32

Su habitación de techo alto estaba sobrecargada de viejas alfombras de colores; la cama, cubierta con un edredón azul. Adamsberg se dejó caer en ella, con las manos cruzadas detrás de la nuca. El cansancio del viaje le pesaba en los miembros, pero sonreía con los ojos cerrados, feliz de haber extirpado la raíz de los Plog e incapaz de comprender su historia. No tenía fuerzas para hablar de ello con Danglard, le mandó dos breves mensajes de texto; texti, se empeñaba en decir Danglard cuando empleaba el término en plural. «El antepasado es Peter Plogojowitz.» Y añadió: «†l725».

Danica, que, bien mirada, era redondita y guapa, y no debía de tener más de cuarenta y dos años, llamó a la puerta, despertándolo después de las ocho, según sus relojes.

– Večera je na stolu -dijo con una gran sonrisa, completando con gestos que significaban «venir» y «comer».

El lenguaje de los signos cubría fácilmente lo esencial de las funciones vitales.

La gente no paraba de sonreír, allí en Kisilova, y de ese lugar singular venía quizá el «carácter feliz» del tío Slavko y de su sobrino Vladislav. Descendencia que le hizo pensar en su propio hijo. Envió algunos pensamientos al pequeño Tom, que estaba en alguna parte en Normandía, y cayó del edredón. Enseguida había tomado cariño a ese edredón azul pálido ribeteado con cordón de pasamanería y gastado en las esquinas, más atractivo que el rojo vivo que le había regalado su hermana. Ése olía a heno o a diente de león, incluso quizá a burro. Cuando bajaba la escalerita de madera, su portátil vibró en su bolsillo trasero, como un grillo nervioso que le hiciera cosquillas en la piel. Consultó la respuesta de Danglard. Una respuesta clara: «Inepto».


Vladislav lo esperaba en la mesa, con los cubiertos plantados verticalmente en sus puños. Dunajski zrezek, escalope vienesa, dijo impaciente señalando la fuente. Se había puesto una camiseta blanca, y su tocado de pelo negro era todavía más vistoso. Se detenía en las muñecas, como ola que muere, dejando sus manos lisas y pálidas.

– ¿Ha visto paisaje? -preguntó el joven.

– El Danubio y la linde del bosque oscuro. Una mujer vino para impedir que fuera allí. Hacia el bosque.

Buscó el rostro de Vlad, que comía cabizbajo mirando el plato.

– Pero fui igualmente -insistió Adamsberg.

– Formidable.

– ¿Qué quiere decir? -dijo Adamsberg poniendo en la mesa la hoja en la que había copiado la inscripción grabada en la estela.

Vlad cogió la servilleta, se secó lentamente los labios.

– Gilipolleces.

– Ya, pero ¿cuáles?

Vlad resopló por la nariz, expresando su desacuerdo.

– De todos modos, lo habría visto tarde o temprano, aquí es inevitable.

– ¿Y bien?

– Ya se lo he dicho. No quieren hablar de ello, eso es todo. El que esa mujer lo haya visto ir ya es malo. No se sorprenda si mañana lo echan. Y si quiere proseguir su investigación sobre Vaudel no los provoque con eso. Ni con eso ni con la guerra.

– No he dicho nada sobre la guerra.

– ¿Ve al tipo que está detrás de nosotros? ¿Ve lo que hace?

– Lo he visto. Dibuja en el dorso de su mano.

– Todo el día se dibuja círculos y cuadrados, en naranja, verde, marrón. Estuvo en la guerra -añadió Vlad bajando el tono-. Desde entonces se colorea redondeles en la mano sin decir palabra.

– ¿Y los demás hombres?

– Kiseljevo sufrió relativamente poco. Porque aquí no se deja a las mujeres y niños solos en el pueblo. Muchos consiguieron esconderse, muchos se quedaron. No hable del bosque, comisario.

– Está ligado a mi investigación, Vlad.

– Plog -dijo Vladislav irguiendo el dedo corazón, lo que daba un nuevo significado a la onomatopeya-. Nada que ver.

Danica, que se había arreglado las guedejas rubias, les trajo los postres y puso sin preguntar dos vasitos delante de sus platos.

– Prudencia -aconsejó Vlad-. Es rakija.

– ¿Qué quiere decir?

– Aguardiente de frutas.

– Hablo de la inscripción en la piedra.

Vladislav rechazó la hoja sonriendo, se sabía la inscripción de memoria, como todos los conocedores de Kisilova.

– Sólo un francuz ignorante no se sobresalta al oír el terrible nombre de Peter Plogojowitz. La historia es tan célebre en Europa que ya ni se cuenta. Pregunte a Danglard, la sabe seguro.

– Ya le he hablado de eso. Lo sabe.

– No me extraña de él. ¿Qué dice?

– «Inepto.»

– Adrianus nunca me decepciona.

– Vlad, ¿qué pone en la estela?

– «Tú que vienes ante esta piedra» -recitó Vlad-, «pasa de largo sin oír y nada recojas del suelo que la rodea. Aquí yace el alma condenada de Petar Blagojević, muerto en 1725 a la edad de 62 años. Que su espíritu maldito ceda el sitio a la paz».

– ¿Por qué hay dos nombres?

– Es el mismo. Plogojowitz es la versión austriaca de Blagojević. En la época en que vivía aquí, la región estaba dominada por los Habsburgo.

– ¿Por qué fue condenado?

– Porque en 1725 el campesino Peter Plogojowitz murió en Kisilova, su pueblo natal.

– No empiece por su muerte. Dígame lo que hizo en vida.

– Es que su vida sólo se estropeó después de morir. Tres días después de su entierro, Plogojowitz vino a ver a su mujer por la noche y le pidió un par de zapatos para poder viajar.

– ¿Zapatos?

– Sí. Se los había olvidado. ¿Sigue queriendo saber o entiende que es una historia inepta?

– Cuénteme el resto, Vlad. Me suena vagamente ese muerto que quería sus zapatos.

– En las diez semanas que siguieron a su visita, hubo nueve muertes brutales en el pueblo, todas ellas de allegados de Plogojowitz. Perdían su sangre y morían de agotamiento. Durante su agonía, decían haber visto a Plogojowitz inclinarse sobre ellos, o incluso tumbarse sobre ellos. El pánico cundió entre los habitantes, convencidos de que Plogojowitz se había convertido en vampiro que venía a aspirarles la vida. Y de repente en toda Europa ya no se habló de otra cosa más que de él. Fue por Plogojowitz, por Kisilova, donde tomas rakija esta noche, por lo que la palabra vampyre apareció por primera vez fuera de estas tierras.

– ¿Hasta ese punto?

– Plog. Porque tras más de dos meses, los aldeanos estaban decididos a abrir su tumba para exterminarlo, pero la iglesia lo proscribía formalmente. La gente se exaltó, el imperio envió a las autoridades civiles y religiosas para calmar los disturbios. Autoridades que asistieron impotentes a la exhumación. Pero que observaron y que describieron. El cuerpo de Peter Plogojowitz no mostraba un solo signo de descomposición. Estaba intacto y con la piel fresca.

– Como la mujer de Londres. Una tal Elisabeth cuyo marido abrió el ataúd después de siete años para recuperar sus poemas. Ella estaba como nueva.

– ¿Era una vampira?

– Por lo que entendí, sí.

– Entonces es normal. La piel vieja de Plogojowitz y sus antiguas uñas estaban en el suelo de la sepultura. Le salía sangre de la boca y de todos sus orificios: por las narices, los ojos, la orejas. Todos esos hechos fueron escrupulosamente consignados por los responsables austriacos. Peter se había comido su sudario y estaba en erección, aunque ese detalle suele omitirse en los informes. Aterrorizados, los campesinos hicieron una estaca y le atravesaron el corazón.

– ¿Emitió un estertor?

– Sí. Su horrible aullido se oyó en todo el pueblo, y un chorro de sangre se extendió por la tumba. Sacaron su cuerpo repulsivo y lo quemaron hasta la última parcela. Desenterraron a sus nueve víctimas, las encerraron en una sepultura sellada y abandonaron rápidamente el cementerio.

– ¿El viejo cementerio del oeste?

– Sí. Temían el contagio bajo tierra. Y las muertes cesaron. Así es como cuentan la historia.

Adamsberg tomó un sorbo diminuto de rakija.

– En la linde del bosque, bajo el túmulo, ¿lo que hay son cenizas?

– Hay dos versiones. Sus cenizas fueron esparcidas por el Danubio, o bien reunidas en esa tumba, lejos del pueblo. La creencia generalizada es que un trozo de Plogojowitz el inmundo sobrevivió, porque bajo el túmulo dicen que se lo oye masticar. Lo cual indica de todos modos que Peter perdió toxicidad, puesto que cayó al nivel inferior de mascador.

– ¿Se convirtió en subvampiro?

– En un vampiro pasivo, que no sale de su tumba, pero demuestra su avidez devorando cuanto encuentra a su alrededor: su ataúd, su sudario y la tierra. Hay miles de testimonios sobre mascadores. Se oye el chasquido de sus dientes bajo tierra. Aun así, vale más no acercarse y bloquearlos en su guarida.

– ¿Para eso sirven los troncos, las piedras?

– Para impedir que salga, sí.

– ¿Quién los pone?

– Arandjel -dijo Vlad bajando la voz mientras Danica venía a llenarles de nuevo los vasos.

– ¿Y por qué cortan los árboles de alrededor?

– Porque las raíces se hunden en la tierra de la tumba. La madera se contamina, no hay que dejar que se extienda, ni cortar una sola flor alrededor porque Plogojowitz está en los tallos. Arandjel lo arrasa todo una vez al año.

– ¿Cree que Plogojowitz puede salir de allí?

– Arandjel es el único que no cree en eso. Aquí, una cuarta parte de los habitantes se lo cree a pies juntillas. Otra cuarta parte mueve la cabeza sin pronunciarse, por si acaso, para no atraer la ira del vampir burlándose de él. La otra mitad finge no creer en ello, dice que son viejas historias para los ignorantes de antaño. Pero nunca están tranquilos, y por eso los hombres no dejaron el pueblo cuando la guerra. Arandjel es el único que no cree en ello de verdad. Por eso no teme conocer las historias de los vampiri de memoria, desde los vârkolac, los opyr, los vurdalak hasta los nosferat, veštica, stafia, tnorije.

– ¿Tantos?

– Aquí, Adamsberg, y en un radio de treinta kilómetros han existido miles de vampiros. Pero el epicentro es aquí, donde estamos. Donde reinó Plogojowitz el grande, el amo incontestable de la jauría.

– Si Arandjel no cree, ¿por qué lastra la tumba?

– Para tranquilizar a los habitantes. Cambia los troncos todos los años porque la madera se pudre por debajo. Y algunos piensan que es porque Plogojowitz se ha comido la tierra y empieza a atacar los troncos. Entonces Arandjel los sustituye, y corta los vástagos que brotan en los tocones. Es el único que se atreve a hacerlo, claro. Nadie se acerca al túmulo, pero por lo general la gente es razonable. Se considera que Plogojowitz es impotente porque transfirió su fuerza a su linaje.

– ¿Dónde está su linaje? ¿Aquí?

– ¿Bromeas? Antes incluso de que desenterraran a Plogojowitz, toda su familia había huido del pueblo para evitar ser masacrada. Sus descendientes se dispersaron por todas partes, a saber dónde. Vampirejos a diestra y siniestra. Pero algunos pretenden que, si Plogojowitz logra salir de su tumba, todo se reconstituirá en una única y terrible entidad. Otros dicen que una parte de Plogojowitz está aquí pero que reina entero en otro sitio.

– ¿Dónde?

– No lo sé. Todo eso son recuerdos de lo que me contaba mi Dedo. Si te divierte saber más, tendrás que hablar con Arandjel. Es en cierto modo el Adrianus serbio.

– Pero ¿se sabe, Vlad, si hay alguna familia en particular que haya sido objeto de la destrucción de Plogojowitz?

– Pues la suya, te lo acabo de contar. Hubo nueve muertos entre sus allegados. Lo que significa que hubo una epidemia. El viejo Plogojowitz estaba enfermo y transmitió la infección a su familia, que la pasó a sus vecinos. Es tan sencillo como eso. Luego, en medio del terror, se buscó una cabeza de turco, remontándose hasta el primer caso mortal, le plantaron una estaca en el corazón, y así se escribe la historia.

– ¿Y si la epidemia hubiera continuado?

– Ocurrió cantidad de veces. En ese caso, se abre la tumba, imaginando que hay trozos de la criatura nefasta todavía activos, y vuelta a empezar.

– ¿Y si tiraron las cenizas al río?

– Se abre otra tumba, de un hombre o mujer sospechosos de haber robado un resto del monstruo en la hoguera, de habérselo comido y de haberse convertido a su vez en vampir. Y así hasta la extinción de la epidemia. Por eso puede decirse al final: «Y cesaron las muertes».

– Pero las muertes continúan, Vladislav. Un Plögener en Pressbaum y un Plog en Garches. Dos retoños de Plogojowitz, en Austria y en Francia. ¿No se puede tomar otra cosa que no sea rakija? Esta cosa me devora como un mascadón ¿Una cerveza? ¿Hay cerveza?

– Hay Jelen.

– Muy bien, pues Jelen.

– Pudo suceder otra cosa que desencadenara la venganza. Supón que Plogojowitz no fuera un vampir en 1725. ¿Qué? ¿Qué dirías?

Adamsberg sonrió a la patrona, que le traía la cerveza, y buscó cómo decir «gracias». Consultó el dorso de la mano.

– Hvala -dijo, haciendo gesto de querer fumar, y Danica se sacó de la falda una cajetilla de aspecto desconocido, de la marca Morava.

– Regalo -dijo Vlad-. Pregunta por qué tienes dos relojes, de los que ninguno da la hora exacta.

– Dile que no lo sé.

On ne zna -tradujo Vlad-. Te encuentra atractivo.

Danica volvió al despacho, donde hacía cuentas, y Adamsberg siguió con la mirada su movimiento, sus caderas anchas bajo la falda roja y gris.

– ¿Y si nunca hubiera habido un vampir? -insistió Vlad.

– Buscaría una historia de familia que conllevara represalias y castigo fatal. Un asesinato ignorado, un esposo traicionado, un hijo ilegítimo, una fortuna malversada. Vaudel-Plog era muy rico y no dejó el dinero a su hijo.

– ¿Lo ves? Busca por ahí, donde haya dinero.

– Están los cuerpos, Vlad. Despachurrados como para que ninguna parcela pueda reconstituirse. ¿Se despedazaba a los vampiros, o se limitaban a la estaca y al fuego?

– Eso lo sabrá Arandjel.

– ¿Dónde está? ¿Cuándo podré verlo?

Un breve intercambio con Danica, y Vlad volvió hacia Adamsberg un poco sorprendido.

– Al parecer, Arandjel te espera mañana para comer y hará col rellena. Sabe que has limpiado y mirado la estela, todo el mundo está al corriente. Dice que no debes jugar con eso sin saber, o morirás.

– Decías que Arandjel no creía en eso.

– O morirás -repitió Vlad, vaciando el vaso y echándose a reír a carcajadas.

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