Al entrar en la consulta del médico, Adamsberg se dio cuenta de que olía violentamente a perfume, y que el doctor Josselin lo había advertido, sorprendido.
– Es una muestra que se me ha derramado -explicó-. Ácido nitrocitramínico.
– No lo conozco.
– Me he inventado el nombre, sonaba bien.
Fue un buen momento cuando el Zerquetsch se lo había tragado todo. Cuando creyó que Adamsberg tenía ácido nitrocitramínico, cuando creyó lo del frasco y lo de las sumas de centésimas de segundos. En ese instante, creyó tenerlo, pero el tipo disponía de un arma secreta más dramática que el ácido nitrocitramínico. Otro engaño, otra ilusión, pero que había funcionado. Él, Adamsberg, él, el madero, había dejado ir al Zerquetsch sin esbozar un solo gesto. Cuando el revólver estaba en la mesa y podría haberlo alcanzado de un salto. O mandar rodear la zona en cinco minutos. Pero no, el comisario no se había movido. «El comisario Adamsberg libera al monstruo.» Visualizaba con nitidez la primera plana de los periódicos. También en Austria. Algo que empezara con «Kommissar Adamsberg». En grandes letras sanguinolentas como las costillas de la camiseta del Zerquetscher. Luego vendría el juicio, el clamor de la gente, la cuerda colgada de un árbol. El Zerquetscher que aparece, con los dientes rojos, que alza el brazo, que grita con los demás: «¡El hijo aplasta al padre!». Las letras del periódico que se transformaban en una nube de manchas negras y verdes.
Le pasaba aguardiente de pera entre los dientes, la cabeza se le iba de un lado a otro. Abrió los ojos y enfocó el rosto de Josselin inclinado sobre él.
– Se ha desmayado. ¿Le pasa a menudo?
– Es la primera vez en mi vida.
– ¿Por qué quería verme? ¿Por Vaudel?
– No, no me encontraba bien. Se me ocurrió venir al salir de mi casa.
– No se encontraba bien, pero ¿cómo?
– Mareado, atontado, exhausto.
– ¿Le pasa a menudo? -repitió el médico ayudando a Adamsberg a ponerse en pie.
– Nunca. Sí, una vez, en Québec. Pero la impresión no fue la misma, y había bebido como diez esponjas.
– Estírese ahí encima -dijo Josselin dando una palmada en la camilla de auscultación-. Póngase boca arriba, quítese sólo los zapatos. Puede ser un principio de gripe, pero voy a examinarlo igualmente.
Al venir, Adamsberg no tenía intención de tumbarse en la camilla acolchada ni de dejar que el médico le pusiera las manazas en la cabeza. Sus pies lo habían alejado de la Brigada y lo habían llevado hacia Josselin. Sólo quería hablar. Ese desmayo era una advertencia seria. Nunca diría a nadie que el Zerquetsch pretendía ser su hijo. Nunca diría que lo había dejado irse sin mover un dedo. Libre como un pájaro. Camino de otra masacre, con su sonrisa desafiante en los labios, enfundado en su traje de muerte. Zerk era aún más fácil de decir que Zerketsch, y era como una onomatopeya que evocara el rechazo, la náusea. Zerk, hijo de Matt, o de Loulou, hijo de meón. Eso sí, a nadie le pareció mal lo de la tendera.
El médico le había puesto la palma de la mano en la cara, le había aplicado sus dedos ligeros en las sienes. Entre el pulgar y el meñique, la inmensa mano cubría sin problema la distancia. La otra, en copa, sostenía la base de la cabeza. A la sombra de esa mano algo perfumada, los ojos de Adamsberg se cerraban.
– No se preocupe, sólo estoy escuchando el MRP de la SEB.
– Sí -dijo Adamsberg con una vaga interrogación en la voz.
– El movimiento respiratorio primario de la sínfisis esfenobasilar. Simple control básico.
Los dedos del médico siguieron desplazándose, deteniéndose como mariposas atentas sobre las aletas de la nariz, los maxilares, rozando la frente, entrando en las orejas.
– Bien -dijo al cabo de cinco minutos-, tenemos aquí una fibrilación circunstancial que me oculta los fundamentales. Algún hecho reciente ha desencadenado un temor a la muerte que ha generado un sobrecalentamiento generalizado del sistema. No sé qué le habrá pasado, pero sí que no le ha gustado. Choque emocional mayor. Y eso bloquea el parietal anterior y el pre-post-esfenoide en inspir, y ha hecho saltar los tres fusibles. Mucho estrés, es normal que no se encuentre bien. Ésa es la causa del desvanecimiento. Vamos a quitar eso primero, si queremos ver algo.
El médico garabateó unas líneas, pidió a Adamsberg que se pusiera boca abajo. Le levantó la camisa, puso un dedo en el sacro.
– Decía usted que era en la cabeza.
– La cabeza se coge por el sacro.
Adamsberg se quedó callado, dejando los dedos del médico remontar por sus vértebras como dos duendecillos bondadosos que trotaran por su carcasa. Mantenía los ojos muy abiertos para no dormirse.
– Quédese despierto, comisario. Vuelva a ponerse boca arriba. Voy a tener que distenderle la fascia del intestino medio, que está completamente bloqueada. ¿Dolores intercostales en el lado derecho? ¿Aquí?
– Sí.
– Perfecto -dijo Josselin poniendo sus dedos en horca bajo la nuca y, con la palma de la otra mano, planchando las costillas como si de ropa arrugada se tratara.
Adamsberg se despertó sin fuerza, con la desagradable impresión de que había pasado mucho tiempo. Eran más de las once, vio en el reloj. Josselin lo había dejado dormir. Saltó de la camilla, se calzó, encontró al médico ya sentado a la mesa de la cocina.
– Siéntese, como temprano, tengo un paciente dentro de media hora.
Sacó un plato y cubiertos, puso el plato delante de él.
– ¿Me ha dormido?
– No, eso lo ha hecho usted solo. A la vista de cómo estaba, era lo mejor después del tratamiento. Ya está todo colocado -añadió como un fontanero que comenta su factura-. Estaba usted en un pozo, inhibición total de la acción, imposibilidad de avanzar. Pero eso se le va a quitar. Si siente un entumecimiento esta tarde, algún que otro ataque de melancolía mañana y agujetas, es normal. Dentro de tres días, estará como de costumbre, seguramente mejor. De paso he tratado los acúfenos, es posible que baste una sola sesión. Hay que alimentarse -dijo señalando la fuente de sémola con verduras.
Adamsberg obedeció; se sentía algo aturdido, pero bien, ligero y hambriento. Nada que ver con la náusea y los kilos de hierro fundido que arrastraba en los pies esa mañana. Levantó la cabeza y vio que el médico le dirigía un guiño amistoso.
– Aparte de eso, he visto lo que quería ver. La estructura natural.
– ¿Y bien? -preguntó Adamsberg, que se sentía bastante mermado delante de Josselin.
– Más o menos lo que esperaba. Sólo he visto otro caso como usted, en una mujer mayor.
– ¿Es decir?
– Una ausencia casi total de angustia. Es una postura rara. En contrapartida, claro, la emotividad es débil, el deseo por las cosas se ve atenuado, hay fatalismo, tentaciones de deserción, dificultades con el entorno, espacios mudos. No se puede tener todo. Más interesante todavía, un flujo incontrolado entre las zonas del consciente y del inconsciente. Podría decirse que el sas de separación está mal ajustado, que a veces olvida cerrar bien la verja. No lo descuide, comisario. Eso puede dar ideas de genio que parecen venir de otra parte, de la intuición, como se dice equivocadamente para simplificar; reservas inmensas de recuerdos e imágenes, pero también puede dejar aflorar objetos tóxicos que deberían a toda costa quedarse en las profundidades. ¿Me sigue?
– Bastante bien. Y, si los objetos tóxicos afloran, ¿qué pasa?
El doctor Josselin hizo un molinete con el dedo en la sien.
– Entonces ya no distingue lo verdadero de lo falso, la fantasía de lo real, lo posible de lo imposible. En resumidas cuentas: mezcla el nitrato, el azufre y el carbón.
– Explosión -concluyó Adamsberg.
– Eso es -dijo el médico secándose las manos satisfecho-. No hay nada que temer si no se deja ir. Conserve responsabilidades, siga hablando con los demás, no se aísle exageradamente. ¿Tiene hijos?
– Uno, pero muy pequeño.
– Pues explíquele el mundo, paséelo, no se abandone. Eso lo lastrará con unas cuantas anclas, hay que mantener a la vista las luces del puerto. No le pregunto nada sobre las mujeres. Falta de confianza.
– ¿En ellas?
– En usted. Es la única pequeña preocupación, si es que puede llamarse así. Lo dejo, comisario, cierre la puerta al salir.
¿Qué puerta, la del sas o la del piso?