usted. Era la taza de usted.

—¿Para mí? —exclamó Enriqueta con incredulidad—. ¡Si yo estaba intentando ayudarla!

—Eso no importa. ¿No ha visto usted lo que hace el perro que se ve cogido en una trampa? Le mete el diente a cualquiera que le toque. Ella sólo vio que conocía usted su secreto y que, por consiguiente, usted debía morir también.

Enriqueta dijo muy despacio:

—Y usted me obligó a poner la taza otra vez en la bandeja.. Tenía usted la intención... la intención de que ella...

Poirot la interrumpió serenamente:

—No, no, mademoiselle. Yo no sabía que hubiese nada en su taza. Sólo sabía que pudiera haber algo. Y, una vez colocada la taza en la bandeja, igual probabilidad había de que bebiera de una taza como de la otra. Era cuestión de suerte... si es que a eso se le puede llamar suerte. Yo personalmente digo que un fin como éste es misericordioso. Para ella... y para dos niños inocentes.

Le dijo con dulzura a Enriqueta:

—Está usted muy cansada, ¿verdad?

Ella movió afirmativamente la cabeza. Le preguntó sorprendida:

—¿Cuándo adivinó la verdad?

—No lo sé con exactitud. La escena estaba preparada: esa impresión la tuve desde el primer momento. Pero tardé en darme cuenta de que quien la había preparado era Gerda Christow... que su actitud olía a comedia porque, en realidad, estaba desempeñando un papel. Me intrigó la sencillez y, al propio tiempo, la complejidad. Comprendí bastante pronto que contra lo que estaba yo luchando era contra el ingenio de usted... y que sus parientes habían empezado a ayudarla no bien comprendieron lo que usted deseaba que se hiciese.

Hizo una pausa y preguntó:

—¿Por qué quería usted que se hiciera?

—¡Porque Juan me lo pidió! Eso es lo que quiso decir al pronunciar mi nombre en la agonía. Todo estaba allí, en esa palabra. Me estaba pidiendo que protegiese a Gerda. Porque ¿sabe?, Juan amaba a Gerda. Yo creo que amaba a Gerda mucho más de lo que él mismo llegó a darse cuenta jamás. Más que a Verónica Cray. Más que a mí. Gerda le pertenecía. Y a Juan le gustaban las cosas que le pertenecían. Sabía que si alguien era capaz de salvar a Gerda de las consecuencias de lo que había hecho ese alguien era yo. Y sabía que yo haría cualquier cosa que me pidiese, porque yo le amaba.

—Y empezó usted inmediatamente —dijo Poirot con hosquedad.

—Sí; lo primero que se me ocurrió fue quitarle aquel revólver y dejarlo caer en la piscina. Eso estropearía la identificación por medio de huellas dactilares. Cuando descubrí más tarde que le habían matado con un arma distinta, salí a buscarla, y, como es natural, la encontré inmediatamente porque sabía la clase de sitio que escogería Gerda para esconderla. Sólo me anticipé un minuto o dos a los agentes del inspector Grange.

Hizo una pausa y luego continuó:

—La conservé en mi bolso-cartera hasta que pude llevármela a Londres. Después la escondí en el estudio hasta tener la ocasión de volver a The Hollow con ella y esconderla donde la policía no pudiera encontrarla.

—El caballo de barro —murmuró Poirot.

—¿Cómo lo sabía usted? Sí; la metí en una bolsa de esponjas, coloqué el armazón a su alrededor, y construí el modelo encima. Después de todo, mal podrían los agentes destruir la obra de arte de una escultora, ¿verdad? ¿Qué le hizo deducir dónde estaba?

—El hecho de que escogiera usted como modelo un caballo. Inconscientemente asoció usted la idea con el Caballo de Troya. Pero las huellas dactilares... ¿cómo se las arregló usted para conseguirlas?

—Un ciego anciano que vende cerillas en la calle. Él no sabía qué era lo que le pedía que me tuviera un momento mientras sacaba dinero para pagarle las cerillas.

Poirot la miró un instante.

C'est formidable! —murmuró—. Es usted uno de los mejores antagonistas, mademoiselle, que he tenido yo jamás dentro de mi oficio.

—¡Ha resultado terriblemente agotador el intentar mantenerle siempre a distancia!

—Lo sé. Empecé a darme cuenta de la verdad en cuanto vi que el plan estaba ideado de suerte que no comprometiera a ninguna persona determinada, sino que hiciera recaer las sospechas sobre todos... menos sobre Gerda Christow. Todos los indicios señalaban siempre en dirección contraria a ella. Dibujó usted Ygdrasil deliberadamente para llamar mi atención y hacerse usted sospechosa. Lady Angkatell, que sabía perfectamente lo que estaba haciendo, se divirtió lanzando al pobre inspector Grange primero en una dirección y luego en otra. Hacia David... hacia Eduardo... hacia mí mismo.

»Sí; sólo se puede hacer una cosa si se quiere alejar toda sospecha de una persona que es culpable. Hay que sugerir culpabilidad por otro lado, pero sin precisarla. Es por eso que todos los indicios parecían prometedores, pero acababan siempre por no conducir a ninguna parte.

Enriqueta dirigió una mirada a la figura caída en la silla. Dijo:

—¡Pobre Gerda!

—¿Es éste el sentimiento que le ha animado a usted desde el primero hasta el postrer momento?

—Creo que sí. Gerda amaba locamente a Juan; pero no quería amarle tal cual era. Le alzó un pedestal y le atribuyó todas las características magníficas, nobles y abnegadas. Y cuando se derrumba un ídolo no queda nada.

Hizo una pausa y luego continuó:

—Pero Juan era algo mucho más grande que un simple ídolo sobre un pedestal. Era un ser humano de verdad, viviente, vital. Era generoso, y cálido, y dinámico, y era un gran médico... sí, un gran médico. Y ha muerto, y el mundo ha perdido a un hombre muy grande. Y yo he perdido al único hombre que amaré jamás.

Poirot le posó una mano dulcemente en el hombro. Dijo:

—Pero usted es de las que pueden vivir con una espada clavada en el corazón... que puede seguir adelante con una sonrisa...

Enriqueta alzó la mirada hacia él. En sus labios se dibujó una amarga sonrisa.

—Eso es un poco melodramático, ¿verdad?

—Es porque soy extranjero y me gusta emplear palabras hermosas.

Dijo Enriqueta de pronto:

—Ha sido usted muy bondadoso conmigo.

—Eso es porque la he admirado siempre mucho.

—Monsieur Poirot, ¿qué vamos a hacer? En lo que a Gerda se refiere, quiero decir.

Poirot tiró de la bolsa de labor hacia él. Vació su contenido: trozos de cuero de distintos colores. Había unos pedazos de cuero castaño muy brillante. Poirot los juntó.

—La funda. Me la llevo yo. Y la pobre madame Christow estaba desquiciada. La muerte de su marido fue un golpe demasiado rudo para ella. El Jurado hallará que se quitó la vida por su propia mano en un momento de enajenación mental...

Enriqueta preguntó lentamente:

—¿Y nadie sabrá nunca la verdad de lo ocurrido?

—Creo que lo sabrá una persona. El hijo del doctor Christow. Yo creo que un día vendrá a mí y me pedirá que le diga la verdad.

—¡Pero usted no se la dirá! —exclamó Enriqueta.

—Sí, se la diré.

—¡Oh, no!

—Usted no comprende. Para usted resulta intolerable que se le hiera a nadie. Pero, para algunas inteligencias, hay algo más insoportable aún: el no saber. Oyó usted a esta pobre mujer decir hace muy poco rato: «Terry siempre tiene que saber.» Para la mente científica, la verdad es lo primero. La verdad, por muy amarga que sea, puede ser aceptada y empleada para tejer un sistema de vida.

Enriqueta se puso en pie.

—¿Me quiere usted aquí, o será preferible que me vaya?

—Sería mejor que se fuese, creo yo.

Ella movió afirmativamente la cabeza. Luego dijo, hablando más consigo misma que con Poirot:

—¿Dónde he de ir? ¿Qué haré yo... sin Juan?

—Está usted hablando igual que Gerda Christow. Usted sabrá dónde ir y qué hacer.

—¿Usted lo cree? Estoy tan cansada, monsieur Poirot... tan cansada...

Dijo él con dulzura:

—Váyase, hija mía. Su sitio está entre los vivos. Yo me quedaré aquí con los muertos.

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