Llamaban a la ventanilla. Fuera, un tipo con bata blanca gritaba y hacía señas. Adamsberg se incorporó sobre un codo, atontado, las rodillas doloridas.
– ¿Algún problema? -preguntaba el hombre, tenso-. ¿Es suyo este coche?
A la luz del día -Adamsberg lo constató de una ojeada-, el coche presentaba todos los aspectos de un verdadero problema. Para empezar, él, con las manos cubiertas de sangre seca, la ropa terrosa y arrugada. Luego, el perro, con el morro sucio de haber lamido heridas, el pelo pegado. El asiento delantero manchado, la ropa de Émile en un hatillo sanguinolento y, dispersos aquí y allá, latas de conserva, trozos de galleta, el cenicero vacío, el cuchillo. En el suelo, el pack de vino aplastado y el revólver. Una pocilga de criminal huido. Otro hombre de bata blanca se aproximó. Muy alto, muy moreno y a la ofensiva.
– Lo sentimos, pero tenemos que intervenir. Mi colega llama a la policía.
Adamsberg tendió la mano hacia la puerta para bajar la ventana, consultando de paso sus relojes. Casi las nueve de la mañana, hostia puta, y nada lo había despertado, ni siquiera la llamada de Mordent.
– No intente salir -previno el más alto apoyándose en la puerta.
Adamsberg sacó su carnet, lo pegó a la ventanilla, y esperó hasta que la duda se apoderara de los enfermeros. Luego bajó la ventanilla y les entregó el carnet.
– Policía -dijo-. Comisario Adamsberg, Brigada Criminal. He traído a un hombre herido de bala hacia la una y cuarto de la madrugada. Émile Feuillant. Compruébenlo.
El más bajito marcó un número de tres cifras y se alejó para hablar.
– De acuerdo -dijo-, lo confirman. Puede salir.
Adamsberg desentumeció sus rodillas y hombros en el parking, se frotó descuidadamente la chaqueta.
– Parecía que hubiera habido follón -dijo el alto repentinamente curioso-. Se encuentra usted en un estado lamentable. No podíamos adivinar.
– Lo siento. Me quedé dormido sin darme cuenta.
– Tenemos duchas y algo para desayunar si quiere. En cambio -prosiguió considerando su pinta, y posiblemente al propio Adamsberg-, para el resto no podemos hacer nada.
– Gracias. Acepto el ofrecimiento.
– Pero el perro no puede entrar.
– ¿No puedo llevármelo para lavarlo?
– Lo siento.
– Muy bien. Aparco a la sombra y voy con ustedes.
En contraste con el aire exterior, la pestilencia del coche era sobrecogedora. Adamsberg llenó de agua el cenicero, explicó a Cupido que volvería, cogió su arma y su funda. Era uno de los coches preferidos de Justin el meticuloso, de modo que ya podía limpiarlo a fondo antes de devolverlo.
– No es culpa tuya, pero apestas -dijo al perro-. Pero aquí todo apesta, y yo también. Así que tú tranquilo.
Bajo la ducha, Adamsberg se dio cuenta de que no tenía que lavar a Cupido. Olía a perro, pero también a barro de la granja y, sutilmente, a estiércol. Podía tener pegotes adheridos al pelo. Se puso la ropa sucia pero frotada lo mejor posible y se fue a la enfermería. El café esperaba en el termo, había mermelada y pan.
– Nos hemos informado -dijo el enfermero alto y moreno, que se llamaba André según la placa que llevaba en la solapa-. Aparentemente, es una fuerza de la naturaleza, había perdido mucha sangre. Estómago perforado, psoas iliaco desgarrado, pero la bala ha rozado el hueso sin romperlo. Todo ha ido bien, no hay problema a la vista. ¿Han intentado matarlo?
– Bien -dijo el enfermero con una especie de satisfacción.
– ¿En cuánto tiempo podremos transportarlo? Tengo que trasladarlo.
– ¿Algo va mal con este hospital?
– Al contrario -dijo Adamsberg acabándose el café-. Pero el que haya querido matarlo lo buscará aquí.
– Entendido -dijo André.
– Y nadie está autorizado a hacerle visitas. Ni flores, ni regalos. Que no entre nada en su habitación.
– Entendido, cuente conmigo. El gastrointestinal es mi pasillo. Supongo que el médico autorizará el traslado de aquí a un par de días. Pregunte por el doctor Lavoisier.
– ¿Lavoisier como Lavoisier?
– ¿Lo conoce?
– Si estaba en Dourdan hace tres meses, sí. Sacó a una de mis tenientes del coma.
– Acaban de destinarlo aquí de cirujano jefe. Hoy no podrá verlo, ha tenido cuatro operaciones esta noche, está descansando.
– Háblele de mí, sobre todo de Violette Retancourt, ¿lo recordará? Y dígale que cuide de este Émile y que le encuentre un sitio con toda discreción.
– Entendido -repitió el enfermero-. Se lo cuidaremos, a ese Émile. Aunque tiene pinta de ser un cabrón de cuidado.
– Lo es -confirmó Adamsberg estrechándole la mano.
Adamsberg volvió a encender su móvil en el parking. No quedaba batería. Volvió al hospital, marcó el número de la Brigada desde un teléfono público. El cabo Gardon estaba en recepción, un poco bobo, siempre diligente, con el corazón en la mano, pero no estaba hecho para el oficio.
– ¿Está Mordent por allí? Pásemelo, Gardon.
– Si me permite, comisario, tenga cuidado con él. Esta noche su hija se ha golpeado la cabeza contra la pared hasta hacerse sangre. Nada grave, pero el comandante está hecho un zombi.
– ¿A qué hora ha sucedido?
– Hacia las cuatro, creo. Me lo dijo Noël. Le paso al comandante.
– ¿Mordent? Adamsberg. ¿Me ha llamado?
– No, lo siento muchísimo, comisario -dijo Mordent con voz hueca-. Los chicos de Aviñón no querían darse prisa, la verdad es que gritaban que tenían otra cosa que hacer con dos accidentes de carretera y un tipo que se había subido a la muralla con un fusil. Desbordados.
– Joder, Mordent, haber insistido. Homicidio y toda la pesca.
– Ya lo hice, pero no me han llamado hasta las siete de la mañana, hora de la visita domiciliaria. Vaudel estaba en su casa.
– ¿Su mujer también?
– Qué le vamos a hacer, comandante, qué le vamos a hacer.
Adamsberg se fue al coche, malhumorado, abrió por completo las ventanillas y se sentó pesadamente al volante.
– A las siete -dijo al perro-; por supuesto, Vaudel habría tenido tiempo de sobra de volver a su casa. O sea que no lo sabremos nunca. Ha habido falta, Mordent no ha insistido, de eso puedes estar seguro. Tiene la cabeza en otro sitio, flotando como un globo, impulsado por los vientos de la angustia. Ha dado la instrucción a Aviñón y se ha lavado las manos. Habría debido anticiparlo, comprender que Mordent está incapacitado hasta ese punto. Incluso Estalère lo habría hecho mejor.
Cuando entró al cabo de dos horas en los locales de la Brigada con el perro en brazos, nadie lo saludó realmente. Reinaba una excitación particular que propulsaba a los agentes a través de las salas como objetos mecánicos de ritmo desajustado, se extendía un olor de sudor matinal. Se cruzaban sin verse del todo, intercambiaban palabras abreviadas, parecían evitar al comisario.
– ¿Algún acontecimiento? -preguntó a Gardon, que no parecía afectado por la perturbación.
Por lo general, las perturbaciones alcanzaban al cabo con varias horas de retraso y muy amortiguadas, igual que el viento de Bretaña viene a amainar en París.
– Eso del periódico -explicó-. Y lo del laboratorio, creo.
– Muy bien, Gardon. El coche beige, el 9, hay que mandarlo a limpiar. Pida el especial: sangre, barro, desorden general.
– Creo que va a haber un problema gordo.
– No pasa nada, las fundas están plastificadas.
– Hablo del perro. ¿Ha recogido un perro por ahí?
– Sí. Es un portador de estiércol.
– Pues se va a armar, con el gato. No veo cómo vamos a controlar eso.
Adamsberg se sintió casi envidioso. Gardon tenía en común con Estalère el no utilizar ninguna escala de gravedad, de ser incapaz de clasificar los elementos por orden de importancia. Y eso que el cabo había visto como los demás el revolcadero de Garches. A menos que fuera su manera de protegerse y, en ese caso, sin duda tenía razón. Razón también de preocuparse por la convivencia del perro y el gato. Pese a que el enorme y apático gato macho que vivía en la Brigada no estaba predispuesto a la acción, derretido sobre la tapa tibia de una de las fotocopiadoras. Tres veces al día y por turnos, los agentes de la Brigada, prioritariamente Retancourt, Danglard y Mercadet, este último muy sensible a la hipersomnia del gato, tenían que llevar a la bestia de once kilos hasta su plato y quedarse junto a ella mientras comía. Por esa razón habían acabado instalando una silla junto al cuenco, para que los agentes pudieran continuar su trabajo sin impacientarse ni presionar al gato.
El dispositivo había sido colocado junto a la sala de la máquina de bebidas, y sucedía a veces que hombres, mujeres y bestia bebieran juntos en el expendedor de agua. Alertado de esta deriva, el inspector divisionario Brézillon había exigido la partida inmediata del animal, en papel oficial. Cuando llevaba a cabo su visita semestral de inspección -concebida esencialmente para joder al personal, dado los resultados indiscutibles de la Brigada-, se guardaban prontamente las colchonetas que servían de catre a Mercadet, las revistas de ictiología de Voisenet, las botellas y diccionarios de griego de Danglard, las revistas pornográficas de Noël, los víveres de Froissy, la caja y el cuenco del gato, los aceites esenciales de Kernorkian, el walkman de Maurel, los cigarrillos de Retancourt, y ello hasta que el lugar se volviera perfectamente operativo e insoportable.
En esa fase de depuración, el gato planteaba un problema, maullando terriblemente en cuanto trataban de encerrarlo en un armario. Así, uno de los hombres se lo llevaba al patio trasero y esperaba, en uno de los coches, a que se fuera Brézillon. Por fortuna, Adamsberg se había negado por adelantado a hacer desaparecer las grandes cuernas de ciervo que yacían en el suelo de su despacho, arguyendo que se trataba de la pieza clave de una investigación2. A medida que pasaba el tiempo, tres años desde que los veintiocho agentes estaban instalados en los locales, la operación de camuflaje resultaba cada vez más larga y ardua. La presencia de Cupido no arreglaba las cosas, pero en principio estaba allí sólo a título provisional.
Ver, de la misma autora, La tercera virgen (Siruela, 2008).