Capítulo IX

Juan Christow salió del castañar a la verde ladera junto a la casa. Había luna, y la casa parecía recrearse en ella con una extraña ingenuidad, con una extraña inocencia en sus ventanas de echadas cortinas.

Eran las tres de la madrugada. Respiró profundamente y su rostro expresó ansiedad. Ya no era, ni remotamente, un joven de veinticuatro años, enamorado. Era un hombre perspicaz y práctico de unos cuarenta años y tenía despejado el cerebro y bien equilibrado.

Había sido un imbécil, naturalmente, un imbécil completo. Pero no se arrepentía de ello. Porque era (ahora se daba cuenta de ello) completamente dueño de sí mismo. Era como si, durante muchos años, hubiese arrastrado un enorme peso. Y ahora el peso había desaparecido. Estaba libre.

Era libre, y era Juan Christow. Y sabía que para Juan Christow, próspero especialista de Harley Street, Verónica Cray no representaba nada en absoluto. Todo aquello había ocurrido en el pasado. Y, porque jamás se había resuelto aquel conflicto, porque siempre había sufrido, humillado, el temor de haber «huido», la imagen de Verónica nunca se había desvanecido por completo de su recuerdo. Se le había aparecido aquella noche como saliendo de un sueño y él había aceptado el sueño. Ahora, a Dios gracias, había quedado libre de él para siempre. Se hallaba de nuevo en el presente, y eran las tres de la madrugada. Y existía la posibilidad de que hubiera hecho un verdadero desaguisado.

Había estado con Verónica tres horas. Ésta había entrado a toda vela, como una fragata, le había aislado de los demás, se lo había llevado como presa. ¿Qué habrían pensado los demás de todo ello?

¿Qué, por ejemplo, habría pensado Gerda?

¿Y Enriqueta? (Pero no le importaba tanto Enriqueta. De ser necesario, podría darle explicaciones a ella. Jamás podría darle explicaciones a Gerda.)

Y no quería, de ninguna manera quería perder nada.

Durante toda su vida había tomado una cantidad justificada de riesgos. Riesgos con los pacientes, riesgos con el tratamiento, riesgos con las inversiones de dinero. Nunca un riesgo fantástico, sólo la clase de riesgo que se hallaba justamente al margen de la seguridad.

Si Gerda adivinaba... si Gerda tenía la menor sospecha...

Pero, ¿la tendría? ¿Cuánto sabía él, en realidad, de Gerda? Normalmente, Gerda era capaz de creer que lo negro era blanco si él se lo aseguraba. Pero, en una cosa como aquélla...

¿Con qué cara había seguido a la alta y triunfante figura de Verónica? ¿Qué había adelantado su expresión? ¿Le habían visto un rostro aturdido de muchacho enamorado? O, ¿sólo habían visto en él al hombre que cumple con un deber de cortesía? No lo sabía. No tenía la menor idea.

Pero tenía miedo. Temía por la comodidad, el orden y la seguridad de su vida. Había estado loco, loco de atar, pensó con exasperación. ¿Cómo iba a poder creer nadie que hubiera sido tan loco como todo eso?

Todo el mundo estaba acostado y dormido, eso era evidente. El ventanal de la sala estaba entornado para que pudiese entrar a su regreso. Alzó la mirada de nuevo hacia la inocente casa dormida. Sin saber qué, le pareció demasiado inocente.

De pronto se detuvo, con sobresalto. ¿Había oído el leve ruido de una puerta que se cerraba, o se lo había imaginado?

Volvió la cabeza bruscamente. Si alguien había bajado a la piscina siguiéndole hasta allí... Si alguien hubiese aguardado para seguirle a su regreso, este alguien hubiera podido usar la senda de más arriba y haber entrado en casa otra vez por la puerta lateral del jardín. Y esta puerta, al cerrarse cuidadosamente, hubiese producido un ruido exactamente igual al que había oído.

Miró, con brusquedad, hacia las ventanas. ¿Se estaba moviendo aquel visillo? ¿Lo habían apartado para que atisbara alguien y lo habían vuelto a dejar caer después? La habitación de Enriqueta.

¡Enriqueta! ¡No! ¡Enriqueta, no!, clamó su corazón con pánico. ¡No puedo perder a Enriqueta!

Le entraron, de pronto, unas ganas enormes de arrojar un puñado de guijarros contra la ventana, de llamar a la muchacha, de clamar diciendo:

«Sal, mi amor querido... Ven a mí ahora y cruza conmigo los bosques hasta Shovel Down y allí escucha... escucha todo lo que de mí sé y que tú has de saber también si no lo sabes ya.»

Quería decirle a Enriqueta:

«Empiezo otra vez. Empieza una vida nueva desde hoy. Las cosas que me impedían vivir, que restringían mis movimientos, han desaparecido. Tenías razón esta tarde al preguntarme si estaba huyendo de mí mismo. Eso es lo que he estado haciendo desde hace años. Porque nunca supe si era fuerza o debilidad lo que me alejó de Verónica; he tenido miedo de mí mismo, he tenido miedo de la vida, he tenido miedo de ti...»

Si despertaba a Enriqueta y la obligaba a salir con él ahora, a través de los bosques hasta donde pudieran contemplar, juntos, cómo asomaba el sol por el borde de la tierra...

«Estás loco», se dijo. Tiritó. Hacía frío ahora. Después de todo, se encontraban a finales de septiembre. «¿Qué diablos te pasa?», se preguntó. «Ya has hecho bastantes locuras por una noche. ¡Suerte tendrás si sales bien librado aun así!» ¿Qué demonios pensaría Gerda si permaneciese fuera toda la noche y se presentara al amanecer?

Y, ¿qué, si a eso venía, pensarían los Angkatell?

Pero esto último no le preocupaba un instante. Los Angkatell tomaban su pauta de Lucía Angkatell. Y a Lucía, lo anormal, lo que estuviera fuera de lo corriente, siempre le parecía perfectamente razonable.

Pero Gerda, por desgracia, no era un Angkatell.

Habría que habérselas con Gerda. Y más cuenta le tendría entrar en casa y habérselas con Gerda cuanto antes.

¿Y si hubiera sido Gerda la que le hubiese seguido aquella noche?

Inútil decir que la gente no hacía cosas semejantes. Como médico demasiado bien sabía él lo que la gente esa de gran elevación moral, sensitiva, escogida, honorable, hacía constantemente. Espiaban por la cerradura, abrían cartas, espiaban, husmeaban... no porque aprobaban semejante conducta un solo instante, sino porque, ante la necesidad de la angustia humana, se sentían desesperados.

Pobres diablos, pensó, pobres diablos humanos sufrientes y atormentados. Las debilidades no le inspiraban mucha compasión; pero sí que se la inspiraba el sufrimiento, porque sabía que eran los fuertes los que sufrían.

Si Gerda supiera...

¡Qué tontería! ¿Por qué había de saberlo? Se ha ido a la cama y está profundamente dormida. No tiene imaginación. No la ha tenido nunca.

Entró por el ventanal, encendió la lámpara, cerró y echó las fallebas.

Luego apagó, salió del cuarto, encontró el interruptor en el vestíbulo, subió rápida y silenciosamente la escalera. Se quedó un rato parado junto a la puerta de la alcoba, con la mano sobre el tirador. Luego hizo girar y entró.

La habitación estaba a oscuras y oía la respiración regular de Gerda. Se agitó ella al entrar él y cerrar la puerta. Llegó a sus oídos su voz, nada clara por el sueño.

—¿Eres tú, Juan?

—Sí.

—¿No vienes muy tarde? ¿Qué hora es?

Él contestó serenamente:

—No tengo la menor idea. Siento haberte despertado. Tuve que entrar en casa de esa mujer y beber algo.

Procuró que su voz expresara aburrimiento y sueño. Gerda murmuró:

—¡Oh! Buenas noches, Juan.

Se oyó el roce de la ropa al dar la mujer la vuelta en la cama.

¡Todo iba bien! Como de costumbre, había tenido suerte; como de costumbre... Durante unos momentos el pensamiento le hizo ponerse serio, el pensamiento de la frecuencia con que le había acompañado la suerte. Vez tras vez había habido un momento en que se viera obligado a contener el aliento y murmurar: «Si esto sale mal...» Y ¡no había salido mal! Pero algún día, a no dudar, cambiaría su suerte.

Se desnudó aprisa y se metió en la cama. Era curioso lo que había dicho la niña al echarle las cartas. «Y ésta está por encima de tu cabeza y tiene poder sobre ti...» ¡Verónica! Y no cabía la menor duda de que había tenido poder sobre él, en efecto.

¡Pero nunca más ya, hija mía!, pensó, con una especie de satisfacción salvaje. Todo eso acabó. ¡Me he librado de ti ya!

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