Capítulo XXX

Camino de Londres en su coche, las dos frases repercutían en el cerebro de Enriqueta: «¿Qué haré yo? ¿Dónde he de ir?»

Durante las últimas semanas había estado excitada, en tensión perpetua. Había tenido una misión que cumplir, una misión que Juan le había encomendado. Pero ahora su tarea había terminado. Había fracasado... ¿o había triunfado? Desde los dos puntos podía mirarse. Pero, míraselo como se lo mirara, la tarea estaba terminada. Y experimentaba el terrible cansancio hijo de la reacción.

Recordó las palabras que le dijera Eduardo aquella noche en la terraza, la noche de la muerte de Juan, la noche en que se dirigiera a la piscina y entrara en el pabellón para ponerse, deliberadamente, a la luz de una cerilla, a dibujar Ygdrasil en el velador de hierro. Firme de propósito, haciendo planes, sin poderse sentar aún llorar... llorar a los muertos. «Quisiera —le había dicho a Eduardo— llorar a Juan.»

Pero no se había atrevido a reaccionar entonces, no se había atrevido a permitir que el dolor se adueñara de ella.

Ahora, sin embargo, podía llorar. Ahora disponía de todo el tiempo del mundo.

Dijo entre dientes:

—Juan..., Juan...

Se sintió abrumada por la amargura y una negra rebelión.

Se dijo: «Lástima que no me hubiese bebido esa taza de té.»

El conducir le aplacaba los nervios, le daba fuerzas para hacer frente al momento. Pero pronto estaría en Londres. Pronto encerraría el coche en el garaje y se dirigiría a su estudio desierto. Vacío, puesto que Juan jamás volvería a sentarse allí, a hablarle con tono autoritario, a enfadarse con ella, a amarla más de lo que deseaba amarla, a hablarle con animación de la enfermedad de Ridgeway, a contarle sus triunfos y sus angustias y fracasos con la señora Crabtree en el Hospital de San Cristóbal.

Y, de pronto, el negro palio que yacía sobre su mente se alzó y tuvo un pensamiento:

«Claro. Ahí es donde iré. A San Cristóbal.»

Tendida en la estrecha cama del hospital, la anciana señora Crabtree miró a su visitante con ojos irritados y risueños.

Era tal como la había descrito Juan, y Enriqueta experimentó un súbito calor, una elevación de espíritu. ¡Aquello era real! ¡Aquello duraría! Allí, para un rato, había vuelto a encontrar a Juan.

—¡Pobre doctor! Terrible, ¿verdad? —estaba diciendo la señora Crabtree. Expresaba su voz fruición, además de sentimiento. Porque la señora Crabtree amaba la vida. Y las muertes repentinas, sobre todo los asesinatos o las muertes de sobreparto, eran las partes más ricas del tapiz de la vida—. ¡Mira que ir a dejarse matar así! Me revolvió el estómago de verdad cuando me enteré. Lo leí en los periódicos. La hermana me dio todo lo que pudo encontrar. Se portó muy bien. Había fotografías y todo. La piscina y todo eso. La mujer saliendo de la prueba, la pobre, y esa lady Angkatell a quien pertenecía la piscina. La mar de fotos. Fue un verdadero misterio, ¿verdad?

Enriqueta no encontró repulsivo el evidente placer que la noticia había proporcionado a la anciana. Le gustaba, porque sabía que le hubiera gustado al propio Juan. Si había de morir, prefería, con mucho, que la señora Crabtree hallara motivo de diversión y no que se echara a llorar.

—Lo único que pido es que pillen a quien lo haya hecho y le ahorquen —continuó la señora Crabtree, vengativa—. Ahora no ahorcan a la gente en público como antes y eso sí que es una lástima. Siempre me ha parecido que me gustaría ir a ver cómo ahorcaban a alguien. E iría a doble velocidad a ver ahorcar a quien haya matado al doctor. Tiene que haber sido un malvado. ¡Si como el doctor no había otro! ¡Era más listo...! ¡Y más simpático! Le hacía a una reír aunque no quisiera. ¡Lo que llegaba a decir a veces! Yo hubiera hecho cualquier cosa por el doctor, ¡vaya que sí!

—Sí —dijo Enriqueta—; era un hombre muy inteligente. Era un gran hombre.

—¡Le tienen un cariño loco en el hospital! Todas esas enfermeras. Y sus pacientes. Siempre quedaba una convencida de que iba a ponerse bien cuando él se acercaba a reconocerla.

—Conque usted va a ponerse bien —dijo Enriqueta.

Los ojuelos perspicaces se nublaron un instante.

—No estoy yo tan segura de eso, hija mía. Ahora me asiste ese joven tan bien hablado de las gafas. Completamente distinto al doctor Christow. ¡Siempre con sus bromas! Me ha hecho pasar ratos terribles con ese tratamiento suyo. «No puedo aguantar más, doctor», le decía yo. Y «¡Ya lo creo que puede, señora Crabtree!», me decía él a mí. «Es usted dura de pelar. Puede aguantar mucho. Vamos a hacer época en la medicina usted y yo.» Y la animaba a una y la hacía reír. Yo hubiera hecho cualquier cosa por el doctor. Esperaba mucho de una; pero a una le parecía que no debía darle chasco. Había que aguantar y demostrar que no había confiado en una en vano. No sé si me comprende.

—Sí, sí —dijo Enriqueta.

Los perspicaces ojuelos la escudriñaron.

—Perdone, hija mía, pero, ¿no será usted la mujer del médico por casualidad?

—No —contestó Enriqueta—; no soy más que una amiga.

—Comprendo —dijo la anciana.

Y Enriqueta obtuvo la impresión de que, en efecto, comprendía.

—¿Qué es lo que la hizo venir a verme, si es que no la molesta que se lo pregunte?

—El doctor acostumbraba hablarme mucho de usted... y de su nuevo tratamiento. Deseaba ver cómo se encontraba.

—Estaba yendo para atrás, eso es lo que me pasa.

Enriqueta exclamó:

—Pero, ¡si es que no debe ir para atrás! Tiene que ponerse buena.

—No vaya a creer que quiero estirar la pata, porque no es verdad.

—Bueno, pues luche entonces. El doctor Christow dijo que era usted una luchadora.

—Sí, ¿eh?

La señora Crabtree permaneció quieta y callada unos instantes. Luego dijo, muy despacio:

—¡El que lo haya matado es un malvado! No hay muchos como él.

—Tenga ánimo, querida —le dijo.

Y agregó:

—Tuvo un entierro muy bueno —contestó Enriqueta para darle esa satisfacción.

—¡Ah! ¡Ojalá hubiese podido yo ir a él! —suspiró—. Iré a mi propio entierro pronto, supongo.

—¡No! —exclamó Enriqueta—. No tiene usted que dejarse ir. Dijo hace un momento que el doctor Christow le había dicho que usted y él iban a hacer época en la historia de la medicina. Bien, pues ha de continuar la lucha usted sola. El tratamiento es el mismo. Tiene usted que hacer coraje para dos... y tiene usted que hacer historia sola... para él.

La señora Crabtree la miró un momento.

—Parece magnífico eso. Haré todo lo que pueda, hija mía. No puedo decir más.

Enriqueta se puso en pie y la tomó por la mano.

—Adiós. Volveré a venir otra vez a verla, si me lo permite.

—Sí, vuelva. Me hará bien hablar del doctor un poco. —En sus ojos volvió a aparecer el destello del humor—. Todo un hombre en todos los sentidos; eso era el doctor Christow.

—Sí —asintió Enriqueta—; lo era.

Dijo la anciana:

—No pene, muchacha... lo que se fue se fue. Una no puede hacerlo volver.

La señora Crabtree y Hércules Poirot, pensó Enriqueta, expresaban la misma idea en distinto lenguaje.

Volvió a Chelsea, encerró el coche en el garaje y echó a andar lentamente hacia el estudio.

«Ahora —pensó— ha llegado el momento que he estado temiendo... el momento de hallarme sola.»

«Ahora ya no puedo aplazarlo más. Ahora está el dolor aquí conmigo.»

¿Qué le había dicho a Eduardo? «Quisiera llorar a Juan.»

Se dejó caer en una silla y se apartó el cabello de la cara.

Sola... vacía... abandonada.

Aquel vacío terrible.

Desgranaron lágrimas sus ojos, lágrimas que le resbalaron lentamente, por la mejillas.

Dolor, pensó, dolor por Juan.

—«¡Oh, Juan... Juan!»

Recordando, recordando... la voz de él, aguda y dolorida:

«Si yo estuviera muerto, lo primero que harías, resbalándote por las mejillas el llanto, sería empezar a modelar una plañidera, o alguna representación del dolor.»

Se agitó, inquieta. ¿Por qué le había acudido aquel pensamiento a la cabeza?

Dolor... Dolor... Una figura velada, apenas perceptible la silueta, encapuchada la cabeza...

Alabastro.

Le parecía verla: alta, alargada, oculta su pena, revelada tan sólo por las largas líneas tristes de su velo...

El dolor, surgiendo del alabastro claro y diáfano.

«Si yo estuviera muerto...»

Y una oleada de amargura la anegó.

Pensó: «¡Eso es lo que soy! Juan tenía razón. Yo no puedo amar... Yo no puedo llorar... no con todo mi ser.»

«Es Midge... son las personas como Midge las que son la sal de la tierra.»

Midge y Eduardo en Ainswick.

Eso era la realidad, fuerza, calor.

«Pero yo —pensó— no soy una persona completa. No me pertenezco a mí misma, sino a algo que está fuera de mí.»

«No puedo llorar a los muertos.»

«En lugar de eso, he de tomar mi dolor y convertirlo en una figura de alabastro...»

Modelo número 58. «Dolor.» Alabastro. Señorita Enriqueta Savernake...

Dijo en un susurro:

«Perdóname, Juan, perdóname por lo que tengo que hacer sin poderlo remediar.»

Загрузка...