6

Anonadado, sentado en una silla a las siete treinta de la mañana, el comisario contemplaba la escena del crimen bajo las miradas preocupadas de sus subordinados, por lo anormal que resultaba que Adamsberg estuviera anonadado, y más aún sentado en una silla. Pero allí permanecía, con el rostro inmóvil y la mirada errabunda, la de un hombre que no tiene ganas de ver y que se va lejos, no sea que alguna parcela se deslice en su memoria. Se esforzaba en pensar en el tiempo pasado, cuando sólo eran las seis, cuando aún no había visto esa habitación anegada de sangre. Cuando se había vestido a toda prisa tras la llamada del teniente Justin, poniéndose la camisa blanca del día anterior y la elegante chaqueta negra que le había prestado Danglard, totalmente inapropiada para la ocasión. La voz entrecortada de Justin no anunciaba nada bueno, era la voz de un tipo estomagado.

«Sacamos todas las pasarelas», había precisado. Es decir las placas de plástico con pies que se repartían por el suelo para no contaminar los restos. «Todas las pasarelas.» Eso significaba que la totalidad del suelo debía de haber quedado impropia para la circulación. Adamsberg había salido a toda prisa, había evitado a Lucio, sorteado el trastero, la gata. Hasta entonces todo había ido bien, hasta entonces aún no había entrado en ese salón, no había estado sentado en esa silla frente a las alfombras empapadas de sangre, sembradas de entrañas y de astillas de huesos, entre cuatro paredes maculadas de elementos orgánicos. Como si el cuerpo del anciano hubiera explotado. Lo más repulsivo era sin duda los trozos de carne depositados en la laca negra del gran piano, abandonados como desperdicios en el mostrador de una carnicería. Había sangre en las teclas. Una vez más, faltaba la palabra adecuada, la palabra para definir a un hombre que reduce el cuerpo de otro a un amasijo de trizas. El término de homicida era insuficiente e irrisorio.


Al salir de la casa, había marcado el número de su teniente más poderosa, Retancourt, capaz a sus ojos de resistir todos los caos de la creación. Incluso de desbaratarlos o de orientarlos según sus deseos.

– Retancourt, reúnase con Justin, han sacado todas las pasarelas. No lo sé. Una casa en una avenida privada, barrio residencial de Garches, un anciano ahí dentro, una escena indescriptible. Por la voz de Justin, parece muy serio. Date prisa.

Con Retancourt, Adamsberg alternaba sin pensar los tratamientos de tú y de usted. Ella se llamaba Violette, lo cual resultaba bastante inadecuado para una mujer de un metro ochenta y ciento diez kilos. Adamsberg la llamaba por su apellido o por su nombre, o por su grado, según predominara en él la deferencia hacia sus capacidades enigmáticas, o la ternura por el inexpugnable refugio que ofrecía cuando quería, si quería. Esa mañana, él la esperaba, pasivo, suspendiendo el tiempo, mientras los hombres susurraban en el salón y la sangre oscurecía en las paredes. Quizá algo se hubiera cruzado en su camino y la hubiera retrasado. Oyó su paso pesado antes de verla llegar.

– Todo el bulevar taponado por una puta misa -rezongó Retancourt, a quien no gustaba que le bloquearan el camino.

Pese a su considerable volumen, pasó fácilmente las pasarelas y se colocó ruidosamente a su lado. Adamsberg le sonrió. ¿Sabía Retancourt que representaba para él un árbol auxiliador, de frutos correosos y milagrosos, ese tipo de árbol que uno abraza sin poder abarcarlo, al que uno se apresura a trepar cuando surge el infierno y en cuyas ramas altas se construye uno la cabaña? Poseía su fuerza, su rugosidad, su hermetismo, encerraba su monumental misterio. Su mirada eficaz recorrió el salón, los suelos, las paredes, los hombres.

– Carnicería -dijo-. ¿Dónde está el cuerpo?

– Por todas partes, teniente -dijo Adamsberg abriendo los brazos y señalando con un movimiento la estancia entera-. Despedazado, pulverizado, esparcido. Dondequiera que ponga la mirada, se ve el cuerpo. Y cuando se mira el conjunto, ya no se ve. Aquí no hay otra cosa, y sin embargo no está.

Retancourt inspeccionó el lugar de un modo más sectorial. Aquí, allá, de un lado al otro del salón, fragmentos orgánicos aplastados cubrían las alfombras, pendían pegados a las paredes, formaban cúmulos de inmundicias, se arracimaban al pie de los muebles. Hueso, carne, sangre, un montón quemado en la chimenea. Un cuerpo desperdigado que ni siquiera suscitaba repugnancia por lo imposible de asociar esos elementos a alguna parte que pudiera sugerir un ser. Los agentes se desplazaban con cautela, arriesgándose con cada gesto a llevarse algún fragmento del cadáver invisible. Justin hablaba en voz baja con el fotógrafo -ese que tenía pecas y cuyo nombre nunca memorizaba Adamsberg- y su pelo menudo y claro se le pegaba a la cabeza.

– Justin está fuera de servicio -constató Retancourt.

– Sí -confirmó Adamsberg-. Fue el primero en entrar, sin idea preconcebida. El jardinero había dado la voz. El centinela de Garches llamó a su superior, que recurrió a la Brigada en cuanto comprobó los desperfectos. Justin se lo ha tragado todo de lleno. Relévelo. Usted coordinará el informe con Mordent, Lamarre y Voisenet. Necesitamos una identificación de las materias metro a metro. Cuadricular, tomar muestras de los vestigios.

– ¿Cómo lo habrá hecho el tipo? Menuda faena.

– A primera vista, con una sierra eléctrica y un mazo. Entre las once de la noche y las cuatro de la madrugada. Con toda tranquilidad, puesto que cada casa está separada de las demás por un gran jardín y un seto. No hay vecinos cerca, la mayoría pasa el fin de semana fuera.

– ¿Y del anciano? ¿Qué se sabe?

– Que vivía aquí, solo y rico.

– Rico desde luego -dijo Retancourt señalando los tapices que cubrían las paredes y el piano, uno de media cola que ocupaba el tercio del salón-. Lo de solo es otra cosa. A uno no lo machacan de esa manera cuando está solo de verdad.

– Suponiendo que sea él el que tenemos ante los ojos, Violette. Pero es casi seguro: los pelos corresponden a los del cuarto de baño y la habitación. Y, si es él, se llamaba Pierre Vaudel, tenía setenta y ocho años, había sido periodista especializado en casos judiciales.

– Ah.

– Sí. Pero, según el hijo, no hay ningún enemigo de verdad a la vista. Sólo unos cuantos líos gordos y hostilidades.

– ¿Dónde está el hijo?

– En el tren. Vive en Aviñón.

– ¿No ha dicho nada más?

– Mordent dice que no ha llorado.


El doctor Romain, el forense que había vuelto al trabajo tras un largo periodo de evanescencia, se plantó delante de Adamsberg.

– No vale la pena hacer venir a la familia para la identificación. Nos arreglaremos con el ADN.

– Está claro.

– Es la primera vez que te veo sentado en una investigación. ¿Por qué no estás de pie?

– Porque estoy sentado, Romain. No tengo ganas de estar de otra manera, eso es todo. ¿Qué encuentras en esta carnicería?

– Hay partes del cuerpo que no están totalmente deshechas. Se reconocen trozos de muslo, de brazo, sólo aplastado con unos cuantos mazazos. En cambio, el triturador se ha esmerado particularmente con la cabeza, las manos, los pies. Totalmente despachurrados. Los dientes también, pulverizados, hay esquirlas aquí y allí. Un trabajo muy afinado.

– ¿Ya habías visto algo así?

– Caras y manos aplastadas, sí, para evitar la identificación. Cada vez menos desde el ADN. Cuerpos destripados o quemados, sí, igual que tú. Pero una destrucción tan desaforada, no. Sobrepasa el entendimiento.

– ¿Lo sobrepasa en qué, Romain? ¿En obsesión?

– En cierto modo. Diríase que ha repetido su trabajo hasta no poder más, como si temiera dejarlo inacabado. Ya sabes, como cuando uno comprueba diez veces que ha cerrado bien la puerta. No sólo lo ha molido todo, pedazo a pedazo, no sólo se ha ensañado y ha vuelto a empezar, sino que lo ha ventilado todo. Ha esparcido los restos por todo el espacio. No hay ni un fragmento solidario con otro, ni siquiera los dedos de los pies están juntos. Como si el tipo hubiera estado sembrando a voleo en un campo. No habrá creído que el cuerpo va a crecer, ¿verdad? No cuentes conmigo para ensamblarlo, es imposible.

– Sí -aprobó Adamsberg-. Un miedo incoercible, una furia en flujo continuo.

– La furia en flujo continuo no existe -interrumpió agresivamente el comandante Mordent.

Adamsberg se levantó sacudiendo la cabeza, se subió a una de las pasarelas, pasó a la siguiente con paso aplicado. Era el único en desplazarse. Los agentes se habían detenido para escucharlo, quietos en sus propias pasarelas como peones que permanecen fijos mientras se desplaza una ficha en el tablero.

– Normalmente no, Mordent, pero aquí sí. Su rabia, su espanto, su fiebre se extienden más allá de nuestra vista, por tierras que no conocemos.

– No -insistió el comandante-. La furia, la ira, son madera de combustión rápida. Aquí hay horas de trabajo. Por lo menos cuatro, y eso no es lo que dura la furia.

– ¿Es lo que dura qué?

– El trabajo laborioso, el empeño, el cálculo. Quizá incluso la puesta en escena.

– Imposible, Mordent. Nadie puede imitar esto.

Adamsberg se agachó para examinar el suelo.

– Llevaba botas, ¿no? Grandes botas de goma.

– Eso creemos -confirmó Lamarre-. Para hacer este trabajo, parecía una buena precaución. Ha dejado buenas huellas en las alfombras. Quizá también algún fragmento que haya salido de las suelas. Barro, o qué sé yo.

Mordent masculló «laborioso» y se desplazó en diagonal, como el alfil, y Adamsberg atravesó tres pasarelas, dos en línea recta y una de lado, como el caballo.

– ¿En qué se ha apoyado para aplastar? -preguntó-. Incluso con un mazo, no habría conseguido nada encima de las alfombras.

– Aquí -sugirió Justin-, hay un espacio apenas manchado, de forma más o menos rectangular. Es posible que pusiera un tajo de madera, o una placa de hierro que le sirviera de yunque.

– Eso es mucho material pesado para transportar. Mazo, sierra circular, tajo. Y seguramente ropa y calzado de recambio.

– Todo eso cabe en una bolsa grande. Pienso que se habrá cambiado fuera, en el jardín de detrás de la casa. Hay rastros de sangre en la hierba, donde debió de poner la ropa manchada.

– Y de vez en cuando -dijo Adamsberg- se sentaba para retomar resuello. Eligió ese sillón.

Adamsberg miró el mueble, los posabrazos en espiral, el asiento de terciopelo rosa maculado de sangre.

– Es un señor sillón -dijo.

– Es, ni más ni menos, un Luis XIII -dijo Mordent-. No es sólo «un señor sillón», es un Luis XIII.

– De acuerdo, comandante, es un Luis XIII -dijo Adamsberg sin cambiar de tono-. Y si tiene intención de jodernos todo el día, váyase. A nadie le divierte trabajar en domingo, a nadie le divierte chapotear en este matadero. Y nadie ha dormido más que usted.

Mordent realizó un nuevo desplazamiento en diagonal, alejándose de Adamsberg. El comisario cruzó las manos en la espalda, sin dejar de observar el gran sillón.

– El refugio del asesino, en cierto modo. En él toma todos sus momentos de descanso. Contempla la destrucción en curso, busca tiempos de alivio, de satisfacción. O trata sólo de respirar más lentamente.

– ¿Por qué hablamos de «un asesino»? -preguntó Justin concienzudo-. Una mujer podría transportar ese material si no aparcara muy lejos.

Adamsberg sacudió la cabeza resueltamente.

– Esto es obra de un hombre, es espíritu de un hombre. Aquí no hay ni una onza de mujer. Aparte del tamaño de las botas.

– La ropa -dijo Retancourt señalando un montón desordenado encima de una silla-, no la arrancó ni la desgarró. Sólo se la quitó como para acostarlo. Eso tampoco es común.

– Eso es porque no está en pleno ataque de furia -dijo Mordent desde el rincón donde se había colocado.

– ¿Se la quitó toda?

– Salvo el calzoncillo -dijo Lamarre.

– Eso es que no quería ver -dijo Retancourt-. Lo desvistió para no rayar la sierra, pero no fue capaz de desnudarlo del todo. La idea no le gustaba.

– Entonces sabemos al menos que el asesino no es ni enfermero ni médico -dijo Romain-. Yo he desnudado a cientos de tipos sin pestañear.

Adamsberg se había puesto guantes y presionaba entre los dedos una de las motas de tierra que habían caído de las botas.

– Busquemos un caballo -dijo-. Esto es estiércol, pegado a las botas.

– ¿En qué se nota? -preguntó Justin.

– En el olor.

– ¿Buscamos entre los criadores de caballos? -preguntó Lamarre-. ¿Picaderos, hipódromos?

– ¿Y luego qué? -preguntó Mordent-. Hay miles de personas en torno a los caballos, y al asesino se le pudo quedar esto pegado a la bota andando por un camino en el campo.

– Menos da una piedra, comandante -dijo Adamsberg-. Sabemos que el asesino va al campo. ¿A qué hora llega el hijo?

– Debería estar en la Brigada en menos de una hora. Se llama Pierre, como su padre.

Adamsberg estiró el brazo para descubrir sus dos relojes.

– Les envío un equipo de relevo a las doce. Retancourt, Mordent, Lamarre y Voisenet se ocupan del informe. Justin y Estalère, empiecen a rebuscar en el magma personal. Cuentas, agenda, libretas, cartera, teléfono, fotos, medicamentos, etcétera. A quién veía, a quién llamaba, qué compraba, su ropa, sus gustos, su comida. Todo, tenemos que reconstituirlo lo más exactamente posible. Este viejo no sólo ha sido asesinado: ha sido reducido a nada. No sólo le han quitado la vida: lo han destruido, abolido.

La imagen del oso polar atravesó bruscamente su pensamiento. El animal debió de haber dejado el cuerpo del tío aproximadamente en ese mismo estado, en más limpio. Nada que traer de vuelta, nada que enterrar. Y Pierre hijo no podía disecar al asesino para llevárselo a la viuda.

– No creo que la comida sea nada prioritario -dijo Mordent-. Lo urgente sería ocuparse de los casos judiciales que trató. Y su situación familiar y financiera. Ni siquiera sabemos aún si está casado. No sabemos aún si es realmente él.

Adamsberg miró los rostros cansados de sus hombres, plantados en las pasarelas.

– Pausa para todos -dijo-. Hay un café al final de la calle. Retancourt y Romain vigilan el terreno.


Retancourt acompañó a Adamsberg hasta el coche.

– En cuanto la escena esté un poco limpia, llame a Danglard. Sobre todo, que se ponga a trabajar sobre la vida de la víctima, y no en la recogida de muestras.

– Por supuesto.

La repulsión de Danglard por la sangre y la muerte era un hecho aceptado sin crítica alguna. Cuando era posible, no lo convocaban antes de que la escena del crimen hubiera sido despejada de lo peor.

– ¿Qué le pasa a Mordent? -preguntó Adamsberg.

– Ni idea.

– No está en su estado normal. Está solapado y destila mala leche.

– Ya lo he visto.

– El modo en que el asesino lo dispersó todo por el salón, ¿le suena de algo?

– Me recuerda a mi bisabuela. Nada que ver.

– Dígamelo igualmente.

– Cuando perdió la cabeza, se puso a esparcirlo todo. No soportaba que las cosas se tocaran. Separaba los periódicos, la ropa, los zapatos.

– ¿Los zapatos?

– Todo lo que fuera de tela, de papel o de cuero. Colocaba los zapatos a intervalos de diez centímetros, alineados en el suelo.

– ¿Decía por qué? ¿Tenía alguna razón para ello?

– Una razón excelente. Pensaba que, si esos objetos entraban en contacto, podían incendiarse por frotación. Ya se lo he dicho, no tiene nada que ver con la dispersión de Vaudel.

Adamsberg alzó una mano para señalar que recibía un mensaje, escuchó atentamente y volvió a meterse el teléfono en el bolsillo.

– El jueves por la mañana -explicó- saqué dos gatitos que se habían quedado atascados en el vientre de su madre. Me dicen que la gata se encuentra bien.

– Bueno -dijo Retancourt tras un silencio-, supongo que es una buena noticia.

– El asesino podría haber hecho lo mismo que su bisabuela, podría haber querido deshacer los contactos, separar los elementos. Eso sería, en el fondo, lo contrario de una colección -añadió recordando los pies de Londres-. Trituró un conjunto, dispersó su coherencia. Y me gustaría saber por qué Mordent está empeñado en joderme.


A Retancourt no le gustaba cuando las palabras de Adamsberg se enredaban. Esos saltos de pensamiento, esa confusión, podían privarla por breves instantes de la conciencia de su objetivo. Se alejó saludándolo con la mano.

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