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Adamsberg inclinó la cabeza a la luz del día, agarrándose al hombro de Veyrenc. Danica, Bosko, Vukasin y Vlad los miraban extraerse del panteón, los tres primeros mudos de terror, cruzando los dedos para contrarrestar las exhalaciones nefastas. Danica miraba fijamente a Adamsberg, petrificada al descubrir sombras verdes bajo sus ojos, labios azules, mejillas de tiza, la piel del torso estriada de rojo, a veces de líneas de sangre, allí donde el cepillo había pasado y vuelto a pasar.

– Joder -dijo Vlad irritado-, que salgan de allí no quiere decir que estén muertos. ¡Ayudadlos, hostia!

– No eres educado -dijo Danica mecánicamente.

A medida que identificaba signos de vida en el rostro de Adamsberg, iba recobrando resuello. ¿Quién era el desconocido? ¿Qué hacía en la tumba de los malditos? La pelambre bicolor de Veyrenc parecía inquietarla todavía más que el aspecto moribundo de Adamsberg. Bosko avanzó con prudencia y cogió el otro brazo al comisario.

– La… chaqueta -dijo Adamsberg señalando la puerta.

– Ya voy yo.

– ¡Vlad! -rugió Bosko-. Ningún hijo del pueblo entra ahí. Envía al extranjero.

Era una orden tan definitiva que Vlad se interrumpió y explicó la situación a Veyrenc. Éste apoyó a Adamsberg sobre Bosko y volvió a bajar las escaleras.

– No volverá -pronosticó Danica con su semblante más sombrío.

– ¿Por qué tiene el pelo con manchas de fuego como jabato? -preguntó Vukasin.

Veyrenc volvió a salir a los dos minutos con la linterna, los jirones de camisa y de chaqueta. Y empujó la puerta con el pie.

– Hay que cerrarla -dijo Vukasin.

– Sólo Arandjel tiene la llave -dijo Bosko.

En medio del silencio, Vlad tradujo el intercambio entre padre e hijo.

– La llave no servirá de nada -dijo Veyrenc-. Forcé la cerradura con un gancho.

– Vendré a bloquearla con piedras -masculló Bosko-. No sé cómo ha hecho este hombre para pasar ahí la noche sin que Vesna lo devore.

– Bosko se pregunta por qué Vesna no te ha tocado -explicó Vlad-. Unos piensan que sale del ataúd, otros dicen que es una mascadora que suspira por las noches para enloquecer a los vivos.

– A lo mejor sus… piró, Vlad -dijo Adamsberg-. Los suspiros de la santa y… los gritos… del hada. No me que… ría hacer daño.


Danica sacaba tazones, traía buñuelos.

– Si no recupera el pie, le entrará podredumbre y habrá que cortar -dijo Bosko sin miramientos-. Enciende el fuego, Danica, vamos a calentárselo. Haz café ardiendo y trae rakija. Y ponle una camisa, puñeta.

Acercaron el pie de Adamsberg al fuego. La proximidad de la muerte había dado a Adamsberg pensamientos sin par que en nada mermaban su afecto por ese pueblo perdido en los vahos del río, al contrario. Abandonar su país, incluso su montaña, irse, acabar, y acabar aquí, en el vaho, si Veyrenc quería quedarse y si algunos otros aceptaban reunirse con él, Danglard, Tom, Camille, Lucio. Retancourt también. El gato gordo, transportado hasta Kisilova sin que se mueva de su fotocopiadora. Y Émile, ¿por qué no Émile? Pero pensar en el Zerquetscher lo proyectaba con violencia a la gran ciudad de París, con sus camisetas atravesadas de costillas de esqueleto, a la sangre de la casa de Garches. Danica le frotaba el pie inerte con alcohol en el que había majado unas hojas, y se preguntaba qué esperaba ella exactamente de todo eso. Deseaba que nadie se fijara en esos gestos un poco tiernos.

– ¿Dónde se había metido, cretino? -preguntó la voz chirriante de Weill en su móvil particular, con el cinismo mitigado por un alivio perceptible.

– Encerrado en un panteón con ocho muertos y una muerta viviente, Vesna.

– ¿Herido?

– No, comprimido en un rollo de plástico hasta la asfixia.

– ¿Quién?

– Zerk.

– ¿Lo han encontrado?

– Veyrenc me ha encontrado. Veyrenc entró allí.

– ¿Veyrenc? ¿El tipo terco como una puerta de madera? ¿El que versificaba constantemente?

– El mismo.

– Creí que se había ido de la Brigada.

– Y se fue, pero él fue quien entró en el panteón. No me pregunte cómo, Weill, no lo sé.

– Me alegro en todo caso de encontrarlo entero, comisario.

– Lo único es que me falta un pie.

– Bueno -dijo Weill incómodo, incapaz de dispensar directamente consuelo-. He afinado con la vicepresidenta. Hubo efectivamente un matrimonio, hace veintinueve años.

– ¿El nombre del marido?

– No lo tengo, he hecho un llamamiento en la prensa. Uno de los testigos de la boda, una mujer, fue asesinada en Nantes hace ocho días de un balazo en la cabeza. Su hija ha contestado al anuncio. Estoy buscando al otro.

Nantes. Adamsberg recordaba haber pensado en esa ciudad. Pero ¿cuándo? ¿Y por qué?

– ¿Hubo un hijo?

– Ni idea. Y si es así, lo habrá dado.

– Hay que buscar al niño, Weill.

Adamsberg colgó y se señaló el pie.

– Hay algo que pica allí -dijo.

– Alabado sea Dios -dijo Danica santiguándose.

– Entonces te dejamos -dijo Bosko, inmediatamente seguido por Vukasin-. ¿Podrás arreglártelas para la comida de mediodía?

– Ve a descansar, Bosko. También vamos a acostarlo.

– Ponle una bolsa de agua caliente en el pie.

Mientras Adamsberg se dormía bajo el edredón azul, prepararon una habitación para el desconocido de pelo de jabato, a quien Danica encontraba una sonrisa deliciosa. El labio le subía bonitamente de lado, encantando brevemente su rostro. Sus pestañas, muy largas, arrojaban una pequeña sombra sobre sus mejillas de contornos fundidos. Nada que ver con el físico nervioso y danzante de Adamsberg. El desconocido no trataba de gustar. Sin embargo, llevaba las marcas del diablo en la pelambre, y es cosa sabida que el diablo puede adoptar los rasgos de un encantador.

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