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Sólo cuando Adamsberg estuvo en el centro los demás repararon realmente en su ropa sucia, sus mejillas barbudas, el perrillo lleno de pegotes en sus brazos. Un círculo desordenado de sillas se organizó espontáneamente en torno a él. El comisario resumió la noche: Émile, la granja, el hospital, el perro.

– ¿Usted sabía adónde iba, y me dejó correr? -protestó Retancourt.

– No recordé lo del perro hasta mucho después -mintió Adamsberg-. Después de la visita del médico de Vaudel.

Retancourt hizo un ademán de cabeza que indicaba que no se lo creía.

– ¿Qué información da el médico? -preguntó Justin con su vocecilla atiplada.

– De momento no nos dice más sobre Vaudel que nosotros sobre el crimen. Batalla del secreto profesional, nuestras posiciones no se mueven.

– Si se acaba el secreto, batalla terminada -dijo Kernorkian con voz inaudible.

– El médico afirma de todos modos que Vaudel tenía enemigos, pero seguramente imaginarios. Sabe más de lo que dice. El hombre sabe de su oficio, es capaz de recolocar una mandíbula para que vuelva a mamar.

– ¿A Vaudel?

Adamsberg no tuvo ganas de mirar a Estalère, a veces parecía que el cabo lo hacía a propósito. Pero lanzó una mirada a Maurel, que tomaba notas rápidamente en su libreta. Se había enterado de que Maurel apuntaba las meteduras de pata de Estalère para hacer un florilegio, manía que a Adamsberg no le parecía inocente. Maurel sorprendió su mirada y cerró la libreta.

– ¿Se ha comprobado que Pierre hijo estaba en Aviñón en el momento de la agresión a Émile? -preguntó Voisenet.

– De eso se ha encargado Mordent. Pero la pasma de Aviñón se lo ha tomado con pachorra y han llegado tarde.

– Mierda, habría que haber insistido.

– Ha insistido -interrumpió Adamsberg en defensa de Mordent y de su cabeza-globo perdida por los aires-. ¿Dice Gardon que hay resultados del laboratorio?

Danglard se levantó automáticamente. La memoria, el saber y el espíritu sintético del comandante lo predisponían para hacer los resúmenes de los informes científicos. Un Danglard casi erguido, con casi buena cara, la expresión casi animada, regenerado por su segunda inmersión en el clima británico.

– En lo referente al cuerpo, se cree que fue despedazado en cuatrocientos sesenta trozos aproximadamente, de los cuales casi trescientos fueron posteriormente reducidos a papilla o casi. Algunos fueron cortados con hacha, otros con sierra circular, apoyándose en un tajo de madera. Las muestras revelan la presencia de astillas cuando se usó el hacha, o de polvo de madera cuando se usó la sierra. El mismo tajo sirvió para las operaciones de aplastamiento. Los elementos de mica y cuarzo incrustados en la carne indican que el asesino ponía el trozo en el tajo, con una piedra de granito encima que golpeaba con un mazo. Fueron objeto de tratamiento intenso todas las articulaciones, tobillos, muñecas, rodillas, codos, cabezas de húmeros, fémures, así como los dientes, pulverizados, y los pies, al nivel de los tarsos y metatarsos. Las falanges de los pulgares de los pies también fueron trituradas, pero no las de los demás dedos, de 2 a 5. Las partes menos estropeadas son las manos, salvo los carpianos, y partes de huesos largos, el iliaco, el isquión, las costillas, el esternón.

Adamsberg no tuvo tiempo de captarlo todo y alzó una mano inútil para detener el raudal del informe. Concentrado, Danglard seguía.

– El raquis sufrió un tratamiento diferenciado: las sacras y las cervicales fueron claramente más atacadas que las lumbares y dorsales. Entre las cervicales, no queda casi prácticamente nada del atlas y del axis. El hioides ha quedado preservado, las clavículas apenas tocadas.

– Un momento, Danglard -interrumpió Adamsberg al observar el extravío en los rostros, algunos de los cuales ya habían abandonado-. Vamos a dibujarlo, quedará más claro para todo el mundo.

Adamsberg era excelente en dibujo, capaz de hacer que todo saliera de sus manos en unos cuantos trazos desenvueltos y perfectos. Pasaba largos ratos garabateando, de pie, en una libreta o en un papel apoyado en el muslo, con mina de plomo, tinta o carboncillo. Sus esbozos y bosquejos estaban por todas partes en los despachos, abandonados por el comisario en el trascurso de sus idas y venidas. Algunos, admirados, se los quedaban discretamente, como Froissy, Danglard o Mercadet, pero también Noël, que jamás lo habría reconocido. Adamsberg trazó rápidamente en la pizarra blanca los contornos de un cuerpo y su esqueleto, uno de frente y otro de espaldas, y pasó los rotuladores a Danglard.

– Marque en rojo las partes más destrozadas, en verde las menos estropeadas.

Danglard ilustró lo que acababa de exponer, y añadió rojo en el cráneo y los órganos genitales, verde en las clavículas, las orejas, los glúteos. Una vez coloreado el dibujo, expresaba una lógica aberrante pero indudable, que demostraba que el asesino había decidido destruir o salvar de un modo no aleatorio. Y el sentido de esa extravagancia no era accesible.

– En lo referente a los órganos, también se detecta una selección -prosiguió Danglard-. Los intestinos, el estómago y el bazo no interesaron al asesino, tampoco los pulmones ni los riñones. Se centró en el hígado, el corazón y el cerebro, del cual una parte fue quemada en la chimenea.

Danglard dibujó tres flechas que partían del cerebro, del corazón y del hígado, sacándolos del cuerpo.

– Es una destrucción de su espíritu -aventuró Mercadet, rompiendo el silencio un tanto aturdido de los agentes, cuyas miradas se habían quedado prendidas de los dibujos.

– ¿El hígado? -dijo Voisenet-. ¿Para ti el hígado es el espíritu?

– Mercadet tiene razón -dijo Danglard-. Antes de la cristiandad, pero también más tarde, se creía en la presencia de varias almas en un cuerpo: spiritus, animus y anima. El espíritu, el alma y el movimiento, que podían alojarse en diferentes partes del cuerpo, como, precisamente, el hígado y el corazón, sedes del miedo y de la emoción.

– Ah -concedió Voisenet, pues todo el mundo consideraba que el saber de Danglard no era discutible.

– En cuanto a la destrucción de las articulaciones -dijo Lamarre con su rigidez habitual-, ¿sería para que el cuerpo ya no funcionara? ¿Como si se rompieran los engranajes?

– ¿Y los pies? ¿Por qué los pies y no las manos?

– Igual -dijo Lamarre-, ¿para que no ande?

– No -dijo Froissy-. Eso no explica el pulgar. ¿Por qué destruye sobre todo el pulgar?

– Pero ¿qué estamos haciendo? -preguntó Noël levantándose-. ¿Qué demonios hacemos buscando buenas razones plausibles a toda esta mierda? No hay buenas razones. Hay la del asesino, y no podemos tener la menor idea de cuál es, ni el menor atisbo.

Noël volvió a sentarse, y Adamsberg asintió.

– Es como el tipo que se comió el armario.

– Sí -aprobó Danglard.

– ¿Para qué? -preguntó Gardon.

– Precisamente. No lo sabemos.

Danglard volvió a la pizarra y destapó una hoja de papel en blanco.

– Peor aún -prosiguió-, el asesino no dispuso los elementos de cualquier manera. El doctor Romain tenía razón, los dispersó. Sería una pesadez dibujarlo todo, ya verán la repartición espacial en el informe. Por poner un ejemplo, una vez separados y aplastados los cinco metatarsos, el asesino los lanzó a los cuatro rincones del salón. Lo mismo con cada parte del cuerpo, dos trozos aquí, uno allá, otro en otra parte, otros dos bajo el piano.

– Igual es un tic -dijo Justin-. O una chifladura. El tipo lo tira todo en círculo a su alrededor.

– No hay una buena razón -repitió Noël rezongón-. Estamos perdiendo el tiempo. De nada sirve interpretar. El asesino está rabioso, lo destroza todo, se ensaña aquí y allí, no sabemos por qué y nos atenemos a eso. A la ignorancia.

– Una rabia capaz de arder durante horas -precisó Adamsberg.

– Precisamente -dijo Justin-. Si la ira no se apaga, es quizá la razón de esa carnicería. El asesino no puede detenerse, quiere seguir y seguir, y todo acaba en puré. Es como uno que bebe hasta caer redondo.

O que se rasca la picadura de araña, pensó Adamsberg.

– Pasemos al material -dijo Danglard.

Una llamada lo interrumpió, el comandante se alejó casi con viveza, aplastando el teléfono contra su oreja. Abstract, diagnosticó Adamsberg.

– ¿Lo esperamos? -preguntó Voisenet.

Froissy se revolvió en su silla. La teniente se alarmaba por la hora de la comida -ya eran las dos treinta y cinco-, se retorcía en su asiento. Todos sabían que la idea de saltarse una comida desencadenaba en ella una reacción de pánico, y Adamsberg había pedido a los agentes que tuvieran cuidado con eso porque, en tres ocasiones en plena misión, Froissy se había desmayado de miedo.

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