Adamsberg se detuvo en seco, dejó caer el brazo, el frasco rodó por las baldosas rojas.
– ¡Joder, el frasco! -gritó el joven.
Adamsberg lo recogió con gesto automático. Buscaba la palabra para decir «el que inventa una historia y se la cree», pero ya no la encontraba. Tipos sin padre que pretendían ser hijos de rey, hijos de Elvis, descendientes de César. El atracador de los parques tuvo dieciocho padres, entre los cuales estaba Jean Jaurès, cambiaba cada dos por tres. Mitómano, ésa era la palabra. Y decían que no había que romper la pompa de jabón de un mitómano, que era tan peligroso como despertar bruscamente a un sonámbulo.
– Puestos a elegir a un padre -dijo-, podrías haber elegido a alguien mejor que yo. No es muy interesante ser hijo de policía.
– Adamsberg -soltó el joven con una risita, como si no hubiera oído nada-, el padre del Zerquetscher. No queda muy bien, ¿eh? Pero así son las cosas. Un día el hijo abandonado vuelve, un día el hijo aplasta al padre, un día le roba el trono. ¿Conoces la historia al menos? Y el padre se va en harapos por los caminos.
– De acuerdo -dijo Adamsberg.
– Voy a preparar café -dijo el joven imitándolo-. Coge el puto frasco y sígueme.
Mientras lo miraba echar agua en el filtro, con el cigarrillo colgando del labio inferior, los dedos rascando el pelo castaño, Adamsberg sintió que una descarga subía de su vientre, un chorro de ácido más sobrecogedor que el vino infecto de Froissy que fue a irradiar en el cuello de los dientes. «Los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren la dentera.» [3] En su pose atenta, el joven bruto se parecía a su propio padre, de cejas hirsutas, cuando vigilaba la cocción del pote. La verdad es que se parecía a la mitad de los jóvenes bearneses o a los dos tercios de los del valle del torrente de Pau: de pelo denso y rizado, mentón huidizo, labios bien dibujados, cuerpo sólido. Louvois, el nombre no le recordaba a nadie de su valle. El tipo podría venir también del valle de enfrente, el de su colega Veyrenc, por ejemplo. O de Lille, de Reims, de Menton. De Londres seguro que no.
El tipo cogió los dos tazones y los llenó. El clima se había modificado desde que el joven había soltado su revelación. Con negligencia, había vuelto a meterse el P 38 en el bolsillo trasero, dejando la cartuchera junto a la silla. La fase del enfrentamiento, igual que amaina el viento en alta mar. Ni el uno ni el otro sabían qué hacer, daban vueltas al azúcar en el café. El Zerquetscher, con la cabeza inclinada, se recogía el pelo largo detrás de las orejas. Se le volvía a caer, se lo volvía a recoger.
– Que seas bearnés es posible -dijo Adamsberg-. Pero búscate a otro, Zerquetsch. No tengo hijos y no quiero tenerlos. ¿Dónde naciste?
– En Pau. Mi madre bajó a la ciudad para parir, para esconderse.
– ¿Cómo se llama tu madre?
– Gisèle Louvois.
– No me suena. Y eso que conozco a todo el mundo en los tres valles.
– Te la tiraste una noche junto al puente chico del Jaussène.
– Todas las parejas iban al puente chico del Jaussène.
– Luego te escribió para pedirte ayuda. Y nunca contestaste, como te la sudaba, como eres un cobarde…
– Nunca recibí la carta.
– Si ni te acuerdas del nombre de las tías que te tiras.
– Por una parte, recuerdo sus nombres; por otra, no estaba en vena en la época de la que hablas. Yo era torpe y no tenía moto. De tíos como Matt, Pierrot, Manu, Loulou, sí, de ellos podrías preguntarte si alguno es tu padre. Se las llevaban a todas. Pero luego las chicas no lo iban diciendo por ahí, las deshonraba. ¿Quién te dice que tu madre no te mintió?
El joven rebuscó en sus bolsillos, bajando la línea del ceño, y sacó una bolsita de plástico que balanceó ante los ojos de Adamsberg antes de tirarla encima de la mesa. Adamsberg sacó una foto cuyos colores originales habían virado a violeta, donde posaba un chico apoyado en un plátano.
– ¿Quién es ése? -preguntó el joven.
– Yo o mi hermano. ¿Y qué?
– Eres tú. Mira en el dorso.
Su nombre, J.-B. Adamsberg, estaba escrito a lápiz en letra pequeña y redonda.
– Yo diría más bien que es mi hermano. Raphaël. No recuerdo esta camisa. Eso demuestra que tu madre nos conocía mal, que te contó un cuento chino.
– Cierra el pico, tú no conoces a mi madre, no cuenta cuentos chinos. Si me dijo que eras mi padre es que es verdad. ¿Por qué se lo iba a inventar, eh? Ni que fuera como para echar cohetes.
– Eso es verdad. Pero en el pueblo valía más yo que Matt o Loulou, a ellos los llamaban «mangantes», «perros» o «meones». Por las noches, cuando hacía calor, meaban por la ventana abierta. Así fue como la tendera, que caía mal a todo el mundo, recibió alguna meada en plenos ojos. Por no hablar de la banda de Lucien. En resumen, sin ser para tirar cohetes, quedaba mejor dar mi apellido que el de Matt el meón. No soy tu padre, nunca conocí a ninguna Gisèle, ni en mi pueblo ni en los pueblos vecinos, y nunca me escribió. La primera vez que me escribió una chica, yo tenía veintitrés años.
– Mientes.
El tipo apretaba los dientes, vacilando en el pedestal de certidumbre que de repente se resquebrajaba a sus pies. Su padre imaginado, su enemigo de siempre, su diana, parecía estar a punto de escapársele entre los dedos.
– Tanto si miento yo como si miente ella, Zerquetsch, ¿qué hacemos? ¿Vamos a estar aquí tomando café hasta el fin de los días?
– Siempre supe cómo se iba a acabar esto. Me dejas salir, libre como un pájaro. Y tú te quedas aquí con tus putos gatos, sin poder hacer nada. Leerás tu nombre en los periódicos, puedes creerme. Pasarán cosas. Y tú estarás en tu puto despacho y estarás acabado. Y tú dimitirás, porque ni un madero mete a su hijo en cadena perpetua. Cuando hay un hijo en juego, no hay ley que valga, ni reglas. Y tampoco tendrás ganas de ir por ahí diciendo que eres el padre del Zerquetsch, ¿no? Ni que es culpa tuya que al Zerquetsch se le haya ido la olla porque lo abandonaste.
– No te abandoné, ni siquiera te hice.
– Pero no estás seguro, ¿eh? ¿Te has visto el careto, has visto el mío?
– Caretos de bearnés, y punto. Hay una manera de saberlo, Zerquetsch. Una manera de acabar tu sueño. Tenemos tu ADN y el mío. Se comparan y ya está.
El Zerquetsher se levantó, dejó el P 38 en la mesa y sonrió tranquilamente.
– Atrévete -dijo.
Adamsberg lo miró dirigirse sin prisa hacia la puerta, abrirla e irse. Libre como un pájaro. He venido a pudrirte la vida.
Alargó el brazo por encima de la mesa, alcanzó el frasco y lo examinó detenidamente. Ácido nitrocitramínico. Cruzó las manos, apoyó en ellas la frente, cerrando los ojos. Por supuesto que no estaba inmunizado. Sacó el tapón con la uña.