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Las latas de paté, las galletas, el tretrabrick de vino imbebible, el coñac de muñecas, Adamsberg sólo pensaba en eso al ir hacia el parking. Un objetivo que en otro tiempo y otro lugar habría encontrado desolador, pero que en ese momento conformaba un nítido punto de belleza y de placer y focalizaba su energía. Instalado en la parte trasera del coche, dispuso las maravillas de Froissy en el asiento. Las conservas se abrían sin abrelatas, una pajita estaba pegada en el costado del cartón de vino, se podía confiar en el talento práctico de la teniente Froissy, que alcanzaba cimas en su especialidad de ingeniera de sonido. Untó el paté en una galleta, se lo metió todo en la boca, curiosa mezcla de dulce y salado. Otra para el perro, otra para él, hasta que las latas estuvieran vacías. No había problema entre el perro y él. Parecía claro que habían ido juntos a la guerra, su amistad podía prescindir de comentario y de pasado. Adamsberg perdonaba, pues, a Cupido su olor a estiércol y el que esa peste hubiera invadido el habitáculo. Le sirvió agua en el cenicero del coche y abrió el cartón de vino. El tintorro -pues no había otra palabra para designarlo- se derramó en su organismo, dibujándole al ácido todos los contornos de su sistema digestivo. Se lo bebió todo, bastante satisfecho de esa quemadura, tan verdad es que un sufrimiento leve hace que uno se sienta vivo. Tan verdad es que estaba feliz, feliz de haber encontrado a Émile antes de que éste se vaciara en la hierba acompañado por el lamento del perro. Feliz, casi eufórico, y se tomó el tiempo de admirar la perfección de las botellitas de coñac para muñecas antes de metérselas en el bolsillo.

Medio tendido en el asiento, tan a gusto como en el salón de un hotel, marcó el número de Mordent. Danglard sólo pensaba en los pies de su tío, y quería dejar dormir a Retancourt, que llevaba dos días sin parar. Mordent, en cambio, buscaba la acción para distraerse de su abatimiento, lo que explicaba probablemente su absurda precipitación de esa mañana. Adamsberg consultó sus relojes, de los cuales sólo uno brillaba en la noche. Más o menos la una y cuarto de la madrugada. Hacía una hora y media que había encontrado a Émile, dos y media que le habían disparado.

– Espero a que se despierte, Mordent, tómese su tiempo.

– Hable, comisario, no estaba durmiendo.

Adamsberg puso la mano sobre Cupido para que cesaran sus gañidos y escuchó el ligero ruido de fondo en el teléfono. Era un ruido de mundo exterior, no de apartamento. Coches circulando, paso de un camión. Mordent no estaba en su casa. Estaba plantado en una avenida desierta en Fresnes y miraba los muros.

– Tengo a Émile Feuillant, comandante. Tiene dos balas en el cuerpo, está en el hospital. La agresión tuvo lugar antes de las once a veinte kilómetros de Châteaudun, en pleno campo. Localíceme a Pierre Vaudel, compruebe si volvió a su casa.

– Normalmente sí, comisario. Debió de llegar a Aviñón hacia las siete de la tarde.

– Pero no estamos seguros; si no, no le pediría que lo comprobara. Hágalo ahora, antes de darle tiempo a repatriarse. No por llamada telefónica, podría haberla desviado. Mande a la policía de Aviñón.

– ¿Con qué motivo?

– Vaudel sigue estando bajo vigilancia, con prohibición de abandonar el territorio.

– No gana nada matando a Émile. Según el testamento, la parte de Émile va a su madre si él muere.

– Mordent, le estoy pidiendo que lo compruebe y que me mande la información. Llámeme en cuanto la tenga.

Adamsberg sacó la ropa de Émile, extirpó el pantalón pegado de sangre, extrajo el papel del bolsillo trasero derecho, intacto. Doblado en ocho y metido hasta el fondo. La escritura era aguda y bien formada, la de Vaudel padre. Una dirección en Colonia, Kirchstrasse 34, para la señora Absten Y luego: «Bewahre unser Reich, winderstehe, auf dass es unantastbar bleibe». Seguido de una palabra incomprensible escrita en mayúsculas: КИСЕЉЕВО. Vaudel amaba a una dama alemana. Tenían una palabra para ellos solos, como hacen los adolescentes.

Adamsberg se metió el papel en el bolsillo, decepcionado. Se tumbó en el asiento y se quedó instantáneamente dormido, con apenas tiempo para sentir que Cupido se había pegado a su vientre, con la cabeza puesta sobre su mano.

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