Adamsberg había metido una pajita en el tazón de Zerk y untado su pan con mantequilla.
– Háblame de Josselin, Zerk.
– No me llamo Zerk.
– Es el nombre de bautismo que te he dado. Date cuenta de que, para mí, sólo tienes ocho días. Eres un recién nacido llorón, nada más.
– Tú también tienes sólo ocho días, no vales mucho más.
– ¿Y cómo me llamas?
– No te llamo.
Zerk sorbió café por la pajita y sonrió con naturalidad, un poco a la manera inesperada de Vlad, ya fuera por su réplica o por el ruido que había hecho al sorber. Su madre era así, tendente a despistarse en el momento en que menos convenía. Lo cual explica por cierto que Adamsberg hubiera hecho el amor con ella junto al viejo puente del Jaussène mientras llovía. Zerk había nacido del despiste.
– No quiero interrogarte en la Brigada.
– ¿Pero me interrogas igual?
– Sí.
– Entonces te respondo como a un madero, porque para mí, desde hace veintinueve años, sólo eres eso, un madero.
– Eso es lo que soy y eso es lo que quiero: que me respondas como a un madero.
– A Josselin le tenía mucho cariño. Lo conocí en París hace cuatro años, cuando me recolocó la cabeza. Hace seis meses las cosas empezaron a cambiar.
– ¿De qué manera?
– Se puso a explicarme que, mientras no hubiera matado a mi padre yo no sería nada. Ojo, era una imagen.
– Entiendo, Zerk.
– Antes no me importaba gran cosa mi padre. Alguna vez pensaba en él, pero, hijo de madero, prefería olvidar. Me llegaban noticias de ti a veces, a través de la prensa; mi madre estaba orgullosa, yo no. Eso era todo. Pero de repente Josselin se mete en eso. Dice que tú eras la causa de todas mis desgracias, de todos mis fracasos, lo ve en mi cabeza.
– ¿Qué fracasos?
– No lo sé -dijo Zerk sorbiendo de nuevo con la pajita-. No me interesa demasiado. Quizá como tú con la bombilla de tu casa.
– Entonces ¿qué dice Josselin?
– Que tengo que enfrentarme a ti, destruirte. «Purgar», como dice él, como si yo albergara un montón de desechos en el fondo de mí y ese montón fueras tú. La idea no me gustaba mucho.
– ¿Por qué?
– No lo sé. No tenía valor para eso, toda esa purga me parecía un trabajo excesivo. Sobre todo, no sentía ese montón de desechos, no sabía dónde estaba. Josselin afirmaba que sí, que existía y que era enorme. Que si no lo quitaba acabaría pudriéndome por dentro. A fuerza de oírlo, dejé de llevarle la contraria, eso lo irritaba, y Josselin era más inteligente que yo. Yo lo escuchaba. Sesión tras sesión, empecé a creérmelo. Y al final lo creí de verdad.
– ¿Y qué decidiste hacer?
– Tirar los desechos, pero no sabía cómo. Josselin todavía no me lo había explicado. Decía que iba a ayudarme. Que iba a toparme contigo de un modo u otro. Y eso se produjo, tenía razón.
– Pues claro que la tenía, Zerk, lo había planificado todo.
– Es verdad -reconoció Zerk al cabo de un momento.
Un chico lento, pensó Adamsberg reprochándose el dar parcialmente razón a Josselin. Porque, si Zerk no tenía una mente ágil, ¿de quién era la culpa? También sus gestos eran lentos. Zerk se había tomado sólo la mitad del café, pero Adamsberg estaba igual.
– ¿Cuándo te topaste conmigo?
– Primero hubo la llamada telefónica en la noche del lunes al martes, tras el asesinato de Garches. Un tipo desconocido que me dijo que mi foto saldría en el periódico de la mañana, que sería acusado del crimen, que tenía que largarme enseguida y que no diera señal de vida. Que las cosas se arreglarían más tarde, que me avisaría.
– Mordent. Uno de mis comandantes.
– Entonces no mentía. Me dijo: «Soy amigo de tu padre, haz lo que te digo, me cago en diez». Porque yo pensaba ir a la policía a decirles que había habido un error. Pero Louis siempre me ha dicho que evite en lo posible a la pasma.
– ¿Quién es Louis?
Zerk alzó hacia Adamsberg una mirada extrañada.
– Louis. Louis Veyrenc.
– De acuerdo -dijo Adamsberg-. Veyrenc.
– Está bien situado para saber de qué habla. Entonces huí y me escondí en casa de Josselin. ¿Dónde si no? Mi madre estaba en Polonia y Louis en Laubazac. Josselin me había dicho siempre que tenía la puerta abierta si lo necesitaba. Fue entonces cuando me dio el golpe de gracia. Pero yo ya estaba a punto de caramelo, eso está claro.
– ¿Cómo presentó las cosas?
– Como que era la ocasión o nunca. Me dijo que aprovechara el malentendido, que era el destino. «El destino sólo para un minuto en cada estación, súbete de un salto al tren, sólo los cretinos se quedan en el andén.»
– Buena frase.
– Sí, a mí también me lo pareció.
– Pero equivocada. ¿Y luego? ¿Te hizo ensayar la escena?
– No, pero me dijo cómo comportarme en general, cómo obligarte a ver que yo existía, a comprender que yo te podía. Dijo sobre todo que eso desencadenaría tu culpabilidad, que era obligatorio pasar por eso. «Ahora te toca a ti, Armel. Quedarás como nuevo. Adelante a toda máquina, no dudes en cargar las tintas», me dijo. Eso me gustó. «Adelante, purga, existe, es tu día.» Nunca había oído eso. Me encantaron esas tres palabras: adelante, purga, existe.
– ¿De dónde sacaste la camiseta?
– Él fue a comprármela, dijo que no resultaría convincente con mi vieja camisa. Pasé la noche en su casa, pero estaba demasiado nervioso para dormir, lo iba preparando todo mentalmente. Me había dado medicinas.
– ¿Excitantes?
– No lo sé, no lo pregunté. Una pastilla por la noche y dos por la mañana, antes de ir a verte. Ya estaba quedando como nuevo. Y el montón de desechos lo veía como si lo tuviera delante. A medida que pasaban las horas, la sensación iba aumentando. Podría haberte matado. Y tú también -añadió en un tono repentinamente casi idéntico al del Zerk gótico.
La mirada del joven se escapó. Cogió un cigarrillo, y Adamsberg se lo encendió.
– ¿Me habrías gaseado de verdad con ese puto frasco?
– ¿A ti qué te parecía que era?
– Un puto veneno.
– Ácido nitrocitramínico.
– Sí.
– Pero, aparte de eso, ¿qué parecía?
Zerk sopló el humo.
– No sé. Una muestra de perfume.
– Eso es lo que era.
– No te creo -susurró Zerk-. Lo dices porque ahora te da vergüenza. Estabas en tu despacho. No creo que guardes muestras de perfume en tu despacho.
– Me encerraste olvidando que los maderos tenemos ganzúa. Fui a buscar la muestra al cuarto de baño. El ácido nitrocitramínico no existe. Puedes comprobarlo.
– Joder -dijo Zerk aspirando café.
– Lo que sí es verdad, en cambio, es que no hay que meterse tanto la pistola en el pantalón.
– Lo entiendo.
– ¿Tienes sarna, tuberculosis, un solo riñón?
– No. Tuve tiña una vez.
– Sigue.
– El gato bajo las cajas me distrajo. O el viejo con su historia del brazo. Tuve un bajón de repente, como si se me hubiera pasado la moña. Estaba un poco hasta las pelotas de gritar. Pero quería gritar de todos modos. Quería gritar hasta que cayeras de rodillas, hasta que me suplicaras. Josselin me había dicho que, si no gritaba, estaba perdido. Que, si no te tumbaba, estaba perdido. Que me quedaría para toda la vida con mi montón de desechos. Y es verdad que estaba bien después, no me arrepentía.
– Pero acabaste pillado.
– Sí, joder, como el gato bajo las cajas. Esperé un desmentido de lo del ADN. U otra llamada del tipo desconocido. Pero nada.
– ¿Pensaste en una trampa de Josselin?
– No. Me escondía él, al fin y al cabo. Estaba en una habitación al fondo de su piso, con órdenes de no moverme de allí, por los pacientes.
– Después de verme, si hubieras salido de esa habitación entre las nueve y las doce, me habrías encontrado en su casa. Había ido a hablar con él. Supongo que a Josselin le habrá hecho gracia la situación. Con los dos en casa, los dos manipulados por él. Pero el caso es que me curó y me quitó los acúfenos. Lo echaremos de menos, Zerk, tiene los dedos de oro.
– No, yo no lo echaré de menos.
– ¿Y luego, ese día?
– Vino a buscarme a la hora de comer, me hizo contarle todo, quería todos los detalles, las frases que yo había dicho, se divirtió de lo lindo, parecía alegrarse por mí. Me hizo quitarme la camiseta y preparó una buena comida para celebrarlo. Para lo del ADN, dijo que era un error de análisis y que había que dar tiempo a la pasma para darse cuenta. Pero luego lo creí cada vez menos. Tenía ganas de llamar a Louis, pero no podía usar mi móvil. Estaba el fijo de Josselin. Pero si la pasma se enteraba de que Louis era mi tío, lo iban a vigilar. Empecé a pensar que alguien me estaba pudriendo la vida. Él fue quien me robó el pañuelo, ¿eh?
– Fácilmente. Y los pelos de tu perra. Tournesol. Los encontraron en el sillón de Garches. El sillón donde te clavó ayer. Me pregunté cómo había podido recoger esos pelos. ¿Había ido a tu casa?
– Nunca.
– Cuando te trataba, ¿te desvestías?
– Sólo dejaba los zapatos en la sala de espera.
– ¿Nada más? Piensa.
– No. Sí. Dos veces me pidió que me quitara el pantalón para comprobar mis rodillas.
– ¿Recientemente?
– Hace unos dos meses.
– Fue entonces cuando te cogió el pañuelo y los pelos de perro. ¿No se te ocurrió?
– No. Hacía cuatro años que Josselin me ayudaba. ¿Por qué iba a pensar mal de él? Estaba de mi lado, él y sus putas manos de oro. Me hizo creer que me apreciaba, pero la verdad es que encontraba que yo era un cretino. A nadie le importa que vivas o mueras, eso me dijo anoche.
– Loša sreća, Zerk, asumió el destino de Arnold Paole.
– No lo asumió, eso también era verdad. Es descendiente de ese Arnold Paole. Me lo dijo en el coche cuando me llevaba a la casa. Y no bromeaba.
– Lo sé. Es un Paole auténtico en línea paterna directa. Quiero decir que está tan enfermo como su antepasado, el que comía tierra del cementerio para protegerse de Peter Plogojowitz. ¿Qué más te dijo?
– Que yo iba a morir, pero que con mi muerte contribuía a su obra de erradicación de los malditos y que era una buena muerte para un tipo como yo que no servía para nada. Explicó que una familia inmunda infectaba la suya desde hacía trescientos años y que tenía que acabar con ella. Dijo que había nacido con dos dientes, que ésa era la prueba del mal que había en él por culpa de esos otros. Pero había momentos en que no se le entendía. Hablaba demasiado rápido, tuve miedo de que se saliera de la carretera.
Zerk se interrumpió para acabar su café frío.
– Habló de su madre. Lo abandonó porque era un Paole, y se dio cuenta porque vio que ya tenía dientes al nacer. Gritó que era un «dentudo» y dejó al bebé allí, en el hospital, «como se deshace uno de un ser abyecto». Y entonces lloró, lloró de verdad. Lo veía en el retrovisor. Él no reprochaba nada a su madre. Decía: «¿Qué iba a hacer una madre con una criatura? Una criatura no es un niño». Entonces pensé que se ablandaba, que iba a soltarme, y supliqué. Pero se puso a gritar de nuevo, y el coche dio bandazos. Maldita sea, tuve miedo. Y siguió contándome su calvario de criatura.
– ¿Fue adoptado por los Josselin?
– Sí. Y a los nueve años abrió el cajón de su padre. Encontró su expediente. Se enteró de que era adoptado, del abandono de su madre y de por qué lo había hecho. Era un Paole, del linaje de los vampiros condenados. Es lo que dice. Un año después, los padres se sintieron sobrepasados por el asunto. El crío lo destrozaba todo, tapizaba las paredes con su mierda. Me lo contó así, sin sentir vergüenza, como una de las pruebas de su maldición.
– Un día de noviembre, sus padres lo llevaron a un establecimiento para que lo examinaran. Dijeron que volverían, pero no volvieron.
– Segundo abandono, vida jodida -dijo Adamsberg.
– Una especie de plog, ¿no?
– Sí, se puede ver así.
– Luego se casó con «una mujer fea pero muy sólida», y empezó a cortar los pies de los que lo amenazaban. Gente que había nacido con un diente. Un poco a tientas al principio, él mismo lo reconoció. «Estaba empezando, seguramente corté pies de seres inofensivos, que me perdonen. No les hice daño, ya estaban muertos.» Y muy pronto su mujer se fue. Un ser sin corazón, al fin y al cabo, detestable, dijo.
– Eso también es verdad.
– Luego ya estábamos en la casa, ya no necesitaba fijarse en la carretera. Había empeorado, ya no hablaba con normalidad. A veces susurraba, y yo no oía nada, a veces rugía. Me plantó el cuchillo en la mano. Me contó el árbol genealógico de los Plogojavic, ¿así es como se llaman?
– Plogojowitz.
Zerk no tenía más facilidad que él para memorizar palabras. En ese brevísimo momento, Adamsberg tuvo la sensación de conocerlo a fondo.
– De acuerdo -dijo Zerk bajando la barra de sus cejas, completamente idéntica a la del padre vigilando la cocción del potaje-. Habló del «sufrimiento inhumano», dijo que nunca había matado porque esos seres no eran humanos, sino criaturas de la tierra profunda que destruían la vida de los hombres. Yo no escuchaba del todo, me dolía, tenía miedo. Dijo que era su trabajo de gran médico el curar las plagas, librar al mundo de la «amenaza inmunda».
Adamsberg sacó un cigarrillo del paquete de Zerk.
– ¿Cómo conseguiste mi número?
– Lo robé del móvil del tío Louis en la época en que él trabajaba contigo.
– ¿Pensabas utilizarlo?
– No. Pero no me parecía normal que Louis lo tuviera y yo no.
– ¿Cómo pudiste marcarlo? ¿En el bolsillo?
– No lo marqué. Lo había grabado en el número 9, el último de los últimos.
– Eso ya es un principio.