Capítulo XX

Sentado nuevamente en el despacho de sir Enrique, Grange observó el rostro impasible del hombre que tenía delante.

Hasta aquel momento Gudgeon se había apuntado todos los tantos a su favor.

—Lo siento mucho, señor —repitió—. Supongo que debiera haber mencionado el suceso, pero se me olvidó por completo.

Miró, como excusándose, al inspector y a sir Enrique.

—Eran las cinco y media si mal no recuerdo, señor. Cruzaba el vestíbulo para ver si había alguna carta que echar al correo y vi un revólver sobre la mesita. Supuse que pertenecía a la colección del señor. Conque lo recogí y lo traje aquí. Había un hueco en el estante, junto a la repisa de la chimenea, lugar de donde había salido el arma. Conque volví a colocarla en su sitio.

—Señálelo —ordenó Grange.

Gudgeon se puso en pie y se acercó al estante, seguido de cerca por el inspector.

—Era éste, señor.

El dedo de Gudgeon señaló una pistola «Mauser» pequeña del final de la hilera.

Era del 25, arma de muy pequeño calibre. Desde luego no era aquélla la que había servido para matar a Juan Christow.

Grange, con la vista en Gudgeon, dijo:

—Ésa es una pistola, no un revólver.

Gudgeon tosió.

—¿Una pistola, señor? Me temo que sé muy poco yo de armas de fuego. Es posible que haya empleado la palabra revólver indebidamente.

—Pero..., ¿usted está seguro de que ésa es el arma que encontró en el vestíbulo y que trajo aquí?

—¡Ah, sí, señor! No puede existir para mí la menor duda de eso.

Grange le contuvo cuando estaba a punto de alargar una mano.

—No la toque, haga el favor. He de examinarla en busca de huellas dactilares y para ver si está cargada.

—No creo que esté cargada, señor. Ninguna de las armas de sir Enrique se conserva cargada. Y en cuanto a huellas..., la limpié yo con mi pañuelo antes de colocarla en su sitio. Conque no tendrá ninguna huella dactilar.

—¿Por qué hizo usted eso? —exclamó vivamente el inspector.

Pero la sonrisa de Gudgeon no sufrió modificación alguna.

—Pensé que pudiera estar llena de polvo, señor.

Se abrió la puerta y entró lady Angkatell. Le sonrió al inspector.

—¡Cuánto me alegro de verle, inspector Grange! ¿Qué es todo eso de un revólver y Gudgeon? Esa criatura de la cocina está llorando como una Magdalena. La señora Medway la ha estado regañando..., pero, claro está, la muchacha hizo muy bien en decir lo que había visto si creía que debía hacerlo. Yo encuentro tan desconcertante siempre eso del bien y del mal... Es muy fácil, ¿sabe?, cuando lo que está bien es desagradable, y lo que está mal resulta agradable, porque entonces una sabe a qué atenerse..., pero confuso y difícil cuando ocurre todo lo contrario..., y yo creo, ¿no opina usted igual, inspector?, que cada uno debe hacer lo que él considere que está bien. ¿Qué les ha estado diciendo de la pistola, Gudgeon?

Gudgeon contestó con respetuoso énfasis:

—La pistola se hallaba en el vestíbulo, milady, en la mesita del centro. No sé de dónde salió. La traje aquí y la coloqué en su sitio. Eso es lo que acabo de decirle al inspector, y él comprende perfectamente.

Lady Angkatell sacudió la cabeza. Dijo con dulzura:

—No debiste decir eso, Gudgeon. Hablaré yo con el inspector.

Gudgeon hizo un leve movimiento, y lady Angkatell dijo con un tono encantador:

—Agradezco tus motivos, Gudgeon. Ya sé que siempre procuras ahorrarnos trabajo y molestias.

Y agregó, despidiéndole dulcemente:

—Nada más de momento.

Gudgeon vaciló, dirigió una fugaz mirada a sir Enrique y luego al inspector. Después inclinó la cabeza en leve reverencia y echó a andar hacia la puerta.

Grange hizo ademán de detenerle, pero, por razones que ni a sí mismo supo explicarse, dejó caer el brazo de nuevo. Gudgeon salió y cerró la puerta.

Lady Angkatell se dejó caer en una silla y sonrió a los dos hombres. Dijo tras una breve pausa y en tono de conversación normal:

—La verdad es que Gudgeon se ha portado de una manera encantadora, ¿saben ustedes? De una manera completamente feudal. Sí; feudal es la palabra adecuada.

—¿He de entender por eso, lady Angkatell, que usted, personalmente, conoce más detalles relacionados con el asunto?

—Naturalmente. Gudgeon no encontró la pistola en el vestíbulo. La encontró unos momentos después, cuando sacó los huevos.

—¿Los huevos? —Grange la miró boquiabierto.

—De la cesta —añadió lady Angkatell.

Pareció creer que ahora estaba todo aclarado. Sir Enrique dijo con dulzura:

—Es preciso que nos digas algo más, querida. El inspector y yo seguimos sin comprender.

—¡Oh! —lady Angkatell intentó ser más explícita—. La pistola, ¿comprenden?, estaba dentro de la cesta, debajo de los huevos.

—¿Qué cesta y qué huevos, lady Angkatell?

—La cesta que bajé a la granja. La pistola estaba dentro. Y luego puse los huevos encima de la pistola y la olvidé por completo. Y cuando encontramos al pobre Juan Christow muerto junto a la piscina fue tan grande el susto, que solté la cesta y Gudgeon la cogió a tiempo, por los huevos, quiero decir. Si se me hubiesen caído se hubieran roto todos. Y la trajo a casa. Y más tarde le hablé de fechar los huevos... cosa que suelo hacer yo siempre..., de lo contrario una se come a veces los huevos más frescos antes que los más viejos..., y me dijo que todo eso se había hecho ya... y, ahora que me acuerdo, lo dijo recalcando bastante. Y eso es lo que quiero decir al llamarle feudal. Encontró la pistola y volvió a ponerla aquí..., supongo que porque había guardias en la casa en realidad. A la servidumbre le preocupa tanto la policía siempre... Muy lindo y muy leal..., pero muy estúpido también, porque, claro está, inspector, lo que usted quiere saber es la verdad, ¿no es así?

Y lady Angkatell acabó su explicación dirigiéndole al inspector una sonrisa deslumbradora.

—La verdad es lo que pienso conseguir que me diga —respondió rápidamente, y en tono de cierta dureza el inspector.

Lady Angkatell exhaló un suspiro.

—¡Qué jaleo parece todo eso! ¿Verdad? —dijo—. Eso de andar cazando a la gente, quiero decir. No supongo que, quienquiera que disparase contra Juan Christow, tuviera la intención de pegarle un tiro..., no para herirle gravemente por lo menos. Si fue Gerda, estoy segura de que no quiso matarle. Es más, hasta me sorprende que le diera... Gerda es de las que se espera que no den nunca en el blanco. Y en realidad es una criatura muy buena y muy bondadosa. Y si la meten ustedes en la cárcel y la ahorcan, ¿qué será de los niños? Si es que mató ella a Juan, lo más probable es que lo sienta una enormidad a estas horas. Malo es que los niños tengan un padre que ha muerto asesinado.., pero mucho peor será que les ahorquen a la madre por haberlo hecho. A veces me parece que ustedes los policías no piensan en esas cosas.

—No tenemos intención de detener a nadie por ahora, lady Angkatell.

—Bueno, eso es tener sentido común por lo menos. La verdad es que siempre he creído que era usted un hombre muy sensato, inspector Grange.

De nuevo estalló aquella deslumbradora sonrisa.

El inspector parpadeó unos instantes. No podía remediarlo.

Pero se fue derecho y decidido al grano.

—Como dijo usted hace un momento, lady Angkatell, lo que yo deseo descubrir es la verdad. Usted se llevó la pistola de aquí... Y, a propósito, ¿cuál de ellas?

Lady Angkatell señaló con un gesto el estante que había junto a la chimenea.

—La segunda empezando por la última. La «Mauser» del 25.

El tono seco y técnico con que habló ahora le raspó los nervios a Grange. Sin saber por qué, nunca había esperado que lady Angkatell, a quien hasta aquel momento había catalogado como «vaga y confusa» y «un poquito trastornada», describiese un arma de fuego con una precisión tan técnica y escrupulosa.

—Sacó la pistola de aquí y se la metió en la cesta. ¿Por qué?

—Ya sabía yo que me preguntaría usted eso —dijo lady Angkatell. Su tono, inesperadamente, resultaba casi triunfal—. Y, claro está, alguna razón debe haber. ¿No te parece, Enrique? —Se volvió hacia su marido—. ¿No crees tú que alguna razón tendría yo para sacar una pistola aquella mañana?

—Así lo hubiera yo supuesto por lo menos, querida —contestó sir Enrique con sequedad.

—Una hace cosas —dijo lady Angkatell, mirando pensativa hacia delante—, y luego una no se acuerda de por qué las hace. Pero, ¿sabe, inspector?, yo creo que siempre hay un motivo y todo es cuestión de encontrarlo. Alguna idea tendría yo en la cabeza cuando metí la pistola «Mauser» en la cesta de los huevos —apeló a él—. ¿Cuál cree usted que puede haber sido?

Grange la miró fijamente. La mujer no dio muestra alguna de embarazo, sólo de una avidez infantil. Se sintió vencido. Jamás había conocido a una persona como Lucía Angkatell y, de momento, no sabía qué hacer. Estaba completamente desconcertado.

—Mi esposa —explicó sir Enrique— es muy distraída.

—Así parece —contestó Grange.

Y no lo dijo de una forma muy agradable.

—¿Por qué cree usted que me llevé la pistola? —le preguntó lady Angkatell en tono confidencial.

—No tengo la menor idea, lady Angkatell.

—Entré aquí —musitó lady Angkatell—. Había estado hablando con Simmons acerca de las fundas de almohada... y recuerdo vagamente haber cruzado hacia la chimenea... y pensando que tendríamos que comprar otro atizador nuevo... el párroco, no el recto...

El inspector la miró boquiabierto. Empezaba a darle vueltas la cabeza.

—Y recuerdo haber cogido la pistola «Mauser»..., era una pistola muy bonita, muy útil y muy manejable. Siempre tantas cosas en la cabeza... Simmons, ¿sabe?, y la cizaña me ha gustado... y haberla dejado caer en la cesta... Acababa de sacar la cesta del cuarto de las flores. Pero tenía entre las margaritas... y me estaba diciendo que ojalá hiciera la señora Medway un Negro en Camisa muy rico...

—¿Un Negro en Camisa? —no pudo menos de interrumpirla Grange.

—Chocolate, ¿sabe?, y huevos... y todo cubierto de crema batida. La clase de dulce que le gustaría a un extranjero para comer.

El inspector Grange habló con ferocidad, experimentando la misma sensación que el hombre que se sacude unas telarañas que le impiden ver con claridad.

—¿Cargó usted la pistola?

Había esperado sobresaltarla..., tal vez asustarla un poco. Pero lady Angkatell se limitó a estudiar la pregunta pensativa.

—¿La cargué? ¡Qué estupidez! No me acuerdo. Pero yo creo que debí cargarla, ¿no le parece, inspector? Quiero decir..., ¿de qué sirve una pistola sin municiones? Ojalá pudiera recordar con exactitud qué era lo que tenía yo metido en la cabeza en aquel momento.

—Mi querida Lucía —intervino sir Enrique—, lo que pasa o deja de pasar por tu cabeza ha sido desesperación de cuantos te conocen bien desde hace años.

Ella le dirigió una sonrisa muy dulce.

—Estoy intentando recordar, Enrique, querido. Una hace unas cosas tan raras... Descolgué el auricular del teléfono la otra mañana y me quedé mirándolo completamente desconcertada. No lograba imaginarme con qué fin lo había tomado.

—Seguramente con la intención de telefonearle a alguien —dijo el inspector con frialdad.

—Pues no; por raro que parezca, no era para eso. Me acordé después... Me había estado preguntando por qué la señora Mears, la mujer del jardinero, sostenía a su bebé de una forma tan rara. Y tomé el auricular para probar, ¿sabe?, cómo cogería yo a una criatura. Y, claro está, me di cuenta de que me había parecido raro porque la señora Mears es zurda y la tenía cogida al revés.

Miró con gesto triunfal a su marido y luego al inspector.

«Bueno —pensó el inspector, supongo que sí es posible que haya personas como ésta.»

Pero no se sentía muy seguro de ello.

Se daba cuenta de que toda la historia podía ser un tejido de embustes. La criada, por ejemplo, había asegurado claramente que era un revólver lo que había visto en manos de Gudgeon. No obstante, no podía uno fiarse demasiado de eso. La muchacha no sabía una palabra de armas de fuego.

Había oído mencionar un revólver en relación con el crimen, y para ella, revólver y pistola serían lo mismo.

Tanto Gudgeon como lady Angkatell habían hablado de la pistola «Mauser», pero no había nada que apoyara su declaración. Era posible que lo que habían visto en la mano de Gudgeon hubiese sido el revólver desaparecido, y que lo hubiese devuelto, no al despacho, sino a la propia lady Angkatell. Toda la servidumbre parecía adorar como a una diosa a aquella maldita mujer.

¿Y si fuera ella quien había matado a Juan Christow? Pero ¿por qué? No veía la razón. ¿Seguirían apoyándola y mintiendo para salvarla? Tenía la desagradable impresión de que era eso precisamente lo que todos ellos estarían dispuestos a hacer.

Y ahora esa fantástica historia de que no podía recordar. ¿Acaso no era capaz de inventar algo mejor? Y con la naturalidad con que lo decía, sin el menor embarazo, sin la menor aprensión. ¡Qué rayos! Le daba a uno la impresión de que estaba diciendo la verdad pura y sencilla.

Se puso en pie.

—Cuando recuerde algo más, confío en que me lo dirá, lady Angkatell —dijo secamente.

Contestó ella:

—Claro que sí, inspector. Una se acuerda de las cosas, de pronto, a veces.

Grange salió del despacho. En el vestíbulo se metió un dedo en el cuello, como para aflojárselo, y respiró profundamente.

Se sentía enredado en una madeja de telarañas. Lo que necesitaba era la pipa más vieja y maloliente de su colección, un litro de cerveza y una buena chuleta con patatas fritas. Algo llano y objetivo.

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