19

Lamarre entró como una exhalación en el Cubilete.

– Urgente, comisario, Viena lo busca.

Adamsberg miró a Lamarre sin entender. Trabado por su timidez, el cabo no tenía facilidad para hablar y no se atrevía a lanzarse sin chuleta a una exposición oral por corta que fuera.

– ¿Quién quiere verme, Lamarre?

– Viena. Thalberg, acabado como usted en berg, como el compositor.

– Sigismund Thalberg -confirmó Danglard-, compositor austríaco, 1812-1871.

– No es compositor, eso dice. Es comisario.

– ¿Un comisario de Viena? -dijo Adamsberg-. Haberlo dicho, Lamarre.

Adamsberg se levantó y cruzó la calle tras el cabo.

– ¿Qué quiere el hombre de Viena?

– No lo he preguntado, comisario, quiere hablar con usted. Oiga -prosiguió Lamarre echando una mirada atrás-, ¿por qué el bar se llama Cubilete si no hay jugadores de dados ni mesa de juego?

– ¿Y por qué la Brasserie des Philosophes se llama así si no hay un solo filósofo dentro?

– Pero eso no nos da una respuesta, sólo nos da otra pregunta.

– Así suelen ser las cosas, cabo.

El comisario Thalberg quería una videoconferencia, y Adamsberg se instaló en la sala técnica, totalmente guiado por Froissy para la puesta en marcha del material. Justin, Estalère, Lamarre, Danglard se arracimaban detrás de su silla. Quizá se debiera a la evocación del músico romántico austríaco, pero a Adamsberg le pareció que el hombre que apareció en pantalla había ido a buscar su belleza al siglo anterior, rostro pictórico y refinado, un poco enfermizo, favorecido por el cuello alzado de la camisa y acariciado por sus cabellos rubios en rizos perfectos.

– ¿Habla usted alemán, comisario Adamsberg? -preguntó el gentil vienés encendiendo un largo cigarrillo.

– No, lo siento. Pero el comandante Danglard traducirá.

– Es amable de él, pero estoy capaz de hablar su lengua. Encantado de conocerlo, comisario, y también encantado de compartir. He sabido ayer su caso de Carches. Una rápida resolución posible si los Blödmänner de la prensa hubieran cerrado la boca. ¿Su hombre ha escapado?

– ¿Qué quiere decir Blödmänner, Danglard? -preguntó Adamsberg en voz baja.

– «Gilipollas» -tradujo el comandante.

– Ha escapado completamente -confirmó Danglard.

– Lo siento por usted, comandante. Espero que sigue encargado del caso, ¿sí?

– De momento sí.

– Entonces quizá puedo ayudar, y usted también para mí.

– ¿Tiene algo sobre Louvois?

– Tengo algo sobre el crimen. Es decir que soy casi seguro que poseo el mismo, porque no es corriente, ¿verdad? Le envío imágenes, será mejor de darse cuenta.

El rostro rubio desapareció cediendo el lugar a una casa de pueblo con revestimiento de madera y tejado empinado.

– Es el sitio -prosiguió la voz agradable de Thalberg-. Es en Pressbaum, muy cerca de Viena, hace cinco meses y veinte días, en una noche. Un hombre también, Conrad Plögener, más joven que el suyo, cuarenta y nueve años, casado y tres niños. La mujer y los niños se han ido el fin de semana a Graz, y Plögener ha sido asesinado. Comerciaba muebles. Asesinado así -encadenó pasando a otra imagen, una sala manchada de sangre en que no se distinguía ningún cuerpo-. No sé para usted -prosiguió Thalberg-, pero en Pressbaum el cuerpo estaba tan cortado que nada se reconocía. Cortado en trozos pequeños, machacado trozo por trozo debajo de piedra y distribuido por el espacio en todas partes. ¿Posee un igual modo?

– A primera vista, sí.

– Muestro imágenes más próximas, comisario.

Se sucedieron una quincena de fotos que recordaban exactamente el «teatro sangriento» de Garches. Conrad Plögener vivía más modestamente que Pierre Vaudel, no había gran piano ni tapicerías.

– He tenido menos fortuna que usted, no ha sido posible encontrar una huella del Zerquetscher.

– «Aplastador» -tradujo Danglard, torciendo una mano en la otra para representar la acción-. «Machacador.»

– Ja -confirmó Thalberg-, la gente de aquí lo ha llamado el Zerquetscher, ya sabe cómo siempre quieren dar sobrenombre. Sólo he encontrado marcas de zapatos de montaña. Digo que es una gran posibilidad que tenemos el mismo Zerquetscher que ustedes, aunque es una gran rareza que un asesino no actúa sólo en su país.

– Precisamente. ¿La víctima era totalmente austríaca? ¿No tenía nada francés?

– He ido a comprobar esto antes. Plögener era plenamente austríaco, ha nacido en Estiria, en Mautern. Hablo de él solo, porque nadie es totalmente algo, mi abuela es origen Rumania y así todo el mundo. ¿Y Vaudel era un francés? ¿No tienen nada como «Pfaudel» o «Waudel», u otra cosa con su nombre?

– No -dijo Adamsberg, que, con la barbilla apoyada en la mano, parecía aterrado por la nueva papilla de Conrad Plögener-. Hemos revisado tres cuartas partes de su archivo personal, no hay ninguna relación con Austria. Espere, Thalberg, hay al menos una relación con la lengua alemana.

Una frau Abster, en Colonia, a la que parece haber amado mucho tiempo.

– Inscribo. Abster. Busco en sus íntimos papeles.

– Vaudel le ha escrito una carta en alemán para enviarla después de su muerte. Deme un minuto, busco el papel.

– Recuerdo el texto -dijo Froissy-. Bewhre unser Reich, widerstejhe, auf dass es unantastbar bleibe.

– Seguido de una palabra en ruso que significa Kiss Love.

– Inscribo. Un poco solemne, me parece, pero los franceses suelen ser eternalistas en amor, al revés de lo que se dice. Tenemos entonces una frau Abster que corta a sus antiguos amantes. Es una broma, naturalmente.

Adamsberg hizo una seña con la cabeza a Estalère, que se fue inmediatamente. El mejor especialista en café de la Brigada, Estalère se sabía al dedillo las preferencias de cada cual, con o sin azúcar, con o sin leche, corto o largo. Sabía que Adamsberg tenía tendencia a elegir la taza de borde grueso decorada con un pájaro naranja. Voisenet, ornitólogo, decía con desdén que ese pájaro no se parecía a nada razonable, y así se anclaban los hábitos. No había servilismo en el afán de Estalère por memorizar el gusto de cada cual, sino pasión por los detalles técnicos, por pequeños y numerosos que fueran, que quizá lo hacía inepto para la síntesis. Volvió con una bandeja perfecta, cuando el comisario vienés presentaba la imagen de una figura desollada en la cual los policías austríacos habían teñido de negro las partes más dañadas por el Zerquetscher. Adamsberg le envió a cambio el dibujo francés hecho la víspera, con sus impactos rojos y verdes.

– Soy convencido que hay que encontrar los dos casos, comisario.

– Yo también soy convencido -murmuró Adamsberg.

Bebió un sorbo de café, grabando la imagen del desollado y sus zonas negras, la cabeza, el cuello, el hígado, una copia casi conforme a su propio esquema. El rostro del comisario reapareció.

– Esa frau Abster, envíeme su dirección, voy a visitarla a Colonia.

– En ese caso, podría llevarle la carta de su amigo Vaudel.

– En efecto, sería amable.

– Le envío una copia. Trátela con cuidado al anunciarle la muerte. Quiero decir que no es necesario darle los detalles del crimen.

– Siempre trato con cuidado, comisario.


– El Serquecher -repitió varias veces Adamsberg, pensativo, cuando finalizó la conferencia-. Armel Louvois, el Serquecher.

– Zerquetscher -rectificó Danglard.

– ¿Qué opina de su pinta? -preguntó Adamsberg alcanzando el periódico que Danglard había dejado en la mesa.

– Una foto de identidad fija los rasgos en una pose rígida -dijo Froissy, respetuosa de la ética que prohibía cualquier comentario acerca del físico de los sospechosos.

– Es verdad, Froissy, está fijo, rígido.

– Porque mira el aparato sin moverse.

– Lo cual le da cara de cretino -dijo Danglard.

– Pero ¿qué más? ¿Se ve el peligro en sus rasgos? ¿El miedo? Lamarre, ¿le gustaría cruzarse con él en un pasillo?

– Negativo, comisario.

Estalère cogió el periódico y se concentró. Luego renunció y lo devolvió a Adamsberg.

– ¿Qué? -preguntó el comisario.

– No encuentro ninguna idea. Lo encuentro normal.

Adamsberg sonrió y puso su taza en la bandeja.

– Voy a ver al médico -dijo-. Y a los enemigos imaginarios de Vaudel.


Adamsberg consultó sus relojes, desfasados uno respecto al otro, y la media de las horas le dijo que disponía de un poco de tiempo. Levantó a Cupido, que tenía un aspecto curioso desde que Kernorkian le cortara unas mechas para tomar muestras de estiércol, y atravesó la sala en dirección al gato de encima de la fotocopiadora. Adamsberg los presentó, explicó que el perro estaba allí a título provisional, a menos que su amo muriera por culpa de un cabronazo que le había envenenado la sangre. La Bola desplegó parcialmente su enorme cuerpo redondo, prestó poca atención al animal agitado que lamía los relojes de Adamsberg. Y volvió a poner su cabezota sobre la tapa tibia, indicando que, mientras siguieran llevándolo hasta el cuenco y le dejaran la fotocopiadora, la situación lo dejaba indiferente. Siempre y cuando, claro, Retancourt no se enamoriscara de ese perro. Retancourt era suya, y la quería.

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