Capítulo II

Enriqueta Savernake tomó una tira de barro, la frotó entre las manos y la aplicó a la escultura, dándole un golpecito para que se adhiriese. Estaba modelando la cabeza de una muchacha con la rapidez y la habilidad que sólo da la experiencia.

Sonaba en sus oídos, aunque sin penetrar más allá del borde de su comprensión, el agudo lloriqueo de una voz algo ordinaria:

—Y yo creo, señorita Savernake, que yo tenía razón. «La verdad —dije—, si vas a salirme por ahí...» Porque yo creo, señorita Savernake, que una muchacha tiene la obligación de plantarse firme cuando de esas cosas se trata. Usted ya me comprende... «No estoy acostumbrada —dije—, a que me digan cosas así, y sólo me resta decir que tienes una imaginación muy desagradable.» A una le molesta hablar así, pero yo creo que hice muy bien en plantar cara, ¿no le parece, señorita Savernake?

—¡Ya lo creo que sí! —contestó Enriqueta con un fervor en la voz que hubiera podido inducir a creer, a quien la hubiese conocido bien, que no había estado prestando mucha atención a lo que le estaban diciendo.

—«Y si tu mujer dice cosas como ésa —dije—, ¿qué culpa tengo yo?» No sé por qué será, señorita Savernake, pero dondequiera que voy siempre parece armarse jaleo. Y estoy segura de que la culpa no es mía. Y es que los nombres son tan susceptibles..., ¿verdad que sí?

La modelo soltó una risita coquetona.

—Una barbaridad —asintió Enriqueta, con los ojos entornados.

«Precioso —estaba pensando—. Ese plano por debajo del párpado es precioso..., y el otro plano que sube a encontrarse con él. Ese ángulo junto a la mandíbula está mal... Tendré que rebajarlo y volverlo a construir. Es difícil.»

En voz alta dijo con voz cálida y comprensiva:

—Debe haber sido una situación muy difícil para usted.

—A mí me parecen muy injustos los celos, señorita Savernake. Y muy ruines..., ¿comprende lo que quiero decir? No es más que envidia, permítame que le diga, porque una es más guapa y más joven que ellas.

Enriqueta, que estaba modelando la mandíbula, dijo:

—Sí, claro.

Había aprendido con el tiempo a encerrar su mente en compartimientos estancos. Era capaz de jugar un partido de bridge, seguir una conversación inteligentemente, escribir una carta bien redactada, sin dedicar a ninguna de esas cosas más que una parte muy pequeña de su atención. Ahora se concentraba en conseguir que la cabeza de Nausicaa[4] fuera formándose bajo sus dedos, y el torrente de palabras rencorosas que brotaban de aquellos labios tan lindos e infantiles no llegaba a penetrar en las profundidades de su mente. Mantuvo la conversación en marcha sin esfuerzo. Estaba acostumbrada a las modelos que se empeñaban en hablar. No tanto las profesionales... Eran las aficionadas las que, desasosegadas por la obligada inactividad de sus miembros, buscaban la compensación rompiendo a hablar y contando todos sus secretos. Conque lo que pudiéramos llamar una fracción superficial de Enriqueta escuchaba y contestaba, mientras en el fondo, muy remota, la verdadera Enriqueta comentaba: «¡Qué ordinaria y qué mal intencionada! Pero ¡qué ojos! ¡Qué maravilla de ojos!»

Mientras le ocuparan los ojos, que hablase la muchacha. Le pediría que guardase silencio cuando le tocara la vez a la boca. Resultaba curioso, si una se paraba a pensar, que aquel torrente de rencor pudiera escaparse por entre los labios de curva tan perfecta.

«¡Maldita sea! —exclamó Enriqueta para sus adentros con brusco frenesí—. ¡Estoy echando a perder el arco de las cejas! ¿Qué demonios me pasa? He dado demasiado énfasis al hueco..., es agudo, no grueso...»

Dio un paso atrás, mirando con fruncido entrecejo la escultura y luego a la modelo.

Doris Saunders prosiguió:

—«La verdad —dije—, no veo yo por qué regla de tres no ha de hacerme tu marido un regalo si le da la gana. Y no creo —dije—, que haya derecho a que hagas tú insinuaciones semejantes.» Se trataba de una pulsera muy bonita, señorita Savernake, de una pulsera preciosa... y, claro, es muy posible que el pobre no pudiera, en realidad, gastarse tanto dinero, pero me resultó un gesto muy simpático y, desde luego, no tenía la menor intención de devolverla.

—No, no —murmuró Enriqueta.

Calló un momento la modelo para luego añadir:

—Y no es como si hubiera algo entre nosotros..., algo desagradable quiero decir. No había nada de eso.

—No —dijo Enriqueta—, estoy segura de que no lo había.

Se despejó su entrecejo. Durante la media hora que siguió trabajó como poseída de una especie de furia. Trozos de barro se le pegaron a la frente, se le adhirieron a los cabellos al pasarse ella la mano por el pelo con impaciencia. Tenían sus ojos una expresión de ciega e intensa ferocidad. Empezaba a salirse... Empezaba a captar las características.

Ahora, dentro de unas horas, cesaría su tormento..., el tormento que, durante los últimos diez días, había ido intensificándose.

Necesitaba algo, algo que le permitiera empezar, algo que diera vida a su propia visión, en parte realizada. Había recorrido a pie grandes distancias, agotándose físicamente, alegrándose de haberse cansado. Y, en todo momento, la había hostigado aquel anhelo urgente, incesante... de ver...

Tenían sus propios ojos expresión ciega al andar. Nada veía de lo que tenía a su alrededor. Estaba luchando, haciendo esfuerzos continuamente para conseguir que aquel rostro se le acercara. Se sentía enferma, disgustada...

Y luego, de pronto, se había despejado la vista y, con los ojos del cuerpo había visto frente a ella, en el autobús al que subiera distraída sin importarle un comino dónde fuera, había visto... ¡Sí! ¡A Nausicaa! Un rostro infantil, labios entreabiertos, ojos hermosos, vacuos, ciegos...

La muchacha hizo parar y se apeó. Enriqueta la siguió.

Ahora se hallaba completamente serena. Había encontrado lo que deseaba; el suplicio de buscar sin encontrar había terminado ya.

—Perdone que le dirija la palabra. Soy escultura profesional y con, franqueza, tiene usted la cabeza que he andado buscando.

Se había mostrado amistosa, encantadora y autoritaria como sabía serlo siempre que quería algo.

Doris Saunders pareció dudar, alarmarse, sentirse halagada.

—Pues la verdad, no sé qué decirle. Si no es más que la cabeza... Claro está, nunca he hecho una cosa así..., ni pensarlo...

Vacilaciones apropiadas, delicada pregunta económica.

—Ni que decir tiene que insistiría en pagarle a usted lo que cobra una modelo profesional.

Conque ahí estaba Nausicaa sentada en la plataforma, encantada con la idea de que fueran inmortalizados sus atractivos (aunque no le gustaban ni pizca las muestras del arte de Enriqueta que veía desperdigadas por el estudio), y disfrutando por poder revelar su personalidad a una persona cuya comprensión y atención parecían, sin duda alguna, completas.

Sobre la mesa, junto a la modelo, yacían sus lentes: los lentes que se ponía lo menos posible por vanidad, prefiriendo tener que andar casi a tientas a veces porque, como le confesó a Enriqueta, era tan corta de vista que apenas podía ver a un metro de distancia sin las gafas.

Enriqueta había movido la cabeza afirmativamente, comprensiva. Comprendía ahora la causa de aquella mirada vacua y hermosa.

Transcurrió el tiempo. Enriqueta soltó de pronto sus herramientas de modelar y se desperezó.

—Bueno —dijo—, he terminado. ¿Espero que no se habrá cansado usted demasiado?

—Oh, no, gracias, señorita Savernake. Ha resultado la mar de interesante. ¿Es posible que esté hecho ya, de verdad..., tan pronto?

Enriqueta se echó a reír.

—¡Oh, no! No es que esté terminado por completo. Tendré que trabajar bastante aún en ello. Pero está terminado en cuanto a usted se refiere. He conseguido lo que deseaba..., construir los planos.

La muchacha bajó lentamente de la plataforma. Se puso los lentes, e inmediatamente, la ciega inocencia y el encanto confiado de su rostro desaparecieron. Ahora no quedaba ya más que una belleza fácil, ordinaria, chabacana.

Se paró junto a Enriqueta y contempló el modelo de barro.

—¡Oh! —dijo, dubitativa, con desencanto en la voz—. No se parece mucho a mí, ¿verdad?

Enriqueta sonrió.

—No. No es un retrato.

En realidad, casi podía decirse que no existía el menor parecido. Era la colocación de los ojos, el contorno del pómulo, lo que Enriqueta había visto como nota clave esencial de su concepción de Nausicaa. Aquélla no era Doris Saunders, sino una ciega de la que podía hacerse un poema. Los labios estaban entreabiertos como los de Doris, pero no eran los labios de Doris. Eran labios que hablarían otro idioma, que expresarían pensamientos que no serían los de Doris...

Ninguna de las facciones estaba claramente diseñada. Era Nausicaa recordada, no vista.

—Bueno —dijo la señorita Saunders, dubitativa—, supongo que tendrá mejor aspecto cuando la trabaje usted un poco más... ¿Y de veras no me necesitará ya?

—No, gracias —dijo Enriqueta («¡Y gracias a Dios por ello!», dijo en su fuero interno) —. Se ha portado usted muy bien. Le estoy muy agradecida.

Se deshizo de Doris con habilidad y volvió a hacerse una taza de café. Estaba cansada, estaba horriblemente cansada. Pero feliz y tranquila.

«Gracias a Dios —pensó—. Ahora volveré a ser humana.»

E inmediatamente sus pensamientos volaron hacia Juan.

«Juan», pensó. Se le encendieron levemente las mejillas, aligerósele el corazón, se animó.

«Mañana —pensó—, voy a The Hollow...Veré a Juan...»

Bebió el líquido caliente y fuerte, instalada en el diván. Se tomó tres tazas. Se sintió inundada de vitalidad.

Resultaba agradable, pensó, sentirse un ser humano otra vez, y no la otra cosa. Era agradable haber dejado de sentirse inquieta, disgustada, hostigada. Agradable poder dejar de vagar por las calles buscando algo, con un sentimiento de irritación y llena de impaciencia porque, la verdad, ¡una no sabía lo que andaba buscando! Ahora, a Dios gracias, sólo tenía que trabajar como una negra. ¿Y a quién le importaba el trabajo por duro que fuese?

Soltó la taza vacía, se puso en pie y volvió a Nausicaa. La contempló un buen rato y, poco a poco, el entrecejo se le fue arrugando.

No era.. No era del todo...

¿Qué era lo que estaba mal?

Ojos ciegos.

Ojos ciegos que eran más bellos que ojo alguno que pudiese ver... Ojos ciegos que comprimían el corazón, que emocionaban profundamente, precisamente por eso, porque eran ciegos. ¿Había logrado plasmar eso, o no?

Lo había logrado, sí; pero había plasmado algo más también. Algo que no había sido su intención reproducir y en lo que ni siquiera había pensado... la estructura estaba bien..., sí; sí que lo estaba. Pero, ¿de dónde venía... aquella insinuación leve, insidiosa...?

La insinuación de una mente ordinaria, rencorosa...

No había estado escuchando, no, en realidad. Y, sin embargo, sin saber cómo, le había entrado por los oídos, salido por los dedos, introduciéndose en el barro.

Y no podría, sabía que no podría volverlo a sacar de allí...

Apartó la mirada con brusquedad. Quizá fuera simple imaginación. Sí; imaginación había de ser. Lo vería de otra manera por la mañana. Pensó con dolor:

—¡Cuan vulnerable es una...!

Cruzó, frunciendo el entrecejo hacia el otro extremo del estudio. Se detuvo ante su escultura de «La Adoradora».

Aquélla estaba bien. Un magnífico trozo de madera de peral, con el grano adecuado. Lo había estado guardando durante mucho tiempo, como un tesoro, antes de emplearlo.

Lo miró con gesto de crítica. Sí; estaba bien. No cabía la menor duda de ello. Lo mejor que había hecho desde hace tiempo. Era para el Grupo Internacional. Sí; algo que valía la pena exhibir.

Lo había plasmado todo bien. La humanidad, la fuerza de los músculos del cuello, los hombros encorvados, el rostro levemente alzado, un rostro sin facciones, puesto que la adoración destierra a la personalidad.

Sí; sumisión, adoración... y esa devoción final que se halla más allá, y no más acá, de la idolatría...

Enriqueta exhaló un suspiro. Si siquiera, pensó, no se hubiera enfadado Juan tanto...

Le había llegado de sobresalto aquella ira. Le había revelado algo de él que, en su opinión, ni él mismo conocía.

Había dicho llanamente:

—¡No puedes exhibir eso!

Y ella, con la misma fuerza, le había replicado:

—Lo exhibiré.

Volvió lentamente a Nausicaa. Nada había allí, se dijo, que no pudiera arreglar. La envolvió en paños húmedos. Tendría que aguardar hasta el lunes o el martes. No había prisa ya. La urgencia había desaparecido. Todos los planos figuraban en la escultura. Sólo hacía falta un poco de paciencia.

Ahora la esperaban tres días felices en compañía de Lucía, de Enrique, de Midge..., ¡y de Juan!

Bostezó. Se desperezó con el inmenso placer y la misma soltura con que lo hace un gato, distendiendo hasta el máximo cada uno de sus músculos. Se dio cuenta, de pronto, de cuan cansada estaba en verdad.

Tomó un baño caliente y se metió en la cama. Permaneció tumbada boca arriba, contemplando las estrellas por la lumbrera del cuarto. Luego, de allí, su mirada vagó hacia la única luz que siempre dejaba encendida: la bombilla pequeña que iluminaba la mascarilla de cristal, una de sus primeras obras. Una pieza bastante corriente, pensó ahora. Muy convencional.

Era una suerte, se dijo Enriqueta, que una evolucionara...

Y ahora, ¡a dormir! El café muy cargado que tomara no la desvelaba a menos que ella quisiese. Hacía tiempo que adquiriera el conocimiento del ritmo esencial que la permitía olvidar y dormir.

Una escogía pensamientos, extraídos del propio recuerdo. Y luego, sin entretenerse en ellos, los dejaba resbalar por entre los dedos de la mente, sin asirlos, sin intentar detenerlos, sin recrearse en ellos, sin concentrarse... Nada más que dejarlos flotar dulcemente y alejarse.

Fuera, estaban poniendo en marcha un automóvil. Se oían también roncos gritos y risas. Dejó que los sonidos se vertieran en la corriente de su semiconsciencia.

El automóvil, pensó, era un tigre que rugía..., amarillo y negro..., con rayas como las rayadas hojas y sombras, una selva cálida..., y luego, río abajo, un río ancho, tropical... hasta llegar al mar y al transatlántico a punto de zarpar..., y voces roncas que gritaban adiós, y Juan a su lado sobre cubierta..., ella y Juan en marcha, mar azul, bajando la escala del comedor sonriéndose desde el otro lado de la mesa, como una comida en la «Maison Dorée», brisa nocturna... y el automóvil..., la sensación al encajar los engranajes del cambio de marchas, la salida de Londres a gran velocidad, dulcemente, sin esfuerzo, como si se deslizaran sobre hielo..., la subida por la loma de Shovel Down..., Lucía..., Juan..., Juan..., la enfermedad de Ridgeway... querido Juan...

Empezaba a conciliar el sueño ya, a sumirse en agradable beatitud.

Y, de pronto, un desasosiego agudo, una sensación de culpabilidad que la obligaba a volver a la realidad. Algo que debiera haber hecho. Algo ante cuya ejecución había retrocedido.

¿Nausicaa?

Lentamente, de muy mala gana, Enriqueta se levantó de la cama. Encendió las luces, cruzó hacia la escultura, retiró los paños.

Nausicaa, no. ¡Doris Saunders!

Sintió una punzada. Estaba dirigiéndose una súplica a sí misma. Estaba intentando convencerse. «Lo puedo arreglar..., lo puedo arreglar...»

—¡Estúpida! —se dijo—. Sabes qué tienes que hacer.

Porque si no lo hacía ahora, inmediatamente, mañana no tendría el valor. Era como si una destruyese su propia sangre, su propia carne. Hacía daño. Sí; hacía daño.

Quizá, pensó Enriqueta, sentían lo mismo los gatos cuando uno de sus gatitos está muy malo y lo matan.

Respiró con fuerza. Luego asió el barro, lo arrancó de la armadura, lo trasladó, en informe montón, al cajón donde solía almacenarlo.

Se quedó allí parada, jadeando, contemplándose las manos manchadas de barro sintiendo aún la violencia física y mental. Se limpió las manos despacio con todo esmero.

Volvió a la cama con una curiosa sensación de vacío y, sin embargo, con sensación de paz también.

Nausicaa, pensó tristemente, no volverá ya. Había nacido, sufrido, contaminado y muerto.

«Es raro —pensó Enriqueta—, cómo logran infiltrarse en una las cosas sin que una se dé cuenta.»

No había estado escuchando, no, lo que se llama escuchar, y, sin embargo, el conocimiento de la mente ordinaria, rencorosa, malintencionada de Doris había llegado a infiltrársele e inconscientemente le había sugestionado las manos.

Y ahora lo que había sido Nausicaa Doris, no era más que barro, nada más que la materia prima de la que, pronto, construiría otra cosa.

Enriqueta pensó, soñadora:

—¿Es eso, pues lo que es la muerte! ¿Es lo que nosotros llamamos personalidad nada más que la formación... la huella o impresión del pensamiento de alguien? El pensamiento... ¿de quién? ¿De Dios?

Ésa era la idea fundamental de Peer Gynt[5] ¿verdad? Vuelta al crisol del fundidor. ¿Dónde estoy yo, yo mismo, el hombre entero, el hombre verdadero? ¿Dónde estoy yo, con la señal de Dios en la frente?

¿Se sentía Juan así? Había estado tan cansado la otra noche..., tan desanimado. La enfermedad de Ridgeway... ¡En ninguno de aquellos libros se decía quién era Ridgeway! ¡Qué estupidez!, pensó; a ella le hubiera gustado saberlo... La enfermedad de Ridgeway... Juan...

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