Capítulo XXIII

La vista de la causa había terminado, simple formalidad más que otra cosa, y aunque advertidos de antemano, casi todos experimentaron cierto resentimiento y chasco.

Aplazada por quince días a petición de la policía.

Gerda había bajado de Londres con la señora Patterson en un «Daimler» de alquiler. Llevaba vestido negro y un sombrero que le sentaba muy mal, y parecía nerviosa y aturdida.

A punto de subir al «Daimler» se detuvo al acercarse a ella lady Angkatell.

—¿Cómo estás, Gerda, querida? Espero que no dormirás demasiado mal. Yo creo que las cosas han ido todo lo bien que podíamos esperar, ¿verdad? No sabes cuánto siento no tenerte con nosotros en The Hollow, pero comprendo perfectamente cuánto te angustiaría eso.

La señora Patterson dijo con voz animada, echando una mirada de reproche a su hermana por no haberla presentado debidamente.

—Esto fue idea de la señorita Collins..., bajar en automóvil y regresar inmediatamente. Resulta un poco caro, claro está, pero nos pareció que valía la pena.

—¡Oh!, estoy completamente de acuerdo con usted.

La señora Patterson bajó la voz.

—Voy a llevarme a Gerda y a los niños a Bexhill. Lo que ella necesita es descanso y quietud. ¡Los periodistas! ¡No tiene usted idea; rondan por Harley Street como un enjambre de abejas!

Un joven tomó una fotografía. Elisa Patterson empujó a su hermana para que subiera al coche y se fueron.

Los demás vieron, durante un fugaz instante, el rostro de Gerda bajo el ala del sombrero. Era una cara vacua, perdida, en aquel instante parecía una criatura idiota.

La señorita Midge Hardcastle murmuró entre dientes:

—¡Pobre diablo!

Eduardo dijo irritado:

—¿Qué rayos veía la gente en Christow? Esa mujer parece quebrantada de dolor.

—Juan lo era todo para ella —dijo Midge—. Le adoraba como a un dios.

—Pero, ¿por qué? Era un hombre egoísta. Muy buena compañía hasta cierto punto, pero...

Se interrumpió. Luego quiso saber:

—¿Qué opinión tenías tú de él, Midge?

—¿Yo? —Midge reflexionó.

Dijo por fin, algo sorprendida por sus propias palabras:

—Creo que me infundía respeto.

—¿Respeto? ¿Por qué?

—Conocía al dedillo su profesión.

—¿Estás pensando en él como médico?

—Sí.

No hubo tiempo para más.

Enriqueta iba a llevar a Midge a Londres en su coche. Eduardo regresaba a The Hollow a comer y marcharía en el tren de la tarde con David. Le dijo vagamente a Midge:

—Tienes que salir y comer conmigo un día.

Midge dijo que le encantaría, pero que no podía tomarse más de una hora. Eduardo le dirigió una sonrisa encantadora y observó:

—Oh, se tratará de una ocasión especial. Estoy seguro de que serán comprensivos en tu establecimiento.

Luego se movió hacia Enriqueta.

—Ya te llamaré por teléfono, Enriqueta.

—Sí, hazlo, Eduardo. Pero es preferible que me pase mucho tiempo fuera de casa.

—¿Fuera?

Ella le miró con sonrisa burlona.

—Ahogando mis pesares. No esperarás que me esté sentada en casa entregada a mis pensamientos, ¿verdad?

Dijo él muy despacio:

—No te comprendo estos días, Enriqueta. Eres completamente distinta.

Se dulcificó el semblante de la joven. Dijo inesperadamente:

—Querido Eduardo...

Y le dio un apretoncito en el brazo.

Se encaró displicente con lady Angkatell a continuación.

—Puedo volver si quiero, ¿verdad, Lucía?

Lady Angkatell contestó:

—Claro que sí, querida. Y sea como fuere, tendrás que volver para asistir a la vista, que se ha fijado para dentro de dos semanas.

Enriqueta se dirigió al lugar en que había dejado su coche en la plaza del mercado. Su maleta y la de Midge se encontraban dentro ya.

Subieron y pusieron el automóvil en marcha.

El coche ascendió la larga cuesta y salió a la carretera por encima de la cresta. Abajo, las hojas pardas y doradas tiritaban un poco en el fresco de un día gris otoñal.

Midge dijo de pronto:

—Me alegro de alejarme..., hasta de Lucía. A pesar de lo encantadora que es, me pone a veces la carne de gallina.

Enriqueta estaba mirando el espejo retrovisor.

Dijo, no muy atenta a la conversación:

—Lucía tiene que darle colorido... hasta a un asesinato.

—¿Sabes que nunca había pensado en asesinatos hasta ahora?

—¿Por qué habías de pensar? No es eso cosa en que una piense. Asesinato es una palabra de nueve letras en crucigrama... o una distracción agradable entre las tapas de un libro. Pero el de verdad...

Hizo una pausa. Midge terminó la frase.

— ...¡es de verdad! Eso es lo que sobresalta y asusta.

—No hay razón para que a ti te sobresalte y asuste. Tú estás fuera del asunto. Quizá seas la única de nosotros que lo esté.

Dijo Midge:

—Todos quedamos fuera ahora. Nos hemos escapado.

Enriqueta murmuró:

—¿Tú lo crees así?

Estaba mirando en el espejo otra vez. De pronto, pisó el acelerador. El automóvil respondió. Echó una mirada al indicador de velocidad. Iban a más de cincuenta millas por hora. A los pocos momentos, la aguja del indicador marcó sesenta.

Midge miró de soslayo el perfil de Enriqueta. No era normal en ella conducir a semejante velocidad. Le gustaba correr, pero el serpenteante camino por el cual avanzaban no era como para justificar aquella marcha. Una hosca sonrisa aleteaba en los labios de Enriqueta.

Dijo:

—Mira por encima del hombro, Midge. Fíjate en ese coche de atrás.

—¿Qué?

—Es un «Ventnor 100».

—¿Sí?

A Midge no le interesaba gran cosa eso.

—Son unos cochecitos muy útiles... consumen muy poca gasolina, van bien por carretera, pero no son veloces.

—¿No?

Era curioso, pensó Midge, lo mucho que le fascinaban siempre a Enriqueta los automóviles y sus características.

—Como digo, no son veloces, pero ese coche, Midge, ha conseguido mantenerse a la misma distancia nuestra a pesar de que vamos a más de sesenta millas por hora.

Midge la miró con sobresalto.

—¿Quieres decir con eso que...?

Enriqueta afirmó con la cabeza.

—La policía, según tengo entendido, tiene motores especiales instalados en coches que parecen corrientes.

—¿Quieres decir con eso que nos están vigilando?

—Parece estar bien claro.

Midge se estremeció.

—Enriqueta, ¿puedes tú comprender el significado de eso del segundo revólver?

—No; elimina a Gerda. Pero, fuera de eso, no parece tener significado alguno.

—Pero si era uno de los revólveres de Enrique...

—No sabemos que lo sea. No olvides que aún no lo han encontrado.

—No, es cierto. Podría tratarse de un extraño. ¿Sabes tú quién me gustaría pensar que había matado a Juan, Enriqueta? Esa mujer.

—¿Verónica Cray?

—Sí.

Enriqueta nada dijo. Siguió conduciendo.

—¿No te parece que es posible? —insistió Midge.

—Posible, si—contestó Enriqueta despacio.

—Así, pues, tú no crees...

—Nada se adelanta pensando una cosa nada más que porque una quiere que sea. Es la solución perfecta. ¡Quedaríamos eliminados todos nosotros!

—¿Nosotros? Pero...

—Todos estamos metidos en el ajo..., todos. Hasta tú, Midge, querida..., aunque trabajo les iba a costar hallar en tu caso un móvil. Claro que me gustaría que fuese Verónica. Nada me encantaría tanto como verja dar una representación, como diría Lucía, en el banquillo de los acusados.

Midge le dirigió una rápida mirada.

—Dime, Enriqueta, ¿te hace todo eso sentirte vengativa?

—Quieres decir —Enriqueta hizo una pausa—, ¿porque estaba enamorada yo de Juan?

—Sí.

Al hablar, Midge se dio cuenta, con cierto sobresalto, que aquélla era la primera vez que el hecho escueto se expresaba en palabras. Todos lo habían aceptado, Lucía y Enrique, Midge, hasta Eduardo, todos admitían tácitamente que Enriqueta estaba enamorada de Juan Christow. Pero ninguno de ellos había llegado a insinuar siquiera el hecho verbalmente hasta entonces.

Hubo una pausa durante la cual Enriqueta pareció estar pensando. Luego dijo en voz meditativa:

—No puedo explicarte lo que siento. Quizá no lo sepa yo misma.

Cruzaba ahora el Puente de Alberto.

Dijo Enriqueta:

—Más vale que vengas conmigo al estudio, Midge. Tomaremos té y te acompañaré a tu pensión después.

Allí en Londres, empezaba ya a anochecer. Se detuvieron ante la puerta del estudio y Enriqueta metió la llave en la cerradura. Entró y encendió la luz.

—Hace frío —dijo—. Más vale que encendamos la estufa de gas. ¡Bah! Tenía la intención de comprar cerillas por el camino.

—¿No sirve el encendedor?

—El mío no sirve para nada. Y, de todas formas, es difícil encender el gas con un mechero. Haz como si estuvieras en tu propia casa. Hay un ciego en la esquina. Le compro a él las cerillas. Estaré de vuelta en seguida.

Sola en el estudio, Midge se puso a vagar por él contemplando las obras de Enriqueta. Le daba una sensación extraña estar contemplando el desierto estudio con aquellas creaciones de madera y bronce.

Había una cabeza de bronce con pómulos salientes y casco de acero, posiblemente un soldado ruso. Y vio una construcción airosa de aluminio retorcido que le intrigó mucho. Vio una enorme rana estática de granito color rosa. Y a un extremo del estudio se encontró con una figura de madera, casi de tamaño natural.

La estaba contemplando cuando giró la llave de Enriqueta en la cerradura y entró la joven jadeando un poco.

Midge se volvió.

—¿Qué es esto, Enriqueta? Asusta un poco.

—¿Eso? La Adoradora. Es para el Grupo Internacional.

Midge repitió contemplándola:

—Asusta.

Enriqueta se arrodilló para encender la estufa y dijo por encima del hombro:

—Es interesante oírte decir eso. ¿Por qué encuentras que te asusta?

—Creo que... porque no tiene cara.

—¡Cuánta razón tienes, Midge!

—Está muy bien hecho, Enriqueta.

Dijo ésta alegremente:

—Es un pedazo bastante bonito de madera de peral.

Se alzó. Echó su bolso cartera y las pieles sobre un diván, y tiró un par de cajas de cerillas sobre la mesa.

A Midge le llamó la atención la expresión que adornaba su semblante, que había adquirido, de pronto, un inexplicable aspecto triunfal.

—Y ahora, el té —dijo Enriqueta.

Y en su tono se notó el mismo plácido júbilo que Midge había observado en su semblante.

Casi resultaba una discordancia; pero Midge lo olvidó por la serie de pensamientos que hizo surgir en su mente al ver las dos cajas de cerillas.

—¿Recuerdas aquellas cerillas que Verónica se llevó?

—¿Cuando Lucía insistió en cargarla con media docena de cajas? Sí.

—¿Ha averiguado alguien si tenía Verónica, después de todo cerillas en su casa en el momento de pedirlas?

—Supongo que lo averiguarían los guardianes. No suelen olvidar detalle.

Una sonrisa levemente triunfal adornaba los labios de Enriqueta. Midge se sintió intrigada y hasta casi experimentó cierta repulsión.

Pensó: «¿Es posible que Enriqueta quisiera de verdad a Juan? ¿Es posible? No lo puedo creer.»

Y sintió frío en el alma al pensar:

«Eduardo no tendrá que esperar mucho tiempo...»

Muy poco generoso en ella resultaba que semejante pensamiento no la llenara de alegría. Deseaba que Eduardo fuera feliz, ¿verdad? No era como si Eduardo pudiese ser para ella. Para Eduardo siempre sería la «pequeña Midge». Nada más que eso. Jamás una mujer a quien amar.

Eduardo, por desgracia, era de los leales, de los que son fieles siempre a una idea o a un cariño. Bueno, pues los leales, por regla general, obtenían lo que deseaban tarde o temprano.

Eduardo y Enriqueta en Ainswick... Así debía terminar el cuento. Eduardo y Enriqueta, viviendo muy felices en adelante.

Lo veía todo con enorme claridad.

—Anímate, Midge —dijo Enriqueta—. No hay que dejarse deprimir por un asesinato. ¿Salimos después a comer un bocado?

Pero Midge se apresuró a decir que debía regresar a la pensión. Tenía cosas que hacer, cartas que escribir. Era mucho mejor que se fuese en cuanto hubiera terminado de tomarse la taza de té.

—Como quieras. Te llevaré a tu casa en el coche.

—Podría tomar un taxi.

—No digas tonterías. Puesto que lo tengo aquí, usemos el coche.

Salieron al húmedo aire de la noche. Al llegar a la extremidad de la calle, Enriqueta señaló un coche parado a un lado.

—Un «Ventnor 100». Nuestra sombra. Ya verás. Nos seguirá.

—¡Qué desagradable es todo esto!

—¿Tú lo crees así? A mí no me importa en realidad.

Enriqueta dejó a Midge en su casa y regresó a su calle, dejando el coche en el garaje.

Luego entró de nuevo en el estudio.

Durante unos minutos se quedó pensativa, tabaleando con los dedos en la repisa de la chimenea. Luego exhaló un suspiro y murmuró para sí:

—Bien..., a trabajar. Más vale no perder tiempo.

Se quitó el traje de mezclilla y se puso el blusón.

Una hora y media más tarde dio un paso atrás y contempló su obra. Tenía barro en las mejillas, y el cabello desgreñado; pero movió la cabeza en gesto de aprobación.

El modelo se parecía a un caballo. Había aplicado el barro en grandes puñados irregulares. Era la clase de caballo cuya contemplación hubiera provocado un ataque de apoplejía a un coronel de caballería, tan distinto era a caballo alguno de carne y hueso que hubiese nacido jamás. También hubiera llenado de angustia a los antepasados irlandeses de Enriqueta, tan aficionados al ganado caballar. No obstante, era un caballo, un caballo concebido en forma abstracta.

Enriqueta se preguntó qué opinaría el inspector Grange de él, si es que llegaba algún día a verlo, y una sonrisa expansiva fulminó su semblante cuando se imaginó la cara del policía.

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