18

Danglard había pedido quedarse a solas con Adamsberg en el café. Estaba reuniendo los periódicos diseminados por la mesa. El más explícito publicaba una foto del asesino en primera plana, un moreno de rostro anguloso, cejas pobladas que formaban una sola barra a través de la frente, tabique nasal preciso, barbilla huidiza, ojos grandes, sin luz: «El monstruo despedaza el cuerpo de su víctima».

– ¿Por qué no me lo dijo cuando llegué? -preguntó Adamsberg-. Lo del ADN, lo de la filtración a la prensa…

– Esperábamos el último minuto -dijo Danglard torciendo el gesto-. Teníamos la esperanza de echar el guante al asesino en lugar de anunciarle a usted este naufragio.

– ¿Por qué ha pedido a los demás que se vayan?

– La filtración viene de la Brigada, no del laboratorio ni del archivo. Lea el artículo, hay detalles que sólo conocíamos nosotros. Lo único que no publican, y por los pelos, es la dirección del asesino.

– ¿Dónde es?

– En París, calle Orderer 182, en el 18. No lo localizamos hasta las once. El equipo salió inmediatamente. Por supuesto, ya no había nadie en el piso.

Adamsberg alzó las cejas.

– Allí vive Weill, en el 182.

– ¿Nuestro Weill? ¿El inspector de división?

– El mismo.

– ¿Qué opina? ¿Que el asesino lo hizo a propósito? ¿Que le hacía gracia vivir a dos pasos de un madero?

– Incluso rozar el peligro, relacionarse con Weill. Es fácil: Weill hace mesa abierta en su casa los miércoles, de alta calidad y muy frecuentada.

Weill era, si no un amigo, al menos uno de los pocos protectores de Adamsberg en el Quai des Orfèvres [2]. Había abandonado el terreno so pretexto de dolores de espalda agravados por el sobrepeso, en realidad porque necesitaba tiempo para dedicarse al arte del cartel en el siglo XX, del que se había convertido en experto mundial. Adamsberg iba a cenar a su casa dos o tres veces al año, bien fuera para resolver algún asunto, o para escucharlo glosar, tendido en un canapé raído que había pertenecido a Lampe, el ayuda de cámara de Emmanuel Kant. Weill le contó que, cuando Lampe se quiso casar, Kant lo echó, con su canapé, y colgó este mensaje en la pared: «Recuerda olvidar a Lampe». A Adamsberg lo dejó asombrado, porque él habría escrito más bien: «Recuerda no olvidar a Lampe».

Puso la mano sobre la foto del joven, con los dedos separados, como para retenerlo.

– ¿Nada en su piso?

– Nada, evidentemente. Ha tenido todo el tiempo de largarse.

– En cuanto salieron las noticias de la mañana.

– Quizá antes. Alguien pudo llamarlo y decirle que se fuera. En ese caso, la publicación en la prensa serviría sólo para cubrir la operación.

– ¿Qué es lo que supone? ¿Que el tipo tiene un hermano, un primo, una amante entre nosotros? Es absurdo. ¿Un tío? ¿Otro tío?

– No es necesario llegar tan lejos. Alguno de nosotros habrá hablado a alguien que a su vez habrá hablado a alguien. Garches es una historia dura, uno siente necesidad de desahogarse.

– Suponiendo que fuera verdad, ¿para qué dar el nombre del tipo?

– Porque se llama Louvois. Armel Guillaume François Louvois. Tiene gracia.

– ¿Qué es lo que tiene gracia, Danglard?

– El nombre, François Louvois, como el marqués de Louvois.

– ¿Qué tiene que ver, Danglard? ¿Era un asesino?

– Necesariamente. Fue el gran reorganizador de los ejércitos de Luis XIV.

Danglard había soltado el periódico, y sus manos blandas danzaron en el espacio, revoloteando por los aires del saber.

– Y un diplomático devastador y brutal. A él se deben las dragonadas contra los hugonotes, que no es moco de pavo.

– Francamente, Danglard -interrumpió Adamsberg poniéndole una mano en el brazo-, me asombraría que uno solo de nosotros supiera algo sobre ese François Louvois y que, además, le encuentre gracia.

Danglard suspendió la danza, y su mano volvió a posarse, decepcionada, sobre el periódico.

– Lea el artículo.


Tras la llamada preocupada de un jardinero, los policías de la Brigada Criminal del comisario Jean-Baptiste Adamsberg penetraron el domingo por la mañana en una apacible casa de Garches para descubrir el cuerpo atrozmente mutilado del propietario, Pierre Vaudel, periodista jubilado de setenta y ocho años. Todavía conmocionados, sus vecinos declaran no entender el móvil de la agresión bestial de que el hombre fue víctima. Según nuestras informaciones, el cuerpo de Pierre Vaudel habría sido desmembrado y, colmo del horror, machacado y dispersado por la casa, transformada en teatro sangriento. Los investigadores descubrieron rápidamente indicios susceptibles de identificar al maniaco homicida, entre otros un pañuelo de papel. El análisis del ADN realizado en el plazo más breve dio el nombre del presunto asesino. Se trataría de Armel Guillaume François Louvois, veintinueve años, joyero. El hombre estaba fichado por un delito de agresión sexual colectiva a dos menores cometido hace doce años con otros tres cómplices.


Adamsberg se interrumpió para contestar al teléfono.

– Sí, Lavoisier. Sí, me alegro yo también de volver a hablar con usted. No, muchos problemas. ¿Se recupera? Un momento.

Adamsberg apartó el aparato para comunicar la información a Danglard.

– Un hijo de puta ha intentado envenenar a Émile, inflamación, 40,2 °C de temperatura. Lavoisier, pongo el altavoz para mi colega.

– Lo siento, el tipo entró con bata blanca y mascarilla, uno no puede estar en todo. Tenemos diecisiete servicios en Urgencias y no hay presupuesto. He puesto a dos enfermeros para que se turnen delante de su puerta. Émile teme morir, y la verdad es que es posible. Tiene dos mensajes para usted. ¿Tiene para apuntar?

– Ya está -dijo Adamsberg alcanzando una esquina del periódico.

– Primero, la palabra cifrada está también en una postal. No sé nada más, no he insistido, está exhausto.

– ¿A qué hora lo intoxicaron?

– Todo iba bien al despertarse. La enfermera me llamó a las dos y media, la fiebre había empezado hacia las doce. Segundo mensaje: Cuidado, el perro.

– ¿Cuidado con qué?

– Es alérgico al pimiento. Espero que sepa usted de qué habla, parece importarle mucho. Debe de ser la continuación del mensaje cifrado, porque no veo por qué se va a dar pimiento a un perro.

– ¿Qué palabra cifrada? -preguntó Danglard cuando Adamsberg hubo colgado.

– Un mensaje de amor escrito en ruso. Kiss Love. Vaudel amaba a una anciana alemana.

– ¿Para qué escribir Kiss Love en ruso?

– No lo sé, Danglard -dijo Adamsberg prosiguiendo la lectura de su artículo.


Quedó demostrado que Louvois no había participado en las violaciones, pero el juez le impuso una pena de prisión condicional de nueve meses por participación en ataque violento y por delito de no asistencia a personas en peligro. Desde entonces, Armel Louvois no había dado que hablar, al menos oficialmente. El arresto del presunto criminal sería inminente.


– Inminente -repitió Adamsberg echando una ojeada a sus relojes-. Hace rato que está lejos, Louvois. Pero mantenemos la vigilancia, no todo el mundo sigue las noticias.

Adamsberg dio instrucciones desde el café: Voisenet y Kernorkian con la familia del artista que pintó a su protectora; Retancourt, Mordent y Noël de vigilancia en el domicilio de Louvois; previamente, avisar al inspector de división Weill, le horrorizaba ver a la pasma invadir su esfera privada, sería capaz de echarlo todo a perder; Froissy y Mercadet con las líneas telefónicas y la conexión a Internet de Louvois; Justin y Lamarre con su vehículo, si es que tenía vehículo; agitar a los policías de Aviñón, comprobar la presencia en la ciudad de Pierre Vaudel hijo y de su mujer. Mantener los controles en estaciones y aeropuertos, difundir el retrato.

Mientras hablaba, Adamsberg veía a Danglard dirigirle señas expresivas, que él no entendía. Sin duda porque era incapaz de hacer dos cosas a la vez, como hablar y ver, ver y escuchar, escuchar y escribir. Dibujar era lo único que podía llevar a cabo como labor de fondo sin alterar sus otras actividades.

– ¿Lanzamos el interrogatorio a los vecinos del edificio de Louvois? -preguntó Maurel.

– Sí, pero tenemos a Weill en pleno sector. Primero pregúntele a él y concéntrese en la vigilancia. Louvois podría no haberse enterado de nada, podría volver. Busque dónde trabaja. Taller, tienda, qué sé yo.

Danglard había escrito cinco palabras en el periódico y se lo enseñaba al comisario: «Mordent no. Permute con Mercadet». Adamsberg se encogió de hombros.

– Rectificación -dijo-. Mordent con Froissy y Mercadet a vigilar. Si se queda dormido, quedarán dos hombres, de los cuales una es Retancourt, o sea que son siete.

– ¿Por qué me hace cambiar a Mordent? -preguntó Adamsberg metiéndose el aparato en el bolsillo.

– Mermado, no me fío -dijo Danglard.

– Un tipo mermado puede concentrarse en vigilar. De todos modos, Louvois ya no está allí.

– Es distinto. Ha habido una filtración.

– Hable con claridad, comandante, asuma sus segundas intenciones. Mordent lleva veintisiete años en el cuerpo, lo ha hecho y visto todo. Ni en Niza se dejó corromper.

– Lo sé.

– Entonces no veo, Danglard, francamente. Acaba de decirme que la filtración viene de alguna conversación. Imprudencia, no traición.

– Siempre digo lo mejor, pero constantemente creo lo peor. Ayer por la mañana le dio problemas, provocó la huida de Émile.

– La cabeza de Mordent viaja a kilómetros de aquí mientras su hija se golpea la suya contra las paredes de Fresnes. Es inevitable que cometa errores, hace demasiado o demasiado poco, muerde, pierde los papeles. Hay que dirigirlo, eso es todo.

– Hizo fracasar la comprobación de coartada en Aviñón.

– ¿Y qué, Danglard?

– Pues que van dos faltas profesionales y no de las menores: una evasión de sospechoso y una negligencia de principiante con la coartada. Responsable legal: usted. En este punto alguien podría sostener que en menos de dos días usted se ha cargado el funcionamiento de la investigación. Con Brézillon encima, por menos que eso a usted se le cae el pelo. Y ahora esta catástrofe, esta filtración a la prensa, y el asesino fugado. Si alguien quisiera expulsarlo del circuito, no lo haría de otra manera.

No, Danglard. ¿Mordent saboteando la investigación? ¿Mordent que quiere que se me caiga el pelo? No. ¿Y para qué?

– Porque podría averiguar la verdad. Y podría molestar.

– ¿A quién? ¿Molestar a Mordent?

– No. Arriba.

Adamsberg miró el índice de Danglard firmemente apuntado hacia el techo, hacia la esfera de los poderosos, que Danglard resumía en la palabra «arriba», que significaba igualmente «abajo», en las cavernas.

– Alguien de arriba -prosiguió Danglard sin quitar el dedo del techo- no tiene intención de permitir que el caso de Garches llegue a buen puerto. Ni que usted siga existiendo.

– ¿Y Mordent lo ayudaría? Impensable.

– Altamente pensable desde que su hija está en manos de la justicia. Arriba, un caso de asesinato se borra sin dificultad. Mordent les da razones para eliminarlo a usted, y él recupera a su hija, libre. No olvide que la juzgan dentro de dos semanas.

Adamsberg chasqueó la lengua.

– No tiene el perfil.

– No hay perfil que valga cuando se tiene a un hijo en peligro. Se nota que no tiene críos.

– No me provoque, Danglard.

– Me refiero a un crío de quien uno se ocupa de verdad -dijo secamente Danglard, volviendo al frente, reavivando el gran antagonismo que los oponía. Danglard a un lado de la línea, protegiendo a Camille y a su niño de la vida, muy laxa, de Adamsberg; y Adamsberg al otro lado, viviendo en función de sus deseos, sembrando sin pensar demasiadas calamidades, en opinión del comandante, en la vida de los demás.

– Me ocupo de Tom -dijo Adamsberg cerrando el puño-. Cuido de él, lo saco de paseo, le cuento cuentos.

– ¿Dónde está ahora mismo?

– No es asunto suyo, y me está hinchando las narices. Está de vacaciones con su madre.

– Sí, pero ¿dónde?

Un silencio se abatió sobre los hombres, la mesa sucia, los vasos vacíos, los periódicos arrugados, el rostro del asesino. Adamsberg trataba de recordar adónde demonios había podido Camille llevarse al pequeño Tom. Al aire puro, eso seguro. Al mar, de eso estaba convencido. A Normandía, o algo así. Llamaba cada tres días, estaban bien.

– En Normandía -dijo Adamsberg.

– En Bretaña -opuso Danglard-. En Cancale.

Si Adamsberg hubiera sido Émile en ese instante, habría partido la cara a Danglard inmediatamente. Visualizaba perfectamente esa escena, y le gustaba. Se conformó con levantarse.

– Lo que piensa usted de Mordent, comandante, es feo.

– No es feo salvar a su hija.

– He dicho: lo que piensa usted es feo. Lo que hay en su cabeza es feo.

– Por supuesto que es feo.

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