Capítulo XXIV

Eduardo Angkatell se detuvo vacilante, entre la nube de peatones que transitaba por Shattesbury Avenue. Estaba intentando armarse de valor para entrar en el establecimiento que ostentaba en letras doradas el nombre de «Madame Alfrege».

Un instinto que no supo explicarse le había impedido que se limitara a telefonear invitando a Midge a comer. Aquel fragmento de conversación que escuchara en The Hollow le había turbado, más aún, le había espantado. Había notado a Midge en la voz una sumisión, un servilismo que le dejaron ultrajado, sublevado.

¡Que Midge, la libre, la alegre, la franca Midge, tuviera que adoptar actitud semejante! ¡Tener que someterse, como era evidente que se sometía, a insolencias, a groserías que le estaban diciendo por el aparato...! Luego, al expresarle él sus preocupaciones, le había largado a boca de jarro la desagradable verdad, que una tenía que conservar el empleo, que no era fácil encontrar colocación, y que el conservar un puesto representaba algo más que cumplir con una determinada obligación.

Hasta entonces, Eduardo había aceptado vagamente el hecho de que muchas jóvenes tenían «empleo» hoy en día. Si algún pensamiento había dedicado al asunto, había sido para suponer que en general tenían empleos porque les gustaban los empleos, que halagaban su sentido de independencia y les proporcionaban algo suyo en qué interesarse en la vida.

El hecho de que un día de trabajo que empezaba a las nueve de la mañana y terminaba a las seis de la tarde, privaba a una muchacha de los placeres del descanso de la clase acomodada, jamás se le había ocurrido siquiera. Que Midge, a menos que sacrificara la hora que le daban para comer, no podía visitar un museo; que no podía asistir a un concierto por la tarde, ni salir al campo en un día hermoso, ni comer tranquilamente en un restaurante lejano, sino que tenía que aplazar sus excursiones para el sábado por la tarde o el domingo, y comer a toda prisa en un bar o un salón de té cualquiera, era un descubrimiento nuevo y desagradable para Eduardo. Le tenía mucho afecto a Midge. La pequeña Midge, así la llamaba él y así pensaba en ella y la recordaba. Su llegada a Ainswick para las vacaciones, tan tímida y con los ojos muy abiertos, muda al principio, pero desatándose después en entusiasmo y afecto para todo y por todos.

La tendencia de Eduardo a vivir en el pasado y aceptar el presente con recelo, como cosa que aún no ha sido puesta a prueba, había retrasado su reconocimiento de Midge como persona mayor que vivía de su sueldo.

Había sido aquella noche en The Hollow, al entrar él tiritando de frío en aquel extraño y turbador intercambio de palabras con Enriqueta, cuando al arrodillarse Midge para encender el fuego, se había dado cuenta por primera vez de la existencia de una Midge que no era una criatura afectuosa, sino una mujer. La visión había sido turbadora. Sintió, durante un momento, que había perdido algo, algo que era una parte preciosa de Ainswick. Y había dicho impulsivamente, impelido por aquel sentimiento recién despertado: «Me gustaría verte con más frecuencia, pequeña Midge...»

De pie, fuera, bajo la luz de la luna, hablando con una Enriqueta que había dejado de ser, con gran sobresalto de Eduardo, la conocida Enriqueta a la que durante tanto tiempo amara, había experimentado un pánico repentino. Y al entrar en la casa se había encontrado con un nuevo elemento turbador en el diseño fijo que era su vida. La pequeña Midge también formaba parte de Ainswick, y aquélla no era ya la pequeñita Midge, sino una persona mayor, valerosa, de mirada triste, a la que él no conocía.

Desde aquel momento había estado turbado y se había reprochado duramente su inconsciencia por no haberse preocupado jamás de la felicidad y la comodidad de Midge. El pensar en el empleo, tan poco en armonía con su modo de ser, que tenía en casa de madame Alfrege, le había preocupado cada vez más y había decidido por fin ver con sus propios ojos cómo era, exactamente, aquel establecimiento de modas.

Miró con recelo el escaparate en el que se exhibían un vestido negro muy corto, con cinturón estrecho dorado, unas faldas y jerseys atrevidos, y un vestido de noche de encaje bastante chillón y ordinario.

Aunque no entendía de ropa femenina una palabra, salvo por instinto, se le antojaba que los géneros que estaba viendo tenían más corte de meretriz que de otra cosa. No, pensó; aquel lugar no era digno de ella. Alguien, Lucía Angkatell quizá, tendría que hacer algo para remediarlo.

Venciendo su timidez mediante un esfuerzo, Eduardo cuadró los hombros levemente caídos y entró.

Quedó paralizado inmediatamente por el embarazo. Dos rubias platino de voz chillona estaban examinando los vestidos de una vitrina en compañía de una dependienta morena. En el fondo de la tienda, una mujer bajita, de nariz gruesa, pelo teñido de rojo y voz desagradable, estaba discutiendo con una cliente gruesa y desconcertada las modificaciones que ésta pedía se hicieran en un vestido de noche. De un cubículo vecino salía una voz femenina irritada:

—Horrible..., horrible a más no poder... ¿no puede traerme algo decente que probarme?

En contestación oyó el suave murmullo de la voz de Midge, una voz respetuosa, persuasiva.

—Este modelo color vino es verdaderamente elegante. Y creo que le sentaría a usted bien. Si se lo quisiera probar...

—No pienso perder el tiempo probándome cosas que a la legua veo que no valen nada. Haga el favor de molestarse un poco. Le he dicho que no quiero colores encarnados. Si escuchara usted lo que se le dice...

A Eduardo se le congestionó el rostro. Ojalá, se dijo, le tirara Midge el vestido a la cabeza de aquella odiosa mujer. En lugar de eso, Midge murmuró:

—Echaré otra mirada. ¿No le gustaría a usted el verde, supongo, madame? ¿O este color melocotón?

—Horrible..., ¡horripilante! No; no quiero ver ningún otro. Es perder lastimosamente el tiempo...

Pero ahora, dejando a la cliente gruesa, madame Alfrege se había acercado a Eduardo y le miraba interrogadora.

Procuró serenarse.

—¿Está..., podría hablar..., está la señorita Hardcastle aquí?

Madame Alfrege enarcó las cejas; pero reparó en el corte del traje de Eduardo y consiguió sacar una sonrisa cuya amabilidad resultaba mucho más desagradable de lo que hubiese sido su malhumor.

Allá, en el cubículo, la voz irritada se alzó aguda.

—¡Tenga cuidado! ¡Qué torpe es usted! ¡Me ha desgarrado la redecilla del pelo!

Y Midge repuso, trémula la voz:

—Lo siento mucho, madame.

—¡Qué torpeza más estúpida! —La voz sonaba amortiguada—. No, no; lo haré yo sola. Mi cinturón, haga el favor.

—La señorita Hardcastle estará libre dentro de un momento —anunció madame Alfrege, cuya sonrisa se había acentuado, haciéndose más desagradable que nunca.

Una mujer de cabello rojizo y aspecto malhumorado salió del cubículo con unos paquetes y marchó a la calle.

Midge, vestida de negro, abrió la puerta. Estaba pálida y parecía angustiada.

—He venido a llevarte a comer conmigo —dijo Eduardo, sin andar con preámbulos.

Midge dirigió una mirada al reloj.

—No salgo hasta la una y cuarto... —empezó.

Eran la una y diez.

Madame Alfrege dijo con generosidad:

—Puede usted irse si quiere, señorita Hardcastle, ya que su amigo ha venido a buscarla.

—Oh, gracias, madame Alfrege.

Y a Eduardo:

—Me preparo en seguida.

Y desapareció en la trastienda.

Eduardo, que se había encogido bajo el impacto del énfasis tan grande dado por madame Alfrege al vocablo «amigo», se quedó aguardando, sin saber hacia dónde mirar.

Madame estaba a punto de iniciar una conversación con él, cuando se abrió la puerta y entró una mujer de opulento aspecto con un perrito pekinés. El instinto comercial de madame Alfrege la empujó hacia la recién llegada.

Midge volvió a aparecer con el abrigo puesto y, asiéndola del brazo, Eduardo la condujo a la calle.

—¡Dios Santo! —dijo—. ¿Son ésas las cosas que tiene que soportar? Oí cómo te hablaba esa maldita mujer detrás de las cortinas. ¿Cómo puedes aguantarlo, Midge? ¿Por qué no le tiraste los vestidos a la cabeza?

—Pronto perdería mi empleo como hiciera cosas de esas que me aconsejas.

—Pero, ¿no te entran ganas de tirarle cosas a una mujer de esa clase?

—Claro que sí. Y hay veces, sobre todo al final de una semana calurosa, durante los saldos de verano, en que me temo que un día le diré a toda la que se presente lo que opino de ella y sus modales, en lugar de decir: «Sí, madame.» «No, madame.» «Veré si encuentro otra cosa, madame.»

—Midge..., pequeña Midge... ¡No puedes soportar todo eso!

Midge rió, algo trémula.

—No te disgustes tanto, Eduardo. ¿Por qué has tenido que venir aquí? ¿Por qué no telefoneaste?

—Quería ver la tienda con mis propios ojos. He estado muy preocupado.

Hizo una pausa y luego exclamó:

—Pero, ¡si Lucía sería incapaz de hablarle a la que friega los platos como esa mujer te ha hablado a ti! No es justo que hayas de aguantar insolencias y groserías. ¡Dios, Midge! ¡De qué buena gana te alejaría yo de todo esto y te llevaría a Ainswick! ¡De qué buena gana pararía un taxi, te metería dentro, y te llevaría a Ainswick en el tren de las dos y cuarto!

Midge se detuvo. Su fingida despreocupación desapareció. La mañana había sido dura, agotadora, difícil de tratar la clientela, más déspota y desagradable madame que de costumbre. Tuvo un brusco estallido de asentimiento.

—Bueno, y, ¿por qué no lo haces? —exclamó encarándose con Eduardo—. ¡Hay taxis de sobra!

La miró boquiabierto, desconcertado por la súbita e inesperada furia. Ella prosiguió, más exaltada por momentos:

—¿Quién te manda venir a decirme esas cosas? ¡No te salen de dentro! ¿Crees tú que me haces más feliz, después de una mañana infernal, recordándome que existen lugares como Ainswick? ¿Crees tú que estoy agradecida por decirme cuánto te gustaría alejarme de todo esto? ¡Muy lindo, pero muy falto de sinceridad! ¡Hablas por hablar! Ni una sola de esas palabras la has dicho en serio. ¿No sabes acaso, que vendería mi alma por coger el tren de las dos y cuarto para Ainswick siquiera? ¿Comprendes? Tus intenciones son buenas, Eduardo, pero eres cruel. Diciendo cosas.... diciéndolas nada más.

Estaban el uno frente al otro, estorbando seriamente el paso. Pero ninguno de los dos veía a nadie más que al otro. Eduardo la estaba mirando como si acabase de despertar de su sueño.

Dijo:

—¿Ah, sí? Pues ¡como me llamo Eduardo que vas a ir a Ainswick en el tren de las dos y cuarto!

Pasaba un taxi. Le hizo una seña. El vehículo se detuvo junto al bordillo. Eduardo abrió la portezuela. Midge, algo aturdida, subió.

—¡A la estación de Paddington! —ordenó Eduardo.

Y subió a sentarse junto a la muchacha.

Los primeros momentos guardaron silencio. Midge, comprimidos los labios, desafío y rebeldía en la mirada. Eduardo, con la mirada fija delante de él.

Mientras aguardaban que cambiaran las luces del tráfico en Oxford Street, Midge habló para decir desagradablemente:

—Mal te salió el farol. No contabas con que te pusieran en trance de cumplirlo.

—No fue farol —respondió secamente Eduardo.

Arrancó el taxi de nuevo. Torcía a la izquierda en Edgeware Road para meterse en Cambridge Terrace, cuando Eduardo recobró su actitud normal.

Dijo de pronto:

—No podemos tomar el tren de las dos y cuarto.

Contestó Midge con frialdad:

—¿Por qué no podemos tomar el tren de las dos y cuarto? Sólo es la una y veinticinco ahora.

Eduardo le sonrió.

—No tienes equipaje, Midge, pequeña. Ni camisones, ni cepillos de dientes, ni zapatos de campo. Y recuerda que hay otro tren a las cuatro y cuarto. Comeremos ahora y discutiremos la situación.

Midge exhaló un suspiro.

—¡Cuan característico es eso en ti, Eduardo! Recordar el lado práctico. Los impulsos no te llevan muy lejos, ¿verdad? Bueno. Fue un sueño muy agradable mientras duró, por lo menos.

Posó su mano en la de él y le dirigió la sonrisa de siempre.

—Siento haberte insultado en plena calle como una verdulera —dijo— Pero es que, Eduardo, fuiste irritante, de verdad.

—Sí—dijo él—; debo haberlo sido.

Entraron en el Berkeley alegremente. Consiguieron una mesa junto a la ventana y Eduardo pidió una comida excelente.

Cuando terminaron el pollo, Midge suspiró y dijo:

—Debiera volver a toda prisa a la tienda. Ya ha pasado la hora que me dan para comer.

—Hoy vas a emplear todo el tiempo que necesites para comer con toda tranquilidad, aunque tenga yo que volver a comprar la mitad de los vestidos que hay en la tienda.

—Querido Eduardo, ¿sabes que eres bueno de verdad?

Comieron tortilla al ron y luego les sirvieron café.

Eduardo se echó azúcar y removió el líquido con la cucharilla.

—Amas mucho a Ainswick, ¿verdad?

—¿Es necesario que hablemos de Ainswick? He logrado no tomar el tren de las dos y cuarto y sobrevivir... y me doy perfecta cuenta de que no hay ni que hablar del de las cuatro y cuarto..., pero no te ensañes conmigo.

Eduardo sonrió.

—No; no voy a proponer que tomemos el tren de las cuatro y cuarto. Pero sí me propongo que vayas conmigo a Ainswick, Midge. Y propongo que vayas allí con carácter definitivo..., es decir, si puedes aguantarme.

Ella le miró boquiabierta por encima del borde de la taza. La depositó luego sobre la mesa con una mano que, mediante un esfuerzo, logró que no temblara.

—¿Qué quieres decir exactamente, Eduardo?

—Estoy proponiendo que te cases conmigo. Midge. Supongo que no soy un partido muy romántico. Soy la mar de aburrido, eso ya lo sé... y no sirvo gran cosa para nada. No hago más que leer libros y perder el tiempo por ahí. Pero aunque no soy persona muy emocionante, nos conocemos desde hace mucho tiempo y creo que el propio Ainswick... bueno, te servirá de compensación. Creo que serías feliz en Ainswick, Midge. ¿Querrías venir?

Midge tragó el nudo que se le había hecho en la garganta. Dijo:

—Pero si yo creí... Enriqueta...

Y se interrumpió, temerosa de haber dicho demasiado con aquella espontánea insinuación.

Dijo Eduardo, con voz igual, sin emoción:

—Sí; le he pedido tres veces a Enriqueta que se case conmigo. Las tres veces se ha negado. Enriqueta sabe lo que no quiere.

Hubo un momento de silencio. Luego:

—Bien, Midge, querida, ¿qué contestas?

Midge le miró. Dijo con voz entrecortada:

—¡Parece tan extraordinario! ¡Es como si le ofrecieran a una el cielo en bandeja... en el Berkeley!

El rostro de él se iluminó. Posó sus manos sobre la de ella un instante.

—El cielo en bandeja —dijo—. Conque esos sentimientos te despierta Ainswick... ¡Oh, Midge!, cuánto me alegro.

Se miraron, felices. Eduardo pagó la cuenta y dio una propina enorme. Se iba vaciando ya el restaurante. Midge dijo, haciendo un esfuerzo:

—Tendremos que irnos. Supongo que será mejor que vuelva a madame Alfrege. Después de todo, cuenta conmigo. No puedo dejarla plantada sin más ni más.

—No. Supongo que tendrás que volver y presentar la dimisión o como se llame eso. Pero no has de continuar trabajando allí. No lo consentiré. Primero, sin embargo, había pensado que fuéramos a una de esas tiendas de Bond Street donde venden anillos.

—¿Anillos?

—Es lo corriente, ¿verdad?

Midge se echó a reír.

En la amortiguada iluminación de la joyería, Midge y Eduardo se inclinaron sobre bandejas de centelleantes anillos de prometida, mientras un dependiente discreto les contemplaba con benigno gesto.

Dijo Eduardo, apartando una bandeja recubierta de terciopelo.

—No; esmeraldas, no.

Enriqueta con el traje de mezclilla verde... Enriqueta con el traje de noche de color de jade chino...

Midge intentó desterrar la punzada de dolor que sentía en el corazón.

—Escoge por mí —le dijo a Eduardo.

Se inclinó él sobre la bandeja que tenía delante. Escogió un anillo con un solo diamante. No era muy grande la piedra, pero sí de unas aguas hermosas y de ígneo centelleo.

—Me gusta éste.

Midge asintió con un movimiento de cabeza. Le encantaba aquella exhibición de buen gusto por parte de Eduardo. Se lo puso en el dedo mientras Eduardo se apartaba con el dependiente.

Eduardo extendió un cheque por valor de trescientas cuarenta y dos libras y volvió al lado de Midge, sonriendo. Dijo:

—Vamos a ser groseros con madame Alfrege.

Загрузка...