20

Delante del portal, Adamsberg cobró consciencia de que no había memorizado el nombre del médico de Vaudel, a pesar de que el tipo había salvado a la gatita y habían brindado juntos en el cobertizo. Encontró la placa atornillada en la pared: Dr. Paul de Josselin Cressent, osteópata somatópata, y se hizo una idea más precisa de su desdén por los tenientes que le habían impedido el paso con simples brazos.

El portero miraba la televisión, encogido en una silla de ruedas, tapado con mantas, el pelo gris y largo, el bigote sucio. No lo miró, no porque quisiera ser desagradable, sino que, al igual que Adamsberg, parecía incapaz de mirar la película y hacer caso a un visitante al mismo tiempo.

– El doctor ha salido para una ciática -dijo al final-. Estará aquí en un cuarto de hora.

– ¿Se ocupa también de usted?

– Sí. Tiene oro en los dedos.

– ¿Se ocupó de usted en la noche del sábado al domingo?

– ¿Es importante?

– Se lo ruego.

El portero pidió unos minutos porque el folletín se acababa, y abandonó la pantalla sin apagar.

– Me caí al acostarme -dijo enseñando la pierna-. Pude arrastrarme hasta el teléfono.

– ¿Pero lo llamó usted al cabo de dos horas?

– Ya le pedí perdón. Se me estaba poniendo la rodilla como un melón. Ya le pedí perdón.

– El doctor dice que se llama usted Francisco.

– Francisco, exactamente.

– Pero necesito su nombre completo.

– No es que me moleste, pero ¿por qué le interesa?

– Uno de los pacientes del doctor Josselin ha sido asesinado. Debemos apuntarlo todo, es nuestra obligación.

– Ya, el curro.

– Eso es. Sólo apuntaré su nombre -dijo Adamsberg sacando su libreta.

– Francisco Delfino Vinicius Villalonga Franco da Silva.

– Bueno -dijo Adamsberg, que no había tenido tiempo de escribirlo todo-. Lo siento, no sé español. ¿Dónde se acaba su nombre y dónde empieza su apellido?

– No es español, es portugués -dijo tras un rudo chasquido de mandíbulas-. Soy brasileño, mis padres fueron deportados bajo la dictadura de esos hijos de puta que Dios los condene, y nunca más los volvieron a encontrar.

– Lo siento.

– Usted no tiene la culpa. Si no es un hijo de puta. El apellido es Villalonga Franco da Silva. El doctor está en el sexto piso. Hay un salón en el rellano y lo necesario para esperar. Si pudiera, me iría a vivir allí.

El rellano del segundo piso era tan amplio como una entrada. El doctor había instalado allí una mesa baja y sillones, revistas y libros, una lámpara antigua y una máquina de agua. Un hombre refinado, con un toque de ostentación. Adamsberg se instaló para esperar al hombre de los dedos de oro y llamó sucesivamente al hospital de Châteaudun -con aprensión-, al equipo de Retancourt -sin esperanza- y al de Voisenet, sin dejar de evacuar los feos pensamientos del comandante Danglard.


El doctor Lavoisier había ganado un punto de optimismo -«se aferra a la vida»-, la temperatura había bajado un grado, el estómago había soportado el lavado, el paciente había preguntado si el comisario había encontrado la tarjeta postal con la palabra -«parece obsesionado con eso».

– Dígale que estamos buscando la postal -respondió Adamsberg-, que todo bien en lo que respecta al perro, que se han tomado muestras del estiércol y que todo sigue a pedir de boca.

Mensaje cifrado, estimó el doctor Lavoisier anotando cada palabra, lo transmitiría, no era asunto suyo. La pasma tenía sus métodos. Con esa inflamación, el estómago perforado tenía que aguantar el tirón, y no era cosa fácil.


Retancourt estaba relajada, casi risueña, pese a que todo indicaba que Armel Louvois no volvería a poner los pies en su casa y que incluso se había largado a las seis de la mañana. La portera lo había visto irse con una mochila. En lugar de su amable intercambio cotidiano, el joven había pasado dirigiéndole una seña rápida con la mano. Tomaba un tren probablemente. Weill no podía confirmar nada, dado que no se levantaba hasta la honorable hora meridiana. Tenía afecto a su joven vecino y, muy disgustado por la noticia del crimen, se había cerrado en banda, casi enfadado, y no daba más que informaciones inútiles. Anormalmente, Retancourt no se sentía afectada por esas malas noticias. Era posible que Weill, enólogo de gran renombre, hubiera ido a distraer a los policías llevándoles vino de la mejor añada en copas cinceladas. Con Weill, que mandaba hacer sus trajes a medida, debido a su fortuna, su esnobismo y a la forma única de su cuerpo en forma de peonza, todo era posible, incluida la corrupción de un equipo de maderos apostados en vigilancia, lo cual le habría producido un indudable placer paradójico. Retancourt no parecía plenamente consciente de que acechaba en el domicilio de un demente, del Zerquetscher, que había transformado a un anciano en papilla, como si la indulgencia de Weill por su vecino hubiera apagado su estado de alerta.

– Avise a Weill -dijo Adamsberg- de que ha destrozado a otro hombre en Austria.

El equipo Voisenet-Kemorkian, de regreso, estaba exhausto. Raymond Réal, el padre del artista, tardó diez minutos en aceptar soltar el fusil y dejarlos entrar en su semisótano de tres habitaciones en Survilliers. Sí, estaba al corriente, y sí, bendecía al vengador que había aplastado al crápula de Vaudel, y Dios quisiera que la pasma no le echara el guante nunca. Los periódicos habían salido a tiempo para que se les escapara de las manos, y era una bendición. Vaudel tenía al menos dos cadáveres en la conciencia, el de su hijo y el de su mujer, que nadie lo olvidara nunca. ¿Si sabía quién había matado a Vaudel? ¿Si sabía dónde estaban sus dos hijos? Pero ¿qué se creían los maderos? ¿Que iba a darles la menor indicación para ayudarlos? Pero ¿en qué mundo vivían? Kernorkian había mascullado: «En uno de mierda», y esa confesión había calmado un poco al hombre.

– A decir verdad -explicó Voisenet- no nos ha dejado tiempo para expresarnos. Comprenda que el fusil estaba en la mesa. Uno de perdigones, vale, pero preparado para disparar. Es enorme, tiene tres perros, y su guarida (no veo otra palabra para definirla) está llena de motores, de baterías y de fotos de caza.

– ¿No tiene ningún detalle sobre los otros hijos?

– Respondió textualmente: «El mayor está en la Legión, el segundo es camionero, Múnich-Ámsterdam-Rungis, así que apáñenselas». Y entonces exigió que nos fuéramos inmediatamente, porque «cuando están ustedes aquí apesta». Y en eso tenía razón -añadió Voisenet-, porque Kernorkian cortó los mechones al perro.

Adamsberg estiraba al mismo tiempo el brazo debajo de la mesa de vidrio para recoger una cosa perdida por uno de los pacientes del doctor Josselin, un corazoncito de espuma envuelto en seda roja de los que se pueden estrujar con la mano para descargar los nervios. Mientras llamaba a Gardon, lo lanzó con los dedos encima de la mesa y lo miró girar. Al tercer intento, lo hizo piruetear durante quince segundos. El objetivo, decidió, era que las letras que llevaba impresas en la cara -Love- se presentaran en el sentido correcto cuando se parara. Lo consiguió a la sexta tentativa, mientras pedía a Gardon que extrajera todas las postales de las cosas del viejo Vaudel. El cabo le leyó el mensaje de la policía de Aviñón: Pierre Vaudel estaba en el tribunal esa tarde preparando un informe. Información no comprobada. Había vuelto a casa a las 19:12. Notable protegido, concluyó Adamsberg. Colgó y lanzó el corazón de espuma en la mesa, contando las vueltas. El Zerquetscher estaba de camino, pero ¿hacia quién?

– Se ha escapado, ¿verdad?

Adamsberg se levantó lentamente, cansado, y estrechó la mano al médico.

– No le he oído llegar.

– No pasa nada -contestó Josselin mientras abría la puerta-. ¿Cómo está la pequeña Charme? La gatita que no mamaba -precisó al entender que Adamsberg ya no ubicaba el nombre.

– Supongo que bien. No he vuelto a pasar por casa desde ayer.

– Con esa prensa escandalosa, lo entiendo. Aun así, deme noticias, ¿quiere?

– ¿Ahora?

– Es importante hacer un seguimiento de los pacientes durante los tres días consecutivos al tratamiento. ¿No le parecerá descortés si le pido que me acompañe a la cocina? No esperaba su visita, y necesito restaurarme. Quizá no haya comido usted tampoco. Seguro que no, ¿verdad? En cuyo caso podríamos compartir algo, sin ceremonias, ¿verdad?

Con mucho gusto, pensó Adamsberg, que buscaba el tono adecuado para contestar a Paul de Josselin. Los tipos que decían constantemente «¿verdad?» lo desconcertaban siempre un poco en los primeros encuentros. Mientras el médico se deshacía de su chaqueta del traje y se ponía otra vieja de punto, Adamsberg hizo una llamada rápida a Lucio, que quedó muy sorprendido de que se interesara por Charme. La gata estaba bien, recuperando fuerzas, Adamsberg transmitió el mensaje, y Josselin chasqueó los dedos satisfecho.

Las apariencias engañan, dice el refrán. Rara vez Adamsberg había sido invitado por un desconocido con tanta naturalidad y hospitalidad. El doctor había abandonado su desprecio ambiguo como había dejado su chaqueta en el perchero, había puesto la mesa desordenadamente, con los tenedores a la derecha y los cuchillos a la izquierda, había mezclado una ensalada con virutas de queso y nueces, había cortado unas lonchas de cerdo ahumado, había dispuesto en los platos dos bolas de arroz y una de puré de higos hechas con una cuchara de las de hacer bolas de helado prestamente engrasada con la punta del índice. Adamsberg lo miraba moverse, fascinado. El doctor se deslizaba como un patinador del armario de la cocina a la mesa, empleando con gracia sus enormes manos, un espectáculo hecho de destreza, delicadeza, precisión. El comisario habría podido mirar sus evoluciones mucho rato, como bajo el hechizo de un bailarín que sabe llevar a cabo los movimientos de los que uno es incapaz. Pero Josselin no tardó ni diez minutos en prepararlo todo. Y examinó con ojo crítico la botella de vino abierta en la encimera.

– No -dijo volviéndola a dejar-. Para una vez que tengo invitados, sería una lástima.

Se zambulló bajo el fregadero, pasó revista a las provisiones y se levantó de un brinco ágil, mostrando la etiqueta de la nueva botella a su huésped.

– Mucho mejor, ¿verdad? Pero beber esto solo es como organizar una fiesta solo, tiene algo patético, ¿verdad? El sabor de un buen vino se revela en el contacto con otras personas. ¿Me acompañará?

Se sentó con un suspiro satisfecho y se metió de un gesto común la servilleta en el cuello de la camisa, como cualquier hijo de vecino. A los diez minutos, la conversación ya era tan fluida como sus gestos de médico.

– El portero lo tiene por mago -dijo Adamsberg-. Un sanador, un hombre con dedos de oro.

– En absoluto -dijo Josselin con la boca llena-. A Francisco le gusta creer en algo que se le escapa, y es comprensible, dado que sus padres fueron deportados cuando la dictadura.

– Por esos hijos de puta que dios los condene.

– Exactamente. Dedico mucho tiempo a reducir su trauma, le salta el fusible cada dos por tres.

– ¿Tiene un fusible?

– Todo el mundo tiene, incluso varios. A él le salta el F3. Como medida de seguridad, igual que en la red eléctrica. Todo eso es ciencia, comisario. Estructura, disposiciones, redes, circuitos, conexiones. Huesos, órganos, elementos conectares, el cuerpo funciona, ¿comprende?

– No.

– Mire esta caldera -dijo Josselin señalando el aparato de la pared-. Una caldera no es una suma de elementos separados, caja, llegada del agua, ajuste de agua, juntas, quemador, válvula de seguridad. No, es un conjunto sinérgico. Si el ajuste de agua se ensucia, la válvula de seguridad salta y el quemador se apaga, ¿entiende? Todo va junto, el movimiento de cada elemento depende del de los demás. Si usted se tuerce un pie, la otra pierna queda en falso, la espalda bascula, el cuello reacciona, duele la cabeza, se retrae el estómago, se pierde apetito, se vuelve más lenta la acción, llega la ansiedad, saltan los fusibles. Se lo estoy simplificando.

– ¿Por qué a Francisco le salta el fusible?

– Zona bloqueada -dijo el médico apuntándose con el dedo a la parte trasera de la cabeza-. Es donde está su padre. La casilla está cerrada, el basioccipital no se mueve. ¿Más ensalada?

El médico sirvió a Adamsberg sin esperar la respuesta y le llenó el vaso.

– ¿Y Émile?

– La madre -dijo el médico masticando con ruido y señalándose el otro lado de la cabeza-. Sentimiento agudo de injusticia. Por eso pega. Ahora ya casi no.

– ¿Y Vaudel?

– Ya estamos.

– Sí.

– Ahora que la prensa ha dado los detalles, no hay secreto policial que valga. Infórmeme. Vaudel fue atrozmente despedazado, es lo que se entiende. Pero ¿cómo, por qué, qué quería el asesino? ¿Han entendido la lógica del ritual?

– No, un miedo infinito, una ira que no se extingue. Un sistema, seguramente, pero un sistema desconocido.

Adamsberg sacó su libreta y dibujó el cuerpo y los puntos de focalización del asesino.

– Muy bueno -dijo el médico-. Yo no sé dibujar ni un pato.

– Es difícil un pato.

– Venga, dibújeme uno. No crea que no pienso en el sistema mientras tanto.

– ¿Un pato cómo? ¿En vuelo, en reposo, zambulléndose?

– Espere -dijo el médico levantándose-, voy a buscar un papel mejor.

Apartó los platos y puso unas hojas en blanco delante de Adamsberg.

– Un pato en vuelo.

^¿ Macho, hembra?

– Los dos, si puede.

Luego Josselin pidió sucesivamente una costa rocosa, una mujer pensativa y un Giacometti si podía ser. Agitaba los dibujos acabados para secar la tinta y los ponía bajo la lámpara.

– Esto sí son dedos de oro, comisario. Francamente, me gustaría examinarlo. Pero usted no quiere. Todos tenemos cuartos cerrados en los que no queremos que irrumpa cualquiera, ¿verdad? Pero tranquilo, no soy vidente, sólo un positivista sin imaginación. Usted es diferente.

El médico colocó cuidadosamente los dibujos en el borde de la ventana y se llevó los vasos y la botella al salón, con las representaciones del cuerpo de Vaudel.

– ¿Qué ha deducido usted? -preguntó poniendo su manaza sobre el dibujo, señalando codos, tobillos, rodillas, cabeza.

– Que el asesino destruyó lo que hacía funcionar el cuerpo, las articulaciones, los pies. Eso nos lleva muy lejos.

– Cerebro, hígado, corazón, también sigue la idea de la separación de las almas, ¿verdad?

– Es lo que dice mi adjunto. Es más que un asesino, es un aniquilador, un Zerquetscher, dice el comisario austríaco. Destruyó a un hombre cerca de Viena.

– ¿De la familia de Vaudel?

– ¿Por qué?

Josselin vaciló, se dio cuenta de que no quedaba vino, sacó de un armario una gran botella verde.

– Aguardiente de pera, le apetece, ¿verdad?

No, no le apetecía, el día había sido demasiado largo. Pero dejar a Josselin solo con su aguardiente de pera podía fisurar la buena armonía. Adamsberg lo miró llenar dos vasitos.

– Lo que encontré en la cabeza de Vaudel no era una simple zona bloqueada, era mucho peor.

El médico se calló, parecía no estar todavía seguro de tener derecho a hablar. Levantó el vaso, lo volvió a dejar.

– ¿Qué había, doctor, en la cabeza de Vaudel?

– Una jaula hermética, un cuarto encantado, un calabozo negro. Él vivía obsesionado con lo que contenía.

– ¿Qué era?

– Él mismo. Con su familia al completo y su secreto. Todos allí encerrados, todos callados, todos lejos del mundo.

– ¿Creía que alguien lo mantenía encerrado?

– No, no me entiende usted. Vaudel se había encerrado a sí mismo, se había escondido voluntariamente, se había disimulado a los ojos de los demás. Protegía a los ocupantes del calabozo.

– ¿Los protegía de la muerte?

– De la aniquilación. Había otras tres cosas patentes en él: un apego desaforado a su apellido, a su patronímico. Un desgarro no resuelto respecto a su hijo, entre el orgullo y el rechazo. Quería a Pierre, pero no quería que existiera.

– No le dejó nada, su testamento es a favor del jardinero.

– Es lógico. Si no deja nada es que no tiene hijo.

– No creo que Pierre lo haya entendido así.

– Seguro que no. Por último, Vaudel estaba dotado de un orgullo ilimitado, tan total que le generaba una sensación de invencibilidad. Yo nunca había visto una cosa así. Eso es todo lo que puede decirle el médico, comprenderá por qué me importaba tanto ese paciente. Pero Vaudel era fuerte, su resistencia a mi tratamiento era feroz. Toleraba que le arreglara una tortícolis o un esguince. Incluso me aduló cuando le quité el vértigo y la sordera naciente. Aquí -derivó el médico dándose palmadas en la oreja-. Pero me odiaba cuando me aproximaba al calabozo negro y a los enemigos que lo rodeaban.

– ¿Quiénes eran esos enemigos?

– Todos los que querían destruir su poder.

– ¿Les tenía miedo?

– Por una parte, lo suficiente para no querer tener hijos con objeto de no exponerlos al peligro. Por otra, ningún miedo, debido a ese sentimiento de superioridad que le he mencionado. Sentimiento ya floreciente cuando se ocupaba de la justicia, cuando ejercía ese derecho de vida o de muerte sobre los demás. Ojo, comisario, lo que le estoy describiendo no es la realidad, sino la de él.

– ¿Estaba loco?

– Totalmente si se considera que vivir conforme a la lógica de un mundo que no es la lógica del mundo es estar loco. Pero en absoluto si se tiene en cuenta que era riguroso y coherente en su organización y que sabía conectarla con las reglas mínimas del orden social general.

– ¿Había identificado a sus enemigos?

– Todo lo que accedió a decir de ellos sugería una lucha primaria entre bandas. Con poder en juego.

– ¿Conocía sus nombres?

– Seguramente. No se trataba de enemigos cambiantes, de demonios volátiles que pudieran surgir de cualquier sitio y de ninguna parte. El lugar que ocupaban en su cabeza nunca variaba. Vaudel era paranoico, aunque sólo fuera por esa certeza de su poder y ese aislamiento creciente. Pero todo era racional y realista en su guerra, y aquellos contra quienes luchaba tenían sin duda nombre y cara para él.

– La guerra es oculta, los enemigos quiméricos. Pero la realidad entra una noche en su teatro, y lo asesinan.

– Sí. ¿Habrá acabado amenazando realmente a sus «enemigos»? ¿Les habrá hablado, los habrá agredido? Ya sabe lo que se dice, ¿verdad? El paranoico acaba engendrando los odios que sospechaba. Su invención cobra vida.

Josselin propuso una nueva ronda de aguardiente, que Adamsberg rechazó. El médico se fue con paso ligero hasta el armario y guardó cuidadosamente la botella.

– Normalmente no tendríamos por qué volvernos a ver, comisario, puesto que mi conocimiento sobre Vaudel no va más allá. Sería mucho pedirle que viniera a verme otro día, ¿verdad?

– ¿Para mirarme la cabeza?

– Por supuesto. A menos que encontremos otro motivo menos intimidante. ¿No tiene algún dolor de espalda molesto? ¿Anquilosamiento? ¿Opresión? ¿Dificultades de tránsito? ¿Frío, calor? ¿Alguna neuralgia? ¿Una sinusitis? No, nada de eso, ¿verdad?

Adamsberg sacudió la cabeza sonriente. El médico entornó los ojos.

– ¿Acúfenos? -propuso como un comerciante que hiciera una oferta.

– De acuerdo -dijo Adamsberg-. ¿Cómo lo sabe?

– Por cómo se lleva los dedos al oído.

– Ya lo he consultado. No hay nada que hacer, salvo acostumbrarse y olvidarlos. Y eso se me da bien.

– La indolencia, la indiferencia, ¿verdad? -dijo el médico acompañando a Adamsberg hacia la entrada-. Pero los acúfenos no se borran como un recuerdo. Yo puedo quitárselos. Si le apetece. ¿Para qué llevar piedras en la mochila?

Загрузка...