7

Adamsberg seguía leyendo su periódico de pie, dando vueltas alrededor de la mesa de su despacho. En realidad, no era su periódico. Se lo tomaba prestado todos los días a Danglard y se lo devolvía después en estado amorfo.

En la página 12, un entrefilete informaba de los progresos de una investigación en Nantes. Adamsberg conocía bien al comisario encargado, un tipo seco y solitario en su trabajo, extravertido en sociedad. El comisario trató de recordar su nombre a título de ejercicio. Desde lo de Londres, quizá desde que Danglard vertiera su raudal de erudición acerca del cementerio de Highgate, el comisario consideraba la posibilidad de prestar más atención a las palabras, a los nombres, a las frases. Ámbito en que su memoria siempre se había mostrado inepta pese a que era capaz de recordar años más tarde un sonido, un toque de luz, una expresión. ¿Cómo se llamaba ese policía? ¿Bolet? ¿Rollet? Un histrión capaz de divertir a una mesa de veinte personas, algo que Adamsberg admiraba. Ahora también envidiaba a ese Nolet -acababa de leer su nombre en el artículo- por tener que ocuparse de un asesinato tan limpio cuando el sillón de terciopelo manchado no abandonaba sus pensamientos. Comparado con el caos de Garches, el caso de Nolet resultaba estimulante. Un sobrio asesinato de dos tiros en la cabeza, la víctima había abierto la puerta a su asesino. Sin complicaciones, sin violación, sin locura, una mujer de cincuenta años ejecutada según las reglas del juego, según el principio de los criminales eficaces: me estás jodiendo, te mato. Nolet sólo tenía que seguir el rastro a un marido, a un amante, y llevar el caso hasta el final sin verse hundido hasta el cuello en metros cuadrados de alfombras cubiertas de carnes. Si poner un pie en el territorio de la demencia, en ese continente desconocido de Stock. Stock, eso lo sabía, no era el nombre exacto del colega británico que iría algún día a pescar en un lago, por allá arriba. Con Danglard quizá. A menos que la historia con la mujer Abstract retuviera al comandante en otra parte.

Adamsberg alzó la cabeza al dispararse el gran reloj de pared. Pierre Vaudel, hijo de Pierre Vaudel, llegaría al cabo de unos instantes. El comisario subió la escalera de madera, evitó el escalón irregular en el que todo el mundo tropezaba y entró en la sala de la máquina de café para tomarse uno bien cargado. Esa sala era en cierto modo el dominio del teniente Mercadet, que tenía talento para los números y para todo tipo de ejercicios lógicos, pero era hipersomne. Unos cojines dispuestos en un rincón le permitían reconstituir regularmente sus fuerzas. El teniente acababa de doblar su manta y se incorporaba, frotándose la cara.

– Parece ser que hemos puesto un pie en el infierno -dijo.

– No hemos llegado a poner los pies en realidad. Andamos por pasarelas a seis centímetros del suelo.

– Ya, pero nos lo vamos a papear igualmente, ¿no?, el viento de la tormenta.

– Sí. Y, en cuanto se haya despertado del todo, vaya a echar una ojeada antes de que hayan recogido todo. Es una carnicería sin pies ni cabeza. Aun así, hay una idea demencial en ello. ¿Cómo lo habría dicho el teniente Veyrenc? Un hilo de acero vibra en las honduras del caos. En fin, no sé, algún motivo invisible que la poesía podría desvelar.

– A Veyrenc se le habría ocurrido algo mejor. Se le echa de menos, ¿no?

Adamsberg se tomó el último trago de café, sorprendido. No había pensado en Veyrenc desde que éste se había ido de la Brigada, no estaba muy bien dispuesto para reflexionar acerca de los tumultuosos acontecimientos que los habían enemistado [1].

– Aunque igual a usted no le importa, en el fondo -dijo el teniente.

– Igual. Básicamente es que no tenemos tiempo para estas cuestiones, teniente.

– Ya voy -dijo Mercadet sacudiendo la cabeza-. Danglard ha dejado un mensaje para usted. Nada que ver con la casa de Garches.

Adamsberg acabó la página 12 mientras bajaba las escaleras. Al divertido Nolet, al fin y al cabo, no le salían tan bien las cosas. El ex marido tenía una coartada, la investigación estaba a media asta. Adamsberg dobló el periódico con satisfacción. En recepción, el hijo de Pierre Vaudel lo esperaba, sentado derecho junto a su esposa, no más de treinta y cinco años. Adamsberg marcó una pausa. ¿Cómo anunciar a un hombre que su padre ha sido despedazado?


El comisario eludió la dificultad durante un rato, lo suficiente para aclarar las cuestiones de identidad y de familia. Pierre era hijo único, e hijo tardío. La madre se había quedado embarazada tras dieciséis años de vida conyugal, cuando el padre tenía cuarenta y cuatro años. Y Pierre Vaudel padre se había mostrado intratable, incluso rabioso, en todo lo referente a ese embarazo, sin dar a su mujer la menor explicación. No quería descendencia bajo ningún concepto, era impensable que ese niño viniera al mundo, y no había nada que discutir. La esposa había cedido, se había ausentado para practicar la interrupción del embarazo. Permaneció lejos durante seis meses, llevando a término la gestación, y dio a luz a Pierre hijo de Pierre. La ira de Pierre padre se mitigó a los cinco años, pero siempre se negó a que la esposa y el hijo volvieran a vivir con él.

En consecuencia, Pierre hijo sólo había visto a su padre de tanto en cuando, petrificado por ese hombre que con tanta obstinación lo había rechazado. Un temor sólo debido a su nacimiento contrariado, ya que Pierre padre era complaciente y generoso, según sus amigos, tierno según su madre. O al menos lo había sido, ya que la pérdida gradual de la sociabilidad ya no permitía acceder a sus sentimientos. A los cincuenta y cinco años, Pierre ya no aceptaba más que escasas visitas, tras haberse deshecho, uno a uno, de los amigos de su amplio círculo. Más tarde, Pierre adolescente se había hecho un sitio modesto al venir los sábados a tocar al piano unas piezas especialmente elegidas para seducirlo. Finalmente, Pierre el joven acabó conquistando una atención real. Desde hacía diez años, sobre todo tras la muerte de la madre, los dos Pierre se veían con bastante regularidad. Pierre hijo se había hecho abogado, y sus conocidos apoyaban a Pierre padre en su exploración de los casos judiciales. El trabajo compartido evitaba la comunicación personal.

– ¿Qué buscaba con esos casos?

– En primer lugar, un sueldo. Vivía de eso. Escribía las crónicas de los procesos para varios periódicos y unas cuantas revistas especializadas. Luego buscaba el error. Era un científico, y siempre protestaba por las aproximaciones de la justicia. Decía que el derecho era una masa demasiado blanda, doblada hacia uno u otro lado, que la verdad se perdía en argucias repugnantes. Decía que se oía si un veredicto chirriaba o no, si el chasquido de arranque era correcto o no, como un cerrajero diagnostica por el oído. Y si chirriaba, buscaba la verdad.

– ¿La encontraba?

– La encontró en varias ocasiones. La rehabilitación póstuma del asesino de Sologne, fue él. La liberación de K. Jimmy Jones en EE UU, la del banquero Trévanant, la puesta en libertad de la esposa de Pasnier, el sobreseimiento del profesor Galérant. Sus artículos tuvieron mucho peso. Con el tiempo, muchos abogados empezaron a temer que publicara sus opiniones. Le ofrecían sobornos, que él rechazaba.

Pierre hijo apoyó la mano en la rodilla, descontento. No era atractivo, con su frente altísima y su mentón en punta. Pero sus ojos eran bastante llamativos, inertes y sin brillo, persianas inviolables, quizá inaccesibles a la piedad. El cuerpo inclinado, la espalda doblada, consultando a su mujer con la mirada, tenía la apariencia de un hombre amable y dócil. Adamsberg encontraba sin embargo que la intransigencia estaba allí, asomada a la ventana fija de sus ojos.

– ¿Hubo casos menos gloriosos? -preguntó.

– Decía que la verdad es una carretera de dos sentidos. También hizo que condenaran a tres hombres. Uno de ellos se ahorcó en la cárcel después de jurar su inocencia.

– ¿Cuándo fue eso?

– Justo antes de su jubilación, hace trece años.

– ¿Quién era?

– Jean-Christophe Réal.

Adamsberg hizo un ademán indicando que conocía ese nombre.

– Réal se ahorcó el día en que cumplió veintinueve años.

– ¿Hubo cartas de venganza? ¿Amenazas?

– ¿De qué estamos hablando? -intervino la esposa, cuyo rostro era, por el contrario, armonioso y reglamentario-. La muerte de Padre no fue natural, ¿verdad? ¿Tienen ustedes dudas? Si es así, díganlo. Desde esta mañana, la policía no nos ha proporcionado una sola información clara. Al parecer, Padre ha muerto, pero ni siquiera se sabe si es él. Y su subordinado no nos ha dejado ver el cuerpo. ¿Por qué?

– Porque es difícil.

– ¿Porque Padre, suponiendo que sea él, ha muerto en los brazos de una puta? -prosiguió ella-. Me extrañaría de él. ¿O de una mujer de la alta sociedad? ¿Están ustedes ocultando algo para tranquilidad de unos cuantos intocables? Porque, eso sí, mi suegro conocía a muchos intocables, empezando por el antiguo ministro de Justicia, que está sifilítico hasta los huesos.

– Hélène, por favor… -dijo Pierre, que la dejaba hablar a propósito.

– Le recuerdo que se trata de su padre -añadió Hélène- y que tiene derecho a verlo y saberlo todo antes que ustedes y antes que los intocables. O vemos el cuerpo, o no hablamos.

– Me parece razonable -dijo Pierre con tono de abogado que cierra un acuerdo.

– No hay cuerpo -dijo Adamsberg mirando a la mujer a los ojos.

– No hay cuerpo -repitió mecánicamente Pierre.

– No.

– ¿Entonces? ¿Cómo pueden decir que se trata de él?

– Porque está en su casa.

– ¿Quién?

– El cuerpo.

Adamsberg fue a abrir la ventana, posó la mirada en la copa de los tilos. Llevaban en flor cuatro días, su olor a tisana entró con la corriente de aire.

– El cuerpo está destrozado -dijo-. Fue… ¿qué término elegir? ¿Despedazado? ¿Desmigado…? Fue cortado en cientos de partes que fueron desperdigadas por toda la estancia. El salón del piano. No hay nada identificable. No le aconsejo que lo vea.

– Nos están liando -dijo la mujer resistiéndose-. Están tramando algo. ¿Qué están haciendo con él?

– Estamos recogiendo sus vestigios metro cuadrado a metro cuadrado, metiéndolos en contenedores numerados. Cuarenta y dos metros cuadrados, cuarenta y dos contenedores.

Adamsberg dejó las flores de tilo y se volvió hacia Hélène Vaudel. Pierre mantenía su postura encorvada, dejando a su mujer la conducción del carro.

– Dicen que uno no puede pasar el duelo sin haber visto el cuerpo con sus propios ojos -continuó Adamsberg-. Conozco a gente que se ha arrepentido y que, bien pensado, preferirían haberlo sabido sin verlo. Pero estas primeras fotos están a su disposición -dijo ofreciendo su móvil a Hélène-. El coche para Garches también, si se empeñan. Antes eche una ojeada. No son de buena calidad, pero sirven para hacerse una idea.

Hélène cogió el móvil con gesto decidido e hizo desfilar las imágenes. Interrumpió a la séptima foto, la de la parte superior del piano.

– Está bien -dijo dejando el aparato, con la mirada un tanto modificada.

– ¿Sin coche? -le preguntó Pierre.

– Sin coche.

Fue como una consigna, y Pierre asintió. Sin un atisbo de indignación a pesar de que se trataba de su propio padre. Sin un estremecimiento de curiosidad por las fotos. Una honesta neutralidad de apariencia. Una sumisión provisional y convenida, en espera de retomar duramente las riendas.

– ¿Practica usted equitación? -le preguntó Adamsberg.

– No, pero me interesan un poco las carreras. Mi padre apostaba mucho hace tiempo, pero en los últimos años no más de una vez al mes. Había cambiado, había estrechado su círculo, casi no salía.

– ¿No frecuentaba los criaderos, los hipódromos? ¿No iba al campo? ¿Algo que pudiera hacer que trajera fragmentos de estiércol a casa?

– ¿Papá? ¿Estiércol a su casa?

Pierre hijo se había erguido, como si esta idea lo hubiera despertado a su pesar.

– ¿Quiere decir que hay estiércol en casa de mi padre?

– Sí, en las alfombras. Pegotes que podrían haber caído de las suelas de unas botas.

– No se calzó unas botas en su vida. Le horrorizaban los animales, la naturaleza, la tierra, las flores, las margaritas de los prados que uno recoge y que quedan mustias en un vaso… Vamos, todo lo que crece en general. ¿El asesino entró con botas llenas de estiércol?

Adamsberg se excusó con un ademán antes de contestar al teléfono.

– Si sigue allí el hijo -dijo Retancourt abruptamente-, pregúntele si el viejo tenía un animal, perro o gato u otro bicho peludo. Se han encontrado pelos en el sillón Luis XIII. Pero no hay caja de arena en la casa, ni cuenco, nada que indique que aquí vivía un animal. En cuyo caso, estaban pegados al trasero del pantalón del asesino.

Adamsberg se apartó de la pareja, poniéndolos a distancia de la aspereza de Retancourt.

– ¿Tenía su padre algún animal de compañía? ¿Perro, gato u otro?

– Le acabo de decir que no le gustaban los bichos. No perdía tiempo con los demás, menos aún con un animal.

– Nada -dijo Adamsberg al aparato-. Compruebe, teniente, los pelos podrían venir de alguna manta o de un abrigo. Controle los demás asientos.

– ¿Y pañuelos de papel? ¿Usaba? Hemos encontrado uno arrugado en la hierba, pero ni uno en el cuarto de baño.

– ¿Pañuelos de papel? -preguntó Adamsberg.

– Nunca -dijo Pierre alzando las manos como para rechazar esa nueva aberración-. Sólo de tela, doblados en tres de un lado, en cuatro del otro. No podía hacerse de ninguna otra manera.

– Sólo pañuelos de tela -repercutió Adamsberg.

– Danglard insiste en hablarle. Describe grandes círculos en la hierba alrededor de algo que le preocupa.

Lo cual, pensaba Adamsberg, no podía describir mejor el temperamento de Danglard, rondando en torno a las oquedades en que se calcificaban sus preocupaciones. Con el teléfono todavía en la mano, Adamsberg se pasó los dedos por el pelo, pensando en dónde había dejado el hilo de su conversación. Sí, las botas, el estiércol.

– No eran botas llenas de estiércol -explicó al hijo-, sólo pequeños fragmentos que la humedad del suelo despegó de las suelas antideslizantes.

– ¿Han visto a su jardinero, al hombre de faena? Seguro que tiene botas.

– Todavía no. Dicen que es una bestia.

– Una bestia, un presidiario y un medio subnormal -completó Hélène-. Padre estaba encantado con él.

– No creo que sea subnormal -matizó Pierre-. ¿Por qué esparcieron su cuerpo? -prosiguió con prudencia-. Matarlo, es concebible. La familia del joven suicida, podría comprenderse. Peor ¿para qué destrozarlo todo? ¿Ha visto ya casos así? ¿Este modus operandi?

– El modus no existía antes de que lo concibiera el asesino. No reprodujo una manera de hacer las cosas, ayer creó algo nuevo.

– Ni que hablara usted de arte -dijo Hélène con una mueca reprobatoria.

– ¿Y por qué no? -dijo Pierre bruscamente-. Podría ser una compensación. Él era artista.

– ¿Su padre?

– No, Réal. El suicida.

Adamsberg le hizo una nueva seña para indicarle que tenía a Danglard en línea.

– Sabía que ese follón nos caería encima -dijo el comandante con voz muy aplicada, lo cual era indicativo para Adamsberg de que se había pimplado unos cuantos vasos y se esmeraba en articular bien.

Sin duda le habían dejado entrar en el salón del piano.

– ¿Ha visto el lugar del crimen, comandante?

– Las fotos, y con eso me basta. Pero acaban de confirmarlo: los zapatos son franceses.

– ¿Las botas?

– Los zapatos. Y hay algo peor. Cuando lo vi, fue como si alguien hubiera encendido una cerilla en el túnel, como si hubieran cortado los pies a un tío mío. Pero no queda más remedio. Voy para allá.

Más de tres vasos, estimó Adamsberg, ingeridos en un tiempo breve. Miró sus relojes, alrededor de las cuatro de la tarde. Danglard ya no serviría para nada ni nadie en el día de hoy.

– No hace falta, Danglard. Salga de allí. Nos vemos más tarde.

– Es lo que le digo.

Adamsberg plegó el teléfono, preguntándose absurdamente qué habría sido de la gata y de las crías. Había dicho a Retancourt que la madre estaba bien, pero uno de los gatitos -uno de los que había sacado él, una chica- vacilaba y adelgazaba. ¿Habría apretado demasiado al tirar de ella? ¿Le habría estropeado algo?

– Jean-Christophe Réal -recordó Pierre con insistencia, como si sintiera que el comisario no encontraría el camino solo.

– El artista -confirmó Adamsberg.

– Se ocupaba de caballos, los alquilaba. La primera vez pintó un caballo de color bronce para hacer una especie de estatua viva. El propietario del animal lo denunció, pero eso fue lo que le dio notoriedad. Luego pintó muchos otros. Lo pintaba todo, eso exigía cantidades colosales de pintura. Pintaba la hierba, los caminos, los troncos, las hojas una a una, las piedras, por encima, por debajo, como si petrificara el paisaje entero.

– Eso no interesa al comisario -interrumpió Hélène.

– ¿Conocía usted a Réal?

– Lo vi muchas veces en la cárcel. Estaba decidido a hacerle salir de allí.

– ¿De qué lo acusó su padre?

– De pintar a una anciana, su protectora, de la cual era heredero.

– No capto.

– La pintó de bronce para ponerla en uno de sus caballos, una estatua ecuestre viva. Pero la pintura no dejó pasar el aire, los poros se obstruyeron y, antes de que pudieran limpiar a la protectora, ésta había muerto asfixiada sobre el animal. Réal heredó.

– Es singular -murmuró Adamsberg-. ¿Y el caballo? ¿También murió?

– No, ahí está la cuestión. Réal conocía su trabajo, pintaba con pinturas porosas. No estaba loco.

– No -dijo escéptico Adamsberg.

– Unos químicos dijeron que el contacto molecular entre la pintura y los productos de belleza de la protectora había provocado el desastre. Pero mi padre demostró que Real había cambiado de bote de pintura entre el caballo y la mujer, y que la asfixia era voluntaria.

– Usted no estaba de acuerdo.

– No -dijo Pierre adelantando la barbilla.

– ¿Eran sólidos los argumentos de su padre?

– Quizá, ¿y qué? Mi padre se ensañó de un modo anormal con ese tipo. Lo odiaba sin razón. Hizo todo para cargárselo.

– Eso no es verdad -dijo Hélène repentinamente insolidaria-. Réal era megalómano y estaba lleno de deudas. Mató a la mujer.

– Joder -interrumpió Pierre-. Mi padre se ensañó con él como si, a través de Réal, quisiera perjudicarme a mí. Réal tenía seis años más que yo, yo conocía su obra, lo admiraba, había ido a verlo dos veces. Cuando mi padre se enteró, se puso como un basilisco. Para él, Réal era un ignorante ávido, textualmente, «cuyas invenciones grotescas desarticulaban la civilización». Mi padre era un hombre de las edades oscuras, creía en la perennidad de los antiguos fundamentos del mundo, y Réal lo sacaba de quicio. Con toda su notoriedad, el cabrón consiguió que lo acusaran y que muriera.

– El cabrón -repitió Adamsberg.

– Desde luego -dijo Pierre sin pestañear-. Mi padre no era más que un viejo hijo de puta.

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