El comisario no sentía ya ninguna aprensión ante la idea de ir a la Brigada, al contrario. El hombre de los dedos de oro lo había reencaminado, había disipado las brumas del accidente, del «shock psicoemocional» que esa mañana le impedían toda visibilidad. No olvidaba, desde luego, que había dejado huir a Zerk. Pero lo alcanzaría, a su manera y en su momento, como había alcanzado a Émile.
Émile, que remontaba la pendiente -«va a salir de ésta»-, leyó entre los mensajes que le habían dejado en la mesa. Lavoisier había llevado a cabo el traslado sin mencionar el lugar de destino, tal como habían acordado. Adamsberg leyó las noticias de Émile al perro. Alguien lo había lavado -alguien servicial o a punto de perder la paciencia-, tenía el pelo suave, olía a jabón. Cupido estaba hecho un ovillo encima de sus rodillas, Adamsberg podía dejar la mano recorrer su lomo. Danglard entró y se dejó caer como un saco de trapos encima de la silla.
– Vengo de casa de Josselin. Me ha reparado como se arregla una caldera. Ese hombre hace alta costura.
– No acostumbra usted a ir al médico.
– Sólo quería hablarle, pero me dio un patatús en su consulta. Había pasado dos horas agotadoras esta mañana. Un atracador había entrado en mi casa y tenía mis dos pistolas.
– Mierda. Le había dicho que se las llevara.
– Pero no lo hice. Y el atracador lo sabía.
– ¿Y bien?
– Cuando estuvo seguro de que no tenía dinero, acabó largándose. Y yo estaba cansado.
Danglard alzó una mirada desconfiada.
– ¿Quién ha lavado al perro? -interrumpió Adamsberg-. ¿ Estalère?
– Voisenet. Ya no podía soportarlo.
– He leído la nota del laboratorio. El estiércol de Cupido es idéntico al estiércol de Émile. O sea recogido en la misma granja en ambos casos.
– Eso afloja el cerco a Émile, pero no lo deja libre. Ni a Pierre hijo, que juega mucho y frecuenta también los hipódromos y los centros hípicos, o sea el estiércol. Incluso busca un caballo para comprar.
– Él no me lo había dicho. ¿Desde cuándo lo sabe usted?
Mientras hablaba, Adamsberg iba hojeando un montoncito de tarjetas postales que Gardon le había reservado, sacado de las cosas del viejo Vaudel. Se trataba sobre todo de correos convencionales, enviados por su hijo durante las vacaciones.
– La policía de Aviñón se enteró ayer, y yo esta mañana. Pero hay montones de personas que frecuentan las carreras. Hay treinta y seis grandes hipódromos en Francia, cientos de centros ecuestres, decenas de miles de aficionados. Eso nos da cantidades gigantescas de estiércol diseminado por todo el país. Una materia mucho más frecuente que otras.
Danglard señaló con el dedo debajo de la mesa de Adamsberg.
– Más frecuente, por ejemplo, que los restos de virutas de lápiz y de mina de plomo. Si eso se encontrara en la escena del crimen, sería mucho más valioso que el estiércol. Sobre todo teniendo en cuenta que los dibujantes no eligen sus lápices al azar. Y usted tampoco. ¿Qué lápices prefiere?
– Los Cargo 401-B, y los Seril H para el seco.
– ¿Eso son virutas de Cargo 401-B y de Seril H? ¿Con polvo de carboncillo?
– Sí, Danglard, ¿qué va a ser si no?
– Serían mucho mejores en una escena de crimen. Mucho más precisas que el puto estiércol, ¿no?
– Danglard -dijo Adamsberg dándose aire con una postal-, al grano.
– No me tienta. Pero si el grano va a caernos encima, más valdría ser más rápidos. Como en el cricket, abalanzarse hacia la pelota antes de que toque el suelo.
– Abaláncese, Danglard, soy todo oídos.
– Un equipo ha peinado la zona para encontrar los casquillos de bala donde dispararon a Émile.
– Sí, estaba entre las prioridades.
– Han encontrado tres.
– Para cuatro disparos, no está mal.
– También han encontrado el cuarto casquillo -dijo Danglard levantándose, metiendo sus dedos en los bolsillos traseros.
– ¿Dónde? -preguntó Adamsberg dejando de abanicarse.
– En casa de Pierre hijo de Pierre. Había rodado debajo de la nevera. Lo encontraron los chicos. Pero no el revólver.
– ¿Qué chicos? ¿Quién pidió el registro?
– Brézillon. Por la relación entre Pierre y los caballos.
– ¿Quién se lo dijo al inspector de división?
Danglard abrió los brazos ignorante.
– ¿Quién peinó el terreno para buscar los casquillos?
– Maurel y Mordent.
– Creía que Mordent estaba vigilando donde Louvois.
– No estaba. Quiso acompañar a Maurel.
Se hizo un silencio, y Adamsberg afiló ostensiblemente un lápiz encima de la papelera, dejando caer virutas de Seril H, antes de soplar la mina y colocarse una hoja de papel encima del muslo.
– ¿Qué significa este juego? -dijo suavemente iniciando su dibujo-. ¿Pierre dispara varias balas pero sólo se lleva un casquillo?
– Piensan que podía haber quedado atascada en el tambor.
– ¿Quiénes?
– La brigada de Aviñón.
– ¿Y no les preocupa? ¿Pierre se deshace del revolver pero primero saca el casquillo atascado? ¿Y conserva el casquillito? ¿Hasta que lo pierde tontamente en la cocina y se desliza debajo de su nevera? ¿Y por qué los chicos registraron tan a fondo? ¿Hasta desplazar la nevera? ¿Sabían que había algo debajo?
– Al parecer la esposa les dijo algo.
– Me asombraría, Danglard. Cuando esa mujer traicione a su marido, Cupido ya no querrá a Émile.
– Sí les preocupó, precisamente. Su jefe no es muy vivo, pero pensó que alguien podía haber puesto un casquillo allí. Porque además Pierre se defiende como un diablo. Entonces sacaron toda la parafernalia, aspirador, tamiz, micromuestras. Y encontraron algo. Esto -dijo Danglard señalando el suelo.
– ¿Esto qué?
– Residuos de mina de plomo y virutas de lápiz, probablemente dejados por zapatos. Y resulta que Pierre no utiliza lápiz. La noticia acaba de llegar.
Danglard tiró del cuello de su camisa, pasó a su despacho y trajo un vaso de vino. Parecía disgustado. Adamsberg no le dijo nada.
– Van a mandarlos al laboratorio. Esperan los resultados en dos o tres días. Establecer la composición de la mina, identificar la marca del lápiz. Lo cual no es sencillo. Por supuesto, sería más fácil si tuvieran una muestra comparativa. Creo que pronto sabrán dónde buscarla.
– Mierda, Danglard, ¿en qué está pensando?
– En lo peor, ya se lo dije. Pienso en lo que van a pensar. Que usted fue a meter el casquillo debajo de la nevera de Pierre Vaudel. Por supuesto, habrá que demostrarlo. Entre el análisis de las virutas, la identificación del lápiz y la comparación de la muestra, son cuatro días antes de la imputación. Cuatro días para atrapar la pelota antes de que toque el suelo.
– Avancemos, Danglard -dijo Adamsberg con una sonrisa fija-. ¿Por qué habría querido comprometer a Pierre hijo?
– Para salvar a Émile.
– ¿Y por qué quiero salvar a Émile?
– Porque hereda una enorme fortuna que no debe serle disputada por el heredero natural.
– ¿Y por qué iba a serle disputada?
– Porque el testamento sería falso.
– ¿Émile capaz de falsificarlo?
– Lo habría hecho un cómplice. Un cómplice con talento para el grafismo. Un cómplice que cobraría el cincuenta por ciento.
Danglard vació de un trago el vaso de vino blanco.
– Mierda -dijo bruscamente elevando la voz-. No es muy complicado, ¿o sí? ¿Hace falta escribírselo con todas las letras? Émile y un cómplice, pongamos Adamsberg, hacen un falso testamento. Émile hace que llegue la información al hijo: El viejo está a punto de hacer testamento en detrimento suyo, y alarma a Pierre Vaudel. Émile mata al viejo, deja estiércol para incriminar a Pierre, pone en escena un crimen de demente para hacer olvidar el asunto del dinero. Cortina de humo para ocultar la combinación sencilla. Luego, Adamsberg, en el escenario convenido, dispara dos balas a Émile. Lo bastante grave para que sea creíble. Lo lleva inmediatamente al hospital. Deja tres casquillos allí y esconde uno en casa de Pierre Vaudel, que cae por tentativa de homicidio contra Émile. Con el detector de mentiras se verá que Pierre estaba informado de lo del testamento. Émile declarará entonces que vio a Pierre hijo salir de la casa por la noche. Al ser parricida, Pierre ya no puede heredar. Su parte recae en Émile, según el testamento. Adamsberg y él se lo reparten, sin olvidar a sus madres. Fin del guión.
Estupefacto, Adamsberg miraba a Danglard, que parecía al borde de las lágrimas. Se palpó el bolsillo, encontró los cigarrillos dejados por Zerk, encendió uno.
– Pero -prosiguió Danglard- se abre la investigación, se acumulan elementos perturbadores, la maquinaria de Émile-Adamsberg se frena. Primero, el viejo Vaudel, que no quiere a nadie, hace un testamento a favor de Émile. Primera anomalía. Poco después, Vaudel muere. Segunda anomalía. Hay demasiado estiércol en el lugar del crimen, tercera anomalía. El domingo, tras la advertencia de Mordent, Adamsberg deja huir a Émile. Cuarta anomalía. Luego, la misma noche, y sin avisar a nadie, Adamsberg sabe dónde encontrar a Émile. Quinta anomalía.
– Me está poniendo nervioso con sus anomalías.
– Adamsberg llega justo a tiempo para salvarlo después de que le hayan disparado. Sexta anomalía. Se descubre un casquillo en casa de Pierre Vaudel. Séptima anomalía, enorme. Los policías empiezan a sospechar que los están toreando y pasan a la recogida de muestras afinada. Encuentran virutas de lápiz. ¿A quién beneficia el crimen? A Émile. ¿Sabe Émile falsificar documentos? No. ¿Tiene algún amigo con talento para el dibujo, la caligrafía? Sí. Adamsberg, que se preocupa por él en el hospital y que lo manda trasladar fuera del alcance de los policías, alto secreto, octava anomalía. ¿Adamsberg afila lápices? Sí. Se toman muestras, se compara, se acierta. ¿Cuándo pudo Adamsberg ir a Aviñón a dejar el casquillo? Pues esa noche, por ejemplo. El comisario había desaparecido anoche, no ha llegado a la Brigada hasta hoy a las doce y media. ¿Sus coartadas? Ayer: estaba con el médico. Esta mañana: estaba con el médico. Se ha desmayado, él, a quien nunca le pasa. O sea que el médico es un comparsa. Los tres se entienden bien, Émile, Adamsberg, Josselin. Demasiado bien para unos tipos que sólo se conocen desde hace tres días. Novena anomalía. Resultado: a Émile le caen treinta años o cadena perpetua por el asesinato de Vaudel padre y estafa en la herencia. Adamsberg cae de su pedestal y se estrella por falsificación, complicidad en asesinato y distorsión de las pruebas. Veinte años. Se acabó. Adamsberg tiene cuatro días para salvar el pellejo.
Adamsberg encendió un cigarrillo con la punta del anterior. Era una suerte que Josselin le hubiera arreglado la caldera esa mañana, cuando estaba al borde del crash emocional definitivo. Zerk, y ahora Danglard, ambos en la cúspide de su inventiva.
– ¿Quién cree eso, Danglard? -preguntó apagando la colilla.
– ¿Vuelve a fumar?
– Desde que ha empezado usted a hablar.
– Mejor que no. Es un indicio de cambio de comportamiento.
– ¿Quién cree eso, Danglard? -repitió Adamsberg en un tono más alto.
– Todavía nadie. Pero dentro de cuatro días, o de tres, Brézillon lo creerá, también los policías de Aviñón. Y todo el mundo. Lo sospechan ya. Porque, con o sin casquillo, Pierre Vaudel no está bajo arresto domiciliario.
– ¿Por qué lo van a creer?
– Pues porque todo ha sido hecho para eso. Salta a la vista, maldita sea.
Danglard miró de repente a Adamsberg con aire indignado.
– ¡No creerá que lo creo! -dijo enredándose en su expresión verbal, cosa que rara vez le sucedía.
– No tengo ni idea, comandante. Es usted perfectamente convincente en su exposición del guión. Hasta yo me lo creo.
Danglard salió de nuevo, volvió con el vaso lleno.
– Soy convincente -dijo articulando cada palabra- para convencerlo de lo que van a creer aquellos a quienes van a hacer creer.
– Hable en francés, Danglard.
– Se lo dije ayer. Alguien quiere verlo caer, definitivamente. Alguien que no quiere, bajo ningún concepto, que eche el guante al asesino de Garches. Alguien a quien eso arruinaría la vida. Alguien que tiene influencia, alguien de arriba. Y seguramente cercano al asesino. Usted tiene que caer, y otro tiene que pagar en lugar del Zerquetscher. Es bastante sencillo, ¿no? Las primeras faltas organizadas contra usted no bastaron para ponerlo fuera de juego. Así que han forzado las cosas, han dado el nombre del Zerquetscher a la prensa, lo han hecho huir, han dejado el casquillo en casa de Pierre hijo, con sus virutas de lápiz. Con eso baja la reja. Es mecánico. Pero, para que el motor funcione bien, el hombre de arriba necesita cómplices, para empezar aquí mismo. ¿Quién tiene acceso a las virutas de lápiz? Alguien de la Brigada. ¿Quién tuvo acceso a los casquillos? Mordent y Maurel. ¿Quién ha desaparecido de la circulación esta mañana, depresión nerviosa, baja, prohibición de visitas? Mordent. Ya se lo dije en el bar, y usted me respondió que yo pensaba de una manera fea. Yo le dije que su hija va a pasar un juicio la semana que viene. Saldrá libre, ya lo verá, y mejor para ella y para él. Pero usted, para entonces, estará en chirona.
Adamsberg exhaló el humo con más ruido del necesario.
– ¿Me cree? -preguntó Danglard-, ¿Comprende el sistema?
– Sí.
– Cricket -repitió Danglard, que no era nada deportista-. Atrapar la pelota antes. Tres o cuatro días, no más.